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Índice

 

 

 

 

Portada

Citas

Prólogo

Capítulo 1: La guerra por la libertad. De Maratón al estreno de Los persas (490-472 a.C.)

Capítulo 2: El peso de la intriga. Del paso del Rubicón a la batalla de Actium (49-31 a.C.)

Capítulo 3: Salvar la dignidad. De Constantino el Grande a Juliano el Apóstata (337-363)

Capítulo 4: Una ocasión perdida. De la batalla de Adrianópolis a La ciudad de Dios (378-412)

Capítulo 5: Fin y principio. Del asesinato de Mauricio a la muerte de Mahoma (602-632)

Capítulo 6: La hora mendicante. De la toma de Constantinopla al Roman de la Rose (1204-1237)

Capítulo 7: Gobernar el mundo. De la Alegoría del buen gobierno a la peste negra (1337-1348)

Capítulo 8: Renacimiento. Del arte de Masaccio a la paz de Lodi (1424-1454)

Capítulo 9: Viejo y Nuevo Mundo. Del viaje de Colón al saqueo de Roma (1492-1527)

Capítulo 10: Mando supremo. De la derrota de la Invencible a la defenestración de Praga (1588-1618)

Capítulo 11: La solución barroca. De la abdicación de Cristina de Suecia a la revolución gloriosa de Inglaterra (1654-1688)

Capítulo 12: Secularización. De la sociedad elegante al despotismo ilustrado (1730-1760)

Capítulo 13: Independencia. De la rebelión de Pontiac al tratado de París (1763-1783)

Capítulo 14: La Revolución. De la toma de la Bastilla a Waterloo (1789-1815)

Capítulo 15: Estilo moderno. De la coronación de Guillermo II de Alemania a la Gran Guerra (1888-1914)

Capítulo 16: Negociaciones imposibles. Del crack bursátil de Nueva York a la guerra fría (1929-1948)

Capítulo 17: Silencios pactados. Del bloqueo de Berlín a la guerra del Yom Kipur (1948-1973)

Lecturas recomendadas

Sobre el libro

Sobre el autor

Créditos

 

 

 

 

 

Las cosas son lo opuesto de lo que parecen

 

Heráclito de Éfeso

 

 

Quienes saben

la trama de la historia

tienen que ceder

a quienes apenas la conocen

y menos que apenas

e incluso casi nada

 

Wislawa Szymborska

Prólogo

 

 

 

 

 

Este libro es el resultado de una conversación que mantuve con Javier Godó mientras descendíamos de un avión en el aeropuerto de Florencia. Coincidíamos en admirar el bello libro de Stefan Zweig Momentos estelares de la humanidad por su estilo conciso, a la vez que brillante, profundo pero accesible. Él estaba convencido de que se podía continuar en esa línea y me preguntó directamente si estaba dispuesto a hacerlo.

 

Al cabo de unos meses comencé a escribir los primeros bocetos de este libro en Liubliana, anotando algunas ideas en un cuaderno de color rojo. La fecha de entrega era el mayor desafío. Entretanto, atendí otros encargos, impartí un curso en la Universidad Pontificia Javeriana de Bogotá donde me quedó claro que la estrategia de futuro de los historiadores para reposicionar su función social está ligada a la capacidad de argumentación y comunicación. Nunca, sin embargo, dejé de reflexionar sobre lo que, al cabo, constituye el núcleo central del libro: mirar en las semillas del pasado para destacar algunos momentos decisivos en la historia.

 

Los diecisiete capítulos que siguen son una especie de espejo donde mirarnos ahora que se nos invita a tomar decisiones que pueden marcar el futuro. Esto quiere decir que, en mi opinión, estamos viviendo un momento decisivo. Y, como en otros muchos, se invoca el derecho de los hombres y de las mujeres a ser dueños de su destino, libre y democráticamente.

 

¿Qué decir ante esto?

 

La historia descubre que todas las épocas son tanto nuevas como antiguas, y abiertas al futuro, esa región de la que nadie sabe nada. Su prosa es la descripción de unos sucesos y su diagnóstico. Conocemos las reglas; ahora imaginemos los contenidos. Espero que este libro ayude al lector en la tarea.

 

 

Liubliana-Barcelona-Bogotá

Mayo-septiembre de 2013

Capítulo 1

La guerra por la libertad

 

De Maratón al estreno de ‘Los persas’(490-472 a.C.)

