hc3975.jpg

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

La Travesía Final

© José Calvo Poyato, 2021

Autor representado por Silvia Bastos, S.L. Agencia literaria

© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imagen de cubierta: GettyImages

 

ISBN: 978-84-9139-627-7

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dramatis personae

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

XXXIX

XL

XLI

XLII

XLIII

XLIV

XLV

XLVI

XLVII

XLVIII

XLIX

L

LI

LII

LIII

LIV

LV

LVI

LVII

LVIII

LIX

LX

LXI

LXII

LXIII

LXIV

LXV

LXVI

LXVII

LXVIII

LXIX

LXX

LXXI

LXXII

LXXIII

LXXIV

Epílogo

Bibliografía

Nota del autor

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

A Carmen, que inicia ahora su travesía

 

Dramatis personae

 

 

 

 

 

ÁGUEDA: Hospedaba a Elcano en Valladolid. Personaje de ficción.

ACUÑA, Rodrigo de: Capitán de la San Gabriel en la expedición de García de Loaysa.

ALARCÓN, Hernando de: Capitán de la guardia que vigilaba a Francisco I de Francia.

ALBO, Francisco: Piloto, compañero de Elcano en la primera vuelta al mundo.

ANDRADE, Fernando: Conde de Villalba y presidente de la Casa de la Contratación de La Coruña.

ANTUNES: Secretario del embajador de Portugal. Personaje de ficción.

AREIZAGA, Juan de: Clérigo que embarcó en la expedición de García de Loaysa.

AVIS, Isabel de: Infanta de Portugal, hermana de Juan III. Contrajo matrimonio con Carlos I.

BASTINHAS: Portugués al servicio del embajador Da Silveira. Personaje de ficción.

BELIZÓN: Acompañante de Elcano a Medina de Rioseco. Personaje de ficción.

BRÍGIDA: Tía de María Vidaurreta. Personaje de ficción.

BUSTAMANTE, Hernando: Cirujano-barbero. Compañero de Elcano en la primera vuelta al mundo. Embarcó en la expedición de García de Loaysa.

CAO, Martín: Intermediario portugués que andaba en asuntos oscuros. Personaje de ficción.

CARLOS I: Rey de España. Carlos V como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

CLEMENTE VII: Julio de Médici, papa entre 1523 y 1534.

COBOS, Francisco de los: Secretario de Carlos I.

COLÓN, Hernando: Bibliófilo, hijo de Cristóbal Colón y Beatriz Enríquez de Arana.

CONDE DE TENDILLA: Luis Hurtado de Mendoza, capitán general del reino de Granada.

DÍEZ DE LEGUIZANO, Santiago: Juez de la Real Chancillería de Valladolid.

DUQUE DE ALBA: Fadrique Álvarez de Toledo, figura relevante de la Corte de Carlos I.

DUQUE DE BÉJAR: Álvaro de Zúñiga, figura relevante de la Corte de Carlos I.

DUQUE DE CALABRIA: Fernando de Aragón. Contrajo matrimonio con Germana de Foix.

ELCANO, Domingo: Clérigo, hermano de Juan Sebastián Elcano.

ELCANO, Juan Sebastián: Marino que dio la primera vuelta al mundo. Fue piloto mayor y capitán de la Sancti Spiritus en la expedición de García de Loaysa.

ELCANO, Martín: Piloto, hermano de Juan Sebastián Elcano.

ENRÍQUEZ, Fadrique: Gran almirante de Castilla. Coleccionaba mapas y objetos relacionados con la náutica.

ERNIALDE, María de: Vecina de Guetaria a la que Juan Sebastián Elcano dio promesa de matrimonio. Madre de su hijo Domingo.

FERNANDES, Vasco: Pintor portugués autor del retrato de Isabel de Avis.

FONSECA Y ULLOA, Alfonso de: Arzobispo de Toledo. Veló el matrimonio de Carlos I e Isabel de Portugal.

FRANCISCO I: Rey de Francia. Prisionero en la batalla de Pavía, firmó con Carlos I la Paz de Madrid, que no cumplió.

GALÍNDEZ DE CARVAJAL: Jurista de la Universidad de Salamanca.

GAMA, Vasco da: Marino portugués, conde de Vidigueira y virrey de la India.

