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Manuel Pérez

Los cuentos del historiador
Literatura y ejemplo en una historia religiosa novohispana

teci
Textos y estudios coloniales
y de la Independencia

Editores
Karl Kohut (Universidad Católica de Eichstätt-Ingolstadt)
Sonia V. Rose (Université de Toulouse II)

Vol. 21

Manuel Pérez

Los cuentos del historiador

Literatura y ejemplo en una historia
religiosa novohispana

Vervuert - Frankfurt - Iberoamericana - Madrid
Bonilla Artigas Editores - México

2012

© Iberoamericana, 2012

Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid

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ISBN 978-84-8489-694-4 (Iberoamericana)

ISBN 978-3-86527-744-2 (Vervuert)

ISBN 978-607-7856-65-8 (Universidad Autónoma de San Luis Potosí)

ISBN 978-607-7588-62-7 (Bonilla Artigas Editores)

Diseño de la cubierta: Fernando de la Jara

Realización gráfica de la cubierta: Osvaldo Olivera / A4 Diseños

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico blanqueado sin cloro

Impreso en España

La publicación de este libro se financió con recursos del PIFI 2010-24-19.

Índice

Agradecimientos

Introducción

Capítulo 1. La provincia carmelita de San Alberto de México y la crónica de fray Agustín de la Madre de Dios

Reforma carmelitana y constitución de la provincia novohispana

Carmelitas en la “conquista espiritual” de la Nueva España

Un fraile rebelde y su historia inconclusa

Capítulo 2. Génesis de una historiografía literaria

Historia carmelitana y prestigio de antigüedad

Una historia con raíces legendarias

Capítulo 3. Una historia con propósitos ejemplares

Retórica de la historia

La argumentación inductiva

Mínima tipología de relatos ejemplares

Milagros y prodigios

Relatos hagiográficos

Capítulo 4. Verdad religiosa y artificio literario

El estilo y concepto de historia de fray Agustín

Verdad religiosa, leyenda e historiografía literaria

Ejemplo sobrenatural y retórica de la ficción en la historia religiosa

Conclusiones

Bibliografía

Índice onomástico

Agradecimientos

Algunos de los problemas y convicciones teóricas que se exponen en este libro han sido discutidos en el marco de un proyecto denominado “Cultura en la Nueva España: Crónica, retórica y semántica”, desarrollado por investigadores del Centro de Estudios Coloniales Iberoamericanos de la Universidad de California Los Ángeles y de la Coordinación de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (México), cuyos titulares somos Claudia Parodi, Jimena Rodríguez y quien esto escribe, mismo que ha sido galardonado con el UC-Mexus_Conacyt Collaborative Grant 2010. En el seno de este grupo de investigación se han afinado no pocos conceptos y apreciaciones aquí expuestos, de modo que en diversos sentidos puede decirse que este libro es producto de este proyecto.

Puntualmente, debo agradecer a varias personas e instituciones que han hecho posible esta investigación. En primer lugar, a los bibliógrafos de la Biblioteca Daniel Cosío Villegas de El Colegio de México, a los del Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional de México, del Archivo General de la Nación de México, de la Rockefeller Library y la John Carter Brown Library de Brown University, de la Hispanic Society of America de Nueva York, de la Biblioteca Nacional de España y de la Biblioteca María Moliner de la Universidad de Zaragoza, entre otras honorables instituciones, cuya disposición y gentileza en todo momento me permitieron resolver problemas documentales y orientaron en más de una ocasión mis búsquedas y mis desconciertos.

Del mismo modo, la generosa lectura de los profesores Karl Kohut, María Jesús Lacarra, Aurelio González, Martha Elena Venier y José Aragüés me otorgaron la valiosa oportunidad de enriquecer con su perspectiva mis primeras consideraciones. A ellos y a los demás compañeros de El Colegio de México, de la Universidad de Zaragoza, de la Universidad de California y de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí debo no sólo la compañía en este itinerario sino también momentos inolvidables que me han permitido cultivar el estudio como forma de vida afortunada. Finalmente, quiero agradecer a mi hija, a mi mujer y a mis padres no sólo la alegría de formar parte del ciclo vital, sino el tiempo que les he negado para poder dedicarlo a escribir este libro; a decir verdad, no es posible expresar en tan cortas líneas lo que aquí corresponde pero quede el testimonio de que las que siguen en gran parte se deben a ellos.