 

 

“La exposición de la historia de Heródoto de Halicarnaso es la siguiente, para que ni los sucesos de los hombres con el tiempo lleguen a extinguirse ni obras grandes y admirables –unas por griegos, otras por bárbaros realizadas– queden no celebradas, y entre las demás cosas, especialmente por qué causa guerrearon unos con otros”

Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, I Proemio

 

 

El hecho

Entre la batalla de Maratón el 490 a.C. y el estreno de Los persas de Esquilo el 472 a.C. tuvo lugar un momento decisivo. Durante esos dieciocho años, la libertad fue la principal aspiración del mundo griego. La expresión política de esta aspiración fue la democracia. He aquí una iluminación de Clístenes, y era un viejo arconte quien la tenía: “todas las cuestiones deben ser dirimidas por el conjunto de los ciudadanos varones adultos”. Una iluminación grandiosa, la primera propuesta de democracia de la que se tiene constancia, el legado más perdurable que haya dado un ateniense al mundo.

Sin olvidar las guerras Médicas, ese hecho de armas familiar hoy por el éxito de una película que recrea la batalla de las Termópilas, titulada 300, donde trecientos espartanos al mando de Leónidas se enfrentaron al ejército persa de Jerjes I, hijo de Darío I. Sin embargo, hay que sentir la verdad de ese conflicto entre griegos y persas sobre el fondo de una libertad democrática recién adquirida; y no reducirlo a un montón de gestas bélicas de carácter heroico.

La libertad es única e infinitamente valiosa. La escritura de Heródoto de Halicarnaso la celebra, modula todas sus sutilezas y sus posibilidades, lengua, arte, poesía, deporte. La sostiene por medio de un esfuerzo narrativo sin precedentes; y la carga de significados que atraviesan los siglos llegando hasta hoy como un ensayo sobre la representación del otro. Flota sobre los acontecimientos, teje y trama la voz de los protagonistas, arrulla los instantes trágicos, goza con los éxitos, grita a favor de una causa, solloza ante una pérdida. Heródoto se deleita incansable sobre la espiritualidad y la disciplina de los griegos, un alegato político de primer orden. Alguien logra por fin señalar la importancia de lo que está en juego en esa guerra.

Recordemos el proemio de su Historia:

 

Esta es la exposición del resultado de las investigaciones de Heródoto de Halicarnaso para evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y que las notables y singulares empresas realizadas, respectivamente, por griegos y bárbaros –y, en especial, el motivo del mutuo enfrentamiento– quede sin realce.

 

Lo que viene a la mente con este comentario es la necesidad de un griego cultivado de mantener vivo el mundo de ayer profundizando en el recuerdo de la sucesión de acontecimientos que lo hicieron posible. A eso le llama historia, y lo plantea descaradamente como un esfuerzo personal para saber lo que ocurrió, en qué orden y con qué resultado.

He aquí una de sus más famosos reflexiones:

 

Yo, por mi parte, no voy a decir al respecto que fuese de una u otra manera, simplemente voy a indicar quién fue el primero, que yo sepa, en iniciar actos injustos contra los griegos; y seguiré adelante en mi relato ocupándome por igual de las pequeñas y de las grandes ciudades de los diferentes pueblos, ya que las que antaño eran grandes, en su mayoría son ahora pequeñas; y las que en mis días eran grandes, fueron antes pequeñas. En la certeza, pues, de que el bienestar humano nunca es permanente, haré mención de unas y otras por igual.

 

Poco que añadir. Bueno sí, una cosa más. Debemos tener en cuenta el coste que a menudo se paga por el consuelo de la rememoración de algunas gestas del pasado. La necesidad de hacerlo viene naturalmente de la creencia en la civilización griega, sin que ello tenga nada que ver con la nostalgia que, en el siglo XX, meció el corazón con monótona languidez. Al contrario, Heródoto celebra los acontecimientos de las guerras Médicas y para ello viaja con la imaginación por todo el mundo conocido para descubrir la verdad en la medida de lo posible.

Una mente imparcial encuentra su trabajo excitante.

La libertad aparece en el interior de una detallada pesquisa de las costumbres de los pueblos: los persas obedecen a un rey autócrata al que temen y ante el cual se arrodillan, por eso son incapaces de entender lo que significa la libertad; los griegos, en cambio, prefieren debatir en las asambleas y llegar a acuerdos por medio de la votación. Eso es lo que les diferencia, y eso es lo que está en juego en la guerra.

Llega el momento de narrar los hechos.