GARCÍA DE LOAYSA Y MENDOZA: Confesor de Carlos I y primer presidente del Consejo de Indias.

GARCÍA DE LOAYSA, Jofré: Capitán general de la expedición a las islas de las Especias que partió de La Coruña en 1525.

GATTINARA, Mercurio: Canciller imperial.

FOIX, Germana de: Viuda de Fernando el Católico y abuelastra de Carlos I. Fue virreina de Valencia.

GUEVARA, Santiago: Cuñado de Elcano. Capitán del patache Santiago en la expedición de García de Loaysa.

GÓMEZ, Esteban: Capitán de la Anunciada con la que buscó un paso al mar del Sur por el norte.

HABSBURGO, Catalina de: Hermana de Carlos I. Contrajo matrimonio con Juan III de Portugal.

HABSBURGO, Leonor de: Hermana de Carlos I. Contrajo matrimonio con Francisco I de Francia.

HARO, Cristóbal de: Factor de la Casa de la Contratación de La Coruña. Financió parte de la expedición de García de Loaysa.

HOCES, Francisco de: Capitán de la San Lesmes en la expedición de García de Loaysa.

JUAN III: Rey de Portugal. Contrajo matrimonio con Catalina de Habsburgo.

LANNOY, Carlos de: Virrey de Nápoles. General español en la batalla de Pavía.

LEOCADIA: Facilitó información a Elcano sobre Martín Cao. Personaje de ficción.

LÓPEZ DE VILLALOBOS: Médico con fama de nigromante.

LÓPEZ DE ESCORIAZA, Fernán: Médico en la Corte de Enrique VIII.

LÓPEZ DE RECALDE, Juan: Tesorero de la Casa de la Contratación de Sevilla.

MAGALLANES, Fernando de: Marino portugués, al servicio de Carlos I. Encontró el paso para llegar al mar del Sur desde el Atlántico.

MANRIQUE, Jorge: Capitán de la Santa María del Parral en la expedición de García de Loaysa.

MARCELA: Alojó a Elcano y sus acompañantes en Medina de Rioseco. Personaje de ficción.

MARTA: Atendió a Elcano y a Diego de Torres en La Coruña. Personaje de ficción.

MARQUÉS DE PESCARA: Fernando Dávalos, general de las tropas españolas en el norte de Italia. Vencedor en Pavía.

MATÍAS: Cartógrafo. Trabajaba para don Fadrique Enríquez. Personaje de ficción.

PIGAFETTA, Antonio: Escribió un Diario de la expedición Magallanes-Elcano.

PUERTO, Catalina del: Madre de Juan Sebastián Elcano.

REINEL, Jorge: Cartógrafo, hijo de Pedro Reinel.

REINEL, Pedro: Cartógrafo portugués al servicio de Castilla.

RIBEIRO, Diego de: Cartógrafo miembro de la delegación española en las Juntas de Badajoz-Elvas.

RODRÍQUEZ DE FONSECA, Juan: Secretario de Indias y obispo de Burgos.

SAAVEDRA, Álvaro: Capitán de la expedición mandada por Hernán Cortés a las islas de las Especias.

SALAZAR, Alonso de: Capitán de la Santa María de la Victoria a la muerte de Juan Sebastián Elcano.

SILVEIRA, Luis da: Embajador de Portugal en la Corte de Carlos I.

TORRES, Diego de: Veterano de las guerras de Italia. Acompañó a Elcano en su viaje a La Coruña. Personaje de ficción.

URDANETA, Andrés de: Participó en la expedición de García de Loaysa. Escribió un relato de lo sucedido.

VALENCIA, Martín: Capitán de la San Gabriel en sustitución de Rodrigo de Acuña.

VALOIS, Margarita: Duquesa de Alençon, hermana de Francisco I, al que visitó en Madrid cuando estaba prisionero.

VERA, Pedro de: Capitán de la Anunciada en la escuadra de García de Loaysa.

VIGO, Gonzalo de: Desertor de la escuadra de Magallanes, fue encontrado cuatro años después. Le fue concedido el perdón real.

VIDAURRETA, María: Mantuvo una relación sentimental con Elcano. Fue madre de una hija suya.

ZAMBRANO: Acompañante de Elcano a Medina de Rioseco. Personaje de ficción. Encontró una pista para desvelar los asesinatos de Medina de Rioseco.

