ARGUEDAS Y VARGAS LLOSA O LOS DILEMAS DEL INTELECTUAL MODÉLICO

“Somos contemporáneos de historias diferentes”.

Enrique Lihn1

Arguedas y Vargas Llosa constituyen, a no dudarlo, dos modelos bien diferenciados de intelectual moderno, aunque la relación que cada uno guarda y elabora con la modernidad es completamente diferente a la del otro. En la obra de ambos escritores se representa una versión distinta de la alteridad social y cultural en el Perú, a partir de un campo de valores y estrategias representacionales nítidamente diferenciadas. Podemos preguntarnos, de este modo, tomando en préstamo las palabras de Spivak, “¿cuál es el yo que pone en marcha la máquina de la otrificación?” (100), interrogante que nos orienta en la dirección de la construcción de subjetividades a partir de elementos de clase, etnicidad e inscripción del letrado en la institucionalidad cultural (tradición, registro canónico, aparato educativo, medios de comunicación, etc.), registro que cada uno de los autores mencionados utiliza de manera particular.

Es justo reconocer, en este sentido, que tanto Arguedas como Vargas Llosa son conscientes de su valor paradigmático dentro de la cultura nacional, regional y latinoamericana, aunque cada uno inscribe su obra y el perfil intelectual que la sustenta en el mundo letrado de acuerdo a su propio posicionamiento social e ideológico. Arguedas, enraizado en los valores persistentes de la cultura dominada, se define a partir de su adhesión a las tradiciones, mitos e idiosincrasia indígena, su lucha con la lengua y su reivindicación del margen como espacio de resistencia y privilegio epistemológico, en la medida en que este espacio articula saberes alternativos, lenguas relegadas y prácticas sociales marcadas por el signo de la victimización y de la heroicidad. En este sentido, Arguedas ocupa en el imaginario latinoamericano y en el del latinoamericanismo internacional el lugar del deseo y de la utopía, pero también el sitio más oscuro —el punto ciego— de la culpa burguesa. Encarna en muchos sentidos el prototipo del escritor atormentado, que es uno con su obra y termina inmolándose en el altar de la literatura. Al mismo tiempo, representa la alternativa —la imagen en negativo— del intelectual orgánico, cuyo éxito se apoya en la complicidad con el poder. Sin embargo, su obra dista mucho de ser univalente y se debate entre el régimen dominante del letrado criollo, con respecto al cual Arguedas define trabajosamente su propia producción y la cultura quechua, marginada y vernacular, que alimenta las vivencias de su infancia y nutre su sensibilidad adulta.

A través de un intachable lirismo en el que se sublima la experiencia en discurso, el dolor en poesía, la obra de Arguedas testimonia los crímenes del colonialismo y de la república criolla. La identificación con el subalterno, la experiencia de la migración, el translingüismo, la biculturalidad, el experimentalismo estético, la sensibilidad exacerbada, el vitalismo, la experiencia de la naturaleza, la apertura hacia lo mítico, lo mágico y lo popular, la preeminencia dada a lo individual y a lo privado, el tono confesional y testimonialista de sus textos, constituyen de por sí un capital cultural que lo sitúa en el núcleo más álgido del panorama fluctuante y por momentos light de la postmodernidad, desde el cual se revalora su escritura. Muchas de sus premisas y de sus declaraciones, y muchas de las estrategias que utiliza para canalizar un mensaje que entiende como denuncia de la marginación y reivindicación del valor cultural del dominado, parecen haber surgido como un presagio de la problemática teórica y social catalizada, desde las últimas décadas del siglo XX, por el quiebre de la promesa salvífica de la modernidad capitalista entendida como la entrada a un mundo de plenitud, avance, integración y tolerancia. La descalificación del mito de la nación como espacio unificado, homogéneo y armónico (su celebración, en cambio, como lugar de hibridaciones interculturales), el énfasis en el tema de la diferencia construida como identidad, la importancia concedida a la lengua y a la traducción como ámbitos para la negociación de significados no sólo lingüísticos sino culturales, el reconocimiento de la migración como una de las claves de nuestro tiempo, la relevancia concedida a la construcción de la subjetividad individual y colectiva y al tema de los afectos como espacio de articulación entre la esfera pública y la privada, la comprensión de la dimensión biopolítica y particularmente del tema de la raza y de la etnicidad, ejes en torno a los que giran los mecanismos de control social y resistencia colectiva, constituyen cuestiones esenciales de la agenda abordada en las últimas décadas por los estudios culturales y postcoloniales. Como aproximación a un mundo en el que colapsan las certezas típicamente modernas a partir de las cuales se organizan los imaginarios republicanos en América Latina, estas nuevas direcciones crítico-teóricas intentan analizar los términos —en gran medida adelantados por la obra arguediana— a partir de los cuales asistimos a nuevos ordenamientos del espacio y del tiempo, a formas inéditas de construcción y de adscripción identitaria, a nuevas modalidades de elaboración del saber y a trasiegos interculturales que desestabilizan lo social y vacían lo político de sus significados y de sus mecanismos conocidos. Entendida como una intervención simbólica en la modernidad capitalista, la obra de Arguedas adquiere gracias a esta perspectiva crítica una dimensión transnacionalizada y transdisciplinaria que reinscribe su escritura en el canon literario y que incluso corrige lecturas anteriores de sus textos, de corte más limitadamente regionalista y documentalista.2