Introducción

El libro que tiene en sus manos no ha venido al mundo solo ni con propósitos singulares, porque forma parte de una intención mayor vinculada a la exploración de las formas que habrían tomado los géneros de la oratoria antigua (deliberativo, panegírico y judicial) en el mundo novohispano. No es por supuesto que se ignore aquí que aquellos géneros habían decaído muchos siglos atrás, que la retórica había caminado derroteros nuevos sobre todo a partir de su cristianización durante la Alta Edad Media, configurando desde entonces nuevos estilos y nuevos discursos; más bien esta curiosidad ha nacido de una cultivada esperanza en la sobrevivencia de aquellos géneros bajo nuevos rostros (discursos o textos), mismos que en este sentido podrían ser leídos, estudiados y relacionados entre sí con base en aquellos paradigmas.

Por supuesto, no es del todo original tampoco esta convicción, pues por lo menos Alfonso García Matamoros había intentado ya ajustar los géneros de elocuencia religiosa practicados en el siglo XVI con los tres géneros de la oratoria antigua:

muchos autores [...] trataron el género didascálico, que concibieron como forma del demostrativo. El género de la refutación, que se utiliza para la acusación y la reprehensión ¿quién no aprecia que remite al género judicial? El género instructivo, censorio y consolatorio son especies propias del género deliberativo.1

Por mi parte, la búsqueda de validez de la taxonomía clásica para juzgar los discursos novohispanos ha sido conducida por otro interés concomitante: el de explorar los modos en que uno de los elementos del discurso, la argumentación inductiva, encontró formas y funciones en un amplio espectro de textos novohispanos, encontrando con ello también los medios de perpetuar una añeja tradición literaria (la tradición ejemplar) en el seno de discursos de muy diversa índole.

De este modo, he observado que en tres tipos de textos religiosos se probaba profusamente con exempla en el siglo XVII novohispano: en los sermones morales, discursos de tipo deliberativo en los que el ejemplo era usado para ilustrar virtudes y vicios, en ocasiones bajo un concepto tan amplio de los mismos que podía tocar lo cívico y aun lo político (es decir, la reforma de costumbres en su más amplia acepción); en las crónicas de órdenes religiosas, donde los ejemplos cumplían la función de aportar elementos probatorios en un discurso de corte panegírico, encomiástico de la orden y sus miembros, y donde coexistían el ejemplo como prueba particular a un argumento con la función ejemplar de la historia en su conjunto; y, finalmente, en los tratados de idolatrías, en los que también había ocasión para probar con ejemplos las diferentes convicciones que el expositor (el escritor en primer término y luego el predicador que acaso se serviría del texto en la predicación) utilizaría para persuadir duramente sobre los peligros que entrañaba la idolatría, con base en un discurso punitivo y persecutorio.

En esto consiste propiamente una investigación que vengo sosteniendo desde 2005 y sobre la que se ha dado ya el primer paso: mi tesis doctoral para El Colegio de México sobre el uso retórico del ejemplo en Luz de verdades católicas y explicación de la doctrina cristiana [...] (1692-1699), colección de pláticas doctrinales del jesuita Juan Martínez de la Parra; trabajo que sería ajustado y luego publicado con el título Los cuentos del predicador. Historias y ficciones para la reforma de costumbres en la Nueva España.2 Así, el presente libro formaría parte del segundo paso en esta investigación, es decir, el estudio del ejemplo en discursos panegíricos, pues incluye un análisis del uso retórico de la argumentación inductiva en discursos laudatorios de una orden religiosa, lo que constituye a mi juicio uno de los modos de leer estas historias conventuales. Mientras tanto, se vienen dando ya también los primeros intentos en el sentido de una exploración del uso del ejemplo en discursos de género judicial en el contexto novohispano, mediante el estudio de Luz y método de confesar idólatras y destierro de idolatrías [...] (1692), del cura poblano Diego Jaimes Ricardo Villavicencio, confesionario y manual de extirpación de idolatrías cuyo tratamiento me ha dado ocasión de presentar a discusión algunas primeras observaciones.3

De este modo, el estudio de la presencia, uso y función del ejemplo en una crónica religiosa, leída como discurso panegírico, me ha permitido exponer en este libro los resultados de una primera exploración retórica de las significativas como porosas fronteras entre historia y literatura que la historiografía religiosa del siglo XVII puede presentar. Porque la discusión sobre los elementos literarios de la escritura de la historia en esos años debería nutrirse de la observación de la preceptiva historiográfica vigente tanto como de la retórica, dada su evidente intencionalidad persuasiva; del mismo modo, la reiterada observación de la elocutio o adorno retórico como exclusiva vía para el entendimiento de estas cuestiones, para la identificación de los valores literarios de la historia barroca, debe complementarse con la más consistente observación de su argumentatio, que explicaría la curiosa presencia en estas historias de relatos de corte ficcional no sólo como adorno sino, sobre todo, como ilustración de enseñanzas morales o afirmaciones persuasivas propias de una historia con fines encomiásticos.

