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EL ARTE DE SABER ESCUCHAR

Francesc Torralba Roselló

Traducción de Ramón Sala

Título original en catalán: L’art de saber escoltar

ISBN: 978-84-9743-309-9

© Pagès editors, S. L., Lleida, 2006

© de la traducción: Ramon Sala Gili, 2007

© de esta edición: Editorial Milenio, 2009

Sant Salvador, 8 - 25005 Lleida (España)

www.edmilenio.com

editorial@edmilenio.com

Primera edición: noviembre de 2009

Esta edición corresponde a los contenidos de la primera edición en formato papel, de octubre de 2007

Índice

Introducción

Las condiciones de la escucha

Escuchar y oír

Depurar prejuicios

Tomarse el tiempo

Desinflar el ego

Crear silencio

Discernimiento

La escucha piadosa

Escuchar a los demás

Alegato contra el griterío

El otro como ser inquietante

Del otro extraño al «tú» cómplice

El otro nos educa

Los otros dentro de uno mismo

El otro como límite. el respeto

Escuchar, hablar, comprender

Escuchar para comprender

El miedo a escuchar

La verdad soportable

Escuchar y hablar auténticamente

El arte de hacerse escuchar

Escuchar, dialogar, criticar

La alternancia entre palabra y silencio

La prepotencia como un obstáculo fundamental

La desconfianza: segundo obstáculo

La escucha: condición de la crítica

La escucha: condición de la autocrítica

El diálogo posible

¿A quién debemos escuchar?

Los niños: la inocencia

Los ancianos: la experiencia

Los enfermos: la seriedad

Los amigos: la transparencia

Los sabios: la felicidad

Escuchar y amar

Una forma de amar

Escuchar es liberador

El drama de no ser escuchado

Apaciguar la envidia

El escuchar y el apaciguamiento del alma

Los frutos de la escucha

Claridad

El don del consejo

La docilidad

La amabilidad

La delicadeza

El conocimiento de uno mismo

Bibliografía

Introducción

Conocer a una persona que sabe escuchar es algo maravilloso. Sucede que, sin saber exactamente el porqué, deseamos estar con ella todo el tiempo posible. Nos place poder explicar calmadamente lo que llevamos dentro del corazón, contando de antemano con el silencio y la confianza del otro. Es un gozo saberse escuchado atentamente, sin acritud ni voluntad fiscalizadora.

Sin embargo, esa clase de contactos no es nada frecuente. El frenético ritmo de vida que llevamos nos dificulta la práctica de la escucha. Y no sólo por razones externas; también por razones internas. Hay demasiado ruido. Ruido en el interior de la persona y ruido en el exterior, fuera de ella. El ruido provoca las incomprensiones, los roces, los malentendidos. El ruido nos obliga a alzar nuestras voces, haciéndonos insensibles a las voces más débiles.

Escuchar no es algo que pueda aprenderse de golpe. Es todo un proceso. Existen personas especialmente versadas en ese arte. Debemos acercarnos a ellas, observándolas e imitándolas, porque la escucha es algo esencial para nuestras relaciones; la única pauta para establecer lazos con éxito. No basta con saber hablar; hay que saber escuchar. Escuchar es acoger al otro en nuestra propia casa. Todos queremos ser escuchados. Todos queremos tener un hogar.

En este librito que el lector tiene en sus manos, he intentado explorar el arte de saber escuchar. Si el lector ya sabe escuchar, no le será muy útil; pero si, en cambio, ya tiene claro que le cuesta practicar la escucha y es consciente de que hay obstáculos muy difíciles de superar, puede que este sencillo ensayo le sirva de ayuda.

Estoy convencido de que nuestras vidas tendrían una mayor calidad si realmente supiésemos escuchar, si fuéramos capaces de hacer limpieza, de apagar ese ruido de fondo que nos impide acoger la voz del otro. Nos damos cuenta de que los momentos de máxima unión con los demás han sido aquellos en los que hemos realmente practicado la escucha, sin fingimientos ni simulaciones. En esas ocasiones se ha producido una compenetración de espíritus poco frecuente en la vida cotidiana. Esos instantes permanecen para siempre en el corazón.

