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Pierre Loti
Francia: 1850-1923

 

El castillo de la Bella Durmiente


Con frecuencia he lanzado una llamada de auxilio a mis amigos desconocidos para que me ayudaran a socorrer las penurias humanas, y siempre han escuchado mi voz. Hoy se trata de socorrer árboles, nuestros viejos robles de Francia que la barbarie industrial se empeña en destruir por todas partes, y vengo a implorar: «¿Quién quiere salvar de la muerte a un bosque, con un castillo feudal en el centro, un bosque cuya edad ya no conoce nadie?»

Viví en este bosque doce años de mi infancia y primera juventud; todos sus peñascos me conocían, y todos sus robles centenarios, y todos sus musgos. El terreno pertenecía por entonces a un anciano que no venía jamás, que vivía enclaustrado en otro lugar, y que en aquellos tiempos yo me representaba como una especie de invisible personaje de leyenda. El castillo estaba confiado a un administrador, rústico solitario y algo huraño, que no le abría la puerta a nadie; no se visitaba, no entraba nadie en él; yo ignoraba lo que podían ocultar las altas fachadas sin ventanas y me limitaba a mirar de lejos sus grandes torreones; mis paseos infantiles por el bosque se detenían al pie de las terrazas musgosas, envueltas en la oscuridad verdosa de los árboles.

Después, me marché a recorrer la Tierra, pero el castillo cerrado y sus profundos robledales obsesionaron siempre mi imaginación; en medio de mis largos viajes, regresaba como un peregrino piadosamente conducido por el recuerdo, diciéndome cada vez que nada de los países lejanos era más sosegante ni más hermoso que aquel rincón ignorado de nuestra Saintonge. El lugar, por otra parte, permanecía inmudable: en los mismos recodos de los bosques, entre las mismas rocas, yo encontraba las mismas gramíneas finas, las mismas florecillas exquisitas y escasas; en los claros, sobre las alfombras de líquenes jamás holladas veía, por aquí y por allá como antes, las pequeñas plumas azules semejantes a turquesas, caídas del ala de los gálgulos; en los foscarrales, los zorros al pillaje lanzaban sus mismos aullidos nocturnos. No cambiaba nada; sólo los musgos espesaban su terciopelo sobre los peldaños de las escalinatas, los culantrillos delicados invadían lentamente las terrazas y, en los pantanos de abajo, los helechos acuáticos alcanzaban tamaño gigante.

Y resulta que esta situación de abandono, inverosímil en nuestra época utilitaria, se había prolongado por más de medio siglo y se decía que el sueño de aquel castillo tal vez durara mucho más aún, como le ocurrió al de la Bella Durmiente. Pero he aquí que el anciano invisible acaba de fallecer harto de días; sus herederos van a vender la propiedad encantada y los explotadores de la madera están dispuestos a comprarla para derribar los árboles: ¡imagínense, obtendrían madera por valor de doscientos mil francos realizables de inmediato, y además el terreno!

¡Con cuánta melancolía regresé allí hace unos días, una tarde de finales de verano, para hacer una peregrinación que bien podría ser la última! Uno de los nuevos herederos -hasta entonces desconocido para mí- avisado de mi visita, había tenido la amabilidad de precederme para poder recibirme. Pero yo quería primero estar a solas y, dejando mi automóvil a una media legua del castillo, como conocedor de aquellos bosques, me deslicé por estrechos senderos hasta el barranco en el que, en tiempos de mi infancia yo había tenido mis visiones más apasionadas de naturaleza y exotismo.

Es sin duda un lugar único en nuestro clima. El pequeño riachuelo sin nombre que atraviesa todo el bosque por un valle en pendiente, que se entretiene allí rodeado de rocas, oculto bajo un montón de vegetación silvestre, se expande en medio de las turbas y de los herbazales para formar algo similar a un pantano tropical. Antes de que yo hubiera contemplado las verdaderas flores exóticas, aquel barranco se las revelaba ya a mi imaginación de niño. Los árboles que forman aquí una oscuridad verdosa son singularmente altos, esbeltos, agrupados por manojos que se inclinan como los bambúes. Al abrigo de esas bóvedas de ramas y de esa especie de acantilado que protege como un muro del viento invernal, toda una reserva de naturaleza virgen permanece acurrucada en una humedad y una tibieza casi subterráneas; los juncos brotan de cepas tan viejas y tan altas que se les diría subidos sobre un tronco como las dracenas; lo mismo cabría decir del mayor de nuestros helechos, la osmunda, que ahí parece casi arborescente. Es también la región de los musgos prodigiosos que parecen plumas rizadas sobre todas las piedras del suelo, y de otras mil plantas desconocidas en otros lugares, de una fragilidad y desconfianza extremas, que no se arriesgan a brotar sino sobre terrenos tranquilos desde siempre.

Habría que preservar celosamente estos edenes sin duda milenarios que ninguna voluntad, ninguna fortuna serían capaces de recrear. En la penumbra del sotobosque, tomo el sendero, más bien la incierta senda, que pasa justo al pie del acantilado de cerco. Las rocas sobresalen, rocas de un gris algo rosado, hasta tal punto frotadas por los siglos que ya no tienen sino superficies redondeadas. He aquí en primer lugar en esta muralla una extraña y adorable hornacina, completamente festoneada de estalactitas y cairelada de culantrillo, de la que brota una fuente. Un poco más lejos, las rocas lisas, que parecen plisarse como colgaduras que se levantan, descubren poco a poco profundas entradas oscuras que son las grutas prehistóricas abiertas a lo largo de este sombrío lapachar; nada ha debido cambiar en los alrededores desde los tiempos en los que sus huéspedes primitivos afilaban allí sus cuchillos de sílex. Muchas de esas grutas se comunican y muestran atrios de medio punto, o dentados y de diseño ojival. Finalmente, llego a la más grande, cuya sala de entrada tiene como una cúpula de iglesia; la media luz verdosa de la frondosidad no penetra hasta muy lejos y, al fondo, entre los pilares compactos que le han construido las estalactitas, se ven pasillos que van a perderse en la más completa oscuridad. Antaño, me gustaba aventurarme por ellos con una lámpara y un hilo conductor, y recuerdo que una vez, hacia mis quince años, había estado a punto de perderme en el dédalo de aquellas galerías tapizadas por densas coladas de nieve o de leche, que poseían todas la misma blancura de sudario.

El sendero, siempre cubierto y semioscuro pero cada vez más fácil, remonta finalmente hasta el nivel de la llanura entre bosques densos donde la flora es totalmente diferente sobre un terreno seco alfombrado de musgos diversos.

Ahora, una amplia avenida recta en dirección al norte va a conducirme al castillo. Pasa por en medio de los bosques; en primavera las pervincas le forman alfombras completamente azules y los robles la recubren dándole el aspecto de una interminable nave; en cualquier otro lugar se contentarían con estos robles, pero son árboles de unos sesenta años, es decir, arbolillos si se les compara con los que me esperan más lejos.