Y es que no pocas de las historias escritas en Hispanoamérica durante los siglos XVI y XVII deben verse como obra de conquistadores, de almas o de territorios, más que como el trabajo paciente y reflexivo que esperarían los humanistas de un buen historiador; porque el hecho de estar escritas en el seno de una sociedad comprometida con la expansión, el adoctrinamiento o la explotación de nuevos territorios haría de ellas instrumentos forjados con fines suasorios y clara intención panegírica, más que un intento objetivo por explicar la realidad. Es decir, en general se trataba de textos que incluyeron también entre sus fines colaborar a la justa fama o al reclamo de alguna recompensa para los hombres o las instituciones que habían participado en los hechos relatados; lo cual no significa, por supuesto, que de ellas no pueda obtenerse en absoluto información histórica fidedigna, sino sólo que para una reconstrucción y crítica objetiva de la información que estas historias contienen deben considerarse los propósitos persuasivos con que dicha información fue en ellas usada.

En el caso de las historias de órdenes religiosas esta circunstancia parece dominar y, seguramente debido a tales compromisos, su estilo se encuentra especialmente lejos de los preceptos historiográficos propuestos por los humanistas del siglo XVI al partir de un concepto de verdad histórica significativamente distinto al que aquéllos defendían, mismo que fundaba su valor en la veracidad factual. Es por ello tal vez que las historias religiosas parecen mucho menos fieles a los hechos que las dedicadas a asuntos civiles o militares, pues el historiador religioso, al ser “educado en el cultivo de la oratoria, se deja llevar con frecuencia al terreno del sermón, y por eso tal vez es, en su estilo, presa mucho más fácil del barroco”, como ha escrito Francisco Esteve Barba, para quien además estos escritores suelen exagerar la nota al referir milagros o al dejar incompleta, por discreción, las biografías y las historias, y que para ellos “lo fantástico no suele ser sino una parte de la realidad” (Esteve Barba 1964: 9).4

Este menosprecio de las historias religiosas por asociación con lo fantasioso no es en modo alguno singular; por el contrario, ya en las clasificaciones que los historiadores suelen hacer de la crónica de Indias resulta notable el problemático lugar que a ellas se les asigna. Por ejemplo, Benito Sánchez Alonso propone dos períodos para su estudio: uno inicial que iría de 1543 a 1592 y que encuentra abundante en “historias polémicas”, refiriéndose a la disputa entre los historiadores-conquistadores que se ostentaban como testigos de vista (aunque como se ha dicho también eran propensos a engalanar en demasía sus hechos) y los historiadores de la corte que al parecer pretendían escribir con un poco de mayor objetividad aunque desde la Península, es decir, con informaciones de segunda mano; y un segundo período que iría de 1592 a 1623 del que lamenta “el insólito interés que alcanza la historia eclesiástica, consiguiente a la efervescencia introducida en el terreno religioso por la Reforma y la Contrarreforma”, efervescencia que llevaría a estas historias a abandonar aquella sana “despreocupación humanística por la historia eclesiástica” de un siglo atrás (Sánchez Alonso 1944: t. II, 159).

Por lo demás, aunque Sánchez Alonso detenga su clasificación en 1623 conviene recordar que crónicas religiosas siguieron escribiéndose en los virreinatos españoles durante todo el siglo XVII e incluso el XVIII; algunas de ellas imprescindibles para el conocimiento de la historia religiosa novohispana, como la Crónica de la orden de nuestro santo padre San Francisco, provincia de San Pedro y San Pablo de Michoacán en la Nueva España (1643) de Alonso de la Rea, la Crónica de la provincia de Jalisco (ca. 1653) del también franciscano Antonio Tello, la Historia de la provincia de San Nicolás Tolentino de Michoacán (1673) del agustino Diego Basalenque, la Crónica de la santa provincia de San Diego de México (1682) de Baltasar de Medina, la Crónica de la provincia franciscana del Santo Evangelio de México (1697) de Agustín de Betancur e incluso una obra tan tardía como el Libro de la fundación, progresos y estado de este convento de carmelitas descalzos de esta ciudad de San Luis Potosí (1786), de José de Santo Domingo, debe ser considerada en esta nómina por supuesto incompleta.