Debemos aprender a escuchar para comprender a quienes amamos. Debemos desarrollar nuestro potencial de escucha porque sólo así, al llegar el momento oportuno, seremos capaces de pronunciar las palabras adecuadas. Debemos ser diligentes en la práctica de la escucha para así gozar más plena y extensamente de todo cuanto nos rodea, de quienes nos rodean y de cuanto deleita nuestros sentidos.

Estamos hechos para hablar, pero seríamos incapaces de pronunciar una sola palabra, si antes no la hubiéramos recibido. El escuchar no es pura pasividad. Es saber situarse al margen, ejercitar la discreción, ser receptivo a los demás. Si no abrimos al máximo nuestros espíritus, creando el espacio para que la maravilla que nos rodea transforme nuestro ser, seremos incapaces de crecer.

El autor

I. Las condiciones de la escucha

Escuchar y oír

¿En qué consiste, exactamente, escuchar? Escuchar es un acto consciente, voluntario, que tiene como propósito comprender al otro. En esencia, es un acto libre.

Escuchar no es lo mismo que oír, porque oír es un acto involuntario. Oír (audire, en latín) es percibir un sonido. Es algo natural, fisiológico, no regido por nuestra voluntad. Muy a menudo, sin querer, nos vemos obligados a oír ruidos que preferiríamos no tener que soportar. No decidimos oír, en tanto que sí decidimos qué y a quién queremos escuchar. Así pues, la escucha es selectiva, mientras que el acto de oír va estrechamente ligado a nuestros sentidos externos.

La escucha no es jamás un acto caprichoso ni resignado. Es la respuesta a una búsqueda. No escuchamos por casualidad. Escuchamos porque, previamente, hemos deseado escuchar. Por azar, oímos el ruido de fondo, la bocina de un coche, o la cantinela de una máquina tragamonedas; pero la escucha no es nunca arbitraria. Viene precedida por un deseo, un anhelo. Cuanto más intenso es ese deseo, más receptiva es la práctica de la escucha.

La escucha viene precedida por un deseo. Pero, ¿qué despierta ese deseo? Vislumbramos que en el otro hay un tesoro, un secreto que queremos conocer. El deseo de escuchar arranca de una intuición, de una mirada atenta que transforma al otro en sujeto de interés. Imaginamos que puede comunicarnos un mensaje que desconocemos o que nos puede resultar provechoso y, por eso, nos disponemos a escucharlo. Pero esta intuición, como todo lo humano, puede ser falsa, y el deseo puede que no se corresponda con el secreto que supuestamente atesora aquella persona. Entonces, experimentamos la frustración.

La escucha siempre está relacionada con una expectativa creada. Esa expectativa no siempre es fundada y, a veces, se convierte en un verdadero obstáculo, porque escuchamos a quienes creemos que debemos escuchar y no prestamos atención a aquellos que, de hecho, merecen ser escuchados. Esa predisposición hacia algunos conlleva siempre una manera implícita de discriminar a todos los demás, pero la escucha es siempre selectiva. No se puede escuchar a todo el mundo, ni disponemos de tiempo, lugar o capacidad para escuchar atentamente a todos. En el proceso de seleccionar y distinguir podemos, ciertamente, equivocarnos. Por eso, hay que ser exigente y no fiarnos únicamente de nuestras propias intuiciones.

La escucha exige una preparación previa del alma, una disponibilidad interior, una predisposición. Sin ese trabajo preparatorio, la escucha se hace imposible y aunque el otro vocifere, no se realizará adecuadamente. El arte de escuchar no es una pura pasividad. Es una actividad muda, una intencionalidad implícita. En apariencia, puede parecer una inactividad; pero sólo en apariencia, porque es un ejercicio que esencialmente conlleva esfuerzo y que sólo con mucha constancia puede coronarse con éxito. El diablo de la dispersión mental o la tendencia a encerrarse dentro de uno mismo siempre están al acecho.

Nadie puede obligarnos a escuchar. Se nos puede obligar a estar quietos y callados e, incluso, a obedecer determinadas consignas. Al coaccionarnos de este modo, quienes lo hacen pueden creer que escuchamos, pero únicamente escucha quien quiere escuchar.

El acto de escuchar es uno de los actos más libres que puede realizar la persona. De hecho, sólo en el fondo de nosotros mismos sabemos a quién escuchamos y a quién no. Si dominamos bien el arte teatral, podemos hacer creer que escuchamos y, lo que es más grave, el otro puede llegar a creer que realmente le escuchamos, incluso si, en realidad, no tenemos ni la más mínima idea de lo que ha dicho. En último término, cada uno es soberano de su acto de escuchar.

