Justo a nosotros viene a tocarnos un mundo
lleno de países extranjeros.

Mafalda

A primera vista el que critica parece un destructor (...). De todo,
de cada piedra y de cada frase, hace un problema. Y esto es el
síntoma máximo del amor. Pues se maravilla allí donde nadie
se maravilla.

Adam Soboczynski

All in all it’s just another brick in the wall.

Roger Waters

A manera de introducción

Un niño fue raptado por los indios. Luego de buscarlo infructuosamente durante años, a sus padres les hablan de un indio de ojos celestes. Lo localizan y descubren que, en efecto, se trata de su hijo. Lo conducen a su casa y el muchacho, una vez dentro de ella, se queda en silencio por un momento. De pronto, pega un grito, corre hasta la cocina, mete el brazo dentro de la campana y saca un cuchillito. Al verlo, le brillan los ojos y sus padres lloran al pensar que recuperaron al hijo perdido. Sin embargo, un día cualquiera se fue de vuelta con «los suyos».

La anécdota la relata Borges y no conozco una metáfora más preciosa para dibujar el lugar de los afectos que nos vienen de la infancia. Como las familias, la ciudad en la que crecemos es ese lugar. No se trata de un lugar presente, tangible, físico, sino una dimensión compuesta de escenarios y sensaciones en nuestro recuerdo.

Como la familia, la ciudad es testigo de nuestras encrucijadas. Cómplice de nuestras acciones. Concurrente de nuestras soledades. Guarda los asaltos a nuestra inocencia, la vergüenza de las derrotas, los tesoros que guardamos de ojos ajenos, las sensaciones que no supimos expresar...

Como las familias, las ciudades son esos afectos que nos asignó un dios arbitrario y ocurrente al que llamamos vida. Son ese sin porqué primordial que nos toca enfrentar. Se quieren, incluso contra nuestra voluntad. Se echan de menos, aun sin darnos cuenta. Son el compás, la ventana, el patio desde donde nos contrastamos para sentirnos orgullosos y desafortunados, a un mismo tiempo. Incitan la rabia, el dolor, la indignación y el despecho que solo puede provocar lo que nos importa.

Más que amarlas, nos resultan entrañables.

Están presentes en cada silencio que escogemos, en cada juicio que emitimos, en cada insulto que proferimos. Nos aprovisionan de los códigos con los que amamos, los terrores de los que nos cuidamos, los límites que traspasamos. Esculpen nuestro sentido del humor y el gusto que deleita nuestro paladar.

Querencia es, después de todo, esa dirección que nos imprimieron en la fábrica.

Este libro no continúa, sino complementa el universo iniciado en Caracas muerde. Es el lado oscuro de esa Luna. La precuela de su historia. El inventario en el que no nos gusta reconocernos. No es el estado anímico o espiritual que nos depara nuestra ciudad. Ni la cartografía de nuestros pálpitos, terrores y aprehensiones. Tampoco la crónica de nuestro espanto y nuestra celebración tras cada batalla ganada. Supone un momento anterior. Acaso apuntes arbitrarios de algunas coordenadas de nuestra naturaleza.

No es lo que nos hace la ciudad, sino cómo terminamos haciéndola a ella.

Este libro es una necesaria extensión. Está hecho de retazos escogidos de cómo nos relacionamos entre nosotros y cómo, para bien y para mal, nos hicimos de un sabor y de un carácter que, paradójicamente, notamos con más claridad cuando no estamos entre iguales.

El nosotros que se deja ver cuando no estamos entre nosotros.

Estos apuntes son una forma de decir que es este el infierno (y hasta el cielo) que construimos, porque ciudad y familia nos fueron dados sin consulta, pero terminaron siendo lo que nosotros hicimos de/con ellas.

En fin, se trata de esos objetos no declarados que, nos quedemos o nos vayamos, nos acompañarán como una forma menos supersticiosa de decir destino. Son apuntes de un pateador de calle que consideró ineludible continuar un tema. Imágenes que se escriben ante el temor de que prescriban.

Apuntes de lo que hemos hecho con lo que no hemos estado viendo.

El gran selfie, pero con rayos X.

Los objetos no declarados.

Cotidianidad

En los sesenta la gente tomaba ácido para hacer el mundo raro.
Ahora que el mundo es raro, la gente toma Prozac para hacerlo normal.

