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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

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28001 Madrid

 

© 2005 Christine Flynn

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El retorno del príncipe, n.º 1579 - junio 2020

Título original: Prodigal Prince Charming

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-731-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MADISON O’Malley, esto es lo más agradable que han hecho por mí en toda la semana —sonriendo como un chaval, el fornido obrero se echó hacia atrás el casco y pasó un dedo por el glaseado de la magdalena que tenía en la mano. La llama chisporroteaba y bailaba en la vela que había clavada en el chocolate—. No me puedo creer que te acordases.

—Recuerda el cumpleaños de todos —dijo el soldador que había a su derecha—. A mí también me hizo una el día de mi cumpleaños.

—¿Sí? ¿Y puso tu nombre, como en la mía?

—Claro que sí —asintió él—. ¿Verdad, Madison?

—Sí que lo hice, Jake —Madison sonrió, sus ojos marrones chispearon con el placer que le producía hacer que el día de un cliente fuera especial. Hacía magdalenas glaseadas de cumpleaños para todos los clientes de su ruta, cuando llegaba a conocerlos; ponía una vela y dibujaba el nombre—. No sabía si te gustaba más la tarta de chocolate o la de zanahoria. Si me lo dices, lo recordaré el año que viene.

Él le dijo que la que había hecho era perfecta y se marchó, sonriendo.

El soldador, Jake, eligió un mollete envuelto en celofán y le entregó un dólar.

—Buenos días, Madison —otro de los cuarenta clientes le dio un billete de cinco—. Dos de semillas y uno de plátano.

—Yo tengo café y un panecillo de jamón y queso —anunció una voz detrás de él.

—Yo lo mismo —otro trabajador, desconocido, ocupó el lugar de Jake. Le entregó dos billetes de cinco dólares—. Esto es por lo mío y lo de Sid, que está detrás.

Madison miró el casco blanco del recién llegado. Sobre la visera había escrito Buzz, con rotulador.

—Gracias, Buzz.

—¡Eh, Madison! ¿Tienes molletes de tarta de zanahoria hoy?

—Sólo los hace los martes y los viernes —contestó alguien por ella—. Hoy son de calabacín o de semillas —otra mano sucia con billetes apareció entre el mar de camisas y monos de trabajo—. Tengo uno de cada.

—Yo lo mismo. Y zumo de naranja —un maquinista con grasa en la cara le dio un billete de diez.

Ella aceptaba el dinero y les daba cambio de la riñonera negra que llevaba en la cintura. Las cuidadosas hileras de molletes y panecillos que había preparado ella misma esa mañana estaban desapareciendo rápidamente, junto con cartones de zumo, de leche y litros de café de la cafetera integrada en su camioneta de reparto.

No le molestaba la suciedad de las manos y la ropa de los hombres. La mayoría de los soldadores, electricistas y obreros de esa obra, al igual que los estibadores del muelle de su siguiente parada, eran hombres llanos que trabajaban duro. Se parecían a la gente del barrio donde había nacido, vivía y probablemente moriría, Bayridge, Virginia, que los vecinos llamaban Ridge. Ella también conocía el valor del trabajo duro, día a día. No se imaginaba vivir de otra manera.

—Eh, Madison —dijo una voz profunda, a su lado—. ¿Qué haces el viernes por la noche?

Ella sonrió al fornido obrero siderúrgico que llevaba tres semanas haciéndole la misma pregunta. Eddie Zwicki era alto, guapo y uno o dos años más joven que ella, que tenía veintiocho.

—Irme a la cama temprano. Tengo que levantarme a hacer la compra y limpiar la camioneta el sábado.

—¿No sales nunca?

—No con mis clientes —contestó ella con amabilidad, repitiendo la norma que había adoptado para no herir sentimientos. En realidad no salía con nadie. Trabajaba tanto para levantar su negocio que no tenía tiempo—. Pero, ¿sabes una cosa? —le dijo, porque parecía un chico agradable—. Creo que tú y Tina Deluca os llevaríais muy bien. Ya te hablé de ella. La profesora del jardín de infancia. ¿Quieres su teléfono?

—¿Sabe cocinar?

—La receta de tus galletas de avena favoritas es de su madre.

—Ya, ¿pero ella sabe hacerlas?

—Está aprendiendo —respondió ella. Era listo.