ZAPATONES: Protegía a Matías y era fuerte y de elevada estatura. Personaje de ficción.

 

I

 

 

 

 

 

Valladolid, 16 de octubre de 1522

 

La ciudad había amanecido envuelta en una espesa niebla. Si no hubiera sido por el frío que le azotó el rostro, al abrir los postigos de la única ventana de la buhardilla donde se alojaba, habría pensado que algo estaba ardiendo. Aquella niebla impedía ver el final de la estrecha calle donde se encajonaba un recio viento del norte, anunciando que el otoño avanzaba inexorablemente hacia los duros inviernos que se vivían en la meseta castellana.

Echó agua en la jofaina y se lavó la cara, el cuello y los sobacos. Eran sus abluciones matutinas y estaba a medio vestir —anudaba los cordones de la camisa después de haberse calzado las largas botas de cuero— cuando sonaron unos fuertes golpes en la puerta de la casa.

Juan Sebastián Elcano frunció el ceño.

No era hora de andar aporreando puertas. Se asomó a la ventana y vislumbró entre el celaje de la niebla a un sujeto vestido de negro. Permaneció asomado hasta que Águeda, una de las viudas que en Valladolid redondeaban sus magros ingresos arrendando alguna dependencia de su casa a huéspedes que les ofrecían garantías de formalidad, abrió la puerta y habló con aquel desconocido algo que no pudo oír. La viuda cerró la puerta, pero aquel sujeto no se movió.

Le dio mala espina.

Se colocaba un jubón negro, acolchado y con las mangas acuchilladas, cuando sonaron unos suaves golpes en la puerta de la buhardilla.

¿Ocurre algo?

—Preguntan por vuesa merced.

Abotonó el jubón, se pasó la mano por el pelo y, cuando abrió la puerta, Águeda aguardaba. Hasta entonces no había tenido con la viuda mayor relación que la del acuerdo de alquiler y algunas conversaciones durante el desayuno que entraba en el precio ajustado. No descartaba… Águeda era mujer de buen ver. Mantenía el talle estrecho porque nunca había parido y, bajo las toscas vestiduras, se adivinaban un busto generoso y unos muslos poderosos. Llevaba siempre recogida su negra melena y sus ojos melados daban un toque de dulzura a su mirada.

—¿Quién pregunta por mí?

—No me lo ha dicho, pero por las trazas es un alguacil. Viste de negro y se da unos aires… Por eso… le he dado con la puerta en las narices. ¿Tiene vuesa merced algún problema con la justicia?

Recordó que, desde hacía años, la justicia le seguía los pasos.

—Veamos qué quiere. No hace día para estar aguardando en la calle.

Cuando abrió la puerta, el alguacil lo miró de arriba abajo, antes de preguntarle.

—¿Sois Juan Sebastián Elcano?

—Ese es mi nombre. ¿Qué se os ofrece?

—Don Santiago Díez de Leguizano, juez de la Real Chancillería, os requiere para que comparezcáis ante él. Aquí tenéis la citación. —Le entregó un pliego y añadió—: El miércoles, a las nueve de la mañana.

—¿Por qué se me cita?

—Eso os lo dirá el juez.

Se llevó dos dedos al borde de su gorra y se perdió entre la niebla.

Elcano cerró la puerta y Águeda lo miró a los ojos —desde que lo vio la primera vez cuando, con una recomendación del secretario de Indias, se presentó en su casa para que le alquilase la buhardilla, le pareció un hombre atractivo— y le preguntó otra vez:

—¿Tenéis algún asunto pendiente con la justicia?

Elcano dejó escapar un suspiro.

—Dejadme ver qué dice este pliego. ¡Ah!, os lo explicaré mejor si me ponéis esas rebanadas con manteca y el tazón de leche de cada mañana.

La citación no le aclaraba mucho. Sólo decía que había de comparecer ante el juez el miércoles, a la hora que el alguacil había indicado.

La viuda le sirvió las rebanadas y un tazón con la leche, y después echó leche en otro tazón y se sentó frente a aquel marino de constitución recia, piel atezada, pelo castaño como el color de su barba y la decisión brillando de forma permanente en sus negros ojos. Se sentía más segura desde que dormía en la buhardilla, justo encima de su alcoba. Saber que estaba arriba había hecho que tuviera ciertos pensamientos que don Cosme, el párroco, le había dicho que apartase de su cabeza porque eran un grave pecado.

