Índice


PRIMERA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO X

SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
UNO DE LOS ÚLTIMOS CAPÍTULOS
Nikolái Gógol

Almas muertas

(Clásicos de la literatura)


Título original: Мёртвые души (1842)


e-artnow, 2015
Contacto: info@e-artnow.org
ISBN 978-80-268-3486-1

Cubierta: Alexander Аgin, ilustración de Almas muertas, 1846-1847

CAPÍTULO VIII

Las adquisiciones de Chichikov se transformaron en la comidilla de todo el mundo. En la ciudad se conversaba, se reflexionaba y discutía respecto de si era ventajosa la adquisición de siervos para trasladarlos a otras tierras. Muchos eran los que daban muestras de un profundo conocimiento de la materia.
—En efecto —decían unos—, las tierras de las provincias meridionales son buenas y fértiles, en eso todos estamos de acuerdo. Pero ¿qué ocurrirá con los siervos de Chichikov sin agua? Pues por allí no existe río alguno.
—Eso de la carencia de agua aún no es grave, Stepan Dmitrievich, pero la instalación en nuevos lugares es algo que no resulta nada seguro. Bien sabemos que el campesino que tiene que roturar tierras vírgenes, cuando nada posee, ni tan sólo una cabaña, huirá como dos y dos son cuatro, oteará los contornos y si te he visto no me acuerdo.
—Aguarde, no vaya usted tan aprisa, Alexei Ivanovich; no estoy conforme en eso de que los campesinos de Chichikov huirán. El ruso es capaz de todo y se aclimata en todas partes. Incluso en Kamchatka, si se le entregan unas buenas manoplas, cogerá el hacha y edificará para él una cabaña nueva.
—No obstante, Iván Grigorievich, te olvidas de algo muy importante: ignoras cómo son los campesinos de Chichikov. No te acuerdas de que el propietario no se desprende nunca de un buen mujik. Apostaría la cabeza a que los que ha comprado Chichikov son o borrachos y ladrones, o pendencieros y holgazanes.
—Lo que dice usted está muy bien, tiene toda la razón, nadie venderá buenos siervos y los campesinos de Chichikov son holgazanes y borrachos, pero es preciso tener en cuenta que existe la moral, que existe un factor moral: en el presente son unos granujas, pero en cuanto se vean instalados en otras tierras se volverán excelentes súbditos. Hay en el mundo numerosos ejemplos de esto, y también la Historia nos los presenta.
—No es posible que eso suceda nunca, nunca, créame —decía el intendente de las fábricas del Estado—, Los siervos de Chichikov tropezarán con dos poderosos enemigos. El primero es la vecindad de las provincias ucranianas, donde, como ya es sabido, la venta del alcohol es totalmente libre. Pueden estar seguros de que al cabo de dos semanas su vida se habrá convertido en una continua borrachera. El segundo enemigo es ese espíritu de vagabundos que adquieren cuando se les traslada de un lugar a otro. Sería preciso que Chichikov les prestara constante vigilancia, que los sujetara con guantes de hierro, que les hiciera trabajar sin descanso, incluso en cosas absurdas, y que no confiara en nadie, sino que lo realizara todo él mismo, personalmente, y que les diera algún que otro puñetazo.
—Chichikov no se verá obligado a ocuparse personalmente y a repartir puñetazos; al fin y al cabo, ¿para qué, si puede disponer de un buen administrador?
—¡A ver si logra usted hallar un buen administrador! ¡Son todos unos sinvergüenzas!
—Si son sinvergüenzas sólo se debe a que los señores se desentienden de los asuntos de la hacienda.
—Eso es cierto —asentían muchos—. Si el señor tiene alguna idea de la administración de su hacienda y sabe conocer a las personas, siempre encontrará un buen administrador.
El intendente contestó que por menos de cinco mil rublos era imposible hallar un buen administrador. El presidente objetó que se podría hallar por tres mil, pero el intendente dijo:
—¿Dónde cree que lo hallará? Como no lo tenga en las narices...
—No en las narices —le interrumpió el presidente—, sino en nuestro distrito. Ahí está Piotr Petrovich Samoilov. ¡Ese es el administrador que necesita Chichikov para sus campesinos!
Muchos comprendían la situación de Chichikov, y se asustaban por las dificultades que ofrecería el traslado de tan considerable número de mujiks. Se temía realmente que tuviera lugar un motín entre gente tan inquieta como eran los siervos de Chichikov. A esto el jefe de policía hizo notar que los temores de que se produjera un motín eran infundados, que para evitarlo había la autoridad del capitán de la policía rural, quien, sin necesidad alguna de acudir en persona, tenía suficiente con mandar su gorra, y que la gorra, por sí sola, se bastaba para forzar a los mujiks a trasladarse a las nuevas tierras.
Eran muchos los que exponían sus opiniones acerca de cómo se conseguiría domeñar el turbulento espíritu de los siervos de Chichikov. Había opiniones para todos los gustos: unas se inclinaban con exceso por la severidad característica del ejército y una crueldad extremada, mientras que otras abogaban por la suavidad. El jefe de Correos observó que Chichikov tenía un deber sagrado, que podía transformarse en un padre para sus siervos y transmitirles los bienes de la ilustración, aprovechando el momento para dedicar grandes alabanzas a la escuela de Lancaster de enseñanza mutua.
De este modo se opinaba y se conversaba en la ciudad. Muchos fueron los que, llevados por sus mejores intenciones, expusieron sus consejos personalmente a Chichikov, e incluso llegaron a ofrecerle una escolta armada para acompañar a los siervos hasta el nuevo lugar de residencia. Chichikov les dio las gracias por sus consejos, añadiendo que si se le hacía necesario, no dudaría en acudir a ellos, y renunció rotundamente a la escolta, ya que, según él, no hacía falta alguna, pues los mujiks que él había adquirido eran todos muy pacíficos y ellos mismos deseaban el traslado, y de ninguna manera podía estallar entre ellos un motín.