En el otro extremo del espectro, Vargas Llosa podría ser calificado a su vez como un intelectual paradigmático de otra forma de inserción del intelectual en la modernidad periférica de América Latina, en la que se leen todavía los rastros del letrado criollo que desde tiempos coloniales se sustenta en el poder de la palabra —literaria y política— como mecanismo de legitimación personal y como plataforma de lanzamiento público. Su narrativa se afinca en el manejo hábil del lenguaje literario desde el encuadre lujoso y comercializado del boom que lo convierte tempranamente en la superestrella de la canonicidad literaria andina. En efecto, desde la década de los años 60 su obra se perfila como el producto depurado de la cultura nacional de su país, entendiendo por tal el paradigma ideal y articulado de los distintos estratos y sistemas socio-culturales que componen la sociedad peruana. Al mismo tiempo, esa obra se proyecta como una mercancía exportable en la que lo local se negocia en los términos de una universalidad determinada tanto por los procesos de transnacionalización del capital simbólico como por la acelerada reinserción del subcontinente latinoamericano en el espacio del occidentalismo. El escritor se sitúa así desde el comienzo de su carrera literaria en el núcleo mismo del campo intelectual que en esos años se define en torno al triunfo de la Revolución Cubana y a los posicionamientos que la misma desata. Como intelectual criollo, urbano y consustanciado con los procesos de institucionalización cultural dentro y fuera de su país, pronto se convierte en una de las figuras claves a partir de las cuales se proyecta una imagen de América Latina acorde con la inserción de las clases medias en la sociedad de mercado y con la promoción de las representaciones simbólicas que ésta genera en su carácter de mercancía simbólica cotizable a nivel internacional y abierta al consumo masivo, en el contexto de la Guerra Fría.3

Sin embargo, el alejamiento de Vargas Llosa de la izquierda latinoamericana a partir del “caso Padilla” y de las críticas del escritor peruano al régimen cubano creará una fisura irreparable en el campo intelectual que cambiará la percepción si no propiamente literaria, sí político-ideológica, del autor de La casa verde (1966).4 Aunque continúa siendo reconocido como uno de los más brillantes y prolíficos escritores de la lengua española, acumulando premios e incrementando su visibilidad a nivel planetario, el resquebrajamiento de la imagen de Vargas Llosa constituiría, para muchos, un síntoma evidente e irreversible de las tensiones y conflictos que atravesaban no solamente el sistema literario del boom sino el proyecto cultural del “hombre nuevo”. Articulado a los principios de la Revolución Cubana, este proyecto intentaba consolidar una alternativa viable al “humanismo burgués” apartándose del prototipo del intelectual elitista y occidentalizado que lo representaba.5 El distanciamiento de Vargas Llosa del régimen cubano, que se registra a partir de comienzos de la década de 1970 a raíz de las críticas que dirige al gobierno de Fidel Castro por las políticas que condenaban la disidencia ideológica en Cuba, va incrementándose hasta cristalizar en un antiizquierdismo recalcitrante que termina apoyando regímenes intransigentemente conservadores como el de Margaret Thatcher y plegándose cada vez más a la reorientación político-económica neoliberal, que favorece la dictadura del gran capital y las dinámicas del mercado globalizado por encima de los intereses nacionales.6

Misha Kokotovic ofrece un buen panorama del giro vargasllosiano hacia la derecha sobre todo en la década de los 80, que corresponde al período de mayor activación de Sendero Luminoso en el Perú, explicando que en ese contexto revive el racismo de la élite criolla. En efecto, siguiendo una tendencia constitutiva del imaginario de los sectores dominantes, el senderismo es identificado con la barbarie, confirmando la idea de que la población indígena, en realidad la víctima principal de la radicalización política andina, constituye “un obstáculo al progreso y la razón principal del atraso del Perú” (Kokotovic, La modernidad andina, 217).7 Desde su cada vez más acendrado individualismo, reforzado ahora por la adhesión al mercado global, y por un elitismo que su creciente fama literaria ayuda a consolidar, Vargas Llosa se sitúa en una posición neoliberal equidistante tanto del socialismo que antes defendiera apasionadamente como del populismo, al que considera una forma corrompida de indigenismo, demagógico y retardatario. Es con este bagaje cultural e ideológico como Vargas Llosa va solidificando en todos los terrenos su perfil de intelectual público, en el cual el análisis de la dicotomía que él percibe en los términos de modernidad versus barbarie, tanto para el encuadre de su ficción como en la candente dimensión política y social de la escena peruana de los años 80, llega a ocuparlo de manera obsesiva. Vargas Llosa entiende que es justamente en esta coyuntura, que desde su perspectiva ve como irresoluble y obstaculizante, en este double bind ético, político y cultural, donde se define el futuro de la región andina y el destino de su propio protagonismo cultural, afectado ya, aunque no disminuido, por su alejamiento de la izquierda y por su ubicación en el ala más reaccionaria de la política contemporánea.

En 1983 Vargas Llosa preside la comisión investigadora nombrada por el presidente Fernando Belaúnde Terry para investigar el asesinato de ocho periodistas en Uchuraccay, asiento de las comunidades indígena iquichas en el departamento de Ayacucho.8 El trabajo de la comisión, así como las ideas que el propio Vargas Llosa elabora a raíz de estos hechos tanto en el informe oficial de la comisión como en textos posteriores de carácter ficcional, así como en entrevistas y artículos periodísticos, revelan la incidencia de formas prejuiciosas, estereotipadas y discriminatorias de concebir la heterogeneidad étnicocultural andina. Esto se manifiesta particularmente en la manera de concebir la situación de las comunidades indígenas, su larga historia de marginación y agresión estatal y las trágicas consecuencias de su resistencia al poder hegemónico de la nación criolla.

