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Morena, peligrosa, y románica.

una comedia dantesca

Título original: Morena, peligrosa y románica

© 2015 Pedro Feijoo

Cubierta:

Fotomontaje y diseño: Eva Olaya

Fotografías cubierta © Shutterstock

1ª edición: octubre 2015

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:

© 2015: Ediciones Versátil S.L.

Av. Diagonal, 601 planta 8

08028 Barcelona

www.ed-versatil.com

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Para Marta,

a quien, a veces, todavía hago reír.

21

«Si la ocasión es propicia,

esta historia podría ser el cañonazo inicial

de un nuevo desastre universal…».

Groucho Marx

Prólogo

Con su permiso, voy a introducir un argumento. No sé si a ustedes les ocurrirá lo mismo, pero lo cierto es que de un tiempo a esta parte hay una pregunta que no deja de darme vueltas en la cabeza: ¿qué es realmente la vida? Quiero decir, hablando en términos clásicos, ¿es la existencia una tragedia? ¿O tal vez una comedia? Me imagino que ustedes, que ya se les ve que son gente sensata (además de un público maravilloso, por supuesto), dirán que, vaya, que como todo en la propia vida dependerá del cristal con que se mire y de su color. Y sí, claro, supongo que así será. Aunque, si les interesa mi opinión…

Para mí que ya la propia pregunta está mucho más cerca de la comedia que de la tragedia. Sí, eso es lo que creo. ¡Y ojo!, no vayan a pensar que por decir esto va a ser todo en la vida risa y felicidad. No. Porque la comedia es verdad. Y, mal que nos pese, en la verdad siempre hay dolor. Y ahí, ahí está lo malo. Porque lo malo, amigos, es que en este cuento que es la vida ya sabemos cuál va a ser papel reservado para nosotros: el de quien sale perdiendo. Tal como yo lo veo, en la comedia del mundo a nosotros siempre nos toca encarnar ese personaje sobre el que caen todas las burlas, todos los sopapos y todas las carcajadas. Lo cual no me negarán que es bastante trágico… ¡La desgracia, tan necesaria para poner en valor el verdadero peso de la felicidad y todas sus virtudes!

Y no crean que estoy hablando de una persona en concreto, ni tan siquiera de unos hombres sobre otros. No, la cosa no va por ahí. No se trata de una raza contra otra, ni mucho menos de un sexo frente a otro. No… El asunto va más bien como en el chiste aquel, ¿lo conocen? Adán habla con Dios e, inocente, le pregunta: «Señor, ¿por qué hiciste a Eva tan atractiva?», y Dios responde: «¿Cómo sino? Para gustarle alguien tan atractivo como tú, por supuesto.» Orgulloso, Adán sigue preguntando y, con voz bobalicona, dice: «Y, Señor, ¿por qué la hiciste tan cálida y suave?», a lo que Dios vuelve a responder: «¿Cómo sino? Para gustarle a alguien tan cálido y suave como tú, por supuesto.» Entonces Adán se queda en silencio y, después de pensarlo por un instante, frunce el ceño y vuelve a preguntar: «Pero Señor, si todo era para que fuese de mi gusto… ¿Por qué la hiciste tan idiota?» En ese momento Dios sonríe y, socarrón, contesta: «¿Cómo sino? ¡Para que se enamorara de alguien tan idiota como tú, por supuesto!» Para mí la vida viene siendo algo así, una situación de la que no sé cómo lo hará Dios, pero desde luego, ni los hombres ni las mujeres saldremos nunca bien parados…

Ahora, eso sí, si hay algo sobre lo que no tengo ninguna duda es precisamente sobre esto: sea Él, el Supremo Hacedor, el Gran Arquitecto, el Big Boss, o como diablos queramos llamar a «ese tal Dios», lo que sí está claro es que, más allá de cualquier duda razonable, existe una fuerza superior que rige, observa y, muy probablemente, se parte de risa ante la contemplación de nuestros movimientos a lo largo de todos los códigos postales de este valle de lágrimas. ¿De qué otra manera explicarían ustedes cuestiones como lo de la calidad frente a la cantidad?

Me refiero al hecho científicamente comprobado de que la única meta verdadera y subconsciente de cualquier especie animal no es otra sino garantizar la supervivencia y expansión de la misma especie. O sea, y hablando en plata: más allá de esa sensación extraña que acostumbramos a llamar «amor», si hoy estamos aquí reunidos no es en realidad para otra cosa sino para procrear. Y, sin que dejemos de lado esa misma claridad, está igualmente demostrado que, a la hora de afrontar semejante responsabilidad, los comportamientos de uno y de otro sexo son completamente diferentes. Así, llegado el momento de prepararse para la faena, las hembras se descubren programadas para la calidad. O lo que es lo mismo: ellas observarán primero y escogerán después al mejor candidato de entre todos los pretendientes presentados al casting (donde serán factores a evaluar aspectos como la fuerza del individuo, su «dotación», sus recursos, y todas aquellas capacidades a mayores que contribuyan a fortalecer y mejorar la protección de la camada que, evidentemente, acabará por llegar), para poder así garantizar la buena salud de la siguiente generación. ¿Claro hasta ahí? Bien, pues mientras esto sucede, a su vez los machos se descubren programados para escoger… Un momento, ¿he dicho escoger? ¡Ni mucho menos! Los machos están programados para la cantidad, y punto. No hay tiempo para selección alguna (tanto es así, que el verbo «escoger» ni siquiera aparece recogido en el famoso Diccionario Masculino Ilustrado, (muy ilustrado), de la Evolución). Un buen macho no puede perder ni un segundo de su valiosa vida en fijarse a ver cuál es la mejor receptora de su preciadísima semilla: ¡todas lo son!