Jamás ha sido más exacto el retrato de dos comunidades que están frente a frente. En la ciudad de Atenas, con el otro, de acuerdo con su manera de admitirlo o de rechazarlo, se crea la civilización del siglo V, la edad de oro del mundo griego. Pero los signos son preocupantes. Se habla de los persas como bárbaros porque son ajenos a la lengua griega, pero también a unas formas de vida que se atienen a una ley que se respeta porque voluntariamente se ha aceptado tras largas negociaciones.

Un paso más hacia adelante.

Heródoto describe el principio de responsabilidad política de unos hombres libres de elegir su destino en la vida en lucha abierta con los persas. Ese principio nos lleva a una conclusión que hoy no se acepta con facilidad: la guerra es un camino legítimo para consolidar la forma de vida propiamente griega. Ese es el mundo de la epopeya homérica visto a través de la mirada del poeta Esquilo.

En Los persas, Esquilo propone una reflexión sobre la guerra entre griegos y persas, pero también sobre lo que esa guerra anuncia: la ruptura entre Oriente y Occidente. Ese planteamiento asume un riesgo, no el de una construcción cultural para alcanzar el sentido de la identidad griega, sino el de la legitimación de un acto de guerra. ¿Qué hacer con el otro, al que se convierte en el enemigo?

 

 

Noticias

En la fiestas dionisiacas de Atenas del año 472 a.C. se estrena Los persas, recreación escénica de la batalla de Salamina, acaecida ocho años atrás. La parte del público que participó en esa batalla se sienta junto a otros espectadores sedientos de conocer lo que sucedió en la famosa jornada. La expectación es absoluta; son personajes históricos los que suben al escenario: existe una fuerte complicidad entre todos los asistentes. Se respira un aire triunfal. Catarsis, decía Aristóteles.

La tragedia se ambienta en Susa, capital del imperio persa, donde la reina madre Atosa espera noticias de la expedición de Jerjes contra Atenas. Un mensajero entra en escena y anuncia la derrota, aunque el rey ha conseguido escapar; luego sigue la descripción de la batalla, en la que destaca la voz de los hoplitas cuando se lanzan al ataque: “adelante, hijos de los griegos, libertad a la patria; libertad a vuestros hijos, a vuestras mujeres, a los templos de los dioses de vuestra estirpe y a las tumbas de vuestros antepasados. Ahora es la batalla por todo eso”. La memoria ayuda a reconocer la voz del coro; el ambiente resulta emotivo. Una guerra magistralmente evocada.

La obra obtuvo los máximos galardones, formando parte de los programas teatrales cada vez que se recrudecía el enfrentamiento con los persas; así ocurrió en el imperio romano y en el imperio bizantino. El público una y otra vez, durante siglos, se identifica con la voz de los hoplitas: hay que luchar por la libertad. Un principio político que reclama nuestra atención.

Ese principio marca los sucesos del 14 de julio de 1789, ya que al grito de liberté el pueblo asalta la Bastilla, el símbolo de la opresión. Y mucho más tarde, es el mismo el grito el que se usa durante los tres días de julio de 1830, a los que el pintor francés Eugène Delacroix concedió su enorme talento descriptivo al pintar La libertad dirige al pueblo. En cada ocasión que se reclama libertad, está presente el grito de los hoplitas llevado por Esquilo a los escenarios.

 

 

Circunstancias

Los persas de Esquilo ratifica la alianza entre la libertad y el espíritu griego. Se escribe para afirmar que la guerra contra los persas es una respuesta legítima por los sacrilegios cometidos en suelo griego, en especial los incendios de los templos de Atenas; no es una venganza sino la respuesta a una ofensa. La decisión de hacer la guerra se toma mediante la votación de los ciudadanos, por tanto democráticamente, y a favor de los griegos oprimidos por la tiranía persa; las victorias militares en Maratón, Salamina y Platea sancionan esas ideas. Se funda a continuación la Liga de Delos, y la verdad se desvela al instante: en nombre de la libertad se ha forjado un imperio marítimo.

Atenas actúa como una potencia hegemónica desde los inicios del imperio creado a la sombra de la Liga de Delos, en el 478 a.C., y luego sigue haciéndolo hasta su disolución en 462 a.C. Así, en nombre de la libertad, se controlan las materias primas básicas, como los cereales llevados a Atenas desde las islas del Egeo: Eubea, Lesbos o Lemnos. La presencia de los klerouchoi, agentes colonizadores, constituyen un baldón difícil de olvidar. El desdén con el que se reciben las noticias de los desmanes de esos individuos prueba que el imperio creado por la libertad no tiene ninguna intención de exportar esa misma libertad. “Los atenienses formamos parte de un pequeño territorio libre, sin recursos; a cambio tenemos un imperio”, dijo en el ágora Cimón, hijo de Milcíades, el héroe de Maratón, según Isócrates. ¡Vaya! Cimón cree en la fuerza dramática de sus palabras, eso parece. De todos modos, no se tiene más que una patria.