—¿Vais a responderme de una vez?

Elcano masticó lentamente el pan, luego dio un largo sorbo a su leche y se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Antes de embarcar en una armada que, en el año diecinueve, partió del puerto de Sevilla en busca de un paso para llegar al mar del Sur desde el Atlántico y abrir una ruta a las islas de las Especias, tenía a la justicia detrás de mis talones. Embarqué como maestre de uno de aquellos barcos.

—¿Con ese barco fue con el que disteis la vuelta al mundo?

—No, aquel barco era la Concepción y el que mandaba cuando llegué a Sevilla era la Victoria.

—Algún día me contaréis cómo fue aquello. Ahora, decidme, ¿qué clase de delito habíais cometido para que la justicia os siguiera los pasos?

Elcano dio otro sorbo a la leche de su tazón.

—La justicia no siempre persigue a los que cometen un delito.

¿No? ¿Os perseguían sin haber cometido ningún delito? —Una sonrisa irónica se había dibujado en sus sensuales labios.

—Quizá no sea la mejor forma de decirlo. Pero me estaban persiguiendo de forma injusta.

—¿Os importaría explicaros?

—Yo era propietario de un barco grande, de cerca de doscientos toneles. La Corona contrataba mis servicios para transportar tropas. Llevé soldados cuando las campañas de Italia y también al norte de África. Hace ya algunos años de eso. En el que fue mi último viaje tuve que pedir un préstamo a unos banqueros genoveses. Me exigieron un aval y ofrecí mi barco. Se quedarían con él si una vez cumplido el plazo no les devolvía la suma prestada. Esperaba pagarlo con el dinero que la Corona me abonaría. No lo hizo a tiempo y, al cumplirse el plazo, tuve que entregar mi barco. Ese fue mi delito.

Águeda puso cara de incredulidad.

—¿Por eso os persigue la justicia?

—Enajenar un barco a extranjeros es un grave delito. ¿No lo sabíais?

La mujer negó con un movimiento de cabeza.

—¡Eso es injusto! —Se levantó para servirse otro poco de leche.

—No sé si ese juez me requiere por ese asunto. Aunque dudo que sea por ello. Si fuera así, en lugar de un papel me habría mandado a los corchetes.

 

 

La citación no alteró sus planes de aquel día. A media mañana encaminó sus pasos hacia una posada donde había quedado con Pedro Reinel, uno de los cartógrafos más famosos de Europa. Portugués de nacimiento, se había avecindado en Valladolid. Era un maestro en el arte de componer cartas de navegación y mapas, confeccionados con los datos aportados por navegantes y descubridores de nuevas tierras, que permitían conocer mejor la distribución de mares y continentes. Los nuevos mapas incorporaban esas novedades, pero aún presentaban grandes lagunas.

Reinel había elaborado, por encargo del rey de Portugal, un mapamundi donde aparecía una masa de tierra en latitudes meridionales. Ese mapa señalaba que era una quimera buscar un paso para navegar desde las aguas el océano Atlántico a las del mar del Sur. Su objetivo era disuadir a Carlos I de apoyar la expedición que Fernando de Magallanes le había propuesto para encontrar el paso que comunicase las aguas de esos dos mares y abriera una ruta hasta las islas de las Especias por el hemisferio que quedaba en manos de Castilla, según lo acordado en el Tratado de Tordesillas. El propio Reinel había revelado a Carlos I que aquel mapa no se ajustaba a la realidad y que la verdad era que nada se sabía de cómo era la Tierra más al sur de los treinta y cinco grados de latitud que era donde estaba el cabo de las Tormentas, el extremo meridional del continente africano, y que aproximadamente era la misma latitud hasta la que los castellanos habían navegado siguiendo la costa de las Indias. Desde entonces Reinel estaba en Castilla y trabajaba para el rey de España.

Elcano había conocido al cartógrafo poco después de llegar a Valladolid para informar a Carlos I de las vicisitudes de la primera vuelta al mundo. Quería que el cartógrafo elaborase un mapa con los datos que él le proporcionaría sobre la forma de las costas por las que había discurrido su periplo y cómo quedaba el mundo, tras haber cruzado el mar del Sur, al que Magallanes había bautizado como océano Pacífico.