Resumiendo, que lo que tenemos delante no es otra cuestión sino la sempiterna lucha entre calidad vs. cantidad. Y claro, así no hay quien se ponga de acuerdo.

Por si todavía no les parece significativo este ejemplo, permítanme que les ofrezca otro un poco más próximo. Porque igual pensaban que hasta ahora nada más les estaba hablando de todos esos bichos que salen en la tele por el canal de los documentales. Machos y hembras, leonas, tigres, búfalos y ñus… Déjenme, pues, que les hable de algo bastante más próximo: los seres humanos (miren a su alrededor, seguro que tienen más de uno cerca…). De hecho, vamos a hablar de un tema que a mucha gente le resulta incómodo, y que a mí, simplemente, me resulta de recuerdo complicado: el coito.

Aunque a veces tengamos serias dudas sobre la conveniencia de tal decisión (sobre todo después de oír algún que otro diálogo en determinados canales de televisión), la verdad es que para garantizar aquella supervivencia de la especie de la que antes hablábamos también nosotros necesitamos practicar ese encuentro sexual. Sabiendo de lo vagos que somos y de lo mucho que nos gusta dejar las cosas a medio hacer, la madre naturaleza, los dioses del Olimpo, o como finalmente decidamos llamar al Mega-Programador, culminó el diseño de ese «encuentro» con un fantástico premio final. Sí, me refiero a eso que nosotros, los humanos, conocemos como orgasmo (muchas veces, por cierto, un fin de fiesta demasiado efímero para lo caro que nos ha salido el baile, si bien ese es un tema que ahora no viene a cuento…).

La cosa es que, llegados a ese momento mágico del orgasmo y gracias a una serie de combinaciones hormonales específicas, nuestros cerebros se comportan de modos completamente diferente según seamos de uno u otro sexo. Así, mientras en la mujer se produce algo parecido al deseo de estar cerca del amante, animada y, por lo general, con ganas de más fiesta, en el caso masculino nuestras propias hormonas deciden que llegados a ese punto lo mejor que podemos hacer es… dormir. ¡Dormir! Dice la ciencia que se trata este de un mecanismo diseñado para que el macho no abandone el nido, y que para cuando vuelva a despertarse, ya más descansado, esté listo para el siguiente asalto. Pero hombre, ¡resulta evidente que así es imposible quedar bien! Miren: la ciencia ya puede decir misa, pero para mí que esto no es más que una cuestión de «incompatibilidad de programación», y además hecho a mala idea. Cuando ustedes, parte femenina del público, quieren más, nosotros, parte masculina, ¡¿solo queremos dormir?! Por fuerza tiene que haber alguien ahí fuera, arriba, en el cielo, en el espacio exterior o donde ustedes lo quieran imaginar, observando nuestros desencuentros y meándose de risa a nuestra cuenta. Alguien, en realidad, que sabía de antemano que esto sucedería… ¿Quién, díganme, quién sino el propio programador?

Ya lo ven, amigos, pueden ustedes llamarlo como quieran, pero lo cierto es que no somos más que marionetas, títeres a merced de una voluntad más elevada, una fuerza superior a la que podríamos llamar… No sé, ¿qué tal «destino»? Da igual, que cada cual lo llame como prefiera. Lo que resulta obvio es que gobierna todos y cada uno de nuestros pasos y que, evidentemente, tiene un sentido del humor de la peor calidad posible…

Así es como veo yo la vida. ¿O desde qué otra perspectiva, si no, podemos tratar de comprender la extraña cadena de acontecimientos que estoy a punto de compartir con ustedes?

Sea como sea, en el caso de que todavía pretendan perseverar en su empeño de no creer en este tipo de fuerza superiores, déjenme entonces que introduzca un último concepto: las fuerzas inferiores. Sí, crean ustedes en ellas, porque desde luego, y permítanme que se lo diga, una cosa está clara: que no nos demos cuenta de su potencial no quiere decir que no resulten determinantes en nuestras vidas. Quiero decir, del mismo modo que a ninguno de nosotros se le pasaría por la cabeza lo importante que puede llegar a ser algo tan insignificante (en principio) como llamarse Ernesto, ir tras un conejo blanco, considerar la parte contratante de la primera parte, o tener a mano una simple toalla de baño hasta que no nos encontremos perdidos en un bar al final de la galaxia, tampoco estamos preparados para detectar lo terriblemente pernicioso que para nuestros intereses pueden llegar a ser cosas tan aparentemente insignificantes como una tarjeta de visita o un buzón…

Sí, amigos, si les interesa, y puestos a compartir mi opinión con ustedes, les diré que, tal como yo lo veo, la vida está trágicamente mucho más cerca de ser una comedia, una de muy mal gusto en la que, visto lo visto, lo importante es no llevarnos demasiados golpes en la cabeza. La mía (mi comedia, no mi cabeza) comienza con una tarjeta de visita, una simple y aparentemente inofensiva tarjeta de visita mal puesta en un buzón de correo con una ventanilla demasiado pequeña. Por cierto, ¿les he dicho ya que son ustedes un público maravilloso?

