Índice onomástico

Adenauer, K.

Agustín de Hipona

Annan, K.

Arendt, H.

Aristóteles

Benedicto XVII

Bentham, J.

Czempiel, E.-O.

Derrida, J.

Desai, M.

Diógenes de Sinope

Elias, N.

Engels, F.

Foucault, M.

Fukuyama, F.

Gadamer, H.-G.

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Graf, F. W.

Grotius, H. 0

Habermas, J.

Hegel, G. W. F.

Heidegger, M.

Herder, J. G.

Hobbes, T.

Höffe, O.

Huntington, S.

Ischinger, W.

Jonas, H.

Kant, I.

Kohl, H.

Köhler, H.

Locke, J.

Lohmann, G.

Luhmann, N.

MacIntyre, A.

Mall, R. A.

Maquiavelo, N.

Marx, K.

Merkel, A.

Messner, D.

Mill, J. S.

Müller, J.

Nicolás de Cusa

Nida-Rümelin, J.

Nuscheler, F.

Orwell, G.

Pico della Mirandola, G.

Rawls, J.

Rombach, H.

Rorty, R.

Rosenau, J.

Safranski, R.

Scheleiermacher, F.

Schlosser, G.

Schmitt, C.

Senghaas, D.

Short, C.

Suárez, F.

Taylor, C.

Tocqueville, A. de

Tomás de Aquino

Toulmin, S.

Ulrich, P.

Vattimo, G.

Vitoria, F. de

Walzer, M.

Weber, M.

Willke, H.

Wimmer, F. M.

Zenón de Elea

Zürn, M.

Cubierta

Cubierta

Michael Reder

Globalización y filosofía



Traducción de
Vicente Gómez

Herder

Portada

Título original: Globalisierung und Philosophie
Traducción: Vicente Gómez
Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes
Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez

© 2009, WBG, Darmstadt
© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3063-3

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

Créditos

Índice

I. Introducción

Valoración ambivalente de la globalización

La globalización como fenómeno histórico

Filosofía de la globalización y filosofía práctica

Cosmópolis, un viejo ideal filosófico

Propósito de este libro

II. Describir la globalización

¿Es el Estado todo?

¡Menos Estado y más sistemas!

Marx y la globalización

La globalización como red

Diversidad cultural e interculturalidad

Conclusión: globalización y relaciones

III. Ética de la globalización

¿Qué significa reflexionar sobre ética?

Las tres formas fundamentales de una ética de la globalización

Dimensiones globales de la justicia

Las ópticas de la ética de la virtud y de la ética de las instituciones

Conclusión: entre universalismo y particularismo

IV. Modelos de política mundial

Del Estado mundial a la hegemonía. Las opciones de Kant

Realismo político: lucha de Estados

La república mundial federal como versión de un Estado mundial

Teoría de sistemas, Marx y política mundial

Global governance. Gobernar el mundo sin un gobierno mundial

Posibilidades y límites del derecho

Conclusión: ¿qué modelo de política mundial convence?

V. Los filósofos y la globalización

Globalización y justicia (John Rawls)

La constelación posnacional (Jürgen Habermas)

La ironía liberal en el contexto global (Richard Rorty)

El universalismo reiterativo (Michael Walzer)

La democracia por venir (Jacques Derrida)

VI. Facetas de una filosofía de la globalización

El 11 de Septiembre, la «guerra justa» y la cuestión de la paz

Filosofía y economía. Ideas para una reforma de la Organización Mundial del Comercio

La responsabilidad de las empresas transnacionales

¿Solidaridad global a través de la comunicación mundial?

Cambio climático y vulnerabilidad

Las religiones como actores globales

África y Europa. Perspectivas de cooperación

VII. Cosmopolitismo. ¿Hacia dónde?

Referencias bibliográficas

Índice onomástico

I. Introducción

Valoración ambivalente de la globalización

«Las cosas de este mundo se hallan en tal constante fluir que nada permanece en el mismo estado durante mucho tiempo.» Esta sentencia del filósofo político John Locke (1632-1704) parece hoy más actual que nunca. En la sociedad mundial, la vida está sometida a un cambio cada vez más rápido: las nuevas tecnologías abren posibilidades de comunicación y de información insospechadas, el aumento de los espacios de acción da origen a una economía global dotada de una elevada dinámica propia, y las discusiones políticas sobre el papel de Naciones Unidas son una prueba de la creciente importancia de las instituciones políticas mundiales.

Pero, en este mundo globalizado, durante los últimos años también han surgido bastantes problemas. Sin lugar a dudas, los violentos conflictos representados por el 11 de Septiembre y las guerras de Afganistán y de Irak no son más que la punta del iceberg de los conflictos globales. Al mismo tiempo, la pobreza sigue siendo un grave problema: en el mundo hay más de mil millones de personas que viven bajo el umbral de la pobreza, es decir, disponen de menos de un dólar al día para vivir. Pero los conflictos se perfilan también en muchos otros ámbitos. Así, no hay duda de que las discusiones sobre el cambio climático, y en particular sobre sus efectos en los países en vías de desarrollo, seguirán ocupando un lugar muy importante en la política mundial de los próximos años.