La comisión presidida por Vargas Llosa reconoce que entre las causas que habrían conducido a que los comuneros de la localidad de Uchuraccay, habiendo confundido a los periodistas con integrantes de Sendero Luminoso decidieran asesinarlos en un acto de defensa propia, debían contarse los abusos a los que la población indígena estaba sometida por parte de los senderistas o terrucos y el aval de las fuerzas armadas al respecto. La interacción de fuerzas provenientes de muy diversas posiciones ideológicas, sociales y políticas, crea una complejísima trama de responsabilidades, culpas y victimizaciones en torno a esos sucesos, la cual se ha ido penetrando trabajosamente. Solventemente analizados por antropólogos, politólogos y críticos de la cultura, los sucesos de Uchuraccay dejan al descubierto la existencia de una intrincada red discursiva que remite, en última instancia, a la incapacidad y desentendimiento del Estado peruano con respecto a la violencia estructural del Perú y a la situación de las comunidades indígenas, que habitan una sociedad constituida de espaldas a sus epistemologías y a sus necesidades concretas en tanto sector social que forma parte del proyecto nacional.9 En un excelente artículo titulado “Alien to Modernity: The Rationalization of Discrimination” (2006), dedicado a analizar la función de la comisión investigadora en Uchuraccay, Jean Franco comenta, entre otras cosas, la función que Vargas Llosa asume al ubicarse en el lugar de la racionalidad y el sentido común en relación a un mundo que presenta como un espacio anacrónico y caótico, marcado por la violencia y las tendencias mágico-religiosas que contrastarían por su irracionalidad con los modelos dominantes en la nación criolla. Como Franco señala, la caracterización de los distintos grupos sociales involucrados en los hechos de Uchuraccay es elocuente. La representación de los periodistas (el lenguaje usado para describirlos, la reconstrucción de sus acciones mientras se acercaban a la región ayacuchana, las anécdotas que se presentan al lector) contrasta fuertemente con las oscuras y reticentes referencias a los indígenas de la región. Mientras que los primeros son tratados con respeto, como representantes de la razón criolla avasallada por la barbarie, los indígenas, personaje colectivo de la tragedia de Uchuraccay que reaparecería, por ejemplo, en Lituma en los Andes, El hablador, etc., son representados como primitivos, instintivos e incapaces de controlar sus acciones o de comprender completamente sus consecuencias (Franco, “Alien to Modernity”, 6-8). Se establecen así dos narrativas que corresponden a estratos paralelos e incomunicados de la sociedad andina, que el escritor organiza de acuerdo a un escalafón preexistente de cualidades y derechos que se corresponde con la pirámide del poder y con sus codificaciones culturales.

Como indica Jean Franco:

As the Truth Commision pointed out, Vargas Llosa’s interpretation of events conformed to a paradigm that essentialized cultural differences and constructed an image of a totally isolated and primitive community outside of citizenship (Franco, “Alien to Modernity” 11).10

Como Franco señala, la actuación de Vargas Llosa con respecto a Uchuraccay, tanto su conducta investigativa como el informe y los artículos que produce en relación a los mismos eventos (“Sangre y mugre de Uchuraccay”, por ejemplo) llevan a preguntarse, como es obvio, sobre las raíces de la violencia en el Perú y la naturaleza y alcances del sistema de justicia en una sociedad multilingüe. Asimismo, levantan sospechas acerca del estatus ético de la literatura y la naturaleza autoritaria de la ciudad letrada. En el contexto social de Uchuraccay en el que se registran los hechos, donde la población indígena, en su mayoría exclusivamente quechua-hablante había sido ya arrinconada por la marginación y la violencia desatada en la región por senderistas y fuerzas estatales, las instituciones criollas no llegan a abarcar la tremenda diversidad de niveles y contradicciones que aquellos hechos al mismo tiempo esconden y revelan. Es sin lugar a dudas la epistemología dominante, los recursos de la lengua hegemónica y la tecnología de la escritura y de la racionalidad ilustrada los que ganan la partida en el simulacro de aplicación de justicia social en sociedades multiculturales donde la mayoría de la población indígena no participa activamente de la vida política ni es considerada parte de la sociedad civil ni puede llegar a controlar los dispositivos de indagación y representación de la verdad que parecen residir siempre en un espacio ajeno al de las víctimas.

La estrategia culturalista de elaborar la desigualdad como diferencia y relegar hacia el ámbito intangible de la otredad las consecuencias de la exclusión y la injusticia social impide enfocar la problemática profunda y estructural, de raza y clase, que afecta a las sociedades postcoloniales que recorren desde hace siglos el tortuoso proceso de modernización. Interpretada siempre en términos relacionales —el indio como el negativo de todo aquello que define a la ciudadanía, estatus controlado por los sectores privilegiados de la sociedad peruana— la articulación social raza/clase apunta, cuando se refiere al sector indígena, a la identificación de un residuo, una huella o traza de las antiguas culturas prehispánicas que se van desvaneciendo en el curso de la historia. Pero aun durante el proceso de su desaparición, esas culturas son vistas como un impedimento a los impulsos de progreso y a los proyectos de imposición de una modernidad europeizada —o norteamericanizada— que excluye la otredad. Los derechos de la población indígena no son entendidos como naturales, sino como otorgados a partir de renuentes procesos de negociación, concesión o restitución, que siempre señalan la posición jerárquica desde la que, estratégicamente, se cede algo de terreno en la lucha inacabada por el control total de los sectores más desposeídos.