Recuérdese que el siglo XVI, fértil tanto en historias como en tratados sobre su escritura, fue también el siglo en el que los pedagogos humanistas reformaron el trivium vigente como método didáctico desde que lo instituyeron los gramáticos neolatinos, añadiéndole dos disciplinas: la historia y la poética; así, la escritura de la historia tanto como la escritura poética cobrarían un lugar fundamental en la enseñanza de las humanidades y, para ello, se escribirían sendas preceptivas que en principio derivaban sus leyes de la retórica. Se trataba sin duda del renacimiento de una concepción histórica de antiguo cuño pues, como en los tiempos clásicos, los historiadores y tratadistas del Humanismo intentaron refundar el rasgo distintivo de la narración histórica en el carácter estrictamente verdadero de los hechos narrados.5

Como se sabe, después de este momento fundamental, la disciplina histórica se bifurcaría: seguiría un camino en la dirección marcada por la preceptiva humanística y otro que continuaba el de la tradición escolástica, aunque paulatinamente las historias religiosas irían siendo relegadas al rincón de las narraciones mentirosas, a las que no cabía dar el nombre de historia propiamente, pues a los nuevos ojos críticos resultaba evidente su falta de verdad, su falta de compromiso con el registro perceptual y racional del devenir que debía implicar toda historia, omisión que resultaba evidente en el hecho de admitir ejemplos fabulosos en su cuerpo o en el de incluir biografías de frailes virtuosos llenas de hechos sobrenaturales.

Y es que la pretensión humanista de verdad histórica había enfrentado desde los inicios a sus defensores con algunos historiadores religiosos cuyas obras podrían dejar ver cierta languidez en cuanto a los criterios de verdad que seguían; porque, en efecto, estos historiadores parecían apoyarse en una concepción muy amplia y aparentemente defectuosa de lo verdadero. Las dimensiones de dicho enfrentamiento quedarían de manifiesto en el debate por escrito que protagonizaron ya en el siglo XVI el humanista Pedro de Rhua y el cronista Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo, a quien dice Rhua: “Escrevi a Vuestra Señoría que entre otras cosas que en sus obras culpan los lectores: es una la más fea y intolerable que puede caer en escriptos de autoridad: como Vuestra Señoría lo es: y es que da fábulas por historias y ficciones propias por narraciones agenas”, a lo que el obispo de Mondoñedo respondería que no haga caso de ello pues al cabo todas las historias son en realidad mentirosas, que de ellas en definitiva no se podría mostrar con absoluta certeza su verdad, y que

los [preceptos] divinos son enviados de lo alto y enseñados por Dios y por sus medianeros y estriban en fe que sobrepuja toda ciencia; y los [preceptos] humanos, en razón y en buena policía [...] [de manera que] El conocimiento que tenemos de lo divino y de la verdad de todo el universo [...] ni tiene necesidad de doctrina inventada por los hombres, sino de sola la persuasión de la autoridad de quien lo dijo, porque esta es ciencia de principios inmediatos y por eso es indemostrable.

A lo que Rhua respondería terminante que “el fin de la historia es sólo el provecho que de sola la verdad se coge”.6

Se trata del inicio de una apreciación negativa de las historias religiosas que sin duda ha llegado a nuestros días, porque no resulta difícil encontrar ahora afirmaciones en el sentido de que dichas historias son mucho menos fieles a los hechos que las dedicadas a asuntos temporales, como aquellas de Esteve Barba ya mencionadas en las que se explica la falta de rigor del historiador religioso en el hecho de que, al ser “educado en el cultivo de la oratoria, se deja llevar con frecuencia al terreno del sermón, y por eso tal vez es, en su estilo, presa mucho más fácil del barroco” (Esteve Barba 1964: 9). En algunos casos, incluso, el rechazo a esta forma de contar la historia puede devenir en franco prejuicio, como el que se advierte en Irving A. Leonard cuando afirma que en el siglo XVII español “por medio de la religiosidad medieval los sentimientos caóticos se desahogaron en un violento fanatismo que engendró un dogmatismo árido, una intolerancia sin transigencias, una persecución implacable y una superstición denigrante” (Leonard 1974: 54).