En este sentido, jamás podemos estar seguros de que el otro nos esté escuchando ni tampoco podemos garantizar nunca que seremos escuchados. En tanto que ser ambivalente, el ser humano es capaz de practicar el arte de la escucha, pero también el arte teatral. Es preciso que lo que digamos tenga dignidad para ser escuchado, que aspiremos a decir algo significativo; pero no es absolutamente seguro que vayamos a ser escuchados.

Escuchar (auscultare, en latín) es, según la etimología de la palabra, oír con delicadeza y atención. En el fondo, es ser atento con el otro. Una manera de manifestarle nuestro respeto. Oír, tal como señalan los lingüistas, es un término no marcado, carece de la marca semántica «con atención deliberada», en tanto que escuchar es un acto de atención a lo que se está oyendo. Es atender y entender las razones del otro, sin alterarlas ni manipularlas. Es adoptar una forma receptiva, hacerse receptivo a recibir y acoger las palabras del otro.

El ser humano puede vivir en distintos niveles de profundidad. Su palabra y su escucha pueden practicarse en diferentes estratos. Hay un modo de hablar que se convierte en pura cháchara indiscreta y estúpida, en aquello que a menudo se denomina hablar para no callar. Cuando se actúa de ese modo, no se dice nada que tenga valor alguno. Valdría más callar que hablar.

Hay escuchas superficiales y las hay que se ejercen desde la profundidad. Agradecemos una palabra sensata, pero agradecemos mucho más una escucha profunda. La palabra profunda pide una escucha profunda, porque sólo así puede echar raíces en el corazón. No hay que prestar atención a la palabra desbocada e irreflexiva, producto de la incontinencia verbal. Esa palabra no merece respuesta. Pero la palabra pensada, meditada durante tiempo, que ha fructificado tras un largo viaje interior, necesita una cavidad muy profunda a la que ser proyectada para crecer extensamente.

Cuando escuchamos con profundidad, intentamos comprender las razones del otro, el hilo conductor que atraviesa su razonamiento. Naturalmente, esto no significa compartirlo, pero sí implica esforzarse para comprender por qué dice lo que dice.

Escuchar es buscar la verdad del otro, tenerla en cuenta. Es una parte indisociable del diálogo. Sin escuchar no es posible dialogar y buscar conjuntamente la verdad. Es preciso escuchar las razones del otro, incluso cuando esas razones violenten nuestras certezas y convicciones. Esa escucha puede causarnos dolor en nuestro interior, pero nos hace crecer en todas las direcciones.

La humildad es la condición que hace posible la escucha, puesto que escuchar es arriesgarse a descubrir que no estamos en posesión de la verdad. Quizás por eso, tenemos tanto recelo de escuchar y somos tan propensos a escucharnos a nosotros mismos y a escuchar a quienes piensan, o creemos que piensan, como nosotros. Nos place escuchar a alguien que piensa como nosotros, sobre todo si es una persona cualificada, porque así corroboramos nuestras intuiciones, pero nos inquieta escuchar a alguien que no comparte nuestro modo de pensar o que incluso se opone claramente a él.

El desafío reside en escuchar al contrincante, a quien piensa de un modo distinto. Sólo eso puede hacernos crecer. A veces, el miedo nos lleva a encerrarnos, a permanecer inmóviles dentro del reducido círculo de amigos que piensan como nosotros, pero ese encierro significa la muerte del alma. No escuchar se convierte entonces en nuestro mecanismo de defensa, por más que intentemos disfrazarlo de acto libre.

La labor educativa se ha centrado en el acto de hablar y, de hecho, decimos que alguien es culto o que es una persona leída a partir de lo que dice. Pero la labor educativa ha subestimado el valor de la escucha. No nos han enseñado a escuchar, y la escucha es un arte tan difícil de ejercer como la palabra, aunque raramente prestemos atención a ella. Existe un arte de la palabra y de la exposición oral de los argumentos e ideas, pero también existe un arte de la escucha.