Como escritor, Vargas Llosa convierte en tema literario el rescoldo aún vibrante de las antiguas culturas sin llegar a percibirlas como parte de la contemporaneidad.11 En el tratamiento político o literario que da a este sector de la sociedad peruana siempre se hace evidente el vacío que existe entre las epistemologías, prácticas y valores de los grupos marginales y de los sectores criollos o mestizos que han logrado integrarse al proyecto nacional. El intelectual conservador llena este espacio con paternalismo, desprecio o condescendencia, según los casos. Incapaz de percibir una modernidad popular, alternativa y heterogénea capaz de incluir participativa e igualitariamente a la diferencia, el modelo de intelectual que encarna Vargas Llosa se enfrenta a la cultura indígena como quien visita una ruina, tratando de extraer rendimiento estético de algo que es a la vez testimonio de lo que fue y de lo que está dejando de ser, que existe casi por ausencia, ofreciendo el espectáculo de su progresiva e inevitable desaparición.

En su análisis de los sucesos de Uchuraccay y del papel desplegado por la comisión presidida por Vargas Llosa, el antropólogo Enrique Mayer se ha referido a las voces que faltan (“the missing voices”) en el proceso de relevamiento de testimonios populares sobre el asesinato de los periodistas, particularmente de los comuneros, cuyos relatos fueron siempre mediados por traductores, intérpretes y expertos en distintas disciplinas académicas y transmitidos en forma elíptica, en tercera persona y en discurso indirecto, como si tras las estrategias representacionales de la otredad no existiera una (id)entidad concreta capaz de representarse a sí misma (Mayer, 490). Vargas Llosa registra palabras cortadas, expresiones confusas y silencios del Otro, sin que ninguna frase completa sea reproducida en el intento de ser fiel al pensamiento de quien la emitió, indicando con este fragmentarismo la supuesta deficiencia racional del emisor pero sobre todo su existir más allá de los límites del sistema cultural y axiológico de la nación-Estado: el otro como espectro de una ciudadanía inalcanzable, integrante anónimo de un pueblo que vive al margen de la historia, como vaticinara Hegel para América. Con una condescendencia que tiene más de gesto cultural que de reconocimiento de la materialidad y urgencias de la cultura dominada y de las causas profundas de los hechos, que hunden sus raíces en la desigualdad sistémica del Perú y en las políticas estatales, los indígenas son considerados al mismo tiempo culpables e inimputables, sujetos anómalos de un régimen que los coloca al mismo tiempo dentro y fuera de un orden legal que los abarca sin representarlos. Uno de los vocativos dirigidos a los miembros de la comisión investigadora, según consigna Vargas Llosa, es el de “Señor Gobierno”, prosopopeya que resume una distancia interpersonal insalvable y una identificación sintomática entre intelectual e institución, saber y autoridad, en la medida en que ambos comparten, desde la perspectiva del dominado, una misma forma de participación en los discursos, en los protocolos y en los privilegios del poder dominante. El escritor elabora así la narrativa de Uchuraccay en un relato que apela a la manipulación retórica, la selección léxica, y la habilidad compositiva para construir una versión posible de los hechos que se acomode a los estereotipos que atraviesan los imaginarios colectivos y se inserte en el orden institucional como un testimonio más de la aniquilación que acompaña la historia de los pueblos indígenas, que siempre atraviesan la época de la masacre, como Manuel Scorza señalara, como si ésta fuera una de las cinco estaciones del año. El principio invocado por Vargas Llosa de que en la composición literaria se debe “mentir con conocimiento de causa” (razón por la cual el escritor siempre investiga cuidadosamente los contextos que encuadran su ficción) ronda como un espectro la textualidad y la textura de los sucesos nunca adecuadamente esclarecidos de Uchuraccay. El problema de la verdad es el espectro que recorre no solamente la escritura que da cuenta de ellos, sino la conciencia y la culpa social que ellos generan.12

Literatura y política confluyen de manera constante en la obra de Vargas Llosa, no sólo como prácticas culturales e ideológicas, sino también como espacios de performatividad y proyección personal que convergen en la escena pública alimentándose mutuamente. En 1984 el escritor peruano sostiene una polémica con Mario Benedetti sobre temas vinculados a la ideología y al papel del intelectual latinoamericano en el contexto de las transformaciones que estaban registrándose en el continente en esa década.13 Vargas Llosa se refiere al intelectual “como factor de subdesarrollo político de nuestros países” y como causa del “oscurantismo ideológico” que aún se vivía en la región. Sus críticas a los intelectuales que continuaban manifestando su adhesión a la Revolución Cubana apunta al proceso de autolegitimación ya comentado y a sus intentos por mantener marcado el campo cultural como espacio no sólo de competitividad en la producción cultural, sino como ámbito de luchas de poder que redundan en la mayor o menor cotización del producto simbólico.14 Los ataques que Vargas Llosa dirige a escritores de la talla de Alejo Carpentier y Pablo Neruda, por ejemplo, ilustran una estrategia de adjudicación de méritos y menoscabos en la cual Vargas Llosa se asigna el lugar de la ecuanimidad y la libertad ideológica por oposición a las posiciones políticas de quienes han sido “condicionados” por la ideología y actúan, según el escritor peruano, robotizados por el socialismo. No es difícil percibir en los ataques de Vargas Llosa una paradójica actitud defensiva, que sobre-argumenta sus posiciones y disminuye —clasifica, reduce, desvaloriza— a quienes ha situado en el lugar del contrincante, como manera de consolidar el control del poder cultural y la composición de sus agendas.

