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Premio Nacional de Crónica Ciudad de Bogotá

Alcaldía Mayor de Bogotá · Secretaría de Cultura Recreación y Deporte Fundación Gilberto Alzate Avendaño

Contenido

La montaña más linda del mundo

El guerrero y la mariposa

Lucho Salsa

La que vino a quedarse

La deportista de alto rendimiento

La princesa de La Roca

La vida en La Roca

La montaña más famosa del mundo

La montaña
más linda del mundo

Estábamos a seis mil metros de altura, clavados como chinches en la pared helada. El ejercicio nos mantenía calientes y el frío solo nos quemaba en los dedos, a través de los guantes, cuando enterrábamos las manos en la nieve para sujetarnos de las entrañas del Ranrapalca. Subíamos más despacio de lo que queríamos, evitando mirar hacia abajo, donde acechaba una profunda pendiente erizada de rocas. Más allá de la pendiente y las rocas estaba el abismo, adonde tampoco mirábamos: quinientos metros cortados a pico, que se despeñaban sobre el collado donde habíamos levantado la carpa. 

Éramos tres escaladores: Toño en la punta, Agni en la mitad y yo, Marcos, de último. Los tres íbamos unidos por la cuerda que debía ser nuestro seguro de vida, pero hacía media hora que no encontrábamos donde asegurarla y avanzábamos sin protección. Los cincuenta metros de cuerda eran un peso muerto, un error de cualquiera podía convertirse en un problema para todos: al caerse uno, se iba a llevar arrastrados a los demás. Y para completar, era tarde. Había amanecido hacía tres horas y un sol de platino, blanco y cegador, pegaba sobre la ladera aflojando la nieve, convirtiéndola en una masa sin consistencia que no nos daba mayor apoyo. Avanzar así era difícil y peligroso.  

–Cuerda –pidió Toño.

La cuerda se le había agotado a Toño, porque le estaba sacando demasiada ventaja a Agni.

–Cuerda –repitió Toño–. Estoy viendo una piedra de la que podemos anclarnos.

Un punto de anclaje era lo que necesitábamos con desesperación y me permití un suspiro de alivio. Pero Agni siguió callado, sin responder nada. Y lo peor: dejó de escalar y se quedó quieto, sin mover un dedo, pegado a la pared de nieve como una estatua.

–Agni –dije yo desde abajo–, ¿cuál es el problema?

A seis mil metros hay poco oxígeno, se piensa despacio y uno se mueve en cámara lenta. Así las cosas, el ritmo de avance de un equipo depende más de la continuidad que de la velocidad. Agni tenía que moverse. Lo miré. Entre mi mirada y las palabras de Toño, Agni pareció despertar. Sacudió la cabeza, estiró sus piernas ganando cuarenta centímetros, sacó su piolet* derecho de la nieve y tomó impulso para clavarlo más arriba.

–Esto está duro, parceros –alcanzó a resollar–. Durísimo.

El piolet derecho de Agni se hundió hasta el fondo en la nieve sin encontrar mayor resistencia. Después, Agni clavó el piolet izquierdo a la misma altura y sacó su pie derecho para dar el paso hacia arriba, pero no alcanzó a darlo. Resbaló. La nieve fofa no lo sostuvo y Agni cayó, mientras pataleaba tratando de clavar sus crampones en cualquier parte. Toño se preparó para aguantar el tirón, pero era claro que el peso de Agni le iba a poder, que él también iba a caerse. Y en ese punto, con Agni y Toño despeñándose, yo no iba a poder hacer nada. Entre los dos pesaban ciento cuarenta kilos que me iban a arrancar de la pared helada como a un muñeco. Entonces, la vi clara: Agni, Toño y yo, los tres bajando como trineos enloquecidos, cada vez más rápido hacia las piedras, golpeándonos contra ellas y  muriendo destrozados antes de caer al abismo. Madre mía, alcancé a pensar con la boca inundada por un sabor a metal, entonces esto es lo que se siente cuando se acaba el video.