Para describir todos estos fenómenos suele usarse el concepto de «globalización». Este vago concepto designa de forma muy genérica la intensificación y aceleración de las relaciones transfronterizas en los ámbitos más dispares, como la política, la economía o la cultura. En este proceso participan muchos viejos actores, pero también actores nuevos.

La globalización es un fenómeno muy controvertido en el discurso público. En correspondencia con ello, sus valoraciones también difieren mucho entre sí. Para unos, la globalización es un fenómeno extremadamente positivo. La creciente economía mundial, argumentan, contribuirá al bienestar de todos los hombres y ayudará a resolver el problema de la pobreza. Además, dicen, la globalización es un paso importante en el camino hacia la paz global. La paz en el mundo está cada vez más cerca. Organizaciones no gubernamentales como Amnistía Internacional o Greenpeace son la expresión simbólica de la vitalidad de las discusiones globales que van en esta dirección.

Para otros, en cambio, el fenómeno revela exactamente todo lo contrario: para sus críticos, la globalización es un proceso político que no disminuye las diferencias de poder existentes entre ricos y pobres, entre países industrializados y países en vías de desarrollo, sino que las hace aún mayores. Según ellos, el único objetivo de las empresas que actúan a escala global es maximizar su beneficio, ajustándose cada vez menos a unos estándares sociales generales. Además, en la época de la globalización el riesgo de guerras no disminuye, sino que aumenta.

Ante una consideración más exacta, sin embargo, ninguna de estas dos posiciones resulta convincente. Al igual que otros muchos fenómenos sociales, la globalización es un fenómeno ambivalente. En los distintos ámbitos se encuentran ventajas y desventajas, a veces complejamente entrelazadas las unas con las otras. Ciertamente, en la fase actual de la globalización no ha podido lograrse la paz mundial ni solucionarse el problema de la pobreza en el mundo. Pero, al mismo tiempo, los impulsos de la economía mundial han contribuido eficazmente al desarrollo de muchos países, como ha ocurrido en el Este de Asia. Por otra parte, los múltiples esfuerzos de Naciones Unidas (piénsese, por ejemplo, en las conferencias mundiales sobre temas tan distintos como el desarrollo sostenible o las cuestiones de género) también han conducido al surgimiento de una conciencia global de los problemas y a la toma de algunas decisiones políticas.

La globalización, por lo tanto, solo puede analizarse y discutirse de forma adecuada si no se opta precipitadamente por su glorificación o por su demonización, sino que se ofrece una imagen equilibrada de los ambivalentes procesos globales.

La globalización como fenómeno histórico

La globalización no es un fenómeno nuevo. Los historiadores señalan, antes bien, que la historia de los últimos 500 años ya ha conocido varias fases de globalización. El periodo comprendido entre los años 1450 y 1500, por ejemplo, es una de estas fases. Este periodo se caracteriza por importantes transformaciones sociales y científicas, que tuvieron como consecuencia un aumento de las relaciones en distintos planos. En este sentido, lo primero que hay que mencionar son las interrelaciones geográfico-espaciales generadas por los numerosos viajes en barco a través de los océanos y por el comercio entre distintas regiones y continentes. Al mismo tiempo, este periodo se caracteriza por toda una serie de investigaciones científicas e innovaciones técnicas que transformaron radicalmente la vida cotidiana y la entera imagen del mundo –desde la invención de la imprenta hasta la concepción heliocéntrica del mundo, según la cual la Tierra no está en el centro del universo, sino que todos los planetas giran alrededor del Sol. Desde el punto de vista político, en esta fase también se produjeron cambios decisivos. Tanto el poder papal como el poder imperial conocieron fuertes resistencias (desde los movimientos conciliares hasta la Reforma), las tensiones sociales marcaron la vida social (revueltas campesinas) y surgieron los primeros signos de una transformación del sistema político. Filosóficamente, y como consecuencia del redescubrimiento de los ideales de la Antigüedad, la realización individual e intelectual del hombre y la idea de igualdad cobraron cada vez mayor protagonismo. La religión, en cambio, perdió, al menos en parte, su pretensión de absolutez.

Todos los cambios mencionados indican que la época del Renacimiento conoció un primer impulso globalizador que presenta algunas semejanzas con la situación actual. En esta época, los hombres percibieron muy claramente la dimensión global de la acción social. Ciertamente, esta primera fase de la globalización fue muy distinta, tanto cuantitativa como cualitativamente, de la globalización actual, sobre todo por las diferencias técnicas, políticas y económicas existentes entre los respectivos puntos de partida. A pesar de ello, y en virtud de la semejanza estructural existente entre estas dos fases, muchos historiadores consideran que en esta época apareció por primera vez el fenómeno de la globalización en el plano de la sociedad (mundial).