Esta serie de reproches no sólo a la poca verdad de las historias religiosas sino también a su vínculo con el fanatismo (explicadas textualmente ambas circunstancias por su cercanía escritural al sermón) no puede ser más oportuna, porque ilustra justamente la naturaleza del problema que aquí se trata, en cuanto a la difícil definición de las fronteras entre el discurso historiográfico y el discurso poético tanto en las historias religiosas como en la predicación de esos años. Y es que el rechazo humanista a la presencia de cualquier asunto que no pudiera ser demostrado como verdadero, en los escritos históricos, se relaciona al menos en dos sentidos con las discusiones respecto a la importancia y prioridad de la historia como prueba ejemplar en el terreno de la predicación: en primer lugar, tanto en historiografía como en predicación estaba en conflicto la superioridad de lo verdadero, aunque tomando como base dos conceptos distintos de verdad; en segundo lugar, en ambos casos el uso de la verdad se defiende con base en una utilidad de carácter moral, pues al centro de las argumentaciones de los historiadores humanistas está el valor ejemplar de la historia en sí misma, no sólo dentro de discursos de carácter persuasivo.

Justamente por ello el estudio de las historias religiosas del siglo XVII tendría que partir no sólo de las convicciones heredadas del Humanismo en torno a la verdad histórica, sino también del reconocimiento de las características propias de la historiografía eclesiástica, cuya tradición parecía irreductible al empirismo clásico e incluso se reconocía superior a él, pues no fundamentaba su veracidad en una correspondencia con las leyes del mundo natural sino en una correspondencia con las leyes de un estado de cosas superior, trascendente a la historia humana. Además, no sólo el Humanismo había desdeñado la historia religiosa, sino que también la propia historiografía religiosa se había mostrado reticente desde un principio a los preceptos humanísticos; después de Trento esta circunstancia se acentuaría en pro de un concepto más amplio y trascendente de la verdad histórica, un concepto que podría comulgar tanto con la noción de verdad poética señalada por Aristóteles como con el valor moral que desde antiguo toda historia debía tener.

Recuérdese que la concepción moral de la historia fue un tópico particularmente vigente entre los preceptistas del siglo XVI, pues del mismo modo en que Vives la defiende, Juan Costa sostendría que “la Historia no es otra que la evidente y lúcida demostración de las virtudes y los vicios, cuyo estudio abraza la filosofía moral” (De conscribenda historia libri duo: f. 4r.); y, siguiendo a Montero Díaz, se podría agregar que Fox Morcillo “como sus contemporáneos, fiel a los modelos clásicos [...] [proclamaría] el carácter ejemplar de la Historia, su calidad de magistra vitae, aleccionadora de pueblos e individuos” (Montero 1941: 18). En el siglo XVII Luis Cabrera de Córdoba subrayaría todavía esta finalidad ejemplar de la historia que “no es escribir las cosas para que no se olviden, sino para que enseñen a vivir con la Experiencia [...] [pues] El fin de la Historia es la utilidad pública” (Cabrera 1948 [1611]: 35). Como puede verse, en todos estos casos los historiadores no hacían otra cosa que glosar el tópico ciceroniano, escrito más como preceptiva retórica que historiográfica, que es posible encontrar en De oratore: “La historia es testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, mensajera de la antigüedad” (De oratore: II, 32, 1).

Con todo, no se intenta aquí determinar en definitiva el lugar de la historia religiosa en la historiografía barroca hispana (asunto que sin duda debe ser tratado por mejores plectros, como diría Cervantes), sino que el presente es más bien un estudio del carácter poético o literario que puede cobrar la historia religiosa, con base en su mayor cercanía a la preceptiva retórica que a la historiográfica y con base también en la mayor conciencia respecto a su valor ejemplar o moral que parece guiarla. Por ello es, en suma, que se ha determinado considerar la historia religiosa un discurso retórico antes que historiográfico (que ambas cosas es, por supuesto) con el fin de someterlo a la criba de la preceptiva retórica de la época siguiendo un hilo conductor: el que ofrece la curiosa argumentación inductiva presente en estas obras y consistente en una nutrida cantidad de relatos ejemplares de diversa procedencia y especie, cuyo uso y disposición ofrecen ocasión de observar la cercanía discursiva, cognoscitiva y aun estética que puede haber ya no sólo entre historia y literatura, sino incluso entre historia y ficción.