A pesar de la forma ligera y convencional en que Vargas Llosa encara la comprensión de lo social, el escritor parece tener clara conciencia de la existencia y funcionamiento de lo que Pierre Bourdieu denominara subespacios sociales (el artístico, el político) en tanto ámbitos que cuentan con sus propias jerarquías y desarrollan sus propias luchas de poder dentro de la amplia red de relaciones que constituyen la sociedad civil. De ahí su propósito de insertarse en ambos terrenos y controlar las lógicas que los definen: las formas de comportamiento, los lugares comunes y los valores que en ellos se manejan. Vargas Llosa no parece dejar de reconocer, tampoco, la autonomía relativa del campo cultural en cuyo interior los agentes sociales, a partir de sus disposiciones y sus hábitos, desarrollan estrategias de relación con el mundo social y llevan a cabo sus luchas de poder, vinculándose de distintas maneras a las formas de dominación imperantes y a las dinámicas de resistencia que se les oponen. Es en este contexto donde aparece su denuncia del intelectual barato, que sería aquel que es propenso al fanatismo ideológico, noción que en la década de 1980, Vargas Llosa identifica con la tendencia marxista, a la que acusa de dogmática y doctrinaria, haciendo uso y abuso de un lenguaje que recuerda la persecución religiosa.15 Siguiendo su habitual estrategia de distribución de virtudes y defectos, la caracterización de lo que llama el intelectual barato se apoya en la idea de la degradación de la cultura occidental, que Vargas Llosa desarrollaría durante toda su carrera, como llamado de atención respecto a la pérdida de valores del occidentalismo y el descaecimiento de la “alta” cultura, amenazada por la masificación. En “El intelectual barato” Vargas Llosa registra la progresiva desaparición del papel tradicional y romántico del pensador, artista o profesional de la cultura: el intelectual es visto como un héroe cultural, reducto del saber y defensor de los valores cívicos:

[...] existía la creencia, mejor dicho el mito, de que la intelectualidad constituía algo así como la reserva moral de la nación. Se pensaba que este cuerpo pequeño, desvalido, que sobrevivía en condiciones heroicas en un medio donde el quehacer artístico, la investigación, el pensamiento no sólo no eran apoyados sino a menudo hostilizados por el poder, se conservaba incontaminado de la decadencia o corrupción que había ido socavando prácticamente a toda la sociedad: la administración, la justicia, las instituciones, los partidos, las fuerzas armadas, los sindicatos, las universidades (“El intelectual barato”, Contra viento y marea I, 332).

Esta visión del intelectual como “el depositario de valores que en otras esferas [...] habían desaparecido” encubría, según el escritor, su marginación real de los asuntos públicos. “La verdad era” —indica Vargas Llosa— “que el intelectual no se había sentado a la mesa del poder porque, salvo raras excepciones, no había sido tolerado en ella” (ibíd., 333). “El apetito de poder” que Vargas Llosa identifica en los intelectuales peruanos que participaron en el proceso de socialización de los periódicos llevado a cabo por Belaúnde Terry en 1974, es el rasgo que caracteriza a quienes el escritor califica de “intelectuales baratos”.16 En otra clasificación vinculada a la anterior figuran los que caen dentro del rubro de “intelectual progresista”, aquellos que militan en los partidos revolucionarios, sostienen el credo antiimperialista y defienden la economía estatizada pero que al mismo tiempo, sostiene Vargas Llosa, se aprovechan de las ventajas que ofrecen los vínculos con los centros desarrollados, de los que extraen beneficios y prebendas, dejando de lado entonces sus posicionamientos políticos. Vargas Llosa se coloca en una posición supuestamente aséptica y superior a la de aquellos a los que se refiere, desde la que pontifica sobre temas ideológicos, asignándose a sí mismo el papel de defensor de los valores éticos.

El tema del intelectual aparece así en Vargas Llosa (melo)dramatizado, literaturizado, como si se tratara de otra de las categorías fungidas por la imaginación para nutrir el mundo de la ficción. Así, aunque entronizado en los mecanismos de poder o al menos siempre ansioso de lograr esta articulación, el intelectual ideal es percibido por Vargas Llosa como un rebelde, supuesto líder autodesignado de una resistencia constante y generalizada contra el statu quo. En este sentido, José Miguel Oviedo considera que es la figura de la transgresión la que atrae principalmente a Vargas Llosa, y aproxima militares e intelectuales en la obra de este escritor, entendiendo que sus novelas plantean una crítica sutil del heroísmo a partir de la exploración de esos subsistemas socio-culturales y de las violaciones del ordenamiento jerárquico que ellos inspiran. Esos “traidores” son siempre, observa Oviedo, destruidos o reabsorbidos por el sistema que quieren subvertir. En ese marco:

la gran figura que abraza e integra a todos estos violadores de la norma general, el personaje más irredento, conflictivo y contradictorio es el intelectual quien, dentro del ideario personal de Vargas Llosa, se define siempre como un marginal, como un francotirador y quizá como un indeseable que ha perdido todos sus derechos en la sociedad (Oviedo, “Tema del traidor y del héroe”, Escrito al margen, 149).

La “distribución de capital simbólico” es uno de los principales roles autoasignados del intelectual mediático. Como paradigma del escritor superestrella, Vargas Llosa conquista esta prominente posicionalidad justamente en uno de los períodos de mayor productividad —y por tanto, de mayor competitividad— de la literatura y, en general, de la cultura latinoamericana a nivel internacional, florecimiento que se presta a un sinnúmero de interpretaciones, exégesis y críticas por parte del multifacético intelectual peruano.17 Enjuiciamientos, clasificaciones, veredictos, dictámenes, críticas y cuestionamientos a propósito de los más variados temas de la cultura y la política crean un abanico verbal que revela la arrogancia y el individualismo de quien emite fallos y disemina opiniones ubicándose por encima de aquellos a quienes convierte en objeto de sus comentarios. Al ejercicio de la literatura en tanto producción cotizable en los mercados globales, Vargas Llosa pugna por abrogarse la función de organización del campo intelectual e ideológico, percibiendo que este último conlleva a su vez un potencial simbólico que su alejamiento de la izquierda pudo haber comprometido en alguna medida. Su percepción del campo cultural como campo de fuerza lo impulsa a insistir en las funciones de la literatura, ya que el comportamiento de ésta con respecto a los proyectos sociales dominantes definirá sus grados de diseminación e incidencia en distintos registros.