Históricamente, otra época que tiene especial interés para la investigación de la globalización es el final del siglo xix. Esta época conoció un impulso globalizador que todavía guarda mayor similitud con la situación actual. A partir de 1871, las fronteras de los Estados nacionales se hicieron cada vez más porosas y el comercio transnacional floreció rápidamente. Este desarrollo partió en gran medida de los propios Estados nacionales, por lo que la mayoría de las veces se habla de él como una fase de internacionalización. Aparte de los Estados, eran muy pocos los actores importantes en el plano global.

En muchos sentidos, entre los países industrializados de entonces hubo una relación económica tan fuerte como la que existe en la actualidad, por lo que a veces esta fase también se denomina «primera globalización». El comercio global de mercancías alcanzó cotas de crecimiento similares a las actuales. Pero los problemas globales también se mostraron por primera vez muy claramente: así lo indica el gran número de personas que se vieron obligadas a emigrar desde el Viejo Continente al Nuevo Mundo, huyendo de la pobreza o en busca de trabajo. La división entre los países ricos del Norte y los países pobres del Sur también se puso de manifiesto por primera vez con toda su crudeza, pues, como es sabido, en esta primera globalización los países del Sur fueron integrados casi siempre en el comercio mundial como proveedores de materias primas y como mercados para los productos de las potencias coloniales, y solo de forma muy limitada pudieron disfrutar del bienestar económico que trajo consigo el comercio mundial. La llamada primera globalización quedó interrumpida repentinamente por la Primera Guerra Mundial.

Hasta aquí hemos puesto dos ejemplos históricos de globalización. Pero ¿cuáles son los aspectos más importantes que se relacionan con la globalización actual? Antes de exponer desde un punto de vista filosófico los rasgos fundamentales de la globalización, hemos de referirnos brevemente a algunos de los aspectos más importantes con los que suele relacionarse este concepto.

En primer lugar, hemos de mencionar, sin lugar a dudas, las numerosas instituciones globales que se han creado desde la Segunda Guerra Mundial en campos muy diversos. La sustitución de la Sociedad de Naciones por el sistema de Naciones Unidas, con sus suborganizaciones y organismos especiales, es un impresionante ejemplo de ello. Pero también lo es el surgimiento de instituciones globales en el ámbito económico, como, por ejemplo, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Tratado General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio –el predecesor de la actual Organización Mundial del Comercio, que es para muchos la expresión paradigmática de la globalización económica. La creciente importancia de las organizaciones en el plano continental, como, por ejemplo, la Unión Europea, también es parte de este proceso. Estas redes de cooperación transnacional son hoy una parte importante de la globalización. Como estas instituciones trascienden los Estados nacionales, algunas veces la fase de su creación también se denomina transnacionalización.

Con la caída del Muro, el proceso de interrelación trans­nacional ha vuelto a tomar velocidad e intensidad. La transnacionalización ha dado paso a la globalización. Desde entonces, este proceso conduce a una inusitada «intensificación y aceleración de interacciones transfronterizas», como formuló paradigmáticamente el tantas veces citado Estudio del Grupo Científico de Trabajo de la Conferencia Episcopal Alemana para Tareas de la Iglesia Universal (1999: 12). Desde la década de los noventa, la globalización ya no es un proceso que involucra únicamente a Estados, sino también a individuos, instituciones y organizaciones de la más diversa índole. La Red del Tercer Mundo (Third World Network) es un actor más en la escena de la sociedad mundial, al igual que el Comité Olímpico, Al-Qaeda o la canciller alemana. El conjunto de la sociedad mundial es el trasfondo sobre el que tiene lugar esta interrelación entre los distintos actores. Obviamente, en este sentido la globalización es un proceso que se desarrolla en múltiples planos.

La globalización tiene, por lo tanto, distintas dimensiones. A menudo se hace hincapié en el ámbito de la economía como su elemento principal. El aumento de la capacidad de producción a escala mundial es una prueba de la globalización de la economía, en la misma medida que el crecimiento del comercio mundial de mercancías y productos financieros o la proliferación de empresas transnacionales. Sin duda, la liberalización del comercio mundial, sobre todo mediante la supresión de aranceles, ha potenciado enormemente estos procesos. Desde un punto de vista puramente económico, sin embargo, el nacimiento y el desarrollo de la economía mundial no han conducido automáticamente a un mayor bienestar de todos los hombres. Por esto, pese al creciente comercio mundial, la pobreza global sigue siendo uno de los principales desafíos de la globalización.