Lo primero que no funcionó fue la estufa. A las doce y media de la noche, cuando fuimos a hacer el desayuno, el bendito trasto no encendió. Menos mal habíamos dormido abrazados a las cantimploras para evitar que se congelaran y Toño había dejado una ollita de agua en la puerta de la carpa, en un sitio donde le tocaba algo de calor humano. Cuando despertamos, la olla estaba cubierta por una capa de hielo, pero debajo de ella el agua seguía líquida y pudimos hidratarnos para disminuir el riesgo de un edema. En la alta montaña el cuerpo tiende a acumular líquido en los pulmones y en el cerebro. Los tejidos hinchados no responden, y sin respirar y sin pensar uno no llega lejos. Consumir mucha agua ayuda a prevenir los edemas, tal vez porque al estimular los riñones los líquidos se eliminan.

Cuando salimos de la carpa nos sobrecogió la impresionante mole del Ranrapalca alumbrado por la luna llena. El Ranra, como se le dice familiarmente, es una enorme montaña de la Cordillera Blanca peruana que tiene 6.162 metros de altura. Sus rutas de ascenso están catalogadas como difíciles, y después de que sale el sol se ponen peligrosas. El calor hace que se desprendan de la cumbre piedras, bloques de hielo y toneladas de nieve. Lo mejor es subir en la madrugada y a mediodía estar mamando gallo en el campamento.

–A las diez de la mañana bajamos –propuso Toño, mirando su reloj que marcaba cinco minutos para la una.

–A las diez –aceptamos Agni y yo–. Estemos donde estemos.

Bajo la luz de la luna, la nieve era de un blanco azuloso y con el frío de la madrugada el piso estaba firme. Iniciamos la marcha con rumbo Oeste. Caminamos guiados por el mapa que habíamos conseguido en Huaraz, que marcaba una ruta por la cara Este del Ranra. La ruta se bifurcaba después de encontrar un enorme bloque de hielo –un serac– de veinte metros de alto.  Después del serac era posible enfrentar el ascenso por la ruta principal o desviarse a la derecha, buscando la arista que pegaba contra el lado Norte.

–Me gusta la arista –había dicho Agni en el campamento.

La arista era más segura. Por ella no caían bloques de hielo, ni avalanchas. Pero más allá de la prudencia, Agni prefería la arista porque para llegar a ella había que hacer un tramo en roca, y Agni Amram del Sol Valencia, hijo de jipis e ingeniero civil de veinticinco años, era un excelente escalador en roca.

–¿Usté qué dice, Marcos? –me preguntó Toño cuando llegamos al serac–. ¿Por la arista o por la ruta principal?

Su pregunta era un voto en blanco.

–La arista –decidí–. No quiero que me caiga granizo.

Y señalé el serac que estaba a nuestra izquierda. Brillando bajo la luz de la luna, el enorme bloque de hielo de la altura de un edificio de cinco pisos parecía inofensivo. Pero no lo era: esas dos mil toneladas de agua congelada habían rodado de la cumbre del Ranra por la ruta principal, aplastándolo todo. 

–Por la arista, entonces –dijo Agni con una sonrisa.

Fue nuestra primera equivocación. Pero como sucede siempre con las equivocaciones, nos dimos cuenta tarde. A las cinco de la mañana, después de superar un durísimo tramo en roca y subir una pared de hielo de casi cincuenta metros, logramos treparnos a la arista y pensamos que habíamos coronado. Solo teníamos que caminar por el borde helado hasta la cumbre. Estábamos hechos. Entonces, nos tropezamos con la fatalidad.

–No puede ser –se lamentó Toño–. La arista está fracturada.

La ruta se interrumpía abruptamente. Una grieta de cuarenta metros nos separaba del siguiente tramo de arista. Miramos desconsolados el despeñadero. Para seguir adelante necesitábamos alas. 

–Podemos bajar, rodear la grieta y volver a subir –propuse.

–O bajar y buscar la ruta principal –dijo Toño.