Libro primero:
Un infierno con vistas a la ría

Canto I: Mi nombre es Legión

En realidad, todo había empezado mucho tiempo antes de que mi vecina llamara a mi puerta. Solo que entonces yo no lo sabía. Todavía no.

—¡Señora Chismes! —exclamé al encontrarme con ella al otro lado—. Vaya, qué sorpresa…

—Por favor, señor Odeón, disculpe que lo asalte de esta manera —respondió al tiempo que ella misma terminaba de abrir, determinada, la puerta de mi piso de par en par—. Lo último que quisiera en esta vida sería molestarlo.

Y aunque nadie la invitó a hacerlo, tal declaración de principios le bastó a la señora Chismes para avanzar imparable desde el descansillo del noveno al interior de mi apartamento. Fue un vuelo directo, sin escala en el recibidor, de modo que, cuando quise darme cuenta, ya me había quedado solo, al lado de la puerta, con una sartén en la mano y un rastro de aroma a colonia barata, fritanga y sudor en la nariz. Comprendiendo que por ahí ya no entraría más que el aire frío que subía por el hueco de las escaleras, cerré la puerta y seguí los pasos de mi vecina.

La encontré al fondo del salón. Tampoco es que fuera muy difícil, un apartamento como el mío no es que dé para muchos escondites, precisamente… La mujer permanecía inmóvil, de pie frente a la ventana y con la mirada perdida en la contemplación de la ría de Vigo, una balsa de aceite allá abajo. Cómodamente sentado sobre nuestro viejo televisor, Virgilio, el gato con el que yo compartía piso, conversación y a veces incluso comida, no le quitaba ojo de encima. Desconcertado por lo inesperado de la visita, pensé que sería mejor mantener una distancia prudencial. Dejé la sartén que todavía llevaba en la mano al lado del televisor y me situé detrás de ella. De la señora Chismes, no de la sartén.

No sabiendo muy bien qué decir, también yo me quedé contemplando el paisaje. A la izquierda las islas Cíes, allá a lo lejos. Frente a nosotros el monte de la Guía y, tras él, los gigantescos pilares del puente colgante de Rande. Cuando mi vecina consideró que el interludio dramático ya había sido suficiente, giró sobre sí misma y, por fin, se dispuso a hablar.

—De sobra sé que andará usted liado en un millón de asuntos más importantes que atender a una pobre vecina asustada como yo.

—Sí, bueno, la verdad es que ahora mismo estaba a punto de ponerme a hacer la comida… —respondí señalando la sartén, todavía empapada en aceite al lado del televisor y el gato.

Por completo indiferente al subtexto de mi comentario, la señora Chismes respondió cogiendo teatralmente mis manos entre las suyas.

—Comprendo, comprendo —musitó al fin, a todas luces ni comprendiendo nada ni mucho menos importándole en absoluto la mucha o muchísima hambre que yo pudiera llevar conmigo a aquellas horas del día—. Pero, por favor, señor Odeón, permita que le explique algo: cuando una mujer como yo se atreve a perturbar la tranquilidad de un hombre de acción como usted en su hogar es porque lo necesita. Verdaderamente.

—¿Un hombre… de acción? ¿Como yo? Vaya, me abruma usted…

—¿Y eso? —respondió aparentando no comprender mi desconcierto.

—Con su perspicacia, quiero decir. Me abruma usted con su perspicacia… No todo el mundo es capaz de reconocer mis dotes con tanta facilidad. ¿Y dice que me necesita, entonces?

—Exacto —confirmó clavando intensamente sus ojos en los míos—. Lo necesito.

—Caramba…

—Mucho —especificó.

—Vaya… ¿Mucho, dice usted?

—Muchísimo.

Y esta vez su respuesta vino acompañada de un sutil movimiento por parte de su cuerpo, curiosamente en dirección al mío.

—Vaya —respondí tragando saliva—, pues entonces supongo que la comida podrá esperar… ¿Y de qué tipo de necesidad estamos hablando, entonces?

La señora Chismes, la vecina del 2º derecha, soltó mis manos y, alejándose de mí, se dejó caer sobre el despojo que me hace las veces de sofá, dándoles a las dos cucarachas que allí se echaban la siesta el tiempo justo para ponerse a salvo de no morir aplastadas.

—Se trata de mi hijo, señor Odeón.

—Su hijo —repetí.

Ni hijo ni gaitas, en realidad mi respuesta no era más que un pretexto para sentarme a su lado.

—Sí, el imbécil de mi hijo. A disgustos, don Dante, el muy animal…

La señora Chismes se mordió el labio, justo al tiempo que su voz empezaba a sonar furiosa, quizás incluso ligeramente demasiado rabiosa. Debió de pensar que tal vez esa no fuera la mejor manera de mostrarse ante mí, porque al momento reconvirtió las formas de su enojo en otras más amistosas.