Porque los relatos traídos a las historias religiosas como ejemplos de tal o cual afirmación, ponderación o incluso como meras digresiones, cumplen en principio la función de aportar argumentos a un discurso de corte panegírico, elogioso de la orden y sus miembros, donde el universo de lo verdadero permite sin mayor problema la presencia de hechos sobrenaturales o milagros y donde es posible también observar la curiosa convivencia entre el ejemplo como prueba particular de un argumento con la función ejemplar de la historia en su conjunto. En este sentido, puede decirse que la historiografía religiosa hispanoamericana del siglo XVII mantenía entre sus fines retóricos aquellos que había destinado la vida pública para la oratoria antigua: docere, delectare y movere; en este caso podía tratarse de enseñar las virtudes cristianas de la orden a partir de los relatos particulares intercalados, deleitar con la elegancia y el decoro correspondiente a un discurso religioso, así como orientar los afectos hacia la alabanza o el reconocimiento de un individuo notable o de la colectividad religiosa mediante los mismos relatos, lo que (sobra decir) en general resultaba en una excelente vía para predisponer al receptor del discurso hacia el beneficio económico de la orden.

Así, el hecho de que efectivamente la historia religiosa novohispana del siglo XVII pueda ser considerada más sermón que historia abre la posibilidad de emprender su estudio a la luz tanto de la preceptiva historiográfica de la época como de la retórica, lo que podría conducir al discernimiento de algunos vínculos entre historia y oratoria que pueda albergar su texto (e incluso en general la historiografía de la época) así como ayudar a desvelar las singularidades de este modo de escribir la historia cuya base es, precisamente, su cercanía al discurso retórico. Éstas son justamente las pretensiones del presente libro, que puede ser leído (como se ha dicho) en el marco de un estudio mayor referido en general al uso argumental o amplificatorio del ejemplo en diferentes tipos de discurso religioso, mismos que reproducirían los géneros de la oratoria antigua en la Nueva España del siglo XVII.

Capítulo 1

La provincia carmelita de San Alberto de México y la crónica de fray Agustín de la Madre de Dios

Tesoro escondido en el santo Carmelo mexicano. Mina rica de ejemplos y virtudes en la historia de los carmelitas descalzos de la provincia de la Nueva España. Descubierta cuando escrita por fray Agustín de la Madre de Dios, religioso de la misma orden es el título de la obra que aquí se estudia, título que ya anuncia los propósitos ejemplares de la misma así como las pretensiones literarias que la guiaban, en cuya redacción el autor se tomaría siete años (entre 1646 y 1653). Se trata de una curiosa historia religiosa que permanecería inédita hasta 1984, año en que fue editada por Manuel Ramos Medina (México: Universidad Iberoamericana) y, casi inmediatamente después, Eduardo Báez Macías sacaría a la luz una nueva edición, paleográfica y anotada, que discrepaba de la anterior en cuanto al título: Tesoro escondido en el monte carmelo mexicano [...] (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1986), sin ofrecer pruebas o razones concluyentes aunque efectivamente (no lo dice Báez) llamar a un libro “tesoro escondido” no sólo implica una metáfora común en la escritura carmelitana, sino también un intento alegórico que cuadraría mejor con “monte” a la luz de lo que sigue: “Mina rica [...] descubierta cuando escrita [...]”. En cualquier caso, el cotejo de la portada del manuscrito que ambas ediciones toman como base no permite sacar conclusiones definitivas al respecto.1

Es la historia de los carmelitas en la Nueva España, desde su llegada en 1585 hasta mediar el siglo XVII, que incluye por supuesto un relato sobre los remotos orígenes de la orden incorporando la tradición legendaria carmelitana. De este modo, narra los años más fecundos en cuanto a fundación de conventos y fortalecimiento de influencias de la orden en el virreinato, combinando noticias históricas, biografías ejemplares, descripciones de reliquias y narraciones de milagros relacionados con ellas, visiones extraordinarias o descripciones de lugares. Es decir, es en buena medida una obra que confirma el carácter misceláneo que Esteve Barba reclamaba como indeseable en las historias religiosas en general.2 Sin embargo, también es rica en información histórica (aunque no siempre como fuente primera, hay que decir) y no pocos datos referidos a la historia novohispana se pueden sacar de su florido cuerpo, sobre todo aquellos que conciernen a los viajes y exploraciones a Nuevo México, California o Terrenate, empresas en las que la orden siempre quiso participar y, sin embargo, en las que nunca pudo colaborar de manera definitiva.

