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ficha del libro

Amelia Valcárcel

 

 

La memoria y el perdón

 

 

Herder

Índice

Portadilla

Créditos

 

Dedicatoria

Introducción

I. Que es un prefacio: en el principio fue el crimen

II. La señal de Caín

     La moral arcaica

     El objetivismo moral

     El mal es conmutativo: intenciones y arrepentimiento

     Marcas taliónicas: clemencia y ley

     La ontología de la deuda: purificación y justicia

     Perdones fundantes

     Un apunte sobre el maldecir

III. La moral del olvido

     Olvido y perdón

     El derecho de perdonar

IV. El mundo del perdón

     De nuevo la clemencia

     El perdón de los pecados

V. Un camino lateral interesante: la etología

     La inventio del perdón

     El perdón de los débiles

VI. El nuevo precepto: «No olvidarás»

     Cuando no hay pago posible

     Quién debería pagar

     No debéis olvidar. No puedo perdonar

     Los crímenes contra la humanidad

VII. Arrepentimiento y perdón

     Contrición

     ¿Basta con pedirlo?

     Una vuelta de tuerca hegeliana

     Cansancio y perdón

     Confesando ante el vacío

VIII. Misantropía y pesimismo antropológico

     Nuestros perdones actuales

IX. Amnistía y perdón

X. ¿Y ahora?

     El mal

     La globalización del perdón

Notas

 

 

 

A Olaya Álvarez, mi hija

 

Introducción

 

¿Se puede perdonar? ¿Es lo mismo perdonar que olvidar? ¿Qué es perdonar? ¿Quién puede hacerlo? ¿Sirve para algo? Son muchas preguntas, se me puede decir. Pero hay más todavía. Por ejemplo, éstas: ¿Quién guarda la memoria del mal y lo pesa en lo que vale? ¿Qué tiene que ver la justicia con la memoria y ésta con los males que se van sucediendo? ¿Es bueno el rencor? Unas de estas interrogaciones, las primeras, remiten a una acción, el perdonar; otras, las segundas, a su marco, esto es, al espacio de conceptos en que se hace posible.

Si perdonar es difícil, saber en lo que consiste no le va a la zaga. Sí que decimos, y a menudo, la palabra. «Perdón» es en nuestro lenguaje un fático cortés que puede sustituir a un saludo, ser una disculpa trivial, un modo de entrometerse en una comunicación o incluso una forma de agravio si se profiere un buen «perdone usted» con la altivez suficiente. «Perdón», cuando es un fático cortés, funciona igual que otros como él: «gracias» o «por favor», por ejemplo. Se profiere en la situación adecuada y ya está. Pero, aun así, y como los demás fáticos citados,1 conserva su carga. Pocas veces, sin embargo, emplearemos en serio las formas del verbo «perdonar». «Le perdonó» es más común que «le perdona» y el uso futuro «le perdonará» es poco usual. Y, si en los tiempos verbales cabe hacer estos distingos, en las personas que los usan es aún más restringido el campo. Porque el uso de ese término no implica que usemos el perdón. Ni tampoco que lo conozcamos.

El perdón es un tipo de novedad normativa que tiene que ver sobre todo con la memoria. La memoria humana, la única que conocemos por otra parte, es singular. Nunca funciona sin un trasfondo valorativo. Eso es lo que este libro se propone analizar. Pero no voy a entender por memoria la capacidad de cada cual de recordar sus propios asuntos. No. Memoria llamo, y así es propio hacerlo aquí, a los recuerdos que tenemos en común. A lo que nos vemos en el caso de recordar porque pertenece a nuestro acervo; porque nos dice de nosotros y conforma nuestra identidad. Abarca lenguaje y técnicas, saberes y normas, artes y ritos. Es la memoria tenida entre y por todos, la memoria común. Esa memoria es enorme.