Alguien que había detrás de Eddie, lo empujó. Mientras se daba la vuelta, las conversaciones se detuvieron. Algo había distraído a los hombres.

Madison estaba junto a la puerta de su camioneta plateada, con el lateral levantado, en forma de toldo. Unos momentos antes sólo había visto hombres en filas de cuatro a seis, esperando para elegir. Ahora todos se apartaban como un Mar Rojo de tela vaquera.

—Buenos días, señor Callaway —dijo alguien.

—Buenos días, señor.

—Eh, señor Callaway.

—Hola —respondió él, cordial—. ¿Qué tal va la mañana? —las respuestas llegaron entre murmullos.

Madison reconoció de inmediato a Matt Callaway. Era el hombre alto e imponente con traje y casco al que todos saludaban con deferencia. Era el propietario de la empresa constructora que construía el enorme centro comercial York Port, que aún no era más que metros y metros de bloques de cemento y vigas de metal.

No estaba solo.

Madison también conocía al hombre que lo acompañaba. Igual de alto, e incluso más imponente, el hombre que recibía las miradas que iban de curiosidad a envidia era Cord Kendrick.

Nunca lo había visto en persona antes. Pero, como casi todo el mundo en América, había visto fotos de él en People, Newsweek y Entertainment Tonight y en las revistas que su abuela, Nona Rossini leía con avidez. Su reputación de libertino y aventurero siempre era noticia. Incluso la gente que no prestaba atención a la vida de los ricos e infames lo conocía. Toda la familia Kendrick era casi realeza para la prensa. Madison había oído que su bella madre era parte de la realeza.

No recordaba si el último escándalo de Cord había sido un juicio por paternidad o un accidente de coche. Convencida de que su abuela lo sabría, se centró en atender al jefe de los obreros.

—Buenos días, señor Callaway —sonrió—. ¿Quiere lo habitual?

De repente, recordó que él también era una celebridad. Su boda con la hija mayor de los Kendrick, el año anterior, había pillado a media nación por sorpresa, ya que nadie sabía que Ashley Kendrick tuviera una relación romántica. Cuando su abuela leyó en voz alta el nombre del esposo, se dio cuenta de que Matt era el mismo hombre que le había dado permiso para ir a vender comida dentro de la obra.

El nacimiento de su hija, hacía un par de meses, también había aparecido en todos los titulares. Muchos periodistas habían ido a la obra a intentar sacarle fotos.

—Lo habitual —repitió Matt, rascándose la barbilla—. No sabía que me estaba volviendo tan predecible.

—Entonces, ¿quiere calabacín o plátano y nueces?

—Sorpréndeme.

Ella le dio un mollete de calabacín y una taza vacía para que la llenase él mismo.

—¿Y usted? —preguntó, mirando a su cuñado. Había oído decir que los Kendrick eran los dueños del centro comercial. Eso explicaría cómo el dueño de la empresa constructora había conocido a la hermana de Cord. Y también la presencia de Cord Kendrick en la obra.

Su abuela Nona iba a quedarse muy impresionada cuando le dijera que los había visto. Pero lo que realmente impresionó a Madison fue que Matt Callaway parecía a sus anchas con el casco plateado, mientras que el hombre de los fantásticos ojos azules parecía estar luciendo el suyo para una revista de moda. Su chaqueta era de diseño, probablemente italiana. El suéter que llevaba debajo parecía de cachemira.

—Yo tomaré lo mismo que habitualmente toma él —respondió, sonriente.

—Uno de semillas. ¿Café? —preguntó, intentando ignorar el salto que dio su corazón cuando la miró.

No fue nada sutil. Estaba evaluándola de arriba abajo, en detalle. Por lo visto le gustó lo que veía, mientras recorría sus largas piernas cubiertas con unos vaqueros, el suéter de cuello vuelto marrón y el pelo recogido atrás con un pasador.

Su bien esculpida boca esbozó una sonrisa demoledora. Las fotos no le hacían justicia. Su expresión tenía encanto suficiente para fascinar a cualquier mujer.

—Leche. Sin azúcar.

—Encontrará leche junto al café.

—¿De qué tipo es?

—Del tipo que dan las vacas.

—El café —volvió a sonreír—. ¿Jamaicano? ¿Tostado?

—Normal —dijo ella con educación—. Es un dólar y medio.