–En todo caso, hay que bajar –resumió Agni.

Bajar es un golpe muy duro cuando se está enfrentando un ascenso tan difícil. Desescalar implica retroceder, sudar como un condenado para alejarse de la meta. Pero cuando se tiene solo un camino, lo mejor es no pensar mucho y recorrerlo de una. Cuando estábamos recogiendo la cuerda del último rapel, amaneció. Al frente, sobre el Ishinca, una montaña de cinco mil trecientos metros que estaba debajo de nosotros, el sol reventó tiñendo el cielo de púrpura. El viento cambió de dirección y el silencio tenaz de la montaña se volvió menos denso. Me pasé la lengua por los labios resecos y busqué con la boca el tubito de la cantimplora que llevaba cargada a la espalda. Chupé con fuerza, pero no salió ni una gota. El agua se había congelado, tapando el tubo.

–Es tarde –gruñó Toño, que también tenía sed.

–Todavía nos quedan cuatro horas –lo animé–. Es solo volvernos a subir a la arista y ya.

–Se dice fácil –dijo Agni.

Toño y yo nos miramos. De los tres, Agni era el que tenía menos experiencia en el hielo y era posible que el cansancio le estuviera pasando la cuenta.

–No se miren así –dijo Agni, respirando profundo–. Vamos.

–Pero vamos rápido –advirtió Toño.

Rápido fuimos. Toño se puso en punta, dejamos a Agni en la mitad y yo cerré la marcha. Pero el ritmo impuesto por Toño empezó a afectar a Agni y terminó por erosionarlo. Mientras Toño avanzaba con la determinación de una locomotora, Agni resoplaba y tenía dificultad para seguirle el paso. El problema de Agni no era físico, sino mental. Agni era un escalador de roca, y cuando uno se asegura en roca no hay riesgo de matarse; si uno se cae queda colgando de la cuerda, el seguro siempre le responde. En cambio, los seguros en hielo son relativos, siempre existe la posibilidad de que fallen. Y cuando no hay hielo sino nieve floja, es peor: no hay de donde anclarse y se avanza desprotegido, bajo mucha presión. En nieve floja uno sube cayéndose, cada paso hacia arriba implica medio paso de resbalada hacia abajo y este proceso es muy exigente para la cabeza. Con el tiempo, empiezas a preguntarte si este resbalón de ahora no está demasiado largo, si alcanzarás a detenerte antes del abismo. Y si además tienes por delante a un veterano como Toño, que va de afán porque tiene al tiempo en su contra, la cosa se vuelve peor. Entonces, aparecen los errores.

Por eso se cayó Agni, porque escalar en roca y escalar en hielo son temas bien distintos; porque tu actitud mental define tu cansancio y porque el miedo siempre hace que te equivoques. Alcancé a pensar en eso mientras Toño reclamaba más cuerda para poder subir y anclarse en la piedra que había visto. Pensé que estábamos llevando a Agni a su nivel de incompetencia y que eso no iba a funcionar, que una cordada debe asumir el ritmo del más lento y proteger al más débil, si no quiere reventarse por lo más fino. La base del trabajo en equipo es la tolerancia, sin ella cualquier esfuerzo individual es inútil. El error de un compañero termina siendo error tuyo, pensé, al ver cómo Agni se deslizaba hacia mí pataleando entre la nieve. Si otro falla, seguí pensando, acabas yéndote con él al abismo. Mejor dicho, en ese segundo larguísimo en el que me juzgué muerto, pensé en muchas cosas. Me pregunté, por ejemplo, ¿por qué había dejado la seguridad de mi casa en Bogotá? ¿Qué carajos estaba buscando yo en las laderas del Ranrapalca?