En España este tema de la memoria está abierto. Palpita. Y por eso es difícil abordarlo desapasionadamente. Sin embargo, hay que hacerlo. El trabajo de la razón es frío y enfría lo que toca. A pesar de un debate sobre la memoria histórica, que se ha ido agriando, no hay tanta bibliografía española o en castellano sobre este tema. España, definida por Machado como «el páramo que cruza la sombra de Caín», es cierto que no acaba de hacer la paz con sus recuerdos. La memoria del mal realizado produce todavía miedo y resentimiento. No se ha elevado a discurso conceptual. Y vendría bien hacerlo. Tomar la frialdad del análisis es casi obligatorio.

Machado escribió ese terrible verso antes de que la historia le diera una razón doblada y siniestra. Intuyó como poeta lo que flotaba en un ambiente, el nuestro, cerrado durante siglos. La huidiza sombra de Caín se quedó entre nosotros largos años. Se fue haciendo nuestra compatriota antes de que apareciera el propio Caín en escena. Pero, si comparamos, nuestra historia tiene quien la gane a amarga. Reflexionemos que Europa soportó en el siglo XX dos guerras que fueron atroces. Que este continente, que llevaba más de un largo siglo de paz y progreso industrial, tomó todo ese avance y lo llevó a enterrar a las trincheras del Marne. Que Francia, Alemania e Italia, pero sobre todo las dos primeras, se desangraron dos veces con un intervalo de veinte años. Que los países del Danubio sufrieron particiones, invasiones y destrucción. El siglo XX, el siglo convulso, fue tal que no podemos recordar otro similar. Y ahora todo ello sirve sólo a conmemoraciones en una Europa en la que las fronteras no existen. Una Europa que no habría cabido ni soñar durante las dos guerras.

Caín ha hecho su oficio, aquí y fuera de aquí, pero el perdón se ha instalado. No lo olvidamos, pero no tomamos venganza. En esa memoria común, que lo es del daño, el perdón se inscribe dentro de uno de sus tramos. Si la memoria del daño fuera completa, su peso no nos dejaría vivir. El perdón nos permite sanearla, adelgazarla de vez en cuando. Las posibilidades que ofrecen el perdón y el olvido dependen de sus marcos ontológicos. Ésos son los que me propongo revisar. Pero no quiero adelantar acontecimientos. Por el contrario, lo plantearé desde mi propia memoria.

 

I

Que es un prefacio: en el principio fue el crimen

 

Ese Caín, antepasado criminal nuestro, que nos viene de los textos sacros,1 tiene su razón de ser. Los textos sagrados son poderosos y trasladan memorias muy antiguas. Los occidentales somos hijos de la mixtura entre las dos orillas del Mediterráneo. De Grecia tomamos la mitad de nuestro espíritu, el medido y prometeico; la otra vino de las historias compiladas por los rabinos en un pedazo de las costas de Palestina. Y esta del fratricidio original es una de ellas.

Las historias que los relatos religiosos transmiten nunca son inocuas; son viejas y han llegado hasta nosotros por algo y con alguna finalidad. Ésta, de momento, la recordamos. Ellos, Caín y Abel, son los primeros hombres que nacen de mujer. Eran dos hermanos. Uno grato a Dios, el otro menos. Uno, pastor; otro, agricultor. Y el agricultor, envidioso, porque Dios no apreciaba tanto sus sacrificios como los del hermano, comenzó a tener celos y a odiarlo. «Su rostro se descompuso», nos dice el texto. Y también que «andaba con la cabeza agachada». De modo que decidió acabar con el motivo de su pesar; lo llamó al campo y lo mató. Así comenzó la progenie humana, con un crimen.2 Ésa es la terrible enseñanza. Una que se ha ido repitiendo, de generación en generación, hasta hace bien poco, en iglesias y escuelas.3 El fratricidio en el origen forma parte de la pedagogía religiosa de los monoteísmos. Sirve para recordarnos nuestra mala índole. Explica nuestras pasiones, bucea en nuestro pasado. Últimamente los que investigan nuestro tipo humano también nos lo insinúan. ¿Nos mezclamos con los neandertales? ¿Por qué su desaparición coincide con nuestro pléroma? ¿Por qué el fratricidio aparece en tantos relatos del origen? Volvemos sobre nuestras historias porque, como digo, guardan memorias muy antiguas.