Entró en el mesón y vio que el cartógrafo ya aguardaba. Apenas se hubo sentado, le comentó que no le gustaba reunirse en aquellos sitios.

—No me gusta hablar de ciertos asuntos en estos lugares. La vida me ha enseñado que las paredes oyen y aquí hay mucho trasiego de gente.

—Si me lo hubierais dicho…

—Ahora no tiene remedio. Mostradme esos papeles.

Elcano los sacó de un pequeño cartapacio.

—Corresponden a las costas del extremo sur de las Indias. Ahí están consignadas sus latitudes.

El cartógrafo los examinó con detenimiento hasta que, dejando escapar un suspiro, indicó:

—Con este material podría dejarse cartografiado todo ese territorio.

Elcano dio un buen trago a su vino.

—También podría trazarse el meridiano que separa los hemisferios de Castilla y Portugal más allá del mar del Sur. ¿Estaríais dispuesto a confeccionar un mapa donde, con los datos que os facilito, eso quede señalado?

El cartógrafo era hombre de mucha experiencia en aquel negocio y sabía que aquella petición suponía un serio peligro. Los mapas y las cartas de navegación eran secretos de Estado celosamente guardados y un paso en falso podía pagarse con la vida.

—¿Sabéis lo que estáis pidiéndome?

—Un mapa —respondió Elcano sin alterarse.

—¡Puede costarnos la vida, a vos y a mí! —Había alzado la voz y estaba llamando la atención. Dio un trago al vino de su jarra y casi susurró—: He visto morir a más de uno por intentar apoderarse de alguno.

—Los marinos sabemos bien lo que supone su posesión.

—No, no me convenceréis. Es muy peligroso…

Elcano dio otro sorbo a su vino

—Si podéis confeccionar ese mapa es porque yo os proporciono los datos. No estaríais revelándome ningún secreto. Además, os pagaré bien.

—¿Para quién sería?

—Para mí.

Reinel dudaba

—Tengo problemas para encontrar materiales. No es fácil hacerse con pergaminos, vitelas adecuadas, tintas… —Sus palabras sonaban a excusa y su negativa inicial había perdido fuerza.

¿Elaboraríais ese mapa si os consigo el material?

El cartógrafo se acarició el mentón. Pese a que quien le estaba pidiendo aquel mapa era un hombre de notable prestigio, después de la hazaña que había protagonizado, el peligro era muy grande.

—Hay demasiado riesgo.

—Como os he dicho, estoy dispuesto a pagaros bien.

Se acarició otra vez el mentón. El dinero era su punto débil.

—¿Cuánto estáis dispuesto a pagar?

—Cuarenta ducados. Los cálculos, las mediciones, los datos… os los proporcionaré yo.

—¿Buscaríais el material y correría de vuestra cuenta?

—Sí.

—Está bien. Os haré ese mapa, pero con una condición.

Ahora la duda apareció en el semblante de Elcano.

—No me gusta que me impongan condiciones. Pero…, decidme, ¿cuál es?

—Habéis de jurarme que guardaréis silencio sobre la autoría del mapa. No quiero que aumenten mis problemas. Entrar al servicio de don Carlos ha supuesto un riesgo muy grande para mí y para mi familia. ¿Creéis que en Lisboa lo han celebrado? Si apareciera por allí, mi vida no valdría un dinheiro. Me matarían en un oscuro callejón y luego arrojarían mi cadáver al Tajo con una hermosa piedra atada a los pies. No sería el primer cartógrafo que sirve de alimento a los peces. No quiero que la cosa vaya a mayores.

—Esto queda entre vos y yo.

—Tendréis que jurármelo sobre los Evangelios.

—¿Tenéis a mano una Biblia?

—¿Creéis que voy a llevarla en el bolsillo?

Elcano se encogió de hombros.

—Habéis sido vos quien ha pedido que jure sobre los Evangelios.

Reinel se quedó mirándolo a los ojos, fijamente. Lo que vio en ellos le inspiró confianza. Dejó escapar un suspiro y apuró el vino de su jarra. Tenía la garganta seca.

—Me bastaría con que empeñaseis vuestra palabra. Supongo que sois hombre que hace honor a ella.