—Por favor, le ruego que me disculpe, es la angustia la que habla por mi boca. Mi pobre hijito, quería decir, que un día de estos me matará de un disgusto…

Lo escaso de la distancia a la que me había vuelto a situar con respecto a mi vecina me permitió comprobar que a la angustia aquella que hablaba por su boca le apestaba el aliento a coñac, tabaco, y algo más, algo sin forma reconocible pero putrefacto muy probablemente ya desde mucho antes de que el hombre de las cavernas hubiera inventado el cepillo de dientes.

—Bueno, ya sabe usted lo que dicen —alegué, más por intentar evitar aquella bocanada infernal que porque tuviera nada que decir—, los chiquillos de hoy, más que les das, más que te piden, ¿verdad?

—¿Chiquillo? —la mujer frunció el ceño—. Hombre, no sabría qué decirle, señor Odeón… Mi Miqui ya va para los veinticinco.

De acuerdo, tal vez debería prestarles más atención a mis vecinos. Bueno, más, o simplemente alguna.

—¿Veinticinco, dice usted? —arqueé las cejas—. Hay que ver, se les coge cariño, y luego ya no sabe uno dónde termina el niño y dónde empieza el hombre… Bueno, tanto da, lo importante es que estaba usted a punto de explicarme algo sobre su hijo.

—Sí —confirmó adoptando el mismo tono dramático de antes—. Verá…

Pero no vi nada. O por lo menos no de lo que hubiera esperado. Aparentando un ligero sofoco, sin duda motivado por la angustia que los disgustos de su hijo le provocaban, la señora Chismes hizo una pausa para tomar aire. Acompañándose con un gesto como de abanicarse con las manos, echó la cabeza hacia atrás, y yo no pude sino fijarme en la gota de sudor que, sugerente, se deslizaba cuello abajo, a punto de perderse ya en las profundidades de su más que generoso escote. Y, si he de serles sincero, creo que si la señora Chismes hubiera tardado medio segundo más en hablar, yo habría empezado a hiperventilar sobre su blusa.

—El problema —arrancó por fin— es que empiezan a ser muchos los días que llevo sin noticias de mi Miqui. Lo que me preocupa no es que desaparezca de vez en cuando. Que se tire dos o tres noches seguidas por ahí es algo a lo que ya me tiene acostumbrada. Pero si al tercer día nadie deja su cuerpo, medio inconsciente, medio desnudo, y por completo apestando a ginebra en mi puerta, entonces sí, ahí sí que me preocupo. Y esta vez va ya para una semana que no sé nada de él, señor Odeón, ¡una semana!

—Caramba, pues sí que parece terrible la situación, sí —respondí fingiendo compartir su angustia—. Lo que no acabo de ver es cómo podría ayudarla yo, señora Chismes. Como no sea echando mano del botiquín… ¿Necesita pastillas? ¿Ansiolíticos, antidepresivos tal vez? Puedo ofrecerle un antihistamínico, si lo prefiere. Sé que no es lo mismo, pero vaya, a mí me funciona. Y además no cojo catarro alguno.

Por un instante la señora Chismes se quedó observándome desconcertada, sin saber muy bien qué responder, hasta que rompió en una carcajada nerviosa.

—¡Por favor, señor Odeón, hay que ver cómo es usted!

—¿Yo? —respondí más desconcertado que ella—. Bueno, buena gente, supongo. O por lo menos dependiendo de cuáles sean sus referencias. En comparación con el Vampiro de Düsseldorf salgo ganando. —Lo pensé por un momento—. Vaya, o eso creo…

—Por supuesto que sí, don Dante. Y precisamente por eso vengo a contarle mi problema. Porque es usted buena gente, valiente y, si me permite que se lo diga —juraría que su tono sonó aquí ligeramente coqueto—, terriblemente atractivo…

Y miren, qué quieren que les diga: razón no le faltaba.

O, bueno, casi…

Vale, de acuerdo: para ser más exactos vamos a cambiar el «faltaba» por un más honesto «faltaría». Porque la señora Chismes bien habría dado en el clavo de no ser por una serie de pequeños detalles dignos de ser tenidos en consideración, a saber:

  1. Yo soy uno de esos muchos, muchísimos individuos anónimos, tipos de aspecto indefinido cuyo nombre también podría ser Legión.
  2. No es que sea ningún tapón, pero alto tampoco soy. Y, sobre esta complexión que gasto, digamos que más que atlética la mía viene siendo la propia de los que no comen ni tanto ni con tanta frecuencia como les gustaría. (Las dietas, ya se sabe…).
  3. Mi terrible miopía me obliga a llevar gafas, unos culos de vaso montados en pasta negra que, a buen seguro, dudo que hayan estado de moda tan siquiera el día en que los fabricaron, ya muchos lustros atrás.
  4. Soy un poco indeciso (creo).
  5. Traigo de serie todos los achaques propios de mi edad y, de regalo, también los de los que tienen una o dos docenas de años más que yo.
  6. Duermo mal, me despierto demasiado temprano, por la mañana me duele la espalda, por las tardes me encuentro demasiado cansado, por la noche me duele todo y, aun así, sigo acostándome mucho más tarde de lo que mi cuerpo y nuestro veterinario dicen que debería.