La obra está dividida en cinco libros, divididos éstos, a su vez, en capítulos y ordenados cronológicamente, tres de los cuales constan de veinticuatro capítulos, el cuarto de veintidós y dejándolo inconcluso,3 y al último sólo alcanzó a escribirle doce, aunque de éstos el octavo quedó incompleto y del siete y el doce sólo escribió los títulos. Del hecho de que de algunos capítulos sólo estén consignados sus títulos ya Eduardo Báez deduce, con buen sentido, que el autor habría procedido con mucha disciplina, trazándose un esquema que fue desarrollando luego, conforme iban llegando a sus manos los documentos. De este modo, cada libro se inicia con las noticias referentes al tema en cuestión, mostrando una consistente pretensión historiográfica, aunque siempre procurando dar lugar a la inserción de relatos (biografías, milagros o “casos prodigiosos”) que por supuesto tienen como objetivo más bien acreditar la virtud de la orden que aportar información histórica.

Aunque permaneciese inédita hasta fines del siglo XX, no se trata por supuesto de una obra que hubiese sido desconocida durante los más de tres siglos de clausura, pues ya varios bibliófilos la consignan, desde Mariano Beristáin de Souza, autor de la Biblioteca Hispanoamericana Septentrional (1816-1819), hasta Pedro Fernández Rodríguez y Antonio Toro Pascua en su Colección Bibliográfica México-Nueva España (2001). Del mismo modo, algunos historiadores carmelitas comenzarían a utilizarla como fuente de información sobre la provincia de San Alberto desde el siglo XVIII, como Manuel de San Jerónimo, autor del tomo V de la Reforma de los descalzos de Nuestra Señora del Carmen [...] (1706), historia general de la orden iniciada por fray Francisco de Santa María en 1644,4 hasta el tomo séptimo escrito por fray Anastasio de Santa Teresa (1739), incluyendo alguna historia particular de fundaciones y conventos novohispanos como la de fray José de Santo Domingo: Libro de la fundación, progresos y estado de este convento de carmelitas descalzos de esta ciudad de San Luis Potosí (1786); al punto en que ha sido considerada “la primera monografía sobre la Provincia carmelitana de México que conocemos y que todavía no ha sido superada”, como dice Dionisio Victoria Moreno (1996: 32).

Desafortunadamente, frente a la relativa abundancia de las menciones y expolios de que se ha hecho objeto esta crónica, sí resultan muy pocos los estudios propiamente dichos; pues además de las introducciones a las dos ediciones que se han hecho de ella (Ramos Medina 1984 y Báez 1986), mismas que en su carácter introductorio resultan naturalmente más panorámicas que profundas, poca cosa se puede encontrar como no sea su uso frecuente como fuente de información para estudios con objetivos diferentes: arte y arquitectura novohispanos, vida conventual, historia religiosa e incluso cuestiones referidas a obra civil, habida cuenta de que uno de los muchos carmelitas biografiados en ella, fray Andrés de San Miguel, fue famoso como arquitecto de obras públicas. Puede mencionarse aquí, sin embargo, mi propio artículo sobre la reflexión que sobre los modos adecuados de escribir la historia incluye fray Agustín en su obra (Pérez 2007), aunque por supuesto se trataría sólo de una aproximación muy parcial a un asunto particular de los muchos que pueden estudiarse en esta crónica. Un análisis general quedaría pues todavía por hacerse porque el libro que tiene en sus manos, aunque es el primero que intenta una interpretación de la obra, es también un estudio fragmentario y dirigido sólo a un aspecto particular: su argumentación ejemplar.

Mayor ha sido, en cambio, el uso de la crónica como fuente de información para historias modernas, particulares y generales, de la Orden del Carmelo. Entre las primeras puede mencionarse el Recuento mínimo del Carmen Descalzo en México: de la antigüedad a nuestros días, de Ethel Correa Duró (1988), mientras que entre las segundas una de las primeras menciones se encuentra en Las carmelitas descalzas en Querétaro de J. Ramón Martínez (1963), seguida de los mucho más conocidos estudios de Dionisio Victoria Moreno: la “Introducción” a El Santo Desierto de los carmelitas de la provincia de San Alberto de México (escrita junto a M. Arredondo, 1978) y su artículo “La provincia de los carmelitas descalzos de México y la guerra de independencia. Seis documentos para su historia” (1988).