DAMON ALBARN

Mi ventana tiene vista hacia una avenida que desconoce la calma. Quizá en cierto momento del domingo. O en ese inadvertido segmento de la madrugada en el que los hombres se recogen para la inspección celestial. De resto, en ese mundo que se mueve dentro de ese marco azul, rara vez hay sosiego.

Desde allí, una noche, casi al amanecer, vi a tres psicópatas golpear con tubos a un chorito mientras le reclamaban por una batería, convencidos de que ellos eran decentes y el otro un criminal. En otra noche silenciosa pude seguir, en un gran plano secuencia, el robo de una moto a punta de pistola, desde el instante en que se le fueron acercando y, apuntándolo, le dieron alcance desde otra moto, hasta que, luego de alejarse sin dejar de apuntarlo en ningún momento, la aturdida víctima corría, ciega de miedo, cada vez que escuchaba una acercarse por la calle.

He visto autobuses y carros incendiándose frente a una bomba. Y, en esa misma bomba, una pelea que degeneró en trifulca cuando un hombre usó un tubo con el que «apagó» a su contendiente. Y a ese contendiente a punto de ser atropellado por un camión en retroceso que intentaba huir del zafarrancho. Y, en esa misma bomba, a un zamuro robar la cartera a un hombre cuyo cuerpo desplomado yacía aún en torno a su sangre tibia. Recuerdo que amanecía un 25 de diciembre.

No para él, por supuesto.

He visto policías pasar cada tanto martillando a los buhoneros de la zona y turbios negocios a los que nunca les conseguí explicación. Vi a un comerciante en moto neutralizar a sus atracadores a tiro limpio. Y a un loco perseguir a unos ladrones, calle arriba, disparando mientras corría. Vi, en tiempo real, toda la secuencia en la cual dispararon a un policía motorizado que se acercaba a un carro sospechoso, siendo que el disparo fulminante se lo propinó una mujer. La víctima era un moreno voluminoso que no tenía menos de cuarenta años y que dejaría viuda y quién sabe cuántos huérfanos.

He visto choques estrepitosos y hasta una persecución policial que terminó en cacería, justo frente a mi ventana. Como en una foto, aún puedo ver a los efectivos de la Disip asomando el largo cañón de sus plateados y poderosos Magnum 357 (cuando era la Disip, cuando usaban revólveres) por la ventana del carro, disparando sin apuntar. Era de tarde y aún recuerdo a una vieja vecina llorar porque en algún hogar una madre se quedaría esperando a un hijo.

Esa tarde el cielo indolente nos regaló un óleo con rosa y azul.

He visto atracos y personas arrolladas. Y motos rodando por la acera, a contravía, y por el pedacito de avenida que queda entre el autobús que se detiene y la acera. Y motos rodando por la acera. Y motos rodando por la acera. De policías, de ladrones, de trabajadores, de vagos... motos rodando por la acera.

O resolviendo sus problemas de liquidez estrellándose contra parachoques.

He presenciado con irritada fascinación cómo una chopper atravesó la avenida de punta a punta a alta velocidad, dibujando un arco de estruendo en el negro silencio de la madrugada. Y a motorizados no pararse más nunca del asfalto a donde fueron a parar, luego de un inesperado, breve y brusco vuelo.

A uno lo bauticé como El Gato y le puse una esposa que se cansó de esperarlo.

He visto a una chica llorar desconsoladamente la muerte de su perro, una hermosa nena abrazando a una hermosa bestia del color del trigo. Y a un perrito recuperándose en silencio, exhibiendo su casta y su sabiduría ancestral. Y actos hermosos, como el del señor que arriesgó su vida para tranquilizar a un perrito callejero, desorientado en medio de los carros que no se detenían. Pero también un grupo de motorizados impedir a un hombre llevar al hospital a su mujer a punto de parir, porque había chocado con uno de ellos.

Es decir, la suprema heroicidad y la suprema idiotez en el mismo pedacito de calle.

He visto parejas enzarzadas en discusiones interminables hasta bien entrada la noche. O agrediéndose. Y guerra de botellas entre bandas. Y a mujeres maltratadas por el marido atacar a policías que intentaban ejercer algo de «justicia» espontánea contra el agresor. Y a otras golpear a hombres que prefirieron huir antes que ceder a sus impulsos animales. Y a dos haitianos discutir una madrugada con una rabia más cercana al dolor que al odio, y a uno de ellos alejarse sin mirar atrás mientras el otro se quedaba toda la madrugada en la misma esquina, despierto y sollozando.