En la polémica ya mencionada con Mario Benedetti, Vargas Llosa reafirma la idea de la literatura como una forma casi indiscriminada de subversión, es decir, como un ejercicio del individualismo que perpetúa la imagen romántica del intelectual disconforme y rebelde contra el statu quo, cualquiera sea la definición política de éste y su eficacia para la organización de la sociedad civil. Indicaría así, por ejemplo, en su estudio sobre Tirant lo Blanc:

Una novela es algo más que un documento objetivo; es sobre todo, un testimonio subjetivo de las razones que llevaron a quien la escribió a convertirse en creador, en un rebelde radical. Y este testimonio subjetivo consiste siempre en una adición personal al mundo, en una corrección insidiosa de la realidad, en un trastorno de la vida (Vargas Llosa, Carta de batalla por Tirant lo Blanc, 86, énfasis de MVLl).

Como se ve, la visión del novelista proclamada por Vargas Llosa tiene que ver con la proyección de un Yo que se autoasume como parte imprescindible de la realidad, es decir, como una subjetividad que debe dejar su impronta en la sociedad a partir de una actitud más que de un mensaje concreto, de un gesto público que parece importar más que el contenido que vehiculiza. En muchos casos, el performance intelectual del propio Vargas Llosa parece ajustarse demasiado puntualmente a estos principios e irse vaciando de sustancia real, evidenciando, como Benedetti señala, una frivolidad y un afán de figuración en la escena pública que excede la importancia y fundamentación de las opiniones emitidas. Esta retórica, plagada de lugares comunes sobre la misión del intelectual y el papel de la literatura que el escritor peruano elabora a lo largo de más de cinco décadas, produce en la máquina vargasllosiana un ruido que hace por momentos inaudible el sonido de su literatura.

A partir de 1987, como es sabido, Vargas Llosa se lanza de lleno a la carrera política y a la campaña por la presidencia del Perú. Los principios que informan su nuevo empeño público no son otros que los que se han venido discutiendo hasta ahora. El perfil de intelectual derechizado, fiel a las más ortodoxas versiones del neoliberalismo económico y a las políticas conservadoras que lo acompañan a nivel sociocultural se apoya en la ya mencionada obsesión modernizadora en contra de la barbarie y la “africanización” del Perú (Degregori, “El aprendiz de brujo”, 73). Como Jean Franco ha anotado, la identificación de arcaísmo y violencia como cualidades de los sectores indígenas, argumento que había servido a los sectores dominantes como justificación para la discriminación racial, se convierte en Vargas Llosa en una verdadera “filosofía política”. Al programa neoliberal a nivel macro, se suman ahora ideas derivadas que buscan dinamizar al electorado poniendo el énfasis en el cúmulo de oportunidades que brinda la economía globalizada y en la responsabilidad individual: cualquier pueblo puede avanzar por la vía del progreso si sabe competir a nivel internacional, de la misma manera que cualquier ciudadano puede incorporarse al mundo empresarial. La exclusión política, social y económica es para Vargas Llosa una opción personal que poco tiene que ver con condiciones objetivas y responsabilidades institucionales.

El programa político del candidato del Movimiento Libertad recupera viejos clichés de la política conservadora, que hacen eclosión en torno a temas específicos, como el proyecto de Alan García de estatización de la banca, que es considerado por Vargas Llosa una “amenaza dictatorial”. Éste sería el catalizador de la carrera política de Vargas Llosa, caracterizada como un ejemplo de “liberalismo señorial” (Degregori, “El aprendiz de brujo”, 94), carrera que culminaría en 1990 con el triunfo en las urnas de Alberto Fujimori.18

Carlos Iván Degregori ha destacado el relegamiento total del tema étnico en la agenda política y estética de Vargas Llosa, como indicio de un conservadurismo discriminatorio que se basa en “el mercantilismo de la piel”, concepto que el antropólogo peruano define como

ese beneficio del que gozan aún hoy los criollos en el Perú, donde todavía el hecho de ser blanco o de piel clara otorga una suerte de ‘renta diferencial’ que se gana con sólo mostrar la cara. Ni siquiera eso. A veces basta con hablar (bien, con determinado acento) castellano por teléfono para hacerla efectiva. Porque se trata de una ventaja étnico-cultural más que racial (Degregori, “El aprendiz de brujo”, 87-88).

Degregori está tratando de definir aquí, amén de un residuo de colonialidad acendrado en la modernidad desigual y periférica de la región andina, un rasgo oligárquico interiorizado y manipulado por el intelectual criollo, en este caso Vargas Llosa, en quien se manifestarían tendencias psicosociales propias de su clase, extremadas a partir de su particular posicionamiento en los altos escaños letrados y políticos del Perú. Desde esas posiciones, las opiniones emitidas por el escritor diseminan y perpetúan una ideología reaccionaria que se proyecta sobre distintos campos culturales y políticos.19