El viaje al Perú es una etapa obligada en la carrera de cualquier montañista. La Cordillera Blanca tiene veintitrés picos con más de seis mil metros y, si uno descuenta al Himalaya, es el sitio del planeta con mayor tránsito de escaladores. Yo hice el viaje por tierra: setenta horas en bus desde Bogotá, atravesando Colombia, Ecuador y medio Perú. Por la ventanilla alcancé a ver el Valle del Cauca sembrado de caña, los indios ecuatorianos ataviados con cachuchas de los Bravos de Atlanta y las impresionantes montañas azules de los Andes, con sus crestas coronadas de niebla. También vi nuestra miseria: millones de vendedores ambulantes, enjambres de estafadores que cambiaban dólares por soles falsos, mujeres que sudaban revolviendo pailas de aceite hirviendo, niños hambrientos que extendían la mano para pedir limosna y policías corruptos que sonreían con cinismo. Pero sobre todo, me agobiaron el olor a pescado podrido de Chimbote y las casas sin techo de la costa peruana, donde nunca sale el sol y jamás llueve.

Después de la deprimente experiencia de la costa, el ascenso a la sierra peruana fue una maravilla. Huaraz, la capital de la provincia de Ancash, resultó un oasis. En medio de una zona dominada por el analfabetismo, donde es difícil que te hablen en español porque el idioma es el quechua y donde se sufre consiguiendo un par de baterías para la linterna, Huaraz es New York. Concentrados alrededor de la cosmopolita Avenida Luzuriaga, centenares de europeos, gringos y latinoamericanos caminan con sus morrales a la espalda y sus pintas de extraterrestres, encontrándose en tiendas especializadas como el Mountain Equipment Shop, donde intercambian información en cinco idiomas sobre las condiciones de las principales rutas de ascenso.  En Huaraz hay casas de cambio responsables donde puedes vender dólares con absoluta tranquilidad, sitios de internet para que revises tu mail y te comuniques con tus patrocinadores, un restaurante thai, uno de comida suiza, la crepería de Patrick, el pollo asado de la Brasa Roja, un pub inglés, una discoteca de música caribeña y hoteles gomelísimos de cien dólares la noche.

Si tienes plata, Huaraz resulta muy cómodo. La mano de obra local surte a los turistas de guías, cargueros, cocineros, arrieros y guardianes de campo.  Basta asomar las narices a la calle para que te caiga encima un ejército de incas gritando: “donki, míster”. Y más allá de la informalidad, hay una casa de guías muy seria donde –por ejemplo– se puede comprar un paquete completo de subida al Alpamayo por tres mil quinientos dólares. Este paquete garantiza guía, comida, transporte, el uso de equinos y/o humanos para llevar el equipaje, asistencia médica y, con un pago adicional, el rescate en helicóptero. Mejor dicho, te suben al Alpamayo porque te suben, así sea cargado.

Para los montañistas colombianos como nosotros, pobres y sin patrocinio, la Cordillera Blanca también tiene lo suyo. El paisaje, que es gratis, es acojonante. En los días despejados es posible observar los blancos picachos de una docena de seis miles. Saliendo madrugado de una pensión de tres dólares la noche y caminando con juicio, se puede estar armando carpa en la nieve a las cinco de la tarde. Y en los cafés de la Avenida Luzuriaga o en la tienda de Pocho de los Andes uno conoce en carne y hueso a esos escaladores míticos que solo había podido ver en las revistas: los duros de los duros, tipos que se han coronado el Everest y el K2, magos de la roca que han abierto rutas de dificultad 5–14, gente a la que North Face le paga cualquier cantidad de dólares por decir que duerme en una de sus carpas. En medio de esta élite de atletas privilegiados, Agni encontró a Isaac, un español fresco y directo que no se las pica de nada y que es uno de los mejores escaladores del mundo. Él y Agni se enllavaron y salieron juntos para la Esfinge, una piedra de 5.880 metros.