—Yo pagaré —ofreció Matt.

—Lo haré yo —replicó Cord. Sacó un billete de cinco dólares y señaló con la cabeza el logo que había en la puerta del conductor, formando un arco de color verde oscuro: «Mama O’Malley, catering». —¿Quién es Mama? —preguntó.

—Ésa soy yo —sonrió por encima de su hombro a otro obrero que elegía un mollete y le daba el dinero.

—¿Tú? —alzó una ceja, curioso.

—Eso es.

Cord observó a la alta morena de cuerpo esbelto y cara de ángel, entregarle un panecillo de queso al hombre que había detrás de él. No estaba siendo grosera o descortés, su voz era cálida. Pero no le estaba dedicando la misma sonrisa brillante que recibían los demás.

Tampoco parecía interesada en conversar con él. Siempre conseguía hacer que las mujeres le hablaran. Desde jóvenes a ancianas, pasando por todas las edades. Cord odió pensar que estaba perdiendo cualidades.

—No te pareces en nada a mi idea de una Mama O’Malley —confesó, moviendo la cabeza.

No parecía madre de nadie. Tenía unos ojos increíbles, la piel tan suave que apetecía acariciarla y una boca que pedía a gritos ser besada. Y sus piernas no se acababan nunca.

—¿Por qué le pusiste ese nombre?

—Porque me apellido O’Malley y me gusta como suena. Hola, Bob —allí estaba la sonrisa de nuevo. Pero no era para él, sino para un soldador tripudo—. ¿Qué quieres?

—Venga —dijo Matt—. Volvamos al trabajo.

—Gracias —dijo Cord, intentándolo por última vez.

—De nada —contestó ella con educación. Después se concentró en el resto de sus clientes.

Cord arrugó la frente. Sus ojos parecían iluminarse para todos cuando sonreía. Pero no para él. Miró hacia atrás y la vio sacar cambio de la riñonera que colgaba de su esbelta cintura. Se preguntó si se habían visto antes. Quizá la había conocido en algún club nocturno y la había ofendido de alguna manera. Una de sus normas era no ofender a ninguna mujer si podía evitarlo. Había descubierto de la peor manera que una mujer despechada no sólo podía ser diabólica, sino también muy cara.

Pero la mujer a la que llamaban Madison no le resultaba familiar. Habría recordado su nombre. Y esa sonrisa. Le iluminaba los ojos y hacía que pareciese amistosa y asequible, como si brillara desde dentro. Sin ella, no sería más que otra cara bonita.

—¿Viene aquí todos los días?

—¿Quién? —Matt miró por encima de su hombro—. ¿La chica de los tentempiés?

—Sí.

—Vienen un par de camionetas —intentó recordar algo específico sobre ella—. Creo que lleva viniendo desde que empezamos la obra —un trozo de mollete desapareció en su boca, apagando su voz—. ¿Por qué?

—Simple curiosidad —Cord encogió los hombros y clavó los dientes en un trocito de cielo que sabía a mantequilla dulce y limón. Delicioso.

 

 

Madison vio a los dos hombres de casco plateado alejarse, devorando sus molletes. Los obreros sólo tenían quince minutos de descanso. Solían acabar con un tercio de sus existencias en cinco. Eso le daba diez minutos para sacar existencias de la cámara de almacenamiento y reponer huecos en las tres filas de molletes, galletas y panecillos, recolocar la fruta y poner café nuevo en la cafetera, para que hubiera ocho litros recién hechos para su siguiente parada, en el muelle, en veinte minutos. Media hora después tenía una última parada en otro punto del muelle. Después regresaría a casa a reponer la mercancía con bocadillos y postres para el turno del almuerzo, que empezaba a las once y cuarto.

Oyó risas a sus espaldas mientras pulsaba el interruptor de la cafetera y cerraba la puerta. Hizo un esfuerzo consciente para no darse la vuelta y averiguar si Cord estaba a la vista. Odiaba la idea de que la pillase y creyera haberla impresionado. No lo había hecho. Al menos no en especial.

Nunca antes había conocido a un hombre de su estrato social o económico, ni cuya presencia fuera tan… imponente. Pero conocía al típico hombre, atractivo e irresponsable cuyo único objetivo era meterse en la cama con una mujer y desaparecer antes del desayuno. Había muchos así que iban y venían por el pub de su amigo Mike; ella vivía encima y utilizaba su cocina para preparar su comida. Y los hombres como ésos, por ricos y famosos que fueran, no se merecían pensar en ellos dos veces.