Así pues, si llega el día en que semejante constelación de imperfecciones personales se pone de moda, entonces sí. Pero, para serles sincero, hoy todavía estoy bastante lejos de ser lo que se dice «terriblemente atractivo». Por eso, a la luz de la considerable relación de evidencias que acabo de exponer quedaba claro que lo que la señora Chismes necesitaba con desesperación de mí era algo más que pastillas…

—Pues sí, señora Chismes.

—Por favor, llámeme Gladys.

—Por supuesto. Pues sí, Doris…

—Gladys.

—Eso mismo. La verdad es que me lo dicen con mucha frecuencia.

—¿El qué? —preguntó ella acercando su cuerpo un poco más al mío.

—Lo de mi atractivo, por supuesto —le recordé nervioso, simulando apartar de mi frente un mechón de cabello muchos años atrás perdido—. Me lo dicen… constantemente.

—Por supuesto —repitió ella, terriblemente seductora. Lástima de aquel aliento suyo, también terriblemente… terrible.

—En fin —atajé tragando saliva—, ¿qué le parece si ahora mejor aparcamos el asunto de nuestra común belleza, y nos centramos en cómo puedo ayudarla yo? Con eso de su hijo, quiero decir…

Sentada a muy poca distancia en mi sofá de finísimo escay de importación, la señora Chismes todavía tardó en responder, supuse que ocupada en buscar la mejor combinación de palabras con la que ponerme al corriente de la situación. Y mientras lo hacía no dejaba de jugar con los bajos de su falda, un discretísimo estampado de flores en tonos verdes, violetas y amarillos fluorescentes, ahora mostrando sus rodillas, ahora escondiéndolas. Rodilla para arriba, rodilla para abajo. A punto estaba yo de tener un esguince de nuez, de tanto tragar y volver a tragar saliva, cuando por fin, esta vez sí, se decidió a hablar.

—Verá, señor Odeón: como ya le he dicho, lo último que quiero es hacerle perder un segundo de su tiempo, que me consta vale mucho. Pero es que a mí me da que el pobre Miqui anda metido en algún follón, en algo serio. Una madre percibe esas cosas aquí, en el corazón —dijo echándose enérgicamente una mano sobre su pecho derecho, por otro lado increíblemente generoso en lo que a volumen se refería—. Y más teniendo en cuenta que mi cariñito nunca ha sabido elegir bien sus amistades… El pobre siempre ha tenido ojo clínico para escoger a sus compañías entre lo más granado del barrio, usted ya me entiende.

Mi vecina hizo una pausa antes de reiterar su petición:

—Ayúdeme, don Dante, ayúdeme a encontrar a mi angelito, y yo… —nueva pausa, nueva mirada, nueva gota resbalando cuello abajo—, yo sabré recompensarle como se merece…

Pronunció esta última oración afirmativa muy lentamente, asegurándose de que yo comprendía cada vocal y cada consonante pronunciada. Y, al hacerlo, acompañó su perfecta dicción con un nuevo movimiento de aproximación, esta vez menos sutil y más definitivo, dejando nuestros cuerpos a tal distancia que, ahora sí, entre ellos ya no quedaba espacio ni para las dudas.

—Escuche, Dante… —murmuró suavemente en mi oreja.

—Dígame, Doris.

—Gladys.

—Sí, las dos. Díganme.

—Dada su profesión, en el edificio estamos todos convencidos de que no hay en todo el bloque nadie más indicado que usted para encontrar a mi pobre hijito y traerlo de vuelta para casa.

Hablaba muy despacio, sus labios casi pegados a los míos, y, mientras lo hacía, su dedo no dejaba de jugar con los botones de mi camisa.

—Y no, no se preocupe —continuó, poniendo ahora su índice sobre mis labios, como si estuviera silenciando algo que, en realidad, yo no iba a decir. En realidad, en ese momento yo no habría sido capaz de decir ni Mondoñedo—. Usted no tendrá de qué preocuparse, que su secreto permanecerá a salvo conmigo…

Doris, Gladys, o como diablos se llamara la señora Chismes seguía allí, con su mano izquierda acariciando mis labios, sus ojos ahora zalameramente puestos en los míos, y toda su solemnidad y una talla cien de sujetador en la mano derecha. Y, justo a su lado, yo, todavía más perdido que al principio de nuestro encuentro. ¿Mi secreto? Pues muy bien, pero… ¿Cuál de ellos? Y, sobre todo, ¿a qué demonios se refería con eso de que en el edificio estaban todos convencidos? ¿Convencidos, de qué? ¿Y quiénes rayos eran esos «todos»?

—Disculpe —dije apartando por fin su mano de mi boca—, pero creo que no acabo de comprender…

Ladeó la cabeza y dejó escapar una sonrisa cómplice.

—Veo que se resiste usted a confiar… Pero insisto —insistió—, no es necesario que disimule, aquí ya todos sabemos que ustedes tienen que ser discretos ante todo. Lo comprendo. Bien es verdad que en su buzón no llega a verse con claridad, pero por lo poco que la gente comenta está bien claro que en el barrio no hay otro como usted.