La idea de Isaac y Agni era escalar la Esfinge por el camino más áspero, por la legendaria Cruz del Sur, un largo y empinado tramo de roca que tiene varios muertos a cuestas. Por esa ruta, la Esfinge es peligrosa. Dos días antes de que Isaac y Agni iniciaran su ascenso, un esloveno se desnucó  cuando le faltaban cien metros para llegar a la cumbre. Superando la mala onda de esta tragedia, los dos se le midieron a la escalada: novecientos cincuenta metros continuos de piedra cortada a pico, catalogados en los manuales como muy difíciles y que los obligaron a trabajar en serio durante dos días, durmiendo colgados a la roca como murciélagos. Pero lo lograron. El 23 de julio de 2002, con Isaac como compañero de cordada, Agni Amran del Sol Valencia se convirtió en el primer colombiano en coronar la Cruz del Sur. Así superó el trauma de haber estado a punto de matarse en el Ranracalpa. Porque ya va siendo hora de decir que Toño, Agni y yo sobrevivimos a nuestra escalada en el Ranra. Como en las películas, nos salvamos en el último momento. Cuando mis dos compañeros de cordada amenazaban con caerme encima y yo hacía filosofía barata sobre las dificultades del trabajo en equipo, el piolet derecho de Agni hizo un clic que se oyó como una campana de gloria. Se enganchó en un pedacito de hielo. Agni detuvo su caída y se quedó ahí, colgando de la pared.

–La tuvimos cerquita –dije yo, cuando me dejaron de temblar las manos.

–El verdadero corone es volver vivo a la carpa –dijo Toño, cuando entramos al campamento.

Nos quedó la espinita. La bandera de Colombia ondeó en lo alto del Ranra al día siguiente, porque nuestro fracaso sirvió para que Lucho Ossa y Mateo Mazzieri, dos amigos de Suesca, evitaran la arista y coronaran por la ruta principal. Eso fue una alegría. Pero a la hora de la verdad, teníamos un saldo en rojo. Regresamos a Huaraz con un sabor agridulce. Agni se enllavó con Isaac y se fue con él para La Esfinge, Toño se dedicó a que su novia lo consintiera y yo terminé azotado por una gripa feroz, que me tiró a la cama. Entonces, acostado, con una tos inclemente y la nariz llena de mocos, mientras una señora que me recordaba a mi mamá me daba caldito de pollo, empecé a delirar con el Alpamayo. Llevado por la fiebre, soñaba que esa montaña me hablaba al oído, diciéndome que mi viaje al Perú solo estaría completo cuando lograra escalarla.

El Alpamayo es la cumbre más famosa de la Cordillera Blanca. Con su maravilloso casquete de doce kilómetros cuadrados, con su enorme cabeza de hielo que acecha pensativa al borde de la cumbre, con sus profundas canaletas y sus delicados picachos que parecen esculpidos por un artista del mármol, el Alpamayo es un gigante magnífico que te deja sin palabras. La montaña más linda del mundo, dicen las postales, y en este caso las postales no exageran.

Con tanto cartel, el Alpa tiene un defecto: es muy concurrido. Todos quieren ir allá y de hecho los llevan. Ya conté del tour que sale de Huaraz. Y en París o en Los Ángeles, los turistas pagan más: diez mil dólares para que los suban en un avión que los deja en Lima, donde los recoge un termoking que los lleva a Huaraz, donde los recoge una 4x4 que los deposita en las laderas, donde los recoge una recua de mulas que los deja en el campamento, donde un veterano guía los sube con una cuerda, hasta que al fin, después de tanta aventura, se pueden tomar la foto de su vida: acaballados en el Alpamayo. No son gente mala, claro. Solo son ricos. Pero son muchos y son inexpertos, y a pesar de que van guiados por gente responsable, convierten las rutas de ascenso en caminos muy peligrosos. Con tanto primíparo escalando, de arriba te puede caer cualquier cosa: pedazos de hielo, piolets, cordadas enteras de alemanas armadas con crampones.

Turistas aparte, el Alpa no solo es bellísimo, sino seguro. La ruta Ferrari –abierta por un Ferrari que nada que ver con la escudería– tiene estaciones armadas cada sesenta metros, y si uno no comete la locura de estar en la montaña a medio día, es poco probable que le caiga encima una avalancha. El enemigo más grande es el mal tiempo, que cierra la cumbre con una neblina densa y azota las vecindades del campamento con tormentas de nieve de una intensidad que yo nunca había visto.