Asustado, como si estuviera atrapado en una pesadilla.

He visto los raros instantes de paz que tiene la tarde y a los esperpénticos e increíbles seres que paren las madrugadas, como morlocks salidos de grietas y alcantarillas. Y escenas que producen una mezcla de miedo y deseo, como aquella joven con falda y tacones vagando de madrugada bajo un aguacero.

He visto marchas, injusticias policiales y malandreos a inocentes que hacen hervir la sangre. Y peleas callejeras sanguinarias. Y una venganza ejecutada desde un carro del que se bajaron dos negras, fuertes como pitbulls, para rajarle la cara a una chica delgada que venía del trabajo, «para que nunca se te olvide que Chucho tiene mujer».

Y una espesa nube de mariposas amarillas tupir el azul pálido de la tarde.

Me he atormentado con la idea de ver a mi padre parado junto al árbol que está frente a mi ventana, porque ya estaba muerto y no se pudo despedir. Y a las chicas del neighborhood crecer, cada vez más hermosas o más marchitas. Y nenas lindísimas que nunca son las mismas y nunca cesan de gotear, como un riachuelo de maravillas. Y padres amorosísimos llevando todas las mañanas a sus niños bien peinados a la escuelita de al lado. Y doñas mimando a sus perritos falderos como si fueran los niños que no tuvieron. Y a mi hijo pequeño haciendo sus primeros «mandados», llenándome de tonto orgullo e injustificado terror. Y a un osito de mi hija caer al vacío para no regresar jamás. Y a mi hijo mayor haciéndome olvidar un discurso forjado en ansiedad y rabia, porque, después de todo «está vivo, coño».

Y besos febriles y desfachatados y lascivia anónima y parejas jugueteando como cachorros, persiguiéndose, escondiéndose y fingiendo enfado, como si estuvieran (y, de alguna manera, están) en el parque de sus ensueños y no en una sucia avenida caraqueña. Y a mi mujer, entre la gente, acercarse por la calle, como una más pero radiante, como solo ella.

Y el mundo oscilar del amor al miedo y del miedo al amor, en un vaivén perpetuo.

Y atardeceres rosas, celestes, grises, púrpuras, amarillos, que dan ganas de llorar, de tan indescriptibles. Atardeceres que limpian todas las penas humanas, para compensar que, después de todo, el pobre hombre, ese que se niega a abandonar este mundo a pesar de todos sus lamentos, vino a él sin saber por qué ni para qué.

Un marco azul, que es una ventana y que es también una ciudad y un mundo.

De carambola, como en el billar

El más importante es aquel que con más frecuencia accede a la oreja imperial. Con más
frecuencia y por más tiempo. Por aquella oreja las camarillas se enzarzaban en las luchas
más encarnizadas...

RYSZARD KAPUSCINSKI

Pasadas las seis de la tarde de un día cualquiera, sobre el asfalto, la ciudad hierve de ruido y de motores quemando combustible. Debajo de él, hierve de gente y de historias hechas por la gente. Esta es una de esas y sucede en un vagón del Metro en dirección Palo Verde.

Como ya se ha dicho antes, el Metro es una muestra del Adn que circula por la sangre de la ciudad. Viaja a través de él al menos una hora y conocerás un grueso porcentaje de la fauna caraqueña. Es incomprensible que nunca se vea por allí a quienes pretenden dirigir la ciudad. Una sabia ley los debería obligar a usarlo durante un mes, al menos. Así conocerán a quienes pretenden gobernar y se darán una idea de cómo viven, qué piensan, en qué andan.

Quizá, al conocerlos, los respeten más.

Pero no nos alejemos de la historia. Metro, vía Palo Verde, sobre las seis de la tarde.

El vagón va bastante lleno aunque no a reventar. En uno de los asientos está una madre en torno a los cuarenta. A su lado va sentada su hija, de unos doce, y, en el piso, a los pies de ella, va jugando un varoncito de unos siete. La señora tiene acentuadas arrugas marcándole el ceño. Terminaron por ser su forma natural. Es una morena robusta y tosca, de cabello recogido y manos fuertes de uñas sin pintar. Cada tanto regaña al hijo por algo. O, dicho de otra manera, cada tanto el niño hace «algo» que irrita a la madre. O, más preciso aún, cada tantos minutos la madre, bajo cualquier excusa, gruñe y ladra al pequeño.