Me quedé mirándola, cada vez más desconcertado.

—¿Otro… como yo?

—Sí —respondió ya casi pegando sus labios a los míos—, otro como tú: agente secreto.

Bien, muy bien. De acuerdo. Aquí es donde ustedes pueden darle al botón de pause. Denle, y dejen que por un instante la imagen de la señora Chismes, aquí sentada a mi vera, se quede como la nómina de un funcionario cualquiera: congelada.

Porque de todas las medias verdades que me vecina está metiéndonos a mí y, por extensión, a ustedes, mucho me temo que será esta última la más grande y, sin embargo, supongo en realidad que también la más inconsciente. ¿Agente secreto, yo? A ver…

Quizá de habérmelo propuesto antes, de haber sido más alto yo, más fuerte mi cuerpo y menos planos mis pies…, pues miren, no les digo que no. Pero ahora, evidentemente, no. De los muchos, muchos oficios que a lo largo de mi vida he tenido ocasión de practicar, el de misterioso agente secreto no figura en mi currículum.

Aclarado este asunto, estarán pensando que, evidentemente, mi siguiente movimiento será el de sacar a mi vecina del error perceptivo en el que se encuentra, ¿verdad? Dejen que les exponga un argumento: no, ni muchísimo menos.

De ninguna manera.

Oigan, en realidad no es que yo sea uno de esos lobos solitarios, y si ahora estoy solo es porque ya saben ustedes lo que dicen, eso de que más vale solo que rodeado de gente que te quiera partir las piernas… Pero qué quieren que les diga, lo cierto es que esto de la soledad no va conmigo, y todo apunta a que ahora, aquí en la compañía de la señora Chismes, podríamos estar ante una buena oportunidad… Quiero decir, ¿conocen ustedes eso que dicen sobre las oportunidades? Ya saben, me refiero a lo de que «siempre hay que dar una segunda oportunidad». Bueno, pues digamos que yo estoy atravesando una época de mi vida en la que podría ampliar el concepto y decir que, vaya, llegado el momento, treinta y siete oportunidades tampoco son tantas… Así pues, y volviendo a él, en ese fotograma que ustedes tienen todavía congelado yo estoy considerando esta posibilidad: si, como dicen los marineros, «todo lo que viene en la red es pescado», por increíble que parezca es muy probable que por las redes de mi puerta acabe de entrar la mismísima ballena blanca. ¿Qué por qué? De acuerdo, permítanme que les cuente un par de cosas…

Canto II: Dante sin Beatriz

Mi nombre, como bien les acaba de advertir y repetir mi vecina la señora Gladys Chismes, es Dante. Dante Odeón, para servirles a ustedes y, muy probablemente, también a Dios. Y soy agente, sí. Pero, como también yo mismo les he puntualizado, ni colegiado ni tan siquiera practicante en el gremio del asunto «secreto». Supongo que en este tipo de malentendidos la responsabilidad suele recaer sobre una razón mayormente estúpida, y, en mi caso, la estupidez en cuestión pasa por mi buzón…

Hace relativamente poco tiempo, la imparable progresión de mis actividades empresariales propició mi cambio de residencia, favoreciendo la mudanza desde mi domicilio en el centro de Vigo, un soleadísimo sótano muy cerca del Náutico, a este suntuoso espacio que ahora me ven habitando, un loft de aire bohemio en un antiguo inmueble restaurado en pleno barrio del Troncal. Por si no son ustedes de Vigo, o no tienen el placer de conocer sus zonas residenciales y urbanizaciones de lujo, dejen que les diga que se trata de uno de los barrios de mayor expansión de la ciudad, con innumerables características dignas de ser consideradas, tales como su inmejorable situación, rápida comunicación, o el hecho de tener uno de los mejores centros comerciales de toda la comarca justo enfrente de mi portal, nada más cruzar al otro lado de esta gran avenida que es la Travesía de Vigo. Sí, amigos, la verdad es que todo sería perfecto, de no ser por una serie de factores que, pese a ser circunstanciales, también merecen ser tenidos en consideración…

Así, uno de esos factores sería el hecho de que esa progresión en mis negocios de la que antes les hablaba es de las de tipo «descendente» (tirando a «en picado»); o el de que el inmueble restaurado es en realidad uno de los viejos edificios de Fenosa, las famosísimas «grilleras» que la compañía eléctrica había construido por cuatro perras justo enfrente de la vieja subestación del Troncal a finales de los años sesenta. Es verdad que en su momento constituyeron un hito en la arquitectura de la ciudad, sí. Pero tampoco es menos verdad que, desde entonces, estos edificios no han conocido más «restauración» que los bares de mala muerte que hay en sus bajos y una precaria capa de pintura dada a mediados de los años noventa; o que mi suntuoso loft (una cochiquera de la que, me temo, todavía no han retirado todos los cadáveres ocultos que con absoluta certeza algún día provocaron las manchas de humedad que hay por todas las paredes) es en realidad una auténtica… Bueno, baste con apuntar que hay por ahí contenedores de basura mejor aireados que esta caja de zapatos en la que vivo.