Con Toño, decidimos llevar mucha comida y mucha gasolina, de tal manera que si el clima se ponía áspero y nos impedía el ascenso, pudiéramos aguantar varios días. Esta precaución nos hizo sudar sangre. Mucha gasolina y mucha comida traducen mucho peso, porque en el morral de un escalador de altura van además sleepings, carpas, ollas, estufas, crampones, linternas, ropa de repuesto, cuerdas y un montón de equipo: friends, yumares, estacas, clavijas para asegurarse al hielo, una pareja de piolets, mosquetones… En resumen, la gravedad funciona y todo pesa. Aunque durante parte del camino los morrales los cargó un burro, cuando la senda se hizo intransitable el arriero nos entregó los bultos y dio media vuelta, dejándonos solos con la carga. Los últimos cinco kilómetros fueron una pesadilla, porque implicaron escalar parte en roca y parte en hielo con cuarenta kilos a la espalda. Llegamos derrengados al campamento que estaba al pie del Alpamayo. Armamos carpa y nos echamos a dormir de una, sin ni siquiera derretir nieve para tener agua.

Cuando despertamos no veíamos nada. Era de día, pero estábamos rodeados de neblina y el frío era de no creerlo. La humedad de nuestra respiración se había congelado en las paredes de la carpa y, a pesar de que habíamos dormido con la ropa puesta, temblábamos como palúdicos. Dicen que la percepción tiene un límite, que más allá de veinte grados bajo cero ya todo te da lo mismo: treinta, cuarenta, cincuenta bajo cero los sientes con la misma intensidad dolorosa, como si el cuerpo se te estuviera cayendo a pedazos. Yo nunca había pasado por algo así y estaba asombrado. Había que hacer todo con los guantes puestos o arriesgarse a perder un trozo de dedo; los mocos se nos congelaban en las narices; cagar era una tortura. Cuando salíamos, solo veíamos las siluetas de las otras carpas dispuestas sobre una pequeña planicie cubierta de nieve y difuminadas por un vapor helado.

Así fue la cosa: como vivir en un cuento de Jack London durante dos días. Dos días en los cuales el turismo desapareció del Alpamayo. Se desarmaron las carpas vecinas y se fueron las gordas alemanas, el grupito de italianos escandalosos y un combo de japoneses que insistían en tomarle fotos a la niebla. Todos bajaron la montaña buscando un tiempo más benigno, encordados a sus guías y con sus pesados morrales cargados por aborígenes. Nos quedamos los duros: un par de gringos, unos chilenos, unos españoles y nosotros, los colombianos, que aguantamos lo que venga.

–Al final, el Alpamayo nos va a dar la pata, Toño –insistía yo, temblando–. Yo lo siento.

–¿Qué siente? –gruñía Toño, también temblando.

–Siento que esta montaña nos quiere.

–Y yo, siento un frío ni el berraco.

Encerrados en nuestra carpita, leímos, jugamos ajedrez y echamos chistes. De vez en cuando nos dábamos la pela de salir a conseguir nieve limpia para derretirla, tomar agua y hacernos una sopita de champiñones, de esas de sobre. O unos spaguetis, con salsa también de sobre. Y de postre, queso con los últimos bocadillos que nos quedaban de una provisión que había traído de Colombia. Y claro, paciencia. Toneladas de paciencia.

Al tercer día, el helaje aflojó y la neblina se convirtió en una espesa nube gris que subió cubriendo el Alpa de la mitad hacia arriba, tapando la cabeza del gigante y cerrándonos cualquier posibilidad de escalar. Empezamos a deprimirnos. Estábamos al pie de la montaña más linda del mundo y ni siquiera la podíamos ver.

–No es justo –protesté, casi llorando.

tripworthy

–What a people –me dijo con admiración. Y creo que era sincero.