El relato del crimen originario no es banal y tiene, además, rasgos extraños. Tras el asesinato, cuenta el texto, el criminal fue marcado e indultado. Es chocante. ¿Por qué Dios, que todo lo sabía, no lo borró de la faz de la tierra? Eso ya nos lo preguntábamos desde infantes; y nadie daba una explicación plausible. Pero lo que de niños nos entretiene de adultos nos hace pensar.

Hace algunos años el maestro y respetado amigo Rafael Sánchez Ferlosio me hizo llegar un artículo muy interesante. Su título era «La señal de Caín».4 Lo acompañaba con una nota manuscrita: «Querida Amelia: como verás, esto está todavía muy desordenado y casi crudo. La precipitación de publicarlo, faltándole, además, otros tres apéndices y unas cuantas notas, es porque ya temo dejar más cosas enterradas sine die al fondo del cajón». Por mi parte, yo ya tenía ese artículo, recogido calentito en el momento de su salida, y, además, subrayado. Me había interesado nada más ver su título, porque, además de un interés grande por los textos del Antiguo Testamento,5 Ferlosio y yo habíamos comentado el tema de Caín y su relato en varias ocasiones. Por lo extraño, y no sin motivo. Porque, en efecto, el texto bíblico es más que sorprendente incluso.

El asunto no se limita al fratricidio. Después de eso viene algo si cabe más chocante. Producido el asesinato de Abel, Caín es interpelado por Dios. Y después de que Yahvé le haya preguntado por Abel, obteniendo la conocida respuesta «¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?», Yahvé increpa a Caín: «“¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano grita de la tierra hasta Mí. Por tanto, maldito serás y arrojado de la tierra que ha abierto sus fauces para empaparse con la sangre de tu hermano, derramada por ti. Cuando cultives la tierra no te dará ya sus frutos. Andarás errante y vagabundo sobre la tierra”. Caín dijo a Yahvé: “Mi iniquidad es tan grande que no puedo soportarla. Tú me arrojas de aquí y tengo que ocultarme a tu mirada; errante y fugitivo vagaré sobre la tierra y cualquiera que me encuentre me matará”. Yahvé le dijo: “No será así; si alguien matare a Caín, será éste vengado siete veces”. Y Yahvé puso una señal a Caín para que nadie que le encontrase le matara».6 Éste es el pasaje. Mantiene más de una incógnita: cuál es la señal, por qué Yahvé no se venga de Caín y muchas otras. De eso habíamos hablado Rafael y yo.

¿Qué es esto? ¿Qué cuenta el relato? La historia puede consistir, desde en una explicación de la malevolencia mutua entre pueblos pastores y agricultores7 –lo que es bastante probable–, también puede ser una mala versión de un mito anterior (y la señal no sería tal o serviría justo para lo contrario) o consistir hasta en una racionalización interna al texto: Caín tiene que vivir para que sus otros descendientes o la descendencia humana en general, la buena y la malvada, lleguen a existir. El interpretar siempre está abierto. Y es productivo.8 La historia original del Génesis pertenece, en todo caso, a esa clase extraña de relatos del Antiguo Testamento, incomprendidos e incomprensibles desde una visión no histórica o antropológica.9 Y así es para mucha gente buena parte del texto sagrado: algo incomprensible. Y de ahí se dividen en dos tipos: los que lo leen literalmente y los que lo juzgan, como hizo Voltaire, también directamente, sin ninguna mediación del sentido histórico. Se lee el relato, se observa que no se entiende bien y, a renglón seguido, se hacen genuflexiones o chascarrillos a propósito.