Es importante no reducir la globalización, ni positiva ni negativamente, al ámbito económico. La globalización comprende, antes bien, procesos en muchos otros ámbitos de la sociedad mundial, como, por ejemplo, en los de la política, la ciencia o la misma cultura. Precisamente en este último ámbito, la globalización trae consigo numerosas transformaciones. Favorecidas fundamentalmente por el enorme progreso tecnológico en los sectores del transporte y de la comunicación, las culturas se han aproximado entre sí considerablemente –se han conocido mutuamente. Internet y sus desarrollos son el símbolo de estos procesos. Por otra parte, la movilidad de las personas no solo influye en el sector económico (por ejemplo, mediante el aumento del número de trabajadores inmigrantes), sino que también influye de manera importante en la dimensión cultural de la globalización.

Filosofía de la globalización y filosofía práctica

Desde un punto de vista sistemático, la reflexión actual sobre la globalización se encuentra en la filosofía práctica como en su propia casa. En este campo, la filosofía discute cuestiones relacionadas con la ética, el derecho o el Estado, la economía y la política. Obviamente, la filosofía práctica no puede separarse totalmente de la filosofía teórica. Una simple mirada a la filosofía antigua muestra claramente que la pregunta por la razón está estrechamente relacionada con la reflexión sobre la sociedad política. Por esto, las discusiones sobre una concepción correcta de la verdad, del lenguaje o del conocimiento son siempre importantes para la filosofía práctica en el sentido amplio que aquí le damos.

Esta acepción amplia de la filosofía práctica constituye el contexto de reflexión sobre la globalización. Por esto, para abordar la cuestión de una filosofía de la globalización (actual), es necesario considerar brevemente la situación de la filosofía práctica en las postrimerías del siglo xx.

En este sentido, lo primero que llama la atención es que, hasta mediados del siglo xx, la reflexión filosófica sobre la política, la economía o la sociedad desempeñó un papel secundario, sobre todo porque las cuestiones políticas o sociales se consideraban cuestiones de segundo orden frente a los problemas fundamentales de la realidad, el conocimiento o el lenguaje. Sin embargo, esta situación cambió radicalmente a partir de la década de los setenta. Desde entonces la filosofía práctica ha experimentado, por así decir, un enorme renacimiento. No solo ha cobrado mayor importancia en el ámbito académico, sino que también ha calado cada vez más profundamente en el discurso público. Así, la teoría de la justicia de John Rawls (1921-2002) o la teoría del discurso de Jürgen Habermas (1929), por ejemplo, hoy en día no solo se enseñan en las aulas universitarias, sino que también se discuten públicamente en relación con cuestiones políticas actuales.

La filosofía práctica de fines del siglo xx convierte la sociedad en general y los ámbitos político, jurídico y económico en particular en su objeto de reflexión y plantea preguntas como estas: ¿cómo hay que describir e interpretar filosóficamente la sociedad? ¿Qué se entiende por discursos socialmente dominantes? ¿Cómo rigen estos discursos el comportamiento cotidiano y qué influencia ejercen en la política? ¿Cómo se puede evaluar filosóficamente las instituciones políticas? ¿Cómo puede la ética orientar la política?

De acuerdo con la acepción amplia de filosofía práctica que hemos establecido anteriormente, sin embargo, la función política de la filosofía no consiste única y exclusivamente en reflexionar sobre la sociedad y la política y en desarrollar propuestas para el discurso público. Reflexionando sobre la realidad, los filósofos introducen siempre –independientemente del contenido concreto de sus reflexiones– nuevas formas de ver el mundo, que luego pueden llegar a tener efectos políticos. En este sentido, los filósofos deconstruyen lo que aparentemente es normal y obvio, y trabajan de forma creativa en nuevas posibilidades de interpretar el mundo.

Cuando filósofos como Richard Rorty (1931-2007), por ejemplo, afirman que los hombres deberían abandonar la idea de una verdad absoluta, esta afirmación tiene obviamente importantes consecuencias políticas para la interpretación de la realidad global. Qué consecuencias concretas tiene esta afirmación en el caso de Rorty es algo que veremos después. Pero lo que en este momento ya estamos en condiciones de decir es que, abriendo nuevas perspectivas sobre la realidad, la filosofía se hace política. Michel Foucault (1926-1984), en una entrevista de 1980 titulada El filósofo enmascarado, expresó esta función de la filosofía en los siguientes términos:

Filosofía como actividad. Pues la filosofía es el movimiento por el que, no sin esfuerzo y vacilación, no sin sueños e ilusiones, nos desprendemos de aquello que se considera verdadero y buscamos otras reglas de juego. La filosofía es un desplazamiento y una transformación de los marcos de pensamiento, la modificación de los valores establecidos y todo el trabajo que se hace para pensar de otro modo, para hacer otra cosa y para llegar a ser distinto de como se es.