—Tenéis mi palabra.

—En tal caso, contad con ese mapa. Pero, recordad…, habéis de suministrarme el material para elaborarlo.

El marino asintió y pidió al posadero que les llevara más vino. Llegó acompañado de un poco de queso. Reinel no estaba por alargar la reunión. Dio cuenta de su vino en pocos tragos e iba a levantase cuando Elcano quiso asegurar el acuerdo al que habían llegado.

—Nos veremos en cuanto haya conseguido lo necesario para que elaboréis mi mapa. Decidme, ¿Qué necesitáis?

—Además de unos pergaminos de buena calidad, mejor si son vitelas, alguna pluma de dibujar y pigmentos…, pigmentos para hacer colores.

Elcano anotaba mentalmente.

—Cuando lo tenga todo nos volveremos a ver.

—Pero no aquí. Ya os he dicho que no me gustan estos lugares.

—Si vuesa merced tiene un lugar más a propósito…

—Nos veremos en mi casa. Estaremos más tranquilos, aunque mi esposa gruñirá un poco.

—¿Dónde vivís?

—Muy cerca de la Universidad, ¿sabéis dónde queda? —Elcano asintió—. Buscad la calle de Ruy Hernández, una casa de dos plantas, muy cerca de la esquina de la calle de la Parra. La casa de al lado es una espartería donde también venden cacharros de cerámica. No tiene pérdida.

—Allí nos veremos la próxima vez.

El cartógrafo se levantó y se despidieron porque Reinel no quería que salieran juntos del mesón. Todas las precauciones eran pocas. Uno de los rumores que corrían en ciertos ambientes de la ciudad apuntaba a que, desde que el rey había regresado, en Valladolid eran muy numerosos los agentes a sueldo de Portugal.

 

II

 

 

 

 

 

Diez minutos antes de la hora fijada, Elcano aguardaba en uno de los pasillos del enorme edificio que albergaba la Real Chancillería de Valladolid, el más alto órgano de administración de justicia de la Corona de Castilla. Extendía su jurisdicción sobre las tierras que quedaban al norte del río Tajo.

Vestía de forma elegante: jubón granate, acuchillado en las mangas, dejando ver un forro de seda amarilla, camisa blanca con cuello y puños rizados, medias negras y sus botas altas, bien lustradas. Su bonete era de tafetán negro y estaba adornado con una pequeña pluma blanca.

Aguardó pacientemente hasta que, bien pasada la hora en que había sido convocado, un ujier se le acercó.

—¿Vuesa merced es Juan Sebastián Elcano? —Asintió con un leve movimiento de cabeza—. Seguidme, su señoría os espera.

El juez Díez de Leguizano era delgado y, aunque estaba sentado tras una mesa cubierta por un paño de bayeta oscura, parecía ser persona de elevada estatura. La negra hopalanda que vestía acentuaba su delgadez. En el mismo estrado, pero a un nivel más bajo y, tras una mesa mucho más pequeña, estaba el escribano. El juez midió con su mirada a Elcano cuando este se detuvo a un par de varas de donde él estaba. No le gustó que el marino le sostuviera la mirada.

—¿Vuesa merced es Juan Sebastián Elcano?

—Así es. ¿Podría conocer la razón por la que su señoría me ha citado?

—Cada cosa a su tiempo. ¿Mandasteis la Victoria, una de las naos de la flota que, a las órdenes de don Fernando de Magallanes, partió del puerto de Sevilla hace algo más de tres años?

—Así es.

—Sin embargo, cuando embarcasteis lo hicisteis como maestre en otra. La…, la… —El juez buscaba entre los papeles que había sobre su mesa.

—La Concepción, señoría. Esa nao era la Concepción.

—La Concepción, eso es. ¿Qué fue de ese barco?

—Tuvimos que incendiarlo.

—¿Incendiasteis un barco de su majestad?

—Así es, señoría. No había hombres suficientes para manejar tres naos que eran las que quedaban de la escuadra que mandaba Magallanes. No quisimos abandonarla y que pudiera caer en otras manos. Era lo mejor que podíamos hacer… en las condiciones en que nos encontrábamos.

—¿Cómo os hicisteis con el mando de la Victoria?

A Elcano no le gustó la forma en que le había formulado la pregunta.