Mirko Lauer definió a Vargas Llosa como el “liberal imaginario” que habiendo partido de posiciones supuestamente izquierdistas que estaban de moda en los años 60, recorre un periplo previsible que termina ubicándolo en la plataforma conservadora en la que el escritor apoya su candidatura presidencial dos décadas después. Interpretando esa movilidad, Lauer destaca, sobre todo, la búsqueda tenaz por parte del escritor de una “identificación social y política de clase” a partir de la cual asumirse como la “conciencia crítica liberal” del Perú, pesquisa paradójica en alguien que, como adalid de esa ideología, debía haber aspirado más bien, según Lauer, a actuar éticamente por encima de la división de clases y partidos (Lauer, “El liberal imaginario”, 100-101). De acuerdo con el crítico, la puesta en marcha de la máquina publicitaria que promueve la obra del escritor tiene que ver con esos objetivos definidos en torno al deseo de visibilidad e incidencia pública. Los cargos que Vargas Llosa asume, como por ejemplo la presidencia del Pen Club o la integración de la comisión encargada de clarificar los eventos de Uchuraccay, arriba mencionada, revelan la voluntad de cubrir el mayor espectro posible de posicionamientos y funciones tanto a nivel nacional como internacional a partir de una actuación protagónica que consolida su celebridad y redunda en favor de la popularidad y el consumo de su literatura. Pero aparte del deseo de omnipresencia, lo que Lauer destaca es la práctica inconsecuente y acomodaticia que acompaña este despliegue de Vargas Llosa como funcionario de la cultura, práctica caracterizada por un “doble estándar” que Vargas Llosa aplicaría a la interpretación de la pluri/multi realidad de su tiempo, oponiendo modernidad a primitivismo, sociedad criolla y sociedad indígena, como si se tratara de una lucha romántica entre bien y mal que forma parte de la realidad y que no es necesario ni debatir ni combatir.

Así, al cambio de izquierdismo a thatcherismo que se verifica en la trayectoria ideológica vargasllosiana se sumaría una tendencia maniquea completamente opuesta a la necesaria ecuanimidad y sensibilidad política y social que hubieran requerido labores comisionadas como las relacionadas con los asesinatos de Uchuraccay y con la guerra interna que tiene lugar en la década de los años 80 entre el senderismo y las fuerzas armadas, hechos investigados por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación que Vargas Llosa integra en algunas etapas del proceso.20 Degregori explica estas posiciones como consecuencia del marketing político que no sólo convierte la política en espectáculo, sino que al hacerlo disemina una perspectiva niveladora y simplista de la realidad social, en la que se diluye tanto la complejidad socio-cultural como la densidad ideológica. Indica Degregori:

[...] al convertir el mercado en el único gran ordenador, y nivelador, [los integrantes del Movimiento Libertad] imaginan un país chato, plano, donde las solas diferencias son aquellas existentes entre ricos y pobres: subestiman tanto la política como la complejidad étnica y cultural del país (“El aprendiz de brujo” 84).

Comparado con la centralidad de Vargas Llosa dentro de la promoción de escritores latinoamericanos de los años 60, Arguedas, quien publica en 1958, en el umbral del boom, Los ríos profundos (1958), a pesar de su creciente visibilidad, se ubica siempre en el margen de ese grupo selecto de narradores, probablemente debido al hecho de que fue considerado como un autor afín a la literatura indigenista y, en ese sentido, apegado al localismo de sus predecesores. Percibido como un escritor inclinado al documentalismo etnográfico y a la producción de mundos ficticios cercanos al folclore y al costumbrismo, y considerado por algunos como portador de una visión derrotista y melancólica de la historia indígena, la obra de Arguedas circuló por canales diferentes a los recorridos por sus contemporáneos y gozó de un más retardado reconocimiento a nivel nacional e internacional, el cual estuvo basado, por cierto, en elementos bien distintos de los que contribuyeran a consagrar a los grandes narradores del boom. En efecto, la relación que los textos arguedianos establecían entre literatura y antropología parecía seguir un derrotero ajeno al experimentalismo de autores como García Márquez, Fuentes, Cortázar y el mismo Vargas Llosa, quienes se aventuraban por las vías abiertas por el nouveau roman, las técnicas cinematográficas y la cultura de masas, cuando no se refugiaban en la imaginería del realismo mágico.

En 1963 Vargas Llosa obtiene el Premio Biblioteca Seix Barral por La ciudad y los perros (1963), novela que pasó a constituir uno de los epicentros del boom por su combinación de intimismo y crítica social, particularmente por su tratamiento de la corrupta cultura castrense.21 Siguiendo de cerca esta primera novela y los relatos publicados unos años antes bajo el título de Los Jefes (1959), las siguientes obras consagran ya de manera total a Vargas Llosa como el primer autor que logra trascender las limitaciones de lo local y alcanzar una universalidad que le permite construir a partir de los asuntos vinculados a la cultura andina un producto que al tiempo que representa la excepcionalidad de la sociedad peruana, sus conflictos y sus imaginarios logra, a partir de un controlado y vistoso exotismo, hacerse accesible y apetecible en otras latitudes. Todo indica, ya desde estas tempranas etapas de su carrera, que el escritor había encontrado un camino seguro para conquistar el espacio transnacionalizado de la literatura y pasar a integrar un canon que trascendía los límites tan temidos del provincialismo y la mediocridad de la cultura nacional, que el escritor denuncia fervientemente en tantas ocasiones.