La escucha, por añadidura, es la condición de posibilidad de la palabra; de ahí que el arte de la escucha sea más básico y fundamental que el de la palabra. Aprendemos a hablar porque escuchamos a nuestros padres y maestros. Pero tendríamos que enseñar a los niños también a escuchar, a adoptar una actitud receptiva, a concentrarse en un pensamiento, en una idea; a sopesarla una y otra vez. En pocas palabras, tendríamos que enseñarles a meditar, a profundizar dentro de su interior y a buscar las grandes palabras que se han vertido ahí. La crisis de la receptividad es, al mismo tiempo, la crisis de la civilización.

En un mundo donde las personas no se escuchan, donde los mayores no escuchan a los pequeños ni los pequeños a los mayores, donde las interferencias son el pan nuestro de cada día en las ciudades y pueblos, fallan los mecanismos elementales de transmisión de valores, lenguajes, ideas, creencias y costumbres. El rechazo a escuchar que los maestros detectan día tras día en sus aulas es un síntoma inequívoco de esta inmensa crisis de las transmisiones. Enseñar a escuchar es un paso previo a la enseñanza de cualquier otra materia, puesto que sin esta disposición básica, nada puede ser transmitido.

Escuchar, sin embargo, sólo es posible si existe un discernimiento previo. Exige concentración, voluntad de descifrar el mensaje del otro, de entender qué dice y, sobre todo, el porqué de que lo diga como lo dice; consiste en entender las razones que le mueven a expresarse. El buen escuchador no se contenta con las palabras del otro; busca las entrañas invisibles de ellas, aquello que no dice explícitamente, aquello que, sin embargo, dice a través de ellas. Voluntad de comprender: he aquí la piedra angular del acto de escuchar.

Escuchar requiere siempre, y en cualquier circunstancia, la alteridad. En la esencia del acto de escuchar está la confrontación entre uno mismo y el otro, entre el «yo» y el «tú». En este sentido, es un acto de apertura al «no-yo», a quien se nos acerca para hablarnos. Exige, en el fondo, un acto de confianza, porque si tememos al otro y nos escondemos, no podremos escucharle. Hay que darle crédito, hacerle confiar, puesto que sin este tácito pacto fiduciario resulta imposible escucharle.

Escuchar es, a la postre, estar atento al otro, a las palabras que salen de su boca, a los gestos que articula con sus manos y con su rostro. Es un acto de devoción al otro. También podemos escucharnos a nosotros mismos y, cuando lo hacemos, nos transformamos en el otro, aunque no sea posible reconocerle con los ojos. La escucha requiere necesariamente la dualidad.

Depurar prejuicios

Escuchar requiere una previa depuración de los prejuicios que oscurecen la imagen del otro. Esto sólo es posible si estamos dispuestos a romper la imagen que nos hemos hecho del otro. Los prejuicios nos alejan de las personas, abren un foso entre ellas y nosotros. Por eso, debemos ejercer un cierto escepticismo respecto a la imagen que nos hemos forjado de los demás. No debemos hacerle excesivo caso y, sobre todo, debemos evitar convertirnos en esclavos de ella.

El otro rebasa siempre la imagen que nos hacemos de él. Hay aspectos de su personalidad, su fondo emocional y su pensamiento, que no podemos hacer encajar completamente dentro de una imagen. La imagen es por definición una representación que reduce la complejidad del otro. Sean bienvenidas las imágenes borrosas, aquellas que dejan un espacio difuso, porque abren la perspectiva a la perplejidad, a la novedad que nos aporta el otro.

La imagen del otro no debe confundirse jamás con el otro. A veces, hay un inmenso abismo entre una y otra realidad, pero sólo podremos ser conscientes de él si nos atrevimos a derrumbar la imagen que tenemos en nuestra mente. Hace falta ser receptivo al otro, no ser esclavos de la imagen. Hay que dar una oportunidad al otro para poder hacer añicos aquella pétrea imagen que nos hemos hecho de él. El otro jamás puede reducirse a una imagen, porque la imagen, tanto del otro como de uno mismo, es siempre una simplificación, y, como tal, no puede convertirse en dogma de fe.

Frecuentemente, la imagen del otro es una caricatura esperpéntica, una deformación consciente o inconsciente, deseada o no deseada. En la tarea de escuchar, hay que hacer previamente un ejercicio iconoclasta. Hay que desinflar las imágenes que llevamos flotando en la mente. Según sean éstas, puede muy bien suceder que renunciemos a escuchar; que nos neguemos, de entrada, a establecer un diálogo con el otro.