Históricamente, esta función política de la filosofía se reconoce con facilidad. Así lo muestra una mirada retrospectiva a esa fase de globalización que fue el Renacimiento. Los filósofos del siglo xv no fueron políticos por ofrecer determinadas descripciones de la sociedad. Estos filósofos desarrollaron nuevas perspectivas sobre los cambios acaecidos en un plano filosófico general. Situaron al hombre, en tanto que individuo, en el centro de la filosofía (véase Giovanni Pico della Mirandola, 1463-1494), discutieron el tema de la limitación del conocimiento humano (Nicolás de Cusa, 1401-1464) o hicieron hincapié en la vida activa (Nicolás Maquiavelo, 1469-1527). Mostrando que ya no existe ningún orden político fijo y legitimado divinamente, estos filósofos ampliaron de forma clara el espacio de creación humana. De este modo, sin haber concedido a la filosofía práctica un lugar central, la filosofía de esta época fue enormemente política.

Cosmópolis, un viejo ideal filosófico

La filosofía práctica es, pues, el contexto de reflexión sobre la globalización. En las discusiones de la filosofía práctica, hoy es cada vez más frecuente enlazar con la tradición del cosmopolitismo. Desde la Antigüedad, y sobre todo a partir de la Ilustración, los filósofos se han servido del concepto de cosmopolitismo para subrayar que los hombres, en tanto que ciudadanos del mundo, están vinculados (más o menos estrechamente) los unos con los otros. De la idea de una comunidad de ciudadanos del mundo se extraen consecuencias éticas y políticas de diversa índole. Hoy, con la globalización, esta pregunta por la comunidad mundial y por la relación entre los ciudadanos del mundo vuelve a plantearse.

Hoy en día, sin embargo, las respuestas que la filosofía da a esta pregunta son muy distintas: Otfried Höffe (1943) defiende una república mundial federal para la consecución de una justicia global a través de la política, es decir, un sistema democrático mundial basado en el derecho que puede interpretarse como una realización política de la cosmópolis. Nida-Rümelin (1954), en cambio, aboga por una forma débil de cosmopolitismo que ha de vincular la diversidad de formas culturales de vida con una ética universal. Con sus reflexiones sobre cosmopolitismo, Jürgen Habermas está a favor del establecimiento de nuevos procedimientos políticos para la negociación de normas globales. Y Rüdiger Safranski (1945) subraya, remitiéndose a Carl Schmitt (1888-1985), que la humanidad como unidad no existe, frente a lo cual destaca la función de apertura que puede cumplir la cosmópolis: en una época en la que el pensamiento político se muestra demasiado estrecho o demasiado racionalista, el cosmopolita quiere llamar la atención sobre los límites de la acción humana, y de este modo liberar al pensamiento de tendencias unitaristas.

Cuando se compara las propuestas que se discuten en relación con esta problemática surgen, pese a todas las diferencias, unos temas y unas cuestiones comunes del cosmopolitismo: ¿qué papel desempeñan los actores tradicionales y los nuevos actores en la situación cosmopolita actual? ¿Cómo hay que interpretar la relación entre unidad y diferencia en la época de la globalización? ¿Cómo pueden vincularse las normas globales y la diversidad de formas culturales de vida? ¿Cómo puede entenderse la idea de ciudadano del mundo y qué implicaciones tiene para los individuos particulares? Y ¿cómo puede y debe construirse políticamente la cosmópolis en el futuro?

La reflexión sobre la cosmópolis no se ha originado en los últimos años. Esta reflexión se remonta más bien a la filosofía antigua. Demócrito (460-371 a. C.), por ejemplo, sostuvo la tesis de que todos los hombres, en tanto que seres dotados de razón, están en todas partes del mundo en su propia casa. Diógenes de Sinope (404-324 a. C.) acuñó el concepto de ciudadano del mundo, con el que subrayó el vínculo que une a todos los hombres. Zenón de Elea (490-430 a. C.) dio todavía un paso más y puso de manifiesto el carácter utópico del cosmopolitismo, pues caracterizó la cosmópolis como un ideal imaginado, concibiéndolo ya como una especie de Estado mundial más allá de toda frontera. Los miembros de la escuela estoica, por su parte, partiendo del concepto de razón universal, afirmaron que todos los hombres forman una comunidad en virtud de su propia naturaleza. De esto también se extrajeron consecuencias muy concretas en materia de derecho contractual para el plano internacional, como, por ejemplo, la creación de un ejército común para la protección del Santuario de Delfos.

Las distintas aproximaciones al concepto de cosmópolis en la Antigüedad ponen de manifiesto que los filósofos comenzaron muy tempranamente a reflexionar sobre la necesidad y las posibilidades concretas de una convivencia pacífica entre todos los hombres. La razón fue para ellos, de distintas formas, la garantía de que los hombres pueden reconocer el vínculo que los une, y en esta medida interesarse por una política de paz. Estas ideas antiguas sobre el cosmopolitismo fueron retomadas y reelaboradas por distintos autores en la Edad Media y en la época moderna.