Ahora bien, toda esa serie de habladurías y comentarios trajo consigo las consecuencias más favorables que Chichikov pudiera imaginar: circuló el rumor de que era millonario. Los habitantes de la ciudad, que como ya vimos en el primer capítulo habían cobrado un sincero afecto hacia Chichikov, en cuanto hubieron aparecido tales rumores, sintieron que su cariño aumentaba.
Bien es cierto que todos ellos eran excelentes personas, se llevaban de maravilla y se trataban como auténticos amigos. Presidía siempre sus conversaciones un sentimiento de bondad y de sencillez: «Mi querido amigo Iliá Ilich», «Escúchame, Antipator Zajarievich», «No es cierto, querido Iván Grigorievich». Al dirigirse al jefe de Correos, llamado Iván Andreievich, agregaban invariablemente: «Sprechen Sie Deutsch, Iván Andreievich?». En resumen, formaban una verdadera familia.
Muchos de ellos tenían su cultura. El presidente de la Cámara se sabía de memoria Ludmila, de Zhukovski, que aún era una novedad, y recitaba a la perfección muchos fragmentos de este poema, sobre todo
Se durmió el bosque,
el valle duerme,
pronunciando las palabras de tal manera que producía la ilusión de que, realmente, el valle se hallaba dormido. Para acentuar el parecido incluso entornaba los ojos.
El jefe de Correos sentía más afición por la filosofía y leía con sumo interés, hasta por la noche, Las noches, de Young, y Clave de los misterios de la Naturaleza, de Eckartshausen, de cuyas obras tomaba unos extensos apuntes, aunque nadie sabía qué clase de apuntes eran aquéllos. Tenía gran agudeza, usaba palabras floridas y se complacía, como él mismo afirmaba, adornando la frase. El adorno residía en una infinidad de expresiones tales como: «Caballero, algo así, ¿comprende?, ¿sabe usted?, figúrese, respecto a, en cierta manera» y otras, que él dejaba fluir a chorros.
Asimismo adornaba la frase, y con bastante oportunidad, mediante una serie de guiños, los cuales conferían una expresión muy cáustica a la mayoría de sus satíricas observaciones.
Los restantes eran igualmente bastante cultos. Uno leía a Karamzin, otro Moskovskie Vedomosti, el de más allá no leía absolutamente nada. Ese era lo que se dice un fardo, esto es, una persona a la que se tenía que levantar de un puntapié si se esperaba que hiciera cualquier cosa; aquél era simplemente un vago de tomo y lomo que se pasaba todo el santo día tumbado y al que resultaría vano intentar ponerle en pie, pues de ningún modo se levantaría.
Respecto a su buena presencia, ya sabemos que todos eran personas seguras, entre ellos no se encontraba ningún tísico. Eran de ésos a quienes la esposa, en las afectuosas charlas que se producen en la intimidad, llaman gordito, regordete, barrigón, negrito y demás cosas por el estilo. La mayoría era gente de bien y muy hospitalaria, y aquel que había compartido con ellos el pan y la sal o había pasado una tarde en su compañía jugando al whist, era considerado ya como un amigo íntimo.
Con mayor motivo tenían por tal a Chichikov, con sus encantadores modales y seductoras virtudes, un hombre que conocía realmente el gran secreto de resultar agradable a los demás. Le cobraron tal afecto que nuestro protagonista no encontraba la forma de abandonar la ciudad. No hacía más que oír: «¡Quédese aunque sea una semanita, sólo una semanita, Pavel Ivanovich!» En resumen, que lo llevaban en palmitas. Pero mucho más profunda, sin comparación posible, fue la impresión (digna de asombro) que Chichikov produjo entre las damas.
Para comprenderlo sería preciso hablar por extenso de las mismas damas, de su sociedad, y pintar con vivos colores sus cualidades morales. Pero al autor esto le parece muy delicado. Por un lado, le frena el gran respeto que experimenta hacia las esposas de los dignatarios, y por otro, le es simplemente difícil. Las damas de la ciudad de N. eran... no, no me es posible, siento una tremenda timidez. En las damas de la ciudad de N. lo más destacable era... Resulta incluso extraño, la pluma se niega a obedecerme, es como si alguien le hubiera puesto un plomo.
Está bien. Cuando se habla de caracteres, parece que se tendrá que ceder la palabra a aquellos que se valen de más vivos colores y de una paleta más rica; nosotros deberemos conformarnos con decir, quizá, unas breves palabras referentes a su aspecto, limitándonos, por otra parte, a lo superficial. Las damas de la ciudad de N. eran lo que se llama presentables, y en lo que a esto concierne con toda seguridad se las habría podido poner a todas las demás. En cuanto a su modo de comportarse, de mantener el tono, de seguir la etiqueta y una infinidad de conveniencias de las más sutiles, y sobre todo en lo que se refiere a guardar la moda en sus menores detalles, incluso aventajaban a las damas de San Petersburgo y de Moscú.
Vestían con sumo gusto, por la ciudad se desplazaban en coche, tal como manda la última moda, y detrás del coche el lacayo, con una librea de dorados galones, iba balanceándose. La tarjeta de visita, aunque se tratara de algo escrito sobre un dos de tréboles o un as de piques, era considerada como lo más sagrado. Ella fue la culpable de que dos damas, entrañables amigas e incluso parientas, riñeran para siempre, ya que una de ellas no se había acordado de devolver la visita. Y por más que después sus maridos y familiares se esforzaron por reconciliarlas, no fue posible: en el mundo podía hacerse lo que fuera excepto reconciliar a dos damas que habían reñido por no devolver una visita. Así quedaron aquellas dos: distanciadas, según la expresión de la buena sociedad de la ciudad de que estamos tratando.
Por lo que respecta a quién tenía que ocupar los primeros puestos, se originaban asimismo escenas muy violentas, que en ocasiones empujaban a los maridos a adoptar medidas verdaderamente caballerescas cuando intentaban salir en defensa de sus cónyuges. Al duelo no se llegaba, por supuesto, ya que todos eran funcionarios de la Administración, pero hacían cuanto estaba en sus manos por llenar al otro de fango, cosa que, como ya se sabe, en ocasiones acarrea consecuencias de más gravedad que cualquier duelo.