Escuchar no es fácil. Tenemos la capacidad de hacerlo, pero no siempre estamos dispuestos a ello. Una imagen negativa del otro paraliza la escucha; mejor dicho, la convierte en imposible. En cambio, una imagen positiva nos predispone a escuchar, incluso cuando, a veces, el resultado final sea muy parvo.

La capacidad de escuchar es inherente a la persona, pero ese potencial sólo se convierte en realidad si nos ejercitamos a fondo. En el camino, se interponen dificultades de órdenes muy distintos. Algunas son de tipo material: ruidos, algarabías, gritos. Otras son mentales, del corazón; están en el interior de la persona que se dispone a escuchar.

Las peores dificultades no son las de carácter externo, como la intranquilidad, la distancia, o las constantes interferencias que se interponen entre el emisor y el receptor. Las más graves son las de naturaleza interna. Entre esos obstáculos fundamentales se encuentran los prejuicios.

Krishnamurti lo dice muy bien: «La mayoría de nosotros escuchamos a través de una pantalla de resistencia. Los prejuicios religiosos, espirituales, psicológicos o científicos nos impiden una verdadera escucha, como nos lo impiden nuestras preocupaciones cotidianas, nuestros deseos o expectativas, nuestros temores. [...] Y con todo esto como pantalla, escuchamos. Ahora bien, lo que realmente escuchamos es [...] nuestro ruido, nuestro sonido, no aquello que realmente se está diciendo.»[1]

Los prejuicios, como indica el término, son juicios elaborados previamente y, por lo tanto, mal elaborados, sin conocimiento de causa. Son valoraciones del otro, sin que éste se manifieste tal cual es. A partir de algún elemento de su identidad, hacemos una valoración y, en consecuencia, no nos disponemos a escucharle ni nos dejamos interpelar por sus palabras.

Así pues, el prejuicio es un muro entre el otro y yo, consecuencia de no haber reflexionado verdaderamente y como es debido. La fuerza de los prejuicios reside en el hecho de que todos hemos sido niños antes de ser adultos, todos hemos empezado a pensar mucho antes de saber razonar. El remedio contra los perjuicios consiste en instalarse en la duda y en el método. Aún así, nunca nos liberaremos completamente de ellos.

Hay prejuicios que obstaculizan la escucha, pero hay otros que nos predisponen a escuchar. A veces, no escucharemos a quien deberíamos haber escuchado, porque hemos sido excesivamente determinados por prejuicios negativos. Y, a veces, ocurre lo contrario: escuchamos con atención a alguien que está diciendo algo irrelevante.

Para poder escuchar correctamente es necesario superar el prejuicio de la imagen. A menudo, la imagen del otro condiciona extraordinariamente el acto de escuchar. La parábola del payaso que narra Kierkegaard es muy significativa para comprender hasta qué punto la imagen puede convertirnos en sordos para escuchar al otro.

Dice así: En un circo se produce un incendio. El payaso sale corriendo a buscar ayuda en un pueblo cercano. Los vecinos del pueblo, al oír al payaso que les advierte del incendio y les suplica ayuda, creen que es una broma, aunque el payaso se desgañita para dar veracidad a lo que dice. Los vecinos no le creen y el circo es consumido por el fuego.

Consecuencia: la forma que adopta el mensajero o, mejor dicho, su imagen externa, ayuda a la comprensión y aceptación del mensaje, pero, según sea la que adopte, impedirá que éste sea efectivo. En el caso del payaso, el prejuicio de la imagen hace que los receptores interpreten sus voces y gestos como si fueran una broma.

En definitiva, para escuchar atentamente al otro y comprender lo que dice, hay que realizar un esfuerzo titánico para liberarse de los prejuicios. Y sólo podremos hacerlo si somos conscientes de albergarlos, aunque, paradójicamente, únicamente podemos llegar a ser conscientes de ello si somos receptivos a los demás. Muchas veces sólo llegamos a darnos cuenta de los prejuicios que sufrimos gracias a los demás, que nos muestran nuestros tópicos e incomprensiones. El diálogo y el viajar son los grandes antídotos del prejuicio.



[1] J. Krishnamurti, La libertad primera y última, RBA Coleccionables, S.A., Barcelona, 2002.