 

 

No volvió a hacerlo hasta veinticuatro horas después, cuando se encontró en el mismo lugar, haciendo lo que hacía a esa hora de lunes a viernes.

Ni siquiera se había acordado de llamar a su abuela la noche anterior para decirle que había visto a Cord Kendrick y darle la oportunidad de pedir detalles.

La única razón de que estuviera pensando en él era que la secretaria de Matt Callaway acababa de llamarla al móvil para pedirle seis molletes y seis cafés grandes. Quería que los llevara a la caravana que estaba aparcada en el centro del emplazamiento.

—Lo siento, señora —contestó Madison, mientras cerraba la parte trasera de la camioneta—. Cumplo un horario y no puedo hacer entregas. Si envía a alguien —sugirió—, lo tendré listo cuando llegue. Estaré aquí un par de minutos más.

La mujer le pidió que no colgara y Madison sacó seis tazas con tapa y desplegó una bandeja de cartón para ponerlas encima. A unos metros de ella, una enorme grúa naranja se puso en marcha. El descanso había terminado.

—Me dicen que no haces entregas —la voz al otro lado de la línea sonó profunda y grave, con un leve tono retador. La reconoció de inmediato. La molestó recordar la voz de Cord, no quería que nada de él le acelerase el corazón.

Si la secretaria hubiera vuelto al teléfono, Madison habría cedido. La mujer había parecido estresada. Pero como era Cord, Madison no se ablandó.

—Interferiría con mi horario.

—¿Nunca haces excepciones?

—No estoy en situación de hacerlas —contestó. Estaba segura de que la comida de Cord Kendrick no solía depender de una camioneta de catering; en otro caso sabría lo importante que era ser puntual—. Hay gente esperándome para desayunar en su descanso.

—¿Y la gente de aquí? —preguntó él con voz tranquila—. También necesitamos un descanso. Pero estamos en una reunión de la que no podemos salir y necesitamos café. Y también esos molletes.

—¿No hay cafetera en la caravana?

—Está rota. Mira —dijo, al ver que no la convencía—. Te daré una propina de cincuenta dólares. Trae el pedido, no tardarás mucho. ¿De acuerdo?

Madison se tensó y echó un vistazo a la larga caravana blanca. Estaba claro como el agua: Cord Kendrick creía que lo que estaba haciendo era más importante que el horario de ella. También parecía creer que su dinero conseguiría lo que no obtuviera la persuasión.

Por un momento, estuvo tentada de decirle que lo sentía. Pero su naturaleza práctica intervino y decidió que, por una vez, se dejaría comprar.

Desde que había iniciado su empresa de catering, soñaba con expandirla. En los últimos seis meses, su sueño se había convertido en una obsesión. Quería trabajar en fiestas, grandes y pequeñas. Quizá incluso en bodas, en las que tuviera que preparar comida elegante. Ya había trabajado en dos. El cumpleaños de una niña de nueve años, y la fiesta de compromiso de la hija mayor de los Lombardi, que había sido muy agradable. Pero necesitaba equipo con desesperación. Tener que alquilar utensilios se comía sus beneficios. Cincuenta dólares la ayudarían a comprar el hornillo doble para mantener la comida caliente que tanto necesitaba.

Además, si tenía suerte en el semáforo de Gloucester, solían sobrarle un par de minutos.

—Tardaré al menos cinco minutos en llegar —dijo.

—Sólo uno si conduces.

—Tardaré eso en dar la vuelta y rodear la zona acordonada.

—No des la vuelta. Conduce hasta la barrera y aparca frente al montón de placas. Ignora el cartel.

—¿Qué cartel?

—El que dice «Prohibido el Paso». Y trae uno de esos cafés con…

—Leche —completó ella, suspiró por haber demostrado que se acordaba—. ¿Alguien más quiere?

Lo oyó preguntar. Él le dijo que había azúcar y leche en polvo en la caravana, le dio las gracias y colgó.

La sorprendió que le diera las gracias. Parecía un poco impaciente esa mañana. Además, estaba claro que esperaba que sus deseos se cumplieran.