Esta reflexión sobre el cosmopolitismo representa un importante trasfondo teórico para la actual filosofía de la globalización. Las ideas aquí esbozadas se recogen en distintos lugares de este libro, y al final del mismo vuelve a preguntarse por las consecuencias que pueden extraerse de ellas para un cosmopolitismo futuro.

Propósito de este libro

Esta introducción a la filosofía de la globalización quisiera abarcar dos planos: el de la filosofía práctica en particular y el de la función política de la filosofía en general. Por una parte, esta introducción pregunta qué puede aportar la filosofía práctica a la reflexión sobre la política, la economía o la cultura en el actual contexto de globalización. Por otra parte, analiza qué función política puede desempeñar hoy la filosofía mediante la apertura de nuevas perspectivas fundamentales sobre la realidad. En ambos planos, ha de esclarecerse hasta qué punto el fenómeno de la globalización puede describirse y entenderse como una forma moderna de la cosmópolis.

El discurso sobre el cosmopolitismo en la época de la globalización se ha inaugurado recientemente, y en él participan en igual medida filósofos y científicos sociales. Esto hace evidente que la filosofía de la globalización también ha de tener una orientación interdisciplinar. Solo una integración de los distintos modelos de pensamiento y de argumentación permite dar cuenta de las múltiples facetas de la dinámica global. Esta multidisciplinariedad (llamada también transdisciplinariedad cuando se quiere destacar aún más su carácter transfronterizo) aspira a liberar el objeto de investigación de cualquier análisis unilateral. La globalización no puede explicarse de forma adecuada únicamente desde la economía, la sociología, la ciencia política o la filosofía, sino que solo la interrelación de los puntos de vista de estas disciplinas puede ofrecer una imagen de conjunto correcta. Para desarrollar una perspectiva amplia de la globalización, es necesario impulsar un diálogo entre las disciplinas, pues solo así es posible hacer fructífero para cada una de ellas su recíproco potencial crítico.

Este libro se entiende a sí mismo como una introducción a la filosofía de la globalización. Por esto, solo se recurre a los textos originales cuando se considera realmente necesario y cuando las citas son de fácil comprensión. Por otra parte, los argumentos filosóficos deberán confrontarse y reelaborarse permanentemente a partir de las experiencias cotidianas de la globalización. Además, las teorías filosóficas se explican de forma tal que puedan resultar comprensibles a todos.

La reflexión sobre la filosofía de la globalización se desarrolla en cinco pasos consecutivos: 1) En primer lugar, se pregunta qué puede aportar la filosofía a la descripción de la globalización. ¿Cuáles son, desde el punto de vista filosófico, los elementos esenciales de una descripción adecuada de la realidad global? 2) En tanto que ética, la filosofía no puede menos que reflexionar sobre los fundamentos normativos de la vida en común de los hombres. ¿Qué normas y qué fundamentos normativos puede ofrecer la filosofía a esta ética de la globalización, y cuáles pueden ser convincentes? 3) La filosofía se ha ocupado desde siempre de la política en tanto que uno de los ámbitos más importantes de la acción humana. En este ámbito no se pregunta por las normas para la convivencia global, sino por unas estrategias y unos modelos políticos convincentes. ¿Qué sugerencias puede hacer la filosofía para la construcción de una política mundial en la época de la globalización? 4) En los últimos 20 años, un gran número de destacados filósofos se ha ocupado de la globalización. Aquí hemos seleccionado cinco de los autores más representativos y expuesto sus explicaciones de este fenómeno. Estos autores son John Rawls, Jürgen Habermas, Richard Rorty, Michael Walzer (1935) y Jacques Derrida (1930-2004). 5) Al hilo de unos temas muy concretos se pregunta, finalmente, qué puede aportar la filosofía al discurso actual de la globalización desde una perspectiva práctica. Aquí se habla, entre otras cosas, de terrorismo, de economía mundial y del papel de las religiones desde un punto de vista global.

Doy sinceramente las gracias a Sanna Inthorn (University of East Anglia Norwich), Dina Brandt (Sociedad Fraunhofer) y Johannes Müller (Instituto de Política Social de Múnich) por sus numerosas observaciones y sus valiosas sugerencias.

II. Describir la globalización

¿Es el Estado todo?

Cuando se pregunta quién es el actor más importante desde el punto de vista político en un mundo globalizado, a menudo se sigue respondiendo: el Estado nacional. Esta respuesta tiene una larga tradición, también en la filosofía. El Estado nacional pareció ser durante mucho tiempo el protagonista de la escena mundial, el actor determinante del acontecer político, económico y social. Así, cuando los libros de historia relatan los acontecimientos globales de los últimos 200 años, hablan fundamentalmente de los Estados nacionales y de sus representantes.