—No me hice con el mando. Fue un acuerdo. El mismo por el que Gonzalo Gómez de Espinosa quedó al mando de la Trinidad, que era la capitana de la escuadra.

—¿Por qué se tomó ese acuerdo?

—Porque habían muerto los capitanes a quienes su majestad había encomendado el mando de los barcos y también habían fallecido los que Magallanes, en su condición de capitán general, había nombrado en sustitución de aquellos. Fue un acuerdo en el que participaron también las tripulaciones, según es costumbre en la mar cuando se da una situación como aquella.

—Por lo que me decís, deduzco que el capitán general, nombrado por su majestad, don Fernando Magallanes, había muerto.

—Así es, señoría. Murió en un combate con los indígenas en un lugar llamado Mactán.

—¿Participó vuesa merced en ese combate?

—No, señoría.

—¿Por alguna razón?

—Estaba enfermo.

—Según cierta información que su majestad ha recibido, mucho antes de ese combate, en un lugar…, en un lugar llamado…, llamado…

Díez de Leguizano volvió a mirar en sus desordenados papeles. Elcano no le prestó ayuda en esta ocasión, aunque sospechaba a qué lugar se refería.

—¡San Julián, bahía de San Julián! —exclamó el juez cuando localizó el nombre—. ¿Qué ocurrió allí? ¿Lo recordáis?

Elcano tenía ya claro que su presencia ante el juez nada tenía que ver con sus problemas con la justicia habidos antes de embarcar en Sevilla, pero le preocupó que el juez aludiera a «según cierta información que su majestad ha recibido». Se preguntaba qué clase de información sería y quién se la habría proporcionado.

—Con todo detalle. Hay hechos en la vida que no pueden olvidarse.

—¿Os importaría contármelo? Tengo entendido que allí se produjo un motín.

Elcano se encogió de hombros, casi de forma imperceptible.

—Es una forma de llamar a lo que pasó en la bahía de San Julián.

—Contádmelo.

—Para entender lo que allí sucedió es conveniente saber que, mucho antes, Magallanes había mandado prender al veedor nombrado por su majestad, don Juan de Cartagena, quien le recriminaba el incumplimiento de las órdenes dadas por nuestro rey. También que Magallanes no requería la opinión de los capitanes de los barcos de aquella flota, según es costumbre en las armadas de Castilla. La recriminación del veedor hizo que lo cargase de cadenas, sin atender a su calidad de persona perteneciente a la primera nobleza. Don Juan de Cartagena, entendiendo que así realizaba su misión de vigilar que se cumplieran las órdenes del rey, trató de hacerse con el mando de la escuadra. Fuimos muchos quienes le secundamos…

—¿Habéis dicho «fuimos»? —lo interrumpió el juez

—Así es, señoría. Fuimos porque yo secundé aquella acción que tenía como finalidad hacer cumplir las instrucciones que nuestro rey nos había dado y que Magallanes no respetaba. Añadiré algo más. Sospeché entonces y sospecho ahora que en aquella empresa había ciertos planes secretos.

—¿Planes secretos? —Díez de Leguizano había fruncido el ceño—. Eso que decís es muy grave.

—Sólo se trata de una sospecha. La tuve entonces y la mantengo ahora.

—¡Explicaos!

—Desde que nos hicimos a la mar quedó claro que Magallanes favorecía los intereses de sus compatriotas. Debéis saber que eran muchos los portugueses embarcados en aquella armada. Con toda seguridad más de medio centenar. Eran tantos que una Real Cédula prohibió que embarcasen más naturales de ese país. ¿No es sospechoso que tras la muerte del capitán Mendoza y el ajusticiamiento del capitán Quesada después de lo ocurrido en San Julián, se entregase el mando de sus naos a Álvaro Mesquita y a Duarte de Barbosa, ambos portugueses?

—¿Está diciendo vuesa merced que don Fernando de Magallanes tenía como objetivo que la escuadra estuviera controlada por los portugueses?

—He dicho que lo sospechaba entonces y lo sigo sospechando ahora. Aprovechó que fracasó el intento de don Juan de Cartagena de hacerse con el control de la escuadra. Lo condenó a una muerte segura a él y al capellán Sánchez de Reina cuando los dejó abandonados en aquella bahía.