En lo tocante a la moral, las damas de N. eran en extremo severas, todas ellas se hallaban poseídas por una noble indignación contra el vicio y toda clase de tentaciones, y condenaban sin la menor compasión las más pequeñas debilidades. Si alguna vez tenía lugar entre ellas lo que llaman una aventurilla, la guardaban en secreto, de modo que nada daba a entender lo ocurrido. Se conservaba enteramente la dignidad y el propio marido se encontraba tan preocupado que si advertía algo u oía mencionar la aventurilla, se limitaba a contestar con pocas palabras y recurriendo con sensatez a un dicho: «A nadie le importa lo que la comadre estuvo hablando con el compadre.»
Debemos agregar que las damas de N. destacaban, al igual que numerosas damas petersburguesas, por la extremada cautela y conveniencia de sus palabras y expresiones. Jamás decían «me he sonado», «he sudado» o «he escupido», sino «he aligerado mi nariz», «he utilizado el pañuelo». Bajo ningún concepto se podía decir «este plato o esta taza huele que apesta». Ni siquiera se podía decir nada que aludiese a tal cosa, sino que echaban mano de expresiones como «este plato no se comporta bien», o algo parecido. Con el fin de ennoblecer todavía más el idioma ruso, en la conversación se había prescindido de la mitad aproximadamente de las palabras, razón por la que muy a menudo se recurría al francés; por el contrario, cuando hablaban en francés era otra cosa: entonces estaban permitidas palabras mucho más fuertes que las mencionadas anteriormente.
Así, pues, eso es todo lo que podemos decir acerca de las damas de N. hablando superficialmente. Si ahondáramos más, por supuesto que aparecerían muchas otras cosas, pero es bastante peligroso escarbar en el corazón de las damas. Nos limitaremos, pues, a un examen superficial, y continuaremos adelante.
Hasta entonces las damas no habían hablado mucho de Chichikov, aunque, eso sí, le hacían plena justicia por lo que respecta a su agradable trato social. Pero en seguida que comenzaron a circular rumores sobre sus millones, hallaron en él otras cualidades. Sin embargo, no es que las damas fueran interesadas; la culpa la tenía la palabra «millonario» y no el propio millonario, sino precisamente la palabra, en la que, además del talego de oro, suena algo que tiene tanto poder sobre los miserables, como sobre los que no son ni carne ni pescado, como sobre los hombres buenos: en resumen, que tiene poder sobre todos. El millonario posee la ventaja de que puede contemplar la vileza totalmente desinteresada, la vileza pura, que no está basada en el cálculo: son numerosísimos los que saben muy bien que nada recibirán de él y que no tienen derecho alguno a recibirlo, pero forzosamente saldrán a su encuentro, sonreirán, se descubrirán, harán que se les invite a una comida a la que saben que acudirá el millonario. No se puede afirmar que las damas experimentaran esa tierna disposición hacia la ruindad. Sin embargo, en más de un salón se dijo que Chichikov, claro, aun no siendo guapo, era como un hombre tiene que ser, ni muy delgado ni muy gordo, lo cual no quedaría bien. Se aprovechó la ocasión para pronunciar unas cuantas palabras ofensivas sobre los flacos, de los que se aseguró que guardaban mucho parecido con un mondadientes y que no tenían nada de hombres.
En la indumentaria de las damas aparecieron numerosos detalles nuevos de todo género. Llegó a tal punto la aglomeración en las tiendas de tejidos que se produjeron empujones e incluso casi atropellos. Era como si todas las damas hubieran salido de paseo, a tal número llegaban los carruajes que se reunieron. Los comerciantes no salían de su sorpresa al ver que unos cuantos retales que habían traído de la feria y que no hallaban manera de vender debido a su precio, que se consideraba demasiado elevado, se los quitaban de las manos.
Una dama se presentó en misa con un miriñaque de tales proporciones que ocupaba media iglesia, hasta el extremo de que el comisario de policía, que estaba presente, ordenó que todo el mundo se hiciera atrás, esto es, hacia el atrio, a fin de no atropellar la indumentaria de tan distinguida dama. El mismo Chichikov no pudo por menos de advertir el interés tan extraordinario que despertaba. En cierta ocasión, al volver a la posada, halló una carta encima de la mesa. No fue posible averiguar de dónde procedía ni quién la había traído; el mozo de la posada le contó que quien la trajo había dicho que no quería que se supiera nombre.
La carta comenzaba con una categórica afirmación: «¡Tengo que escribirte!» Después decía que una misteriosa afinidad existía entre sus almas; esta verdad aparecía respaldada por una serie de puntos que llenaban casi medio renglón. A continuación seguían unas reflexiones, tan notables como justas, y creemos de obligación exponerlas: «¿Qué es la vida? Un valle en el que el sufrimiento encuentra cobijo. ¿Qué es este mundo? Una multitud de personas que no sienten.» La autora de la carta recordaba seguidamente que sus lágrimas mojaban las líneas escritas por su amante madre, quien hacía ya veinticinco años que había marchado de este mundo para siempre. Chichikov era invitado a retirarse al desierto, a abandonar definitivamente la ciudad, donde las gentes viven en medio de asfixiantes vallas que no permiten el paso del aire. El final de la carta era de una espantosa desesperación y acababa con los versos que siguen:
Dos tórtolas te enseñarán
mis cenizas heladas,
y con triste arrullo te dirán:
ella murió bañada en lágrimas.
A pesar de que el último verso no estaba bien medido, eso carecía de importancia. La carta se ajustaba por entero al espíritu de su tiempo. En ella no se veía ninguna firma: ni nombre, ni apellido, ni tan siquiera se indicaba mes o fecha. En el post scriptum se agregaba solamente que su propio corazón debía adivinar quién era la autora y que en el baile ofrecido por el gobernador, que se celebraría al día siguiente, podría encontrar el original. Todo esto le intrigó sobremanera. En el anónimo había tantas cosas que excitaban su curiosidad, que volvió a leer la carta, nuevamente la leyó por tercera vez y por último dijo:
—¡Querría saber quién la ha escrito!