Desde la perspectiva de la filosofía práctica, la característica fundamental del Estado nacional es su soberanía. La soberanía es la expresión de su independencia, o, más exactamente: la expresión de su derecho a la autodeterminación. La soberanía del Estado significa fundamentalmente dos cosas. Por una parte, el Estado es soberano internamente, lo que quiere decir que toma sus decisiones autónomamente y organiza su vida política interna de forma independiente. Al mismo tiempo, la soberanía del Estado hace referencia a las relaciones exteriores, esto es, el Estado es soberano para organizar las relaciones políticas con sus vecinos de forma independiente. El Estado puede entablar relaciones diplomáticas, cerrar pactos o integrarse en instituciones internacionales para colaborar con otros países. El sistema de Naciones Unidas se basa fundamentalmente en este derecho de autodeterminación de los Estados, por lo que el principio de no injerencia en los asuntos de los Estados soberanos ha sido, y sigue siendo en gran medida, uno de sus pilares más importantes.

Si se echa una mirada a la historia de la filosofía, este énfasis en el Estado como el actor principal en el plano global lo encontramos, por ejemplo, en Immanuel Kant (1724-1804). El discurso actual de la globalización se remite constantemente a la autoridad de Kant y de su escrito La paz perpetua (1795). En este escrito, que está estructurado a modo de tratado de paz, Kant distingue entre el derecho público, el derecho de gentes o derecho internacional y el derecho cosmopolita. Cuando se pregunta por el desarrollo de la dinámica global, se concede especial importancia al derecho internacional, es decir, al derecho interestatal. En el origen de los procesos globales está, pues, el Estado, que en la concepción kantiana del derecho internacional es el actor primordial. Los procesos globales son el resultado de la interacción entre Estados o de su cooperación ante los problemas emergentes.

Cuando Kant se ocupa de la convivencia entre los hombres del mundo entero, el principal punto de referencia es el Estado nacional. Él es el actor primordial, pues es él el que une a los hombres y el que mejor puede resolver, a través de un orden republicano, los problemas de la vida en común. Así pues, describir la globalización significa dar cuenta de las interacciones entre los Estados nacionales.

Esta idea es, hasta el día de hoy, el elemento fundamental en la descripción de los procesos globales. Por esto, hasta bien entrada la década de los setenta no se habló tanto de globalización cuanto de internacionalización. Era la manera de expresar que los procesos globales consisten fundamentalmente en la interacción entre Estados. Las acciones de los Estados determinan los procesos globales, por lo que en última instancia son los responsables del éxito o del fracaso de la construcción de estructuras globales.

Hoy, sin embargo, se subraya que esta concepción de la globalización como internacionalización es problemática desde muchos puntos de vista. En primer lugar, se afirma que el Estado nacional ya no es el único actor político en el plano global. En segundo lugar, se plantea críticamente la pregunta de si el concepto de soberanía no ha sufrido una fuerte transformación, la cual ha afectado también al margen de acción del Estado nacional.

Inmerso en el seno de complejos procesos globales, el propio Estado está sometido a un cambio de forma, tanto interna como externamente –esta es la tesis fundamental. Por lo que se refiere a la soberanía externa, muchos científicos señalan que, actualmente, el reconocimiento de los Estados por parte de otros Estados, esto es, de otros actores globales, ya no es algo automático. Los Estados están cada vez más obligados a rendir cuentas, por lo que su soberanía externa está sometida constantemente a la aprobación de otros actores. Este reconocimiento internacional procede de organismos políticos (como tribunales internacionales o instituciones políticas), pero también de actores no estatales (como organizaciones no gubernamentales o agencias de rating). Así, por ejemplo, los Estados reaccionan a informes críticos de organizaciones no gubernamentales como Amnistía Internacional, o ajustan sus estrategias en materia de política económica a los rankings publicados por agencias internacionales. De este modo, los Estados se ven sometidos a un constante proceso de reconocimiento. Ya no pueden determinar solos su acción política, sino que hacen depender sus decisiones de muchos otros actores e instituciones no estatales.

Pero la soberanía también se transforma internamente. Los cambios sociales de los últimos 50 años han conducido a una limitación de las posibilidades de dirección jerárquica, que ha sido reemplazada por formas reticulares de dirección política. La política ya no consiste fundamentalmente en una serie de decisiones aparentemente unívocas del aparato del Estado, que después son aplicadas por una administración estructurada jerárquicamente, sino que el Estado está integrado en una red de la que forman parte grupos muy distintos (desde empresas hasta asociaciones deportivas, pasando por organizaciones no gubernamentales), cada uno de los cuales plantea al Estado sus propias demandas. De este modo, la política se presenta a menudo como un actuar en el seno de redes.