Escándalo. ¿Cómo se pueden poner juntos libertad e imperio? La idea es positiva para los atenienses, apoyados por el poeta Píndaro: “que la envidia sea la recompensa de las cosas hermosas”.

La retórica panhelénica tenía los días contados. Temístocles, el héroe de Salamina, es el primero en advertirlo con críticas al modelo político, lo que le conduce al ostracismo: esa costumbre introducida en Atenas por Clístenes para cuestionar a los líderes que no siguen los deseos de una ciudadanía cada vez más populista en sus decisiones políticas. Frente al liderazgo, la retórica de un imperio que defiende la libertad de los griegos, incluso la de los corintios que no la desean.

Atenas apuntala dos ideas claves. Primera, los nexos entre las victorias sobre los persas y el triunfo panhelénico sobre una potencia oriental en la guerra de Troya. Durante la primavera del 458 a.C. se tiene ocasión de recordar el famoso relato homérico con la puesta en escena de la única trilogía de tragedias conservada, la Orestiada de Esquilo: con Agamenón se revisa el sentido de la guerra de Troya; con las Coéforas se plantea la legitimidad de la venganza de Electra que perpetra su hermano Orestes matando a Clitemnestra; y con Las Euménides se lleva el magnicidio a una asamblea popular, el Areópago de Atenas, donde los ciudadanos votan la inocencia del acusado.

La segunda idea clave es la necesidad de un pacto con la otra gran potencia griega, Esparta, si se desea consolidar el imperio ateniense. Aquí entra en escena Pericles, un personaje singular, irrepetible, que da nombre a su siglo, el siglo de Pericles; insiste en la defensa de la libertad para todos los griegos como norma suprema de la acción política. Gesto oportuno en unos años en los que muchos ciudadanos están consternados por el juicio de Sócrates y su ulterior condena a muerte. Sobre todo porque el juicio se ha planteado en términos del derecho democrático como el bien superior, por encima de la ley y de la justicia. El voto de los ciudadanos refrenda incluso actos innobles. El pueblo habla con su voto de condena, pero no se atreve a opinar sobre la decisión tomada.

En medio de la confusión general, Pericles se revela como el único líder capaz de convertir la oratoria en un arma política: no hay una verdad, hay muchas verdades, las que surgen de puntos de vista diferentes, y todas tienen su razón de ser. La libertad es precisamente la capacidad de opinar en sentido contrario. Todos los ciudadanos tienen derecho a exponer sus ideas y defenderlas conforme a unas reglas que la sociedad se da a sí misma para tal cometido. La oratoria conduce a la adulación del público, advierte Platón.

Todo se hace por la libertad. Aquí Pericles se enfrenta ante el dilema. Atenas ha vencido en la guerra de los símbolos, y sus victorias sobre los persas son la imagen del triunfo de los valores de Occidente sobre los valores de Oriente. Nadie cuestiona ese principio (nadie de los aliados de Atenas, se entiende), porque sus adversarios comienzan a pensar que esa retórica impulsada por una brillante producción artística y literaria no es más que una coartada para convertir el imperio ateniense en una fuerza opresiva. Cuando, al fin, Esparta convoca la asamblea de sus aliados, el 432 a.C, y escucha sus quejas, tiene claro que la guerra era inevitable. Pericles contraataca con una pieza maestra de la oratoria, una oración fúnebre pronunciada poco después de esta asamblea, en el año 431. En ella deja claro quiénes son los verdaderos portadores del espíritu de los griegos, el espíritu panhelénico que les condujo a la victoria sobre los persas. Así, mientras los hoplitas de un bando y otro afilan las armas, Pericles declara ante los atenienses:

 

Porque, entre las ciudades actuales, la nuestra es la única que, puesta a prueba, se muestra superior a su fama, y la única que no suscita indignación en el enemigo que la ataca, cuando éste considera las cualidades de quienes son causa de sus males, ni en sus súbditos, el reproche de ser gobernados por hombres indignos. Y dado que mostramos nuestro poder con pruebas importantes, y sin que nos falten los testigos, seremos admirados por nuestros contemporáneos y por las generaciones futuras, y no tendremos necesidad ni de un Homero que nos haga el elogio ni de ningún poeta que nos deleite de momento con sus versos, aunque la verdad de los hechos destruya sus suposiciones sobre los mismos; nos bastará con haber obligado a todo el mar y a toda la tierra a ser accesible a nuestra audacia, y con haber dejado por todas partes monumentos eternos en recuerdo de males y bienes.