En resumen, todo parecía dar a entender que el asunto se había puesto serio. Durante más de una hora permaneció dándole vueltas a la cuestión, y concluyó comentando, con la cabeza inclinada y los brazos abiertos:
—La carta está muy bien, pero que muy bien escrita.
Después, se comprende, envolvió sobre y papel y la depositó en el cofrecillo, junto a un programa de teatro y una invitación de boda, que se encontraba sin tocar en el mismo desde hacía siete años. Poco más tarde, efectivamente, le trajeron la invitación para el baile que ofrecía el gobernador, cosa muy corriente en todas las capitales de provincia: donde hay gobernador hay baile, ya que de lo contrario no existiría el debido amor y aprecio por parte de la nobleza.
Todo lo demás fue abandonado y alejado en seguida, y Chichikov se concentró por completo en los preparativos del baile, dado que, realmente, tenía muchas razones que le impulsaban a hacerlo así. Seguramente desde que el mundo ha sido creado jamás una persona ha empleado tanto tiempo en su arreglo. Una hora entera pasó mirándose la cara en el espejo. Trató de darle un sinnúmero de expresiones: ora importante y grave, ora respetuosa pero sonriente, ora reverente y sin sonrisa. Hizo frente al espejo una serie de inclinaciones acompañadas de unos vagos sonidos, algo semejantes al francés, a pesar de que él no tenía la menor noción acerca de esta lengua. Incluso se hizo a sí mismo varios gestos de agradable sorpresa, alzando las cejas, moviendo los labios y hasta la lengua. En resumen, ¡qué es lo que no le pasa a uno por la cabeza cuando se halla solo, advierte que es bien parecido y tiene la seguridad de que nadie mirará por el ojo de la cerradura!
Por último se dio un papirotazo en la barbilla y exclamó: «¡Pero qué rostro más agradable tienes!», y comenzó a vestirse. En el momento de vestirse se encontraba siempre en la mejor disposición de ánimo: mientras se ponía los tirantes o se anudaba la corbata, daba un taconazo y se inclinaba con extraña agilidad, y, a pesar de que jamás bailaba, hacía un entrechat. Esta vez el entrechat tuvo una consecuencia, aunque nada grave: la cómoda retembló y se cayó el cepillo que estaba encima de la mesa.
Su aparición en el baile fue causa de una gran expectación. Todos acudieron a su encuentro, uno con los naipes en la mano, otro interrumpiendo la conversación en el momento culminante, cuando estaba diciendo: «Pues el tribunal del zemstvo del distrito contestó que...», aunque ya no pudo saberse qué contestó el tribunal del zemstvo del distrito, pues el que así hablaba, lo abandonó todo y se precipitó a saludar a nuestro protagonista.
—¡Pavel Ivanovich! ¡Ay, Dios mío, Pavel Ivanovich! ¡Queridísimo Pavel Ivanovich! ¡Mi estimado amigo Pavel Ivanovich! ¡Ahí tenemos a Pavel Ivanovich! ¡Aquí está nuestro Pavel Ivanovich! ¡Permita que le abrace, Pavel Ivanovich! ¡Traédmelo para acá, que quiero dar un fuerte abrazo al estimadísimo Pavel Ivanovich!
Chichikov se vio abrazado por varias personas al mismo tiempo.
No había conseguido librarse del todo de los abrazos del presidente cuando se encontró ya en los del jefe de policía; el jefe de policía lo pasó al inspector de Sanidad; el inspector de Sanidad, al arrendatario de los servicios públicos; el arrendatario de los servicios públicos, al arquitecto... El gobernador que en aquel instante se hallaba con las damas, sosteniendo en una mano el papel de un caramelo y en la otra un pequeño perrito de lanas, cuando le vio, dejó caer el papel y el perrito, el cual soltó un grito al darse un trastazo. En resumen, la aparición de Chichikov produjo una alegría y una satisfacción o, cuando menos, el reflejo de la satisfacción general.
Les sucedió lo mismo que se observa en los rostros de los funcionarios ante quienes ha comparecido en visita de inspección el jefe de las oficinas que ellos atienden. Una vez han pasado el primer susto, advierten que le han gustado muchas cosas, que se digna sonreír y pronuncian unas frases agradables, y los funcionarios ríen doblemente; se ríen de buena gana incluso los que no han podido oír bien las frases, se ríe incluso el policía que se encuentra lejos, al lado de la puerta, y que desde que nació jamás se ha reído, ya que lo único que ha hecho es enseñar el puño a la gente; sin embargo, siguiendo las leyes inmutables del reflejo, su cara expresa algo que se parece a una sonrisa, si bien su sonrisa produce la sensación de que de un momento a otro va a estornudar tras haber tomado una pulgarada de rapé fuerte.
Nuestro protagonista contestó a todos y cada uno con extremada naturalidad: se inclinaba a derecha e izquierda, un poco de lado, según era costumbre en él, pero con una soltura que sedujo a todos. Las señoras lo rodearon en seguida, formando una deslumbrante guirnalda, e hicieron llegar hasta él nubes enteras de toda clase de perfumes: una olía a rosas, otra emanaba olor a violetas y primavera, la de más allá parecía saturada de reseda. Chichikov no hacía otra cosa que arrugar la nariz y olfatear.
En sus vestidos se veía un derroche de buen gusto: los rasos, las muselinas y las gasas eran de tonos pálidos que entonces estaban de moda, de colores a los que resultaba difícil darles nombre (hasta tal punto se había llegado en la exquisitez del gusto). Los ramilletes de flores y los lazos revoloteaban por todas partes sobre los trajes en el más pintoresco desorden, aunque dicho desorden era el resultado de profundas reflexiones y de numerosos ensayos. El tenue sombrero se apoyaba sobre las orejas y parecía como si dijera: «¡Eh, que salgo volando! ¡Qué pena que no pueda llevar conmigo a mi hermosa dueña!»