Con esta acción política reticular se transforma también la idea de soberanía. Un Estado ya no demuestra su soberanía controlando a sus ciudadanos, sino actuando de forma reticular, es decir, escuchando a los distintos grupos de interés e integrando sus aspiraciones en el proceso político. Los políticos, cualquiera que sea su color, se convierten de este modo en moderadores de complejos procesos de entendimiento y negociación. Obviamente, el Estado sigue manteniendo la potestad jurisdiccional y la capacidad de establecer o de asegurar las pautas correspondientes. Pero la actividad política del Estado ya no puede entenderse al margen de su integración en el seno de complejas redes sociales.

Estas transformaciones de la soberanía interna y externa no pueden separarse claramente la una de la otra, pues los procesos globales conducen a una intrincación de los procesos políticos. Hoy, las decisiones en materia de política interior apenas pueden comprenderse al margen de la política exterior, y viceversa. La separación de política interior y política exterior, que antes parecía tan clara, se desvanece. De este modo, los procesos globales afectan de manera especial tanto a la soberanía interna como a la soberanía externa del Estado, relacionando mutuamente estos dos aspectos de la soberanía.

Hoy, cuestiones como la recaudación de impuestos o la seguridad, por ejemplo, ya no pueden desligarse del contexto global. Los Estados ya no gozan de una soberanía interna que les permita cumplir estas tareas descuidando el entramado global. También en estos ámbitos deben rendirse cuentas mutuamente, y cada vez se ven más obligados a ajustar su política interior a las circunstancias externas (piénsese, por ejemplo, en los criterios de estabilidad de la Unión Monetaria Europea).

Así pues, las transformaciones de la soberanía interna y externa obligan a pensar de nuevo la naturaleza del Estado y de su soberanía. Por esto, muchos teóricos de la globalización estarían hoy de acuerdo con esta descripción de la estatalidad posnacional del politólogo Michael Zürn (1959): «En suma, es posible aventurar la hipótesis de que, en la constelación posnacional, las dimensiones de la estatalidad se desmembran [...]. En este sentido, la estatalidad posnacional es una estatalidad raída. La estatalidad se deshilacha» (Zürn, 2001: 17). En la época de la globalización, el Estado no puede evitar enfrentarse al discurso sobre las transformaciones de la soberanía interna y externa.

Para la descripción de la globalización podemos retener lo siguiente: durante mucho tiempo, científicos y políticos han entendido la globalización como internacionalización. El actor primordial era el Estado, que era soberano interna y externamente. El surgimiento de complejas constelaciones de intereses de los actores más dispares conduce, sin embargo, a una transformación del papel del Estado y de su concepción de la soberanía. La globalización, por lo tanto, ya no puede describirse única y exclusivamente como una relación internacional de Estados soberanos.

¡Menos Estado y más sistemas!

Las sociedades tradicionales eran sociedades estructuradas jerárquicamente. Con la progresiva modernización, la división social del trabajo y el surgimiento del individualismo, por una parte, y del pluralismo, por otra, las sociedades perdieron paulatinamente esta forma jerárquica y se diferenciaron verticalmente. La instancia política central como cúspide de la sociedad ha perdido poder, los medios y las estructuras de clase tradicionales se han disuelto. En su lugar, han aparecido ámbitos sociales autónomos que no se ajustan a las clasificaciones tradicionales.

La teoría de sistemas, tal como fue desarrollada en Alemania por Niklas Luhmann (1927-1998) y sus discípulos, se concibe a sí misma como una teoría filosófico-sociológica que pretende dar cuenta de esta diferenciación funcional. Las sociedades modernas, esta es la tesis fundamental, se diferencian en distintos sistemas parciales, como, por ejemplo, los sistemas de la economía, la política, el derecho, el arte o la ciencia. Cada uno de estos sistemas desarrolla su propia forma de comunicación, que determina qué comunicación tiene sentido en el interior de cada uno de ellos. Dentro del sistema de la ciencia, por ejemplo, lo fundamental es siempre la distinción verdadero/no verdadero, mientras que dentro del sistema de la economía es primordial la diferencia tener/no tener. Cada sistema desarrolla su propia lógica binaria, que selecciona la comunicación dentro del sistema según estos dos aspectos. En el interior del sistema solo es comprensible aquella comunicación que trabaja con estas distinciones. La pregunta por un origen común de los sistemas o por un vínculo social que una a todos ellos es cada vez más irrelevante. Lo esencial para la descripción de la sociedad es el análisis de los distintos sistemas en tanto que comunicaciones separadas.

Uno de los rasgos más importantes de los sistemas es que su comunicación es, en última instancia, autorreferencial. Esto significa que el sistema se reproduce continuamente a sí mismo en un proceso cerrado. Por esto, Luhmann también califica de autopoiéticos a los sistemas. Esto explica el hecho de que, en el fondo, el sistema de la economía no pueda comprender por qué el sistema del arte opera con la diferencia bello/feo, pues la economía solo dispone de la distinción tener/no tener. Las traducciones entre los sistemas son muy complicadas y normalmente tienen escasas posibilidades de éxito.