—Si vuesa merced también participó en aquella… acción, ¿qué castigo recibió?

—No se me castigó, como a muchos otros. Si nos hubiera ejecutado como al capitán Quesada o nos hubiera abandonado, como al veedor y al capellán, habría reducido tanto las tripulaciones que no habría podido seguir adelante.

El juez miró al escribano y le preguntó:

—¿Tomáis cumplida nota de la declaración del compareciente?

—Con todo detalle, señoría.

—Hay otro asunto que vuesa merced, en su condición de capitán de la Victoria, debe aclarar.

—Si está en mi mano…

—Según los datos que obran en mi poder —Díez de Leguizano volvió a buscar entre los pliegos hasta encontrar el que quería—, la cantidad de clavo que quedó consignada en el libro de rescates, cuando vuesa merced partió de las islas de las Especias, era de seiscientos quintales.

—Así es, señoría.

—Esa especia se cargó seca y, tras muchos meses en el mar, con la humedad que cogería debió aumentar su peso. Sin embargo, la cantidad que se pesó en Sevilla señala que eran doce quintales menos. ¿Cómo explica vuesa merced esa merma?

Elcano se quedó mirando al juez fijamente. Le costó trabajo contenerse. No le preguntaba por los sacrificios o las penalidades sin cuento que soportaron él y sus hombres —sólo llegaron a bordo de la Victoria un tercio de los que habían embarcado en Tidor—, se interesaba por unos quintales de clavo.

—Su señoría ha de saber que el clavo que trajimos, en la mayor cantidad que nos fue posible, reduciendo al mínimo la comida necesaria para alimentar a la tripulación, era clavo fresco. Quiero decir recién cogido de los árboles. Durante los meses de navegación mermó su peso porque se oreó, pese a la humedad. También debe saber su señoría que, cuando la Victoria estuvo en las islas Cabo Verde, se sacaron hasta tres quintales para poder comprar alimentos y vituallas de las que carecíamos. ¿Acaso ignora su señoría que allí quedaron presos, en manos de los portugueses, trece de los tripulantes? Sabed que en ningún momento se descargó cosa alguna en secreto antes de que los funcionarios de la Casa de la Contratación se hicieran cargo de los fardos que venían a bordo.

El juez se dio cuenta de que, tras unos quintales de clavo había una historia muy dura, llena de penalidades. Por eso no consideró una insolencia la respuesta de Elcano.

—Está bien, eso es todo lo que tenía que preguntaros. Sepa vuesa merced que cuenta con mi respeto y que siento una profunda admiración por la hazaña que ha llevado a cabo. Sabed también que este interrogatorio se ha efectuado por orden del rey nuestro señor.

El marino arrugó la frente.

—¿Es su majestad quien lo ha ordenado?

—Así es.

Estaba desconcertado. Carlos I le había concedido una audiencia privada y en ella le había dado toda clase de explicaciones e informado de numerosos pormenores del viaje. El rey se había mostrado satisfecho e incluso lo había premiado públicamente. Le había otorgado un escudo de armas y concedido una pensión de por vida realmente importante. Se preguntó a cuento de qué venía ahora todo aquello y que, incluso, se cuestionara si se había sustraído una parte del cargamento de clavo que traía la Victoria en su bodega.

Permaneció durante unos instantes inmóvil, con el bonete apretado entre sus manos y bajo la atenta mirada del juez que, después de cumplir con su obligación de interrogarlo fríamente, se había mostrado afectuoso.

—Señoría, ¿puedo haceros una pregunta?

—Hacedla. Otra cosa es que yo pueda daros una respuesta.

—Cuando me interrogabais, dijo vuestra señoría que alguna de sus pesquisas derivaba de cierta información que su majestad ha recibido. ¿Podríais decirme cuál es el origen de esa información?

El juez negó con un movimiento de cabeza.

—No puedo. Eso es algo que forma parte del secreto de esta pesquisa. Pero os diré algo a lo que no estoy obligado a callar por razón del cargo que ocupo. Vuesa merced tiene algunos enemigos. No me preguntéis sus nombres porque no os los voy a decir, pero cuidaos de ellos.

—Gracias, señoría.

Antes de abandonar la Chancillería, como no era hombre de medias tintas, había tomado dos decisiones y la primera iba a ponerla en marcha de inmediato.