Las cinturas, muy ceñidas, presentaban las formas más sólidas y gratas a la vista (debemos hacer constar que las señoras de la ciudad de N. eran un tanto regordetas, pero sabían ajustarse tan bien el talle y eran de un andar tan agradable, que disimulaban a la perfección su obesidad).
Todo lo tenían pensado y previsto con mucha prudencia y tacto; el cuello y los hombros, descubiertos, los mostraban exactamente hasta el punto preciso, pero nada más; cada una de ellas lucía sus posesiones hasta el límite en que sus propias convicciones le decían que eran capaces de originar la perdición de un hombre. Lo demás permanecía todo oculto, con sumo gusto, ora por una tenue corbatita, ora por un chal tan diáfano como esos pasteles a los que se da el nombre de «besos», que les rodeaba enteramente el cuello, ora por unas pequeñas paredes dentadas de suave batista que se conocen con el nombre de «discreciones», que cubrían sus hombros. Tales «discreciones» cubrían por delante y por detrás lo que ya no podía causar la perdición de un hombre, aunque inducían a creer que era allí justamente donde se hallaba la misma perdición.
Sus largos guantes no tapaban hasta las mangas, sino que, intencionadamente, dejaban descubiertas las partes incitantes del brazo, sobre el codo, que en muchas mostraba una envidiable robustez; a otras se les habían roto sus guantes de cabritilla, pues obligados como estaban a permanecer tensos hasta el máximo, les habían estallado. En resumen, parecía como si todo llevara escrito: «No, no nos encontramos en provincias, estamos en la capital, ¡esto es el mismo París!»
Sólo se veían escasas cofias de una forma como nunca se vio en la tierra, o una pluma real que, contra todas las modas vigentes, se atenía exclusivamente al gusto personal de quien la llevaba. Pero no era posible evitarlo, ya que es algo propio e inalienable de todas las capitales de provincias: por una parte o por otra, la cuerda no puede por menos de romperse.
Chichikov, mientras las damas le rodeaban, iba pensando: «¿Quién de ellas será, no obstante, la que escribió la carta?», y al mismo tiempo adelantaba la nariz. Pero su nariz se encontró metida en medio de una serie de codos, bocamangas, mangas, blusas, cintas y vestidos. Sonaron las primeras notas de un galop y todo se dispersó al instante: la esposa del jefe de Correos, el capitán de policía rural, la señora de la pluma azul, la señora de la pluma blanca, el príncipe georgiano Chipjaijilidzev, el funcionario de Moscú, el funcionario de San Petersburgo, el francés Couvou, Perjunovski, Berebendoski, todo desapareció al instante...
—¡Ya lo tenemos! ¡Comenzó el revuelo! —murmuró Chichikov retrocediendo, y una vez que las señoras se hubieron sentado se puso otra vez a mirarlas, intentando adivinar por la expresión de sus rostros y de sus ojos quién había sido la autora de la carta. En todos sitios vio, no obstante, un mismo sentimiento casi no desvelado, tan imperceptible y fino, tan sutil...
«No —pensó Chichikov—, las mujeres son una cosa... —y entonces hizo un gesto como el que renuncia a comprender—. ¡No vale la pena hablar de ellas! Intentar explicar o contar todo lo que les pasa por el rostro, todas esas alusiones y sutilezas. Resultaría imposible sacar nada en claro. Sus ojos empiezan ya por ser un reino inmenso en el que cualquiera que penetre se perderá. No podrán sacarlo de allí ni siquiera con gancho. A ver quién intenta, por ejemplo, describir el fulgor de esos ojos: es un fulgor húmedo, como aterciopelado, de azúcar. ¡Sabe Dios todo lo que se encierra en ese fulgor! Es duro y suave a un tiempo, totalmente lánguido, o, como dicen algunos, es una delicia, o no lo es, sino algo incomparablemente más intenso que una delicia, que invade el corazón y se introduce por todos los rincones del alma como si poseyera una ganzúa. Resulta incluso imposible hallar la palabra adecuada: es la mitad galante del género humano, y solamente eso.»
Perdón. Por lo visto de los labios de nuestro protagonista se ha escapado una palabra oída en la calle. ¡Qué le vamos a hacer! Así es, en nuestro país, la situación del escritor. Sin embargo, si una palabra salida de la calle se encuentra en los libros, la culpa no la tiene el autor, sino los lectores, y sobre todo los lectores que pertenecen a la alta sociedad. Son los primeros en no pronunciar normalmente ninguna palabra rusa, y en cambio las francesas, inglesas y alemanas las usan en tal cantidad que hasta llegan a hartarle a uno, y las pronuncian manteniéndose atentas a cuantas reglas de pronunciación se quiera: el francés lo hablan con la nariz y con un acento gangoso, y el inglés lo pronuncian del mismo modo que lo haría un pájaro, hasta el punto de que incluso su fisonomía se vuelve de pájaro, y se ríen de todos aquellos que no consiguen poner fisonomía de pájaro. Lo único de que carecen es del elemento ruso, con la excepción, tal vez, de que, impulsados por su patriotismo, hacen edificar en su casa de campo una cabaña al estilo ruso.
De este modo son los lectores de la alta sociedad, y, junto con ellos, todos los que se agregan a la alta sociedad. Y no obstante, ¡qué espíritu tan exigente no tendrán! Se empeñan en que todo se escriba forzosamente en el lenguaje más depurado, más severo y noble. En resumen, pretenden que el idioma ruso nos caiga del cielo, adecuadamente perfeccionado, y se pose en sus mismas lenguas, de tal modo que no tengan otra cosa que hacer que abrir la boca y sacar la lengua. Por supuesto que la mitad femenina del género humano es sabia, pero debemos reconocer que son más sabios aún los dignos lectores.