Sospechando que muy poca gente se negaba a sus caprichos, y molesta por haberse comportado como todo el mundo, acabó de preparar los molletes y las tazas, cerró el lateral de la camioneta y condujo lentamente junto a la grúa gigante de color naranja, cuyo brazo se dirigía hacia la pila de vigas de metal.

Siempre tenía cuidado de aparcar en zonas en las que sus clientes y ella estuvieran a salvo del tráfico y las maniobras; era muy consciente de que se dirigía a un sitio donde no iría normalmente. Estaba lo bastante cerca de la obra para ver las chispas saltar y sentir la vibración de una sierra y de una hormigonera en funcionamiento.

Ante ella, unas barricadas de madera impedían el acceso a la caravana. Suponiendo que los coches que había junto a la caravana habían entrado por la calle del extremo opuesto, como había pensado hacer ella, buscó el cartel que había mencionado Cord. No lo vio, pero sí el enorme montón de placas que utilizarían para el tejado.

Aparcó frente a ellas, consciente de que no debería dejar allí la camioneta y salió con la caja. Sólo tardaría un minuto o dos. Entonces vio el cartel: «Prohibido el paso sin autorización» «Es obligatorio el uso de casco». Estuvo a punto de darse la vuelta.

Casi corrió hacia la caravana. La puerta se abrió antes de que llamara. El enorme cuerpo de Cord apareció en el umbral. La ropa de diseño italiano había sido sustituida por ropa de diseño americano. Consciente del logo de Ralph Lauren de su suéter, alzó la mirada hacia su rostro. No supo si la sonrisa era por ella o por lo que llevaba en la mano, pero además de guapo, parecía cansado y ansioso por un poco de cafeína.

—No sabes cuánto me alegro de verte —murmuró él, agarrando la caja—. Entra.

Se dio la vuelta y la dejó contemplando su espalda. Lo siguió y vio a Matt Callaway levantarse de la larga mesa llena de planos, alrededor de la cual había otros tres hombres. Todos parecían hablar al mismo tiempo. Una mujer de mediana edad sujetaba un teléfono con el hombro mientras recogía hojas del fax que tenía a su lado y las metía en la fotocopiadora. Le dedicó a Madison una sonrisa rápida y muy agradecida.

—Gracias por traer esto —dijo Matt, sacando la cartera—. No es una buena mañana para que la máquina de café se haya estropeado. Tenemos un problema y no podemos salir de aquí —su voz se tiñó de burla—. Además, algunos tuvieron una larga noche y están más desesperados por un poco de cafeína que otros.

—Eh, yo he llegado puntual —se defendió Cord con tono afable. Le llevó una taza de café a la secretaria—. Si hubiera sabido que aquí no había café, lo habría traído yo mismo. Pagaré yo. Le debo una propina.

Fue hacia Madison, metió la mano en el bolsillo y le dio un billete de cien dólares.

—Quédate el cambio.

Madison parpadeó. Matt ya había vuelto a la mesa. El resto estaban quitando la tapa de sus tazas de café y mirando las páginas que salían de la fotocopiadora, hablando de variaciones y tensión de cargas.

Captó el aroma cítrico y especiado de la loción para después del afeitado de Cord. Tenía un par de cortes en la mandíbula; se había apresurado esa mañana.

—Dijiste cincuenta —le recordó. Pensó que debía haber salido la noche anterior y por eso no había tenido tiempo de desayunar antes de la reunión—. Incluyendo los molletes y el café, son setenta y un dólares.

Los ojos azules tenían destellos plateados; a ella le dio rabia fijarse. Sonó un teléfono móvil.

—Considera el resto la tarifa por entrega.

—Eso es muy generoso —musitó ella.

—Te estoy muy agradecido —dijo él—. No tienes ni idea de cómo he fantaseado con esos molletes.

Su sonrisa era aún más peligrosa con ese toque de fatiga, que habría enternecido a cualquier mujer. Pero su notorio encanto no servía con ella. Había oído demasiados comentarios al respecto.

Un enorme estruendo hizo que la caravana se estremeciera. Las conversaciones se apagaron. Sumida en la cacofonía de metal aplastado y algo pesado cayendo, Madison se preguntó si estaban sufriendo un terremoto. Pero el ruido paró de repente, como había empezado.