La lectura vis à vis de Arguedas y Vargas Llosa, no tanto en cuanto al análisis textual sino en lo relacionado con la práctica cultural de ambos autores, podría prolongarse así a muchos aspectos vinculados a la construcción del mundo ficticio, los usos del lenguaje y el proyecto intelectual, estético e ideológico total en el que se inscriben sus respectivas obras. Quizá lo más seductor de este ejercicio sería la exploración de los procesos por los cuales estos autores consolidan una cualidad paradigmática en el contexto de los años 60 y décadas siguientes, época atravesada por polarizaciones ideológicas y posicionamientos muy variados respecto a la función del arte y la literatura y a las relaciones cultura/política dentro de las convulsionadas sociedades periféricas de América Latina, en un clima de inestable tensión internacional, conflictos bélicos, resistencias y masificación acelerada. En efecto, a las repercusiones político-ideológicas del Mayo francés, los asesinatos de Tlatelolco y el avance de la represión predictatorial en el Cono Sur, se suma el descalabro económico que recorría, por esos años, América Latina, factores que precipitan el descaecimiento de los modelos de análisis social que habían servido para conceptualizar la experiencia colectiva desde el romanticismo, y que la narrativa del boom reciclaría a partir de sus fundamentos liberales.22 Varios críticos (Hernán Vidal y Jean Franco, entre ellos) analizan las relaciones entre ideología y ficción, así como las nuevas avenidas que se proponen en esta literatura para la elaboración de la memoria histórica a nivel continental.

El enfrentamiento de posiciones a propósito de la relación literatura/sociedad se convierte en un tópico candente cuando los movimientos de liberación nacional y las dictaduras latinoamericanas recrudecen, provocando un clima de polarizaciones que en el campo cultural se inclinan hacia dos direcciones posibles: un apego a la circunstancia local o, por el contrario, una defensa de lo cosmopolita o simplemente lo reterritorializado (en otros términos: lo nacional, regional y/o autóctono versus lo foráneo, modernizante y transnacional, así como toda la gama de posibles relaciones entre ambos). En este sentido, la relación Arguedas/Vargas Llosa recuerda la polémica que el autor de Todas las sangres (1964) mantuviera con Cortázar entre 1967 y 1969, durante la cual el escritor argentino, quien se autodefine como “un ente moral”, contrapone la “visión planetaria” que él sustentaría, favorecida por la distancia del exilio, a la estrecha “misión nacional” que otros escritores, como Arguedas, se asignarían, a partir de su arraigo en lo local y en los “valores del terruño”.23 Vargas Llosa se refiere a Arguedas como un “ecólogo cultural” (La utopía arcaica, 29) por su voluntad de preservar la cultura indígena de la depredación modernizadora. Veremos luego que una actitud muy diferente caracterizará la posición de Vargas Llosa frente al tema de lo autóctono y también con respecto a la vinculación entre literatura y antropología, tanto en aspectos conceptuales como metodológicos.

El dilema de la época, planteado entre las exigencias de lo nacional y la búsqueda de universalidad no era nuevo en América Latina, donde el arraigo telúrico y el impulso cosmopolita habían constituido cara y contracara del proyecto modernizador durante siglos. Si el impulso transculturador se había perfilado como fórmula de una superación posible de las restricciones impuestas por el regionalismo, el double bind implícito en la dinámica transculturadora dejaba aún más al descubierto los conflictos de fondo surgidos a partir de la violencia sistémica propia de sociedades postcoloniales. Para Cortázar, por ejemplo, la adscripción localista de Arguedas, cercana a los peligros del fundamentalismo y a una posible exaltación nacionalista que, según el escritor argentino, podía hasta llegar a recordar la experiencia fascista, no estaba tampoco exenta de parroquialismo y de exotización de lo propio, impulsos éstos autocelebratorios que delataban un provincianismo contrario a las dinámicas impulsadas por el liberalismo (internacionalización, librecambismo, progresismo, etc.). En su polémica con Arguedas, el autor de Rayuela opone totalización a fragmentarismo, territorialidad a transnacionalización:

El telurismo [...] me es profundamente ajeno por estrecho, parroquial y hasta diría aldeano: puedo comprenderlo y admirarlo en quienes no alcanzan, por razones múltiples, una visión totalizadora de la cultura y de la historia, y concentran todo su talento en una labor ‘de zona’, pero me parece un preámbulo a los peores avances del nacionalismo negativo cuando se convierte en el credo de escritores que, casi siempre por falencias culturales, se obstinan en exaltar los valores del terruño contra los valores a secas: el país contra el mundo, la raza (porque en eso se acaba) contra las demás razas. [Este proceso] puede derivar en una exaltación tal de lo propio que, por contragolpe lógico, la vía del desprecio más insensato se abra hacia todo lo demás. Y entonces ya sabemos lo que pasa, lo que pasó hasta 1945, lo que puede volver a pasar (Cortázar, “Carta”, 8).

Vargas Llosa, quien es aludido por Cortázar durante esta polémica para legitimar, con el apoyo de la figura célebre del escritor peruano sus propias perspectivas, se alinearía a su vez directamente en la posición cortazariana, considerando que los argumentos del escritor argentino ganan la partida. Vargas Llosa percibe siempre a Arguedas como un contrincante permanente y esquivo, que por su mera existencia amenaza no ya el prestigio mediático de su obra sino los principios mismos, éticos, estéticos e ideológicos que la sustentan.

Atendiendo a estos cambios de la función intelectual y de la relación entre literatura y Estado en el siglo XX, Jean Franco ha identificado entre los escritores de fines de la década de los años 50 y principios de los 60 dos grandes paradigmas que se suman al de la conocida y más tradicional figura del autor: el del cronista/narrador (storyteller) y el del escritor súper-estrella que opta por la producción cultural masificada. Cada uno de estos tipos estaría caracterizado por diversas tecnologías narrativas que utilizan de distinta manera la memoria, la materia histórica y la experiencia individual y colectiva para la construcción de la ficción y el procesamiento de significados que simbólicamente representan el contexto social. Franco conecta estos distintos proyectos narrativos con el desarrollo desigual de América Latina y con la consecuente diferenciación alcanzada por los proyectos de alfabetización y diseminación de la cultura letrada primero, y masiva después, en la región. Según Franco:

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