Pero a tales textos estamos obligados a buscarles claves de inteligibilidad. El que se hayan perdido o sean complicadas de establecer no nos autoriza a quedarnos en la superficie del asunto. Ambas maneras de tratarlos, la literal y la volteriana, son indignas. Cierto es que la literal provoca consecuencias bastantes peores que la otra.

En directo, en su literalidad, ciertamente, tales textos son tan poco morales al uso, tan inasimilables, que el joven Hegel, desde tal visión ilustrada paradigmática, los calificaba del siguiente modo:

 

Entre nosotros se pretende que la historia sagrada nos sea útil, que aprendamos y derivemos de ella toda clase de verdades morales. Sin embargo, el juicio moral sano que se acerca a esta historia con intención de aprender se ve obligado, en general, a ser él quien introduzca lo moral en la mayoría de las historias en vez de encontrarlo allí y en muchas de ellas no sabrá cómo conciliarlas con sus principios.10

 

Por eso, una visión algo más profunda, que los vincule con su época, es necesaria. El mismo Hegel también se corregía:

 

En las fuentes de la religión judía hay actos e ideas inmorales, injustas, que son presentadas como si emanasen de las órdenes de Dios; estos principios [...] eran de naturaleza política y [...] se referían a una constitución determinada (dentro de la cual rige el derecho del más fuerte).

 

Dios marcó a Caín y lo maldijo, pero, como resultado de la marca, nadie podría matarlo. ¿Cuál era entonces la eficacia de la maldición? ¿Lo condenó a errar o la propia marca era su maldición? Me apresté a saber algo más de todo ello.

El trabajo de Ferlosio pertenecía al género pretextual. Tomaba arranque en Caín, pero para sus propios fines. Como todos sus trabajos, era muy sugerente y estaba espléndidamente escrito. El momento en que aparecía y me llegaba también era, por otra parte, singular. Yo estaba escribiendo a propósito del olvido algo que tenía que exponer un par de semanas después en el Seminario de Antropología de la Conducta dirigido por Carlos Castilla del Pino.11 Allí debía presentar una ponencia sobre el olvido. En realidad, pensé, el olvido y el perdón están reñidos con la señal. El perdón es la vertiente moral del olvido. Si hay una señal, nadie puede olvidarse del crimen.12 El olvido tenía que ver con el perdón, de eso no cabía duda, pero el perdón no se confundía con él. Algo más me extrañó, pero lo contaré más tarde. Entonces lo dejé dormir.13 Y en el ínterin Ferlosio me urgía a que le hiciera conocer mi opinión. Nunca lo hice. Yo seguí trabajando el asunto con nuevas y diferentes perspectivas –el cinismo, la tentación–,14 y seguí también dando largas, cuando no evasivas, al maestro y amigo siempre que me preguntaba por ese asunto.

Cuando todo ello comenzaba a alcanzar un espesor mediano, llegó a mi conocimiento que el filósofo Jacques Derrida estaba dedicando en París, desde hacía tres años, por lo tanto –extraña coincidencia–, desde el mismo momento en que Ferlosio y yo misma habíamos tocado aspectos de este tema, un seminario completo precisamente dedicado al asunto del perdón y el arrepentimiento.15 Notablemente, también varios de los planteamientos de fondo eran similares. Otros, en absoluto. También leí con mucho interés la entrevista que Derrida hizo para concluir aquel seminario. Con interés y algo de enfado, porque me iba pareciendo que dejaba de lado asuntos importantes. Pero sobre todo ello lo que me comenzó a parecer es que no podía tratarse de pura coincidencia. Como guardo rastros hegelianos, tiendo a pensar que, si en ámbitos y espacios diferentes una idea aparece en el mismo tiempo, es que hay algo pugnando por nacer. ¿Por qué está comenzando a ser el perdón tan relevante?

Después sobrevino el silencio. Pasaron un par de años. Yo seguí con el asunto, pero poco más se publicaba. Mi trabajo se volvió solitario. En 2002, presenté parte del mismo como lección magistral a una cátedra.16 Y se restauró el silencio. Comenzó a repuntar en 2004 el tema de la memoria, pero no se hablaba de asociarlo con el perdón. En éstas, Derrida se fue del mundo y Ferlosio cambió de intereses. El tema de la memoria crecía, pero, por estos páramos, dentro de una polémica llena de bilis. Así sigue.