 

Pericles, con estas palabras, transforma, el pesar en orgullo. Al hacerlo se sitúa ante al reto de todo estadista, alejarse de la retórica y entrar en acción. Las palabras son fáciles, los hechos son arduos, porque para llevarlos a cabo es preciso contar con sus oponentes. La oración fúnebre responde al ultimátum dado por Esparta para que Atenas dejara libres a los miembros de la Liga de Delos, insistiendo que en Atenas “el poder no está en manos de una minoría, sino de todo el pueblo, todos son iguales ante la ley”.

Todo podía quedar en un cruce de palabras. No fue así. En 431 da comienzo una guerra de casi treinta años (en realidad veintisiete, pues acaba en 404). El objetivo: dirimir la hegemonía entre los griegos. Es la guerra del Peloponeso, y tiene en Tucídides a un sólido historiador que se esfuerza por informarse “con el mayor rigor posible sobre cada suceso” (I, 22, 1-2) y sobre sus motivaciones; al respecto anota una confidencia de Pericles al comienzo mismo de la guerra: “No creáis que estáis luchando por un solo motivo, la libertad o la esclavitud, sino que lo hacéis además por la pérdida de vuestro imperio, y por el peligro derivado de los odios que contra vosotros se han suscitado a causa del imperio”. (II, 63, 1-2).

La máscara por fin se cae. La guerra no es sólo por la libertad; es también por el imperio; es decir, por el control de las materias primas.

 

 

La lección (significado)

Superada la guerra, tras la capitulación de Atenas, los espartanos quieren recobrar el sentido de la libertad iniciando de nuevo la guerra contra los persas. De nada sirve la postura de Lisandro advirtiendo del peligro del lujo y de la molicie ya que los llamados iguales, los que realmente contaban en la ciudad de Esparta, se dispusieron a conciliar propaganda y hegemonía: el regalo del enemigo ateniense. Un gesto de orgullo porque no nace de la necesidad sino de un uso inadecuado del pasado.

Huésped en la corte de Susa, el general ateniense Conón se puso al frente de una poderosa flota persa que derrotó en la batalla de Cnido, 397 a.C., a la armada espartana. Los perros de la guerra se arrojaron gruñendo sobre Esparta porque –se decía por todo el Egeo– jamás ésta había creído en la razón que le indujo a sostener un conflicto de treinta años, la libertad, y se dudó de ella más de lo que era capaz de soportar. No hay nada más contrario al espíritu espartano que la incredulidad en sus aristocráticos valores. ¿Dónde quedaba el espíritu de Leónidas y de los trescientos que habían defendido con su vida el paso de las Termópilas tiempo atrás?

Mientras Atenas reconstruía la muralla, los persas volvían a dominar Asia Menor, con el beneplácito de muchos griegos que preferían esa tiranía a la hegemonía de la libertad de Atenas o de Esparta; toda Grecia supo que su momento histórico había pasado, sin que se hubiera encontrado una explicación al problema creado en las llanuras de Maratón. Fue la oportunidad de Epaminondas, el brillante general tebano, que lideró a todos los griegos que aún tenían esperanzas de que la libertad guiara al pueblo a la conquista de una civilización superior. Lo único que consiguió Epaminondas fue una alianza de los dos viejos enemigos, Esparta y Atenas, que unieron sus fuerzas en la batalla de Nantinea, donde el general tebano perdió la vida y los griegos cayeron en la confusión y la incertidumbre.

A mediados del siglo IV, la tragedia Los persas de Esquilo se había convertido en una pieza literaria más. Lo que renacerá de ella todavía permanece oculto en las montañas de Macedonia, en la corte del rey Filipo III. Así, pese a las baladronadas de algunos insignes atenienses en el campo de la filosofía, la retórica o la comedia, esta época comprendió que había terminado la edad de oro de los viejos, y eso indicaba que quizás la sociedad ya nunca volvería ser lo que un tiempo fue. Estos supervivientes de un sucesión de errores políticos tienen fisonomías que brillan en el escepticismo, el estoicismo y el cinismo: su sofisticación es majestuosa, la sabiduría quizás no tanto, pero coinciden en contemplar con un gesto de altivo desdén cualquier intento de identificar la libertad con una causa política.

 

 

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