Mientras compartíamos una chocolatina a cinco mil novecientos metros de altura, le hablé a Rick de mi proyecto de irme a vivir un año a la selva, para escribir mi tesis de grado sobre el comportamiento de los monos churucos, los primates más grandes de la Amazonía.

–¿Esa selva no está llena de terroristas? –me preguntó Rick, preocupado.

Como de política es mala educación hablar, preferí cambiar de tema y señalarle a Rick la cabeza de hielo que nos miraba desde lo alto de la canaleta. De cerca se veía con más personalidad. Serio y a la expectativa, el titán estaba despierto y nos miraba con curiosidad.

–¿What do you think? –le pregunté a Rick.

–Tough guy –contestó el gringo–. Big head.

Yo esperaba que la cabeza del Alpamayo, además de grande, fuera estable. Si ese enorme bloque de hielo perdía el equilibrio y se venía canaleta abajo, de nosotros solo iba a quedar el recuerdo. Sería como una locomotora de hielo aplastando a cuatro cucarachas. Terminamos la chocolatina y nos preparamos para el último envión. Toño adelante, yo detrás, y más atrás Chayanne y Rick, pasando por el cuello del gigante y bordeándolo hasta coronar la arista. Entonces, justo cuando estábamos en el punto de mayor dificultad, donde los españoles habían fracasado, voltee hacia la izquierda, clavé los ojos en la cabeza del titán y le pedí que entendiera: escalarlo no era un acto de insolencia, sino un homenaje. Un rayo de luna atravesó el bloque de hielo y me deslumbró. El penitente se movió y juro que lo vi sonreír. Me sentí autorizado a dar el siguiente paso y lo di, fue muy fácil. Un segundo después, estaba encima de la arista, seguro, a veinte metros de la cumbre.

Coroné. Sentado sobre la cornisa, sentí que el Alpamayo danzaba. El Alpa se movía para decir que era mi amigo, que me quería y me felicitaba porque yo no solo había soñado con una meta, sino con un camino, porque para merecer este momento había consagrado mi vida a la montaña durante cinco años, cinco años subiendo al trote a Monserrate, cinco años escalando en La Roca de Suesca bajo la ventisca sabanera, cinco años haciendo excursiones al Cocuy y al Parque de los Nevados. Esa había sido mi ruta y había sido maravilloso recorrerla, porque aun de fracasos como el Ranrapalca había sacado algo bueno. El tránsito hacia mi madurez como escalador me había enseñado que el montañismo es un deporte duro y arriesgado, pero que paga, porque solo el que apuesta su vida puede aspirar a ganarla. Entonces, sin quererme contener, me eché a llorar como un niño agradecido sobre el hombro del Alpamayo, sabiendo que este gigante era un dios y que desde siempre los dioses han estado ahí, erguidos y dignos, para que sigamos su ejemplo y no nos resignemos a la miseria, para que luchemos con pasión hasta el fin y enfrentemos la muerte con una sonrisa.

A Rick lo subió Chayanne, izado por la cuerda. Cuando el gringo estuvo arriba nos miró, alarmado.

–Esta montaña se mueve.

Él también lo había sentido. Pero Chayanne tenía una explicación.

–Take it easy, Rick –recomendó–. A esta altura, se alucina.

Entonces, amaneció. Como pasa siempre que sale sol, el viento sopló en una dirección distinta y el silencio de la madrugada se volvió menos impenetrable. Yo saqué la bandera de Colombia del bolsillo de mi chaqueta y nos tomamos la foto. Sí, la misma foto que se toman todos los turistas: acaballados sobre el Alpamayo.

–Toñito, brother –le dije a mi compañero en inglés, mientras agitaba la tricolor–. Nos ahorramos diez mil dólares.

Rick se murió de la risa.

En agosto de 2004, dos años después de que Marcos, Toño, Chayanne y Rick escalaran el Alpamayo, el enorme penitente que coronaba la cumbre se vino abajo, cayó por la Canaleta Ferrari y se llevó por delante una cordada de escaladores. Hubo cuatro muertos.