Los grandes textos sobre el perdón suelen producirse después de graves hechos, como fue el caso del de Vladimir Jankélevitch. Este filósofo rumió su texto sobre el perdón durante más de veinte años. Y era juez y parte. Trabajó tras la experiencia del antisemitismo y la Shoah. Investigó el perdón, pero también publicó Lo que no puede prescribir desde su experiencia de francés de origen judío, apartado de la docencia por el gobierno de Vichy, perseguido y miembro de la Resistencia. Sus escritos decantan la terrible experiencia de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto en Europa. Tuvo que rumiar mucho cada cosa que escribía. Y las escribió, como Primo Lévi, cuando tuvo fuerzas para ello. Algo así también ocurrió con Derrida. Incluso Derrida intervino, como conferenciante y estudioso, y con frecuencia, en lugares como Sudáfrica y otros que habían pasado por graves conflictos fratricidas. Allí lo llamaban para que la reflexión ayudara en la cura de enormes heridas civiles.

En estos últimos años, ese tipo de guerras, declaradas o no, no han faltado. Las ha habido en América y en África, también en Asia. En América, países como Chile, Argentina, Uruguay, Guatemala..., a qué seguir, han enfrentado procesos de paz y perdón, procesos también de memoria, durísimos.17 En África, Ruanda y Sudáfrica suelen ser los más claros ejemplos, pero casi ningún nuevo Estado ha podido librarse de espantosas guerras. Y alguno las padece todavía. En Asia, Vietnam o Camboya son aterradores ejemplos de conflicto o de genocidio. En todos esos lugares, cuando las gentes han acabado con la violencia mutua, han existido largos y complejos procesos de paz, que, de hecho, algunos países todavía no han concluido. Eso explica que el tema del perdón saque la cabeza del agua, de modo intermitente, durante estos diez años de principio de milenio. De ahí que llegue, goteando, alguna bibliografía, eminentemente práctica.

Mientras haya Caín, habrá muerte y señal. Sabido esto, decidí dirigirme a las obligadas paces que Europa tuvo que realizar tras su convulso siglo XX. Encontré, como he dicho, nada menos que a Jankélevitch.18 Él había sido el maestro de una filósofa amiga, Michelle Le Doeuff, y sé por ella que Jankélevitch fue también una persona más que singular. Su tesis era fuerte: el mundo antiguo no conoció el perdón. Quizá buscando por ahí... Había en alguna parte una frontera entre dos mundos morales y el perdón parecía formar parte de ella.

Lo mejor fue repasar a los grandes clásicos de la historia de las ideas morales, que no pasan, y el interés que mostraron algunos, Lecky, por ejemplo, por las formas más elementales de la vida moral. También estaba Westermack, quien había repasado el origen y el desarrollo de las ideas morales y había encontrado tanto la violencia originaria como la incorporación a la hominización de sucesivos «indultos». Las muertes de los padres, los enfermos, las criaturas, el feticidio, las mujeres y los esclavos, y cómo cada una de estas conductas iban siendo superadas. Entrar en estas obras fundadoras tomó su tiempo. Pero el conocer los registros de las morales arcaicas fue una aventura intelectual extraordinaria.