Mientras tanto, Chichikov continuaba vacilando, sin conseguir adivinar quién era la dama que había escrito aquella carta. Trató de observar con más atención y advirtió que por parte de las señoras se expresaba asimismo algo que, al mismo tiempo que da esperanza, prometía dulces tormentos al corazón del infeliz mortal, de manera que, por último, pensó: «¡No, no es posible adivinarlo!» A pesar de ello, no disminuyó en lo más mínimo la alegre disposición de ánimo que le invadía. Intercambió gratas frases con alguna señora, haciéndolo de la forma natural y hábil que le caracterizaba, se aproximó a otras, a fin de saludarlas, con esos breves pasitos con que acostumbran a andar los vejetes presumidos que llevan tacones altos, esos a los que se suele dar el nombre de potros ratoniles y que con tanta destreza se mueven entre las damas. Volviéndose hábilmente a derecha e izquierda, dejaba arrastrar el pie de un modo apenas perceptible, enseñándolo a la manera de un corto trazo o de una coma.
Las señoras se veían muy satisfechas y no sólo hallaron en él una infinidad de detalles simpáticos y gratos, sino que notaron en su rostro una majestuosa expresión, algo de guerrero, propio de un Marte, cosa que, como todo el mundo sabe, gusta mucho a las mujeres. Incluso comenzaron a pelearse por causa de él: cuando se dieron cuenta de que habitualmente se colocaba cerca de la puerta, algunas se precipitaron a ocupar una silla junto a la entrada, y cuando una tuvo la buena fortuna de lograrlo, poco faltó para que se produjera una historia nada agradable; y muchas, que querían hacer lo mismo, encontraron eso una insolencia realmente repugnante.
Chichikov se hallaba tan entretenido charlando con las damas, o mejor dicho, las damas se hallaban tan entretenidas charlando con él, lo mareaban de tal modo con sus sutiles y complicadas alegorías, que él tenía que adivinar, hasta el extremo de que el sudor comenzó a bañar su frente, que olvidó por completo el deber de cortesía que le obligaba a aproximarse primero de todo a la dueña de la casa para saludarla. Se dio cuenta al escuchar la voz de la gobernadora, que desde hacía varios minutos se encontraba frente a él:
—¡Ah, es usted, Pavel Ivanovich!
Soy incapaz de transcribir fielmente las palabras que pronunció la gobernadora, pero dijo algo que rebosaba amabilidad, a la manera como se expresan las damas y los caballeros que aparecen en las novelas de nuestros escritores mundanos, tan aficionados a describir los salones y a presumir con su conocimiento, del buen tono, algo parecido a: «¿Es que se han apoderado de su corazón de tal modo que en él ya no queda lugar, ni el más mínimo rincón, para las que usted ha olvidado con tanta crueldad?» Nuestro protagonista se volvió inmediatamente hacia la gobernadora e iba ya a responder algo que sin duda no tendría nada que envidiar a las respuestas de los Zvonski, Linski, Gremidin, Lidin y demás militares que hallamos en las novelas de moda, tan hábiles todos ellos, cuando al azar, sin advertirlo la vista, se quedó como si un rayo le hubiera caído encima.
Frente a él no se encontraba sólo la gobernadora: de la mano llevaba a una jovencita de unos dieciséis años, fresca y rubia, de correctas y suaves facciones, barbilla puntiaguda y un óvalo encantadoramente redondeado, un rostro que cualquier pintor querría utilizar de modelo para una madonna y que muy raramente se halla en Rusia, donde a todo le gusta manifestarse en grande: los bosques, las estepas, las montañas, los rostros, los labios y los pies.
Se trataba de la rubia con quien se había tropezado en el camino, cuando se marchaba de la casa de Nozdriov, cuando por culpa de los cocheros o los caballos sus carruajes habían chocado de manera tan rara, los aparejos se habían enredado y el tío Miniai y el tío Mitiai habían intentado arreglar aquello. Chichikov se turbó de tal manera que fue incapaz de pronunciar una sola palabra. El diablo sabe lo que dijo, pero desde luego fue algo que en modo alguno habrían dicho Gremidin, ni Zvonski ni Lidin.
—¿Conoce usted a mi hija? —preguntó la gobernadora—. Hace poco que ha salido del pensionado donde estaba estudiando.
Él repuso que por casualidad había tenido la suerte de conocerla; intentó agregar algo más, pero no le salió absolutamente nada. La gobernadora agregó unas breves frases y se dirigió con su hija hacia otro lado de la sala, donde había otros invitados, mientras que Chichikov continuó inmóvil, como la persona que gozosamente ha salido de su casa para dar un paseo, dispuesta a fijarse en todo, y de repente se detiene, acordándose que ha olvidado alguna cosa. Nada puede existir más estúpido que esa persona: en un segundo la despreocupación se esfuma de su rostro e intenta acordarse de qué es lo que olvidó. ¿Un pañuelo? No, su pañuelo lo lleva en el bolsillo. ¿El dinero? También lo lleva en el bolsillo. Se diría que lo ha cogido todo, pero no obstante un extraño espíritu le murmura al oído que ha olvidado algo. Contempla distraídamente a cuantos pasan por delante de él, los veloces coches, los fusiles y morriones de un regimiento que desfila, el rótulo de una tienda, pero sin ver nada.
Así, Chichikov de repente se sintió ajeno a todo cuando tenía lugar en torno a él. Durante este tiempo, de los olorosos labios de las señoras llovió un sinnúmero de preguntas y alusiones pronunciadas con la mayor delicadeza y amabilidad:
—¿No estará permitido a estas infelices habitantes de la tierra la osadía de preguntarle en qué está pensando?
—¿Dónde se hallan los felices lugares por los que aletean sus sueños?
—¿Se puede saber cómo se llama la que le ha sumido en ese dulce valle de reflexiones?