Eduardo Báez Macías, antes de su edición del Tesoro escondido, había escrito también El Santo Desierto. Jardín de contemplación de los carmelitas descalzos en la Nueva España (1981), como una historia particular del llamado “desierto de los leones”, casa carmelita de contemplación en los bosques de Santa Fe cercanos a la Ciudad de México; y Manuel Ramos Medina, después de su propia edición de la crónica, escribió Imagen de santidad en un mundo profano. Historia de una fundación (1990), que trata del convento femenino de San José en la Ciudad de México.

Manuel Casado Arboniés también ha hecho estudios históricos particulares de la orden carmelita en los que se ha servido de información encontrada en la obra de fray Agustín; el primero publicado en 2001 con el título Historia y proyección en la Nueva España de una institución educativa. El Colegio-Convento de Carmelitas Descalzos de la Universidad de Alcalá (1570-1835), que firma junto con Javier Casado Arboniés, y años después publicaría en la misma línea “Los carmelitas descalzos del Colegio-Convento de San Cirilo de la Universidad de Alcalá de Henares y su paso a la Nueva España a finales del siglo XVI” (2005). Dos estudios más en este tenor son el de Carmen A. Dávila, Los Carmelitas descalzos en Valladolid de Michoacán siglo XVII (2002) y el de Jaime Abundis, La huella carmelita en San Ángel (2007), un estudio sobre la impronta carmelita en el arte y la arquitectura de la Ciudad de México a partir del convento de San Ángel.

Se ha tratado también la función y el lugar de los carmelitas en la evangelización de la Nueva España a partir de información encontrada en el Tesoro escondido, de lo cual no sólo cabe referirse a los clásicos estudios de Dionisio Victoria Moreno: Los carmelitas descalzos y la conquista espiritual de México (1966) y La orden de los carmelitas en la evangelización fundante de México (1991), sino incluso a otro no menos desconocido, aunque de menores alcances, como el de Gabriel Beltrán Larolla, “La Evangelización de América: la obra misionera de los Padres Carmelitas Descalzos” (1994) y, naturalmente, el célebre y útil estudio de Solange Alberro, El águila y la cruz. Orígenes religiosos de la conciencia criolla. México, siglos XVI-XVII (1999) donde, a pesar de referirse más al lugar de los jesuitas en la gestación de “la conciencia criolla”, cita la introducción de Elías Trabulse a la edición de Manuel Ramos Medina respecto al papel desempeñado en general por las crónicas religiosas en el proceso de adquisición de la identidad criolla, curiosamente sin mencionar un conflicto de fray Agustín con sus superiores justamente por esas causas del que adelante trataremos aquí.

El estudio de la vida conventual femenina ha interesado particularmente, como se sabe, a no pocos historiadores de la cultura novohispana tanto como a filólogos, estos últimos sobre todo abocados a los relatos de las monjas iluminadas o posesas, como un fenómeno literario y psiquiátrico a un tiempo; para ello ha sido particularmente fértil la crónica de fray Agustín, que da florida cuenta de numerosas carmelitas que contaban entre sus virtudes la de responder a un curioso ideal de santidad vinculado con la propensión a las visiones trascendentes, muy de moda en esos años, tanto como a la tradición contemplativa carmelitana. En este rubro debemos citar la fundamental aproximación bibliográfica de Antonio Rubial, La vida religiosa en el México colonial. Un acercamiento bibliográfico (1991), firmado en conjunto con Clara García Ayluardo y que años más tarde se concretaría en un breve estudio monográfico titulado “Los conventos mendicantes” (2003).

Manuel Casado Arboniés también estudiaría estos temas en su artículo “Isabel de la Encarnación, monja posesa del siglo XVII” (1997), lo mismo que Asunción Lavrin en su libro Brides of Christ. Conventual Life in Colonial Mexico (2008) y Robin Ann Rice en “Hagiografía y lo fantasmagórico: Vida de la venerable madre Isabel de la Encarnación (1675) narrada por el licenciado Pedro Salmerón” (2009). Mención especial merece el libro de Antonio Rubial Profetisas y solitariosLa santidad controvertida. Hagiografía y conciencia criolla alrededor de los venerables no canonizados en Nueva España