Con todo, al lado de la teoría, siempre la práctica presentaba su derecho. De modo que hube de meterme en los debates de la «perdonabilidad», que tanto campo han tomado en la filosofía y la psicología estadounidenses también en esta última década. Ya no se trataba de historia ni de sentido histórico, sino del interés psicológico del perdonar, que no ha parado de crecer a propósito de los beneficios del arrepentirse y el perdonar. Además, saltaban continuamente otros motivos que podían relacionarse. Durante una jornada de entrega de los premios Príncipe de Asturias tuve ocasión de compartir largos ratos con una figura a la que admiraba desde hacía mucho tiempo, Jane Goodall. Su autobiografía, Gracias a la vida,19 me había conmocionado por sus descarnados relatos sobre la violencia en el grupo de chimpancés que estudiaba. No parecía creer que la agresividad era, ni mucho menos, adquirida. Y presentaba casos incuestionables de ataques cainitas, canibalismo y violencia extrema. Los describía, como otras conductas posibles. Cuando le pregunté, me comentó que, en ocasiones, cuando los individuos más violentos sufrían posteriormente violencia, no podía dejar de pensar que «se había realizado una especie de justicia». Esto, que me dejó conmovida, me remitió a sus creencias profundas sobre la equidad de lo que ocurre, creencias que, estoy ahora convencida, pertenecen al trasfondo común de la humanidad.

Y estaban todas las fuentes religiosas de nuestra tradición monoteísta para ir siguiendo el hilo del perdón y comprobar dónde y cómo se había desarrollado. Y los aportes de la antropología. Todas las ideas de pecado y pureza que le estaban conectadas. Ritos y prácticas que podían aparecer en una lectura de una fuente inesperada, los diarios de una princesa china, que aclaraba los ritos de pureza. O sistematizados en un ensayo de Mary Douglas, la figura de la antropología del siglo XX que más trabajó sobre el modo en que edificamos nuestro mundo simbólico. Ella había intentado una lectura antropológica de los textos que legislan la pureza en el Antiguo Testamento,20 después, como es sabido, de proporcionarnos la mejor guía para estudiar este fenómeno universal, su inigualable Pureza y peligro. Algo parecido intentaban también los espléndidos trabajos de René Girard. Todo su esfuerzo apuesta por que comprendamos el papel que la necesidad de la venganza tiene en las sociedades previas y en que entendamos también, en consecuencia, la idea de justicia que se encarna en nuestras instituciones.21 Cada vez iba teniendo más claro que hay un marco ontológico en el que se inscriben la deuda, el perdón y la memoria. Y que tal marco afecta a la humanidad completa. La relectura de Ruth Benedict me lo terminó de confirmar: ella realizó la primera incursión profunda en la idea de que todo se paga. Lo hizo centrándose en el Extremo Oriente, en Japón,22 pero lo que obtuvo es válido para la gran mayoría de las ideas de compensación presentes en todas las sociedades humanas. Su «on», el principio deudor que se paga o se acumula, correlataba con el «mana», el principio de pureza y suerte que se tiene o se pierde por las acciones o las pasiones. Benedict estudiaba la obligación de devolver y su papel en las que llamó «sociedades de la vergüenza». Pero encontraba los mismos patrones de base que mostraban los textos sacros y filosóficos del antiguo Mediterráneo.

Todos estos recursos entretuvieron mis horas durante un largo lustro. Hacerse con cada uno de ellos era gratísimo. Pasar las horas estudiándolos ha sido impagable. Pero había que dar por hecho el texto propio. Y siempre surgía algo que buscar, en otros campos. ¿Por qué no los profundos estudios de Remo Bodei sobre las pasiones? Al fin, las conductas morales y sus marcos de posibilidad se juegan con ese software y, además, Bodei las trataba como hechos históricos, como presencias en marcos...23 Y, cuando decidía que ya lo tenía casi a punto, apareció, hace meses, rondando el otoño de 2009, el inteligentísimo ensayo Payback de Margaret Atwood. Me juré que sería el último.

No más. Debo ya concluir. Han sido años de volver a estudiar el tema, de quitar y añadir sin cuento, pues de todas esas incitaciones y registros, de tejer y destejer, es fruto esta indagación. Y, como hay que elegir para ella un punto de partida, me decido por el orden cronológico y paso a exponer las líneas generales de su primer desencadenante: el artículo de Rafael Sánchez Ferlosio, aquel que quedaba en el inicio, en la lejana primavera de 1996.

 

II

La señal de Caín

 

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