Pero él respondía a estas preguntas sin prestar la más mínima atención a lo que decía, y las agradables frases desaparecían como si se sumergieran en el agua. Incluso se mostró tan descortés que al cabo de un rato se alejó de las damas, ansioso por averiguar hacia dónde se habían dirigido la gobernadora y su hija. A pesar de todo las damas no parecían dispuestas a dejarle ir tan pronto; cada una de ellas resolvió en su fuero interno valerse de toda esa serie de armas que tan peligrosas resultan para nuestros corazones, y poner en juego cuanto de mejor tenían. Es preciso notar que algunas damas —digo algunas, pero no todas— poseen una pequeña debilidad: si advierten que están dotadas de un encanto, la boca, la frente, las manos, creen que esa parte mejor de su rostro será lo primero en que se fijen los demás, y todos a una dirán: «¡Observad qué bella nariz griega tiene!», «¡Qué perfecta y encantadora frente la suya!» La que posee hermosos hombros está convencida de que todos los jóvenes se quedarán como hechizados y no dejarán de repetir cuando ella pase por su lado: «¡Oh, qué hombros tan maravillosos!», y ni siquiera prestarán atención al rostro, el pelo, la frente y la nariz, y en caso de que lo hagan será como si se tratara de una cosa que no le pertenece.
De este modo piensan algunas damas. Todas y cada una se prometieron comportarse en los bailes de la forma más encantadora que les fuera posible y mostrar con todo su brillo la superioridad de lo que tenían más perfecto. La jefa de Correos ladeó la cabeza con tanta languidez en el momento en que bailaba un vals que realmente parecía que se trataba de un ser sobrenatural. Cierta dama muy agradable —que no había acudido allí en absoluto con la intención de bailar debido a lo que ella llamaba una incomodidad, es decir, unos diminutos granitos que habían aparecido en su pie derecho, circunstancia que le había forzado a ponerse unas botas de pana— no pudo contenerse y dio unas cuantas vueltas a pesar de sus botas de pana, con el único fin de que la jefa de Correos no lograra salirse con la suya.
Pero de todo esto nada produjo en Chichikov los efectos apetecidos. Ni siquiera se dignó fijarse en los círculos que describían las damas, sino que, puesto de puntillas, no dejaba de otear por encima de las cabezas, intentando ver dónde podía hallarse la atractiva rubia; después se inclinaba e intentaba ver entre los hombros y las espaldas, hasta que por último logró contemplarla. Se encontraba sentada junto a su madre, sobre la cual se mecía con aire majestuoso algo semejante a un turbante oriental coronado con una pluma.
Dio la sensación de que se disponía a tomarlas a las dos al asalto. Ya porque influyera en él la primavera, ya fuera porque alguien le empujó por detrás, el hecho es que continuó adelante con decisión sin fijarse en nadie ni en nada. El arrendatario de los servicios públicos se vio obsequiado con un empujón que le hizo tambalearse y con no poca dificultad consiguió sostenerse sobre una pierna, pues de no ser así habría arrastrado consigo a toda una fila. El jefe de Correos tuvo que retroceder y se quedó mirándole con una mezcla de sorpresa y de sutil ironía, pero él ni siquiera se dio cuenta. Sólo veía a lo lejos a la rubia que estaba poniéndose un largo guante y que seguramente se hallaba muy deseosa de lanzarse a volar sobre el parquet. Allí, muy cerca, cuatro parejas estaban bailando una mazurca; los tacones repiqueteaban contra el suelo y un subcapitán de Infantería hacía grandes esfuerzos, poniendo en juego cuerpo y alma, brazos y pies, por conseguir un paso que ni aun soñando habría podido nadie marcar.
Chichikov se deslizó junto a los que bailaban la mazurca, y, casi rozando los zapatos de los caballeros, fue a parar directamente al lugar en que se hallaban la gobernadora y su hija. Pero al aproximarse a ellas se mostró extremadamente tímido, olvidó sus elegantes pasitos, rápidos y cortos, e incluso se sintió un poco turbado, de tal modo que sus movimientos resultaron un tanto torpes.
No podemos afirmar con certeza si en nuestro protagonista acababa de despertarse el sentimiento del amor; incluso no es seguro que los hombres como él, esto es, los que no son gordos, aunque tampoco flacos, sean capaces de amar. No obstante, con todo y con eso, había algo raro, algo que a él mismo no le era posible explicarse. Tuvo la sensación —según confesaría más tarde—, de que todo el baile, con todas las conversaciones y ruidos, era algo que ocurría a lo lejos: los violines y las trompetas sonaban más allá de unas montañas y todo se encontraba envuelto en una niebla, parecido al campo de un cuadro pintado con descuido.
Y en medio de aquel campo lleno de brumas y pintado de cualquier manera, lo único que sobresalía con precisión, como algo acabado, eran los finos rasgos de la seductora rubia: el redondeado óvalo de su bonito rostro, y su fina cintura, esa cintura que acostumbran a tener las jovencitas durante los primeros meses después de haber concluido sus estudios, su vestidito blanco y hasta casi sencillo, que ceñía levemente y con mucho primor su joven y esbelto cuerpo, y que ponía de manifiesto unas líneas puras. Toda su figura recordaba una joya delicadamente tallada en marfil. Era la única figura blanca y, como un ser claro y transparente, destacaba entre las demás personas, que formaban un conjunto opaco y confuso.
Según parece, es cosa que ocurre en el mundo. Según parece, incluso los Chichikov, durante unos breves momentos de su vida, se transforman en poetas, aunque la palabra «poeta» resultaría ya excesiva aplicada a ellos. No obstante se sintió como si hubiera rejuvenecido, casi casi como si se hubiera transformado en un húsar. Advirtió que junto a ellas se encontraba una silla vacía y no dudó en sentarse en ella. En los primeros momentos la conversación no fluía como es debido, pero después la cosa se arregló y la charla empezó a cobrar bríos. Sin embargo... aquí, aun sintiéndolo mucho, tendremos que decir que las personas serias y que ocupan importantes cargos resultan un tanto pesadas en la conversación con las señoras. En estos oficios son auténticos maestros los tenientes y, todo lo más, aquellos que no han ido más allá del grado de capitán. Sabe Dios cómo lo harán. No parece que cuenten grandes cosas, pero lo cierto es que las jóvenes se ríen a carcajadas. Por el contrario, lo que dice un consejero de Estado es harto conocido: o habla de que Rusia es un país de considerables proporciones, o se lanza al terreno de los chicoleos, a los que en verdad no les falta ingenio, pero que dejan un horrible regusto a algo sacado de los libros. Siempre que cuenta algo gracioso, se ríe en exceso, mucho más que la que le está escuchando.