Todos empezaron a hablar al mismo tiempo. Dos hombres corrieron a las ventanas, los demás a la puerta.

Cord abrió la puerta. Matt lo seguía, poniéndose el casco y con el de Cord en la mano.

Madison bajó las escaleras y se puso a un lado, para que la estampida de hombres no la derribara. Todos parecían saber que el ruido se debía a un accidente. Deseó que no hubiera heridos y miró la barrera de hombres que había ante el cartel de «Prohibido el paso».

La grúa que levantaba las largas vigas de metal había dejado caer su carta. Encima de su camioneta.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LA incredulidad dejó a Madison clavada en el sitio. Boquiabierta, sin poder hablar, miró la pila de vigas que acababan de aplastar su vehículo. Sólo se veía parte del techo de la cabina y trozos de cristal de lo que habían sido las ventanas.

—¡Mi camioneta! —gritó, pensando en salvar lo que pudiera de su comida. Corrió hacia los hombres y captó olor a gasolina. Quizá el depósito se había roto.

—¡Eh, señorita! ¡Quédese atrás! —le gritaron, cuando intentaba hacerse paso.

—¡Es mi camioneta! —notó una mano de hierro en el brazo, que la detuvo. Giró y vio que era Cord quien la sujetaba.

—¿Qué estás haciendo? —aulló, intentando liberarse.

—¡Salvarte el pescuezo! —afirmó él—. Esas vigas no están estables. Si te cae una encima te romperá todos los huesos.

Según hablaba una viga larga y pesada resbaló del montón. Cayó al suelo con un golpe sonoro que hizo que todos los hombres saltaran hacia atrás. Alguien gritó que nadie fumase. En el aire, la enorme pinza que había sujetado las vigas, colgaba de los cables moviéndose como el péndulo de un reloj.

Madison miró lo que quedaba de su camioneta y el charco que empezaba a formarse bajo ella. Se estremeció al comprender que una sola chispa convertiría aquello en una hoguera.

—Es una suerte que estuvieras en la caravana —farfulló Cord—. Si hubieras estado ahí dentro, serías historia.

El asombro se convirtió en incredulidad.

—¿Crees que llevarte el desayuno me salvó la vida —sus ojos se encontraron—. ¿Estás loco? Si no hubiera entregado el pedido, estaría de camino a mi siguiente parada. En el muelle, a kilómetros de… de eso —concluyó, señalando la grúa con el brazo libre.

—Eh. Tranquilízate —dijo él.

—¿Cómo se supone que voy a hacer eso? —exigió ella, ofendida por la sugerencia—. Por entregar ese pedido, no haré la siguiente parada de mi ruta, ni ninguna otra. Mi camioneta se ha convertido en chatarra y la comida que preparé a las tres de la mañana es puré. Esa camioneta es mi forma de ganarme la vida, Kendrick, y mis clientes cuentan con que llegue a la hora.

Dándose cuenta de que él seguía sujetándole un brazo, dio un tirón, con fuerza. Él la soltó.

—No debería haberte escuchado —insistió ella, la voz le temblaba de miedo y ansiedad—. Debería haber cumplido mi horario y no hacerte caso. Fuiste tú quien me dijo que aparcara ahí. Justo en ese sitio —le recordó—. Y me dijiste que ignorase el cartel. Así que no te atrevas ha sugerir que me has hecho un favor.

Estaba furiosa y alterada. Era obvio que lo culpaba personalmente de lo ocurrido. Parecía a punto de lanzarse contra su cuello. Temiendo que fuera a hacer eso mismo, y ansioso por evitar una escena, Cord ignoró el dolor de cabeza que latía en la base de su cráneo y estiró el brazo hacia ella.

Ella dio un paso atrás. Viendo que no conseguiría calmarla tocándola, adoptó un tono apaciguador.

—Tendrás otra camioneta —le aseguró—. Te compraré una nueva y estarás trabajando de nuevo muy pronto.

—Necesito estar trabajando ahora —sus ojos centellearan con chispas doradas sobre el fondo marrón. Señaló el montón de chatarra—. Tu dinero no va a arreglar eso. No se sustituye una camioneta de catering como un coche. Hay que pedirlas de encargo.

—Encargaré una.

—¡Tardé tres meses en conseguir ésa! ¿Qué se supone que voy a hacer entretanto?