Menos mal que para compensar la situación está la parroquia. Entre estos muros de papel vive lo mejorcito de cada casa, y yo puedo presumir de tener por vecinos a algunos de los más conspicuos representantes de nuestra sociedad… Siempre y cuando tengamos el Manual de Instrucciones de la Sociedad agarrado del revés, claro.

Como les decía, yo había llegado aquí ya unos cuantos meses atrás, empujado por una serie de circunstancias, curiosamente muy semejantes todas ellas a una montaña de deudas y una más que considerable colección de amenazas a mi integridad ósea. Otro estímulo a tener en cuenta a la hora de decidirme por el cambio de residencia fue la nada despreciable idea de perder de vista, por lo menos por un tiempo, a toda esa gente que un día sí y otro también malgastaba sus horas esperando ante la puerta de mi anterior domicilio con la peregrina idea de cobrar esas mismas deudas unos, e interesados en la salud de mis extremidades otros. A ver, no es que yo no quisiera pagar, tan solo es que, macro-económicamente hablando, mi prima de riesgo había alcanzado e incluso desbordaba ya todos los niveles recomendables para pedir cualquier tipo de rescate, ya fuera financiero, económico, o incluso náutico.

Por lo tanto, una vez instalado en mi nuevo hogar, una de las últimas cosas que hice fue presentarme ante el vecindario. Bien es verdad que me tomé mi tiempo para hacerlo, y quizás de ahí venga ese halo misterioso que me rodea a los ojos de mis vecinos. Confieso que si tardé fue porque tampoco era cosa de ir levantando viejas suspicacias a las primeras de cambio, de modo que cuando por fin me decidí a dar el paso lo hice con calma, sin alardes ni grandes aspavientos. De natural discreto como soy, elegante y refinado, consideré que con un pequeño detalle bastaría. Al buen entendedor pocas palabras le bastan, y por eso supuse que con bajar al portal y dejar una tarjeta de visita bien puesta en mi buzón de correo sería suficiente. Lo malo (otra vez) es que o bien mis tarjetas son demasiado grandes, o bien la ventanita de plástico de mi buzón es demasiado pequeña, o, tal vez, de todo un poco. Siendo estas las opciones, una vez situado el cartón en su espacio del mejor modo posible, esta fue la presentación que a la vista de mis vecinos quedó:

Créanme si les digo que, si llego a saber que un día acabaría por traerme tantas y tantas complicaciones como en nada podrán comprobar, bien me habría encargado de conseguir unas tijeras, una moto-sierra, un soplete, o lo que fuera necesario con tal de hacer que la maldita tarjeta se pudiera ver en su totalidad, a saber:

Exacto, amigos, esta sí es mi profesión, agente artístico. Mánager de actores, autores, músicos y otros artistas en general, y de cualquiera que tenga algo con lo que entretener al mundo en particular. Yo, señoras y señores, soy lo que los iletrados vienen llamando «el representante». Y, por si aún no les ha quedado claro con qué clase de individuos comparto portal, comunidad, y escalera (ascensor no, que por lo visto ya lo instalaron averiado), permitan que les explique una cosa: para esta gente, medir el cociente intelectual de una persona es meter a un tipo con gafas en una cacerola y ponerlo al fuego, a ver cuánto aguanta antes de que el agua rompa a hervir… Les recomiendo no dejar de tener presente este tipo de matices para comprender mejor su manera de razonar: si, a los ojos de esta tropa, una de las pistas para reconocer a un agente secreto es su discreción a la hora de no desvelar más que media profesión en el buzón de su portal, entonces sí, ¿por qué no iba a ser yo mismo un peligroso espía internacional al servicio de su majestad, la emperatriz Lady Gaga?

Sí, el análisis detallado del comportamiento de mis vecinos podría abrir todo un abanico de preguntas sin respuesta, desde qué clase de aire les podía haber entrado, rebotado e incluso resonado en la cabeza para llegar a semejante conclusión sobre mi persona, hasta cómo demonios hacían para conseguir atarse cada día los cordones de los zapatos. Lo sé. Mas pierdan cuidado, que la verdadera cuestión que ahora les debería preocupar a ustedes no es ninguna de esas, sino otra bien diferente, a saber: ¿contribuiré yo al fomento y expansión de toda su bendita ignorancia, centralizada ahora en la persona de la señora Chismes?

Sí.

O dicho de otra manera: obvia y rotundamente, sí.

Y va a venir esta afirmación motivada por la más poderosa de las razones conocidas por el hombre desde que la mujer se puso en pie sobre la tierra (y sí, muy probablemente también por la más estúpida):

Por amor.

(Y como a estas alturas de nuestras vidas imagino que ya todos tenemos más que claro a qué nos referimos realmente cuando decimos que nos estamos refiriendo al amor, no perdamos más tiempo, y sigamos adelante).

Yo, como muchas otras personas que en determinado momento de sus existencias también se quedaron sin tema de conversación, también estuve casado. Si les soy sincero, tampoco debería quejarme, que la nuestra era una relación fantástica en la que ambos nos entendíamos de maravilla: yo me entendía muy bien con Beatriz, y ella también. Lo malo era que en vez de hacerlo conmigo, ella lo hacía con todo el mundo.