Explicamos todo esto para que los lectores puedan darse cuenta de por qué la rubia comenzó a bostezar mientras nuestro protagonista le hablaba. Chichikov, no obstante, sin advertirlo siquiera, le explicó una infinidad de cosas agradables que ya había tenido ocasión de contar en otras diversas partes, a saber: en la provincia de Simbirsk, en casa de Sofrón Ivanovich Bespechni, donde por aquel entonces se hallaban la hija del propietario, Adelaida Sofronovna, y sus tres cuñadas, María Gavrilovna, Adelgueida Gavrilovna y Alexandra Gavrilovna; en la provincia de Riazán, en casa de Fiodor Fiodorovich Perekroiev; en la provincia de Penza, en casa de Frol Vasilievich Pobedonosni, y en la de su hermano Piotr Vasilievich, donde se encontraban su cuñada Katerina Mijailovna y las sobrinas-nietas de ésta, Emilia Fiodorovna y Rosa Fiodorovna; en casa de Piotr Varsonofievich, en la provincia de Viatka, donde estaba Pelagueia Egorovna, hermana de la cuñada de aquél, junto con su sobrina Sofía Rostislavna y las hemanastras Sofía Alexandrovna y Maklatura Alexandrovna.
Tal conducta de Chichikov causó un profundo desagrado en las damas. Una de ellas pasó a propósito por su lado para hacérselo advertir, y hasta rozó, como con descuido, a la rubia, con el desmesurado miriñaque de su vestido, y el flotante chal que cubría sus hombros pasó ondeando de tal forma que su extremo tocó el rostro de la muchacha. Mientras tanto, a sus espaldas, de los labios de una de las damas salió, al mismo tiempo que un olor a violeta, una observación muy mordaz e hiriente. No obstante él, o no la oyó o simuló no oírla. Sea como fuere, esto no estuvo nada bien, ya que siempre hay que estimar como es debido la opinión de las damas. Cuando se arrepintió de ello era ya demasiado tarde.
El desagrado, exactamente en todos los sentidos, apareció reflejado en muchas caras. Por considerable que fuera el peso de Chichikov en la sociedad, a pesar de que era millonario y su rostro tenía algo de guerrero, de Marte, hay cosas que las damas no pueden perdonar a nadie, quienquiera que sea, y entonces puede darse por perdido. Se dan circunstancias en que la mujer, por débil que sea su carácter comparándolo con el del hombre, da pruebas de más fortaleza no ya que el hombre, sino que cualquier otra cosa en el mundo. El desprecio de nuestro héroe, a pesar de ser casi involuntario, restableció entre las damas la armonía que había estado a punto de romperse a causa de la posesión de la silla. En ciertas palabras ordinarias que él había dicho con sequedad, hallaron venenosas alusiones. Para colmo de desgracias, uno de los jóvenes presentes compuso unos versos satíricos acerca de los que danzaban, cosa que, como todo el mundo sabe, sucede siempre en los bailes de provincias. En seguida se los atribuyeron a nuestro héroe. El descontento aumentó y las damas comenzaron a cuchichear por todas partes del modo más desagradable. La infeliz colegiala quedó aniquilada totalmente y la sentencia contra ella fue firmada.
Mientras tanto, a Chichikov le esperaba una sorpresa nada grata: al mismo tiempo que la rubia bostezaba y él le explicaba diversas historietas de las que él había sido protagonista en diferentes ocasiones e incluso le hablaba del filósofo griego Diógenes, se presentó en la puerta, procedente de otro aposento, Nozdriov. Se ignoraba si venía del bar o de un saloncito verde en el que se jugaba al whist más fuerte que de costumbre; si venía por su propia voluntad o si le habían echado de mala manera, pero la cosa es que se le veía contento y alegre, cogido del brazo del fiscal, al que sin duda llevaba arrastrando así desde hacía un buen rato, pues el pobre hombre no cesaba de mover sus frondosas cejas en todas direcciones como si buscara el modo de evadirse de aquel amistoso paseo del brazo de Nozdriov.
Porque lo cierto es que aquello resultaba insoportable. Nozdriov, que se había animado con sólo dos tazas de té, por supuesto que con su acompañamiento de ron, no hacía más que decir una mentira detrás de otra. Cuando lo vio a lo lejos, Chichikov tomó incluso la resolución de sacrificarse, esto es, de abandonar su envidiable sitio y alejarse lo más rápidamente que le fuera posible, puesto que el encuentro con él no presagiaba nada bueno. Pero la mala suerte quiso que en aquel preciso instante se volviera el gobernador, quien manifestó una gran alegría por haber hallado a Pavel Ivanovich, y lo detuvo, rogándole que le sirviera de juez en una disputa que sostenía con dos señoras sobre si el amor de las mujeres es un sentimiento duradero. Nozdriov, que entretanto le había visto, se dirigió hacia él.
—¡Vaya! ¡Ahí tenemos al propietario de Jersón! ¿Qué hay, propietario de Jersón? —exclamó aproximándose y riendo de una forma tan estrepitosa que sus mejillas, frescas y encendidas, se estremecían como una rosa primaveral—. ¿Has adquirido muchos muertos? ¿No está usted enterado, Excelencia? —continuó gritando y dirigiéndose al gobernador—. ¡Adquiere almas muertas! ¡Sí, como lo oye! Escúchame, Chichikov, te voy a hablar como amigo, todos nosotros somos amigos tuyos, aquí está Su Excelencia. Bueno, pues yo te ahorcaría, ¡te juro que te ahorcaría!
Chichikov no sabía qué hacer.