Y lo de entenderse también.

Descubierto el primer engaño, comenzamos una intensa relación de amor-odio. En ella, yo la odiaba con todas mis fuerzas, y ella… Bien, ella seguía amando a todo el mundo.

Pasaron los años, primero el primero, después otro y luego demasiados, hasta que un día ella, cariñosa, solícita, se acercó a mí y, con la más dulce de sus voces, me pidió una cosa:

—Quiero el divorcio.

Tal como me explicó, la vida conmigo la ahogaba, y ella necesitaba más, mucho más. Ella, que siempre había sido la más superficial de las mujeres que un día se pusieron en pie sobre la tierra, quería desarrollar su cultura, ampliar sus horizontes, conocer mundo, visitar ciudades exóticas.

Dos semanas más tarde recibí una postal desde Benidorm.

En ella, Beatriz volvía a hacer hincapié en aquello de que ella necesitaba más, mucho más, aclarando esta vez que con más se refería a dinero. En la posdata me indicaba la dirección a la que podía empezar a hacerle efectivos desde ya los giros de la pensión. Por si eso no les pareciera suficiente, y puestos a no acabar con los detalles cariñosos, la tarjeta venía firmada por los dos: por ella y por Chico, su monitor de pilates. Pero por favor, ¿cómo no lo había visto antes? ¡¿Cómo no me había dado cuenta?!

En realidad a mí nunca me gustó el tipo aquel que Beatriz había escogido como «personal trainer» (así lo había presentado ella, ¡ella!, que siempre pensó que «can» en inglés significaba… pues eso: can, perro, ¡chucho!), un fulano mucho más joven, mucho más guapo, y, sobre todo, mucho más argentino que yo. Supongo que la cosa debió de comenzar en un intercambio de comentarios en el gimnasio, y para cuando quisieron darse cuenta lo que intercambiaban ya eran fluidos corporales en mi cama. Y claro, ahí yo tenía todas las de perder, porque puestos a seguir con las comparaciones, a mi lado el tal Chico era como los malditos juegos olímpicos: más alto, más fuerte y, evidentemente mucho más rápido (por lo menos en la cosa de asombrar a las mujeres de los demás…).

Así, una vez resuelto este capítulo de mi vida y conmigo firmemente decidido a no volver a creer en nada que comenzase por A- y terminase por -mor, el tiempo decidió retomar su trote.

Ya no recordaba cuántos años había pasado comprando el periódico, buscando en sus páginas información sobre cualquier tipo de cataclismo, desastre, plaga o aniquilación bíblica que se hubiera podido cernir sobre la ciudad germano-alicantina a la que, mes tras mes, había ido girando la pensión de divorcio, cuando el tiempo acabó por llegar a este momento, el mismo que nos ha juntado a ustedes y a mí. Ya saben, ese que empezó con la señora Chismes llamando a mi puerta, y que ahora tiene los labios de mi vecina congelados a tan poca distancia de los míos. Luego de tanta soledad, cuando ya tenía casi por completo abandonada toda esperanza, yo interpreté aquella visita como una señal, alguna suerte de aviso dejado por el destino en mi contestador automático. Sí, quizás había llegado el momento de cambiar tanta rabia por un poco de amor compartido. Al fin y al cabo, llevaba ya ni sabía cuántos años practicándolo conmigo mismo…

Sí, Gladys Chismes había llamado a mi puerta con angustia en el corazón y un rayo de esperanza en sus ojos, convencida de que no había en todo nuestro distrito electoral persona más indicada que yo para deshacer su entuerto. ¡¿Quién!?, díganme ustedes, ¡¿quién era yo para acabar con sus ilusiones?! No, yo jamás haría nada semejante… Además, la señora Chismes, a mayor gloria (y disculpen que no se lo haya dicho todavía) la viuda señora Chismes, era con mucho mi mejor opción en todo el bloque de viviendas, todo y que estando como estábamos en los últimos días de septiembre, ya había tenido yo todo el verano para comprobar que cualquiera de las otras posibilidades a mi alcance eran de lejos mucho más agresivas, mucho más sudorosas, y con mucho más pelo en cualquier parte del cuerpo que yo.

Amigos, cuando el amor entra por la puerta, ciertos matices profesionales es mejor arrojarlos por la ventana. Si caben. Y si no, arrinconarlos en cualquier parte donde no estorben demasiado. Porque por muy poco que yo supiera acerca de los desgraciados de mis vecinos, una cosa sí tenía clara: pese a lo rabioso de su aliento y a la pésima calidad de su tinte capilar («amarillo chillón nº 5»), en realidad incluso un ciego podría ver que mi vecina había sido un auténtico bombón hasta hacía pocos años. De lo bueno siempre algo queda y, ya puestos, el enjuague bucal puedes comprarlo por litros en la farmacia de la esquina… Sí, no había duda posible acerca de mi argumento: secreto o artístico, si la señora Chismes necesitaba un agente que encontrase a su hijo errante, entonces yo, y ningún otro, era su hombre.

(Ahora sí: ya pueden ustedes volver a darle al play).