La hija, sentada a su lado, disfruta de su privilegiada posición en la estructura del hogar. Imita todos los ademanes de la madre y demuestra ser una alumna aventajada. Cada tanto, un poco para confirmar su posición y otro para practicar, le hace notar a la mamá alguna acción del niño que merezca una recriminación materna. Cosa difícil, porque la madre tiene un sensor de los movimientos del hijo.

Y, sin embargo, la aprendiz lo logra. No le quita la vista de encima con la esperanza de adelantársele a la madre en alguna falta y poder dar el alerta. Cuando descubre lo difícil que resulta, recurre al expediente de hacer uso de información que posee de primera mano, que le da ventaja. Esto es, el tiempo que pasan en la escuela.

Entonces le dice a la mamá, imitando perfectamente su ceño y su tono y su fastidio y su calor: «¡Lo hubieras visto esta mañana! ¡Bochinchando en su salón!». El niño quiso desmentirla pero la hermana está más cerca del poder, por lo que no tiene necesidad de demostrar sus afirmaciones. Otra andanada de amenazas y reproches. El niño, agotado del cerco, se quebró y comenzó a llorar, bajito para no molestar.

Pero la hermana no estaba dispuesta a dejar pasar ese trofeo. «¡Ya está llorando!», le dijo a la mamá en una perfecta imitación producto de muchas horas de observación y práctica. «¡Pregúntame!», ladró la mamá, alzando los hombros y mirando a otro lado.

Y así siguieron todo el camino: la mamá reprochando y la chica disfrutando de su condición de esbirra. Ella sabe que la cercanía al poder le permite hacer prevalecer sus versiones de los hechos que la involucren y tengan al hermano por testigo, por lo que es su deber siempre tener una excusa para desacreditarlo; además de que mientras tenga al poder ocupado en los desmanes del pueblo (su hermanito), nunca le saldrá auditoría a sus actuaciones ministeriales. De una forma muy astuta se coloca en una posición en la que mantiene en control tanto a la madre como al hermanito.

No me digan que no tiene futuro.

Eso le servirá para pasar los duros años de la adolescencia. O, al menos, mientras esté bajo vigilancia materna. Descubrió que la mamá era un carro de pique frente a un semáforo en rojo y encontró la manera de mantenerse a salvo. Después de todo, como sucede en esos casos, no es nada personal.

Y pasará el tiempo. Y el hermanito crecerá débil, pero ocultándolo. Porque a pesar de las humillaciones sistemáticas a las que lo someten, le echarán en cara que debe «ponerse duro» y actuar como un hombre. Ahombrarse, que es la expresión de moda. Y no solo se lo dirán la mamá y la hermana. Se lo dirá la calle en todo momento. Con hechos y palabras. Será, entonces, débil por dentro (no podrá evitarlo, los años de sometimiento habrán hecho su irrevocable trabajo), pero se hará de una pátina de dureza, y hasta de maldad si fuese menester.

Cualquier cosa mientras nadie sepa de qué está hecho en realidad.

Y crecerá con un enorme rencor hacia esa persona que ama de una forma irrenunciablemente leal. Y el amor y el rencor que siente por ella se unirán como dos ríos en algún momento de su vida. Y lo proyectará, sin darse cuenta, en todas las mujeres con las que se relacione. La mamá y la hermana se aparecerán súbitamente en la cara de cada víctima circunstancial.

Y podrá desahogarse.

Y no podrá evitarlo, porque será un tipo débil. No conocerá la magnanimidad, porque adentro no hay más que un niño asustado. Un corazón pequeño. Y ajustará cuentas con la mamá (a la hermana la pondrá en su lugar el día que se pare frente a ella y, entre gritos de parte y parte, alce la mano en señal de advertencia de que las cosas han cambiado), haciéndole daño de carambola.

No podrá enfrentarla, pero no podrá evitar sentir placer cuando, en cada traspié, en cada barranco, vea a la mamá acusar recibo del golpe. La intuya, en el silencio de sus madrugadas, echando la vista atrás. Nunca le dirá a nadie, ni a sí mismo, que sí, que siente algo parecido al placer cuando la hace sufrir con su conducta errática y violenta. Nunca admitirá que los «malos pasos» serán la forma secreta en que descubrió cómo devolverle el dolor que ella, ese ser tan entrañable en su corazón, le proporcionó. Sin tocarla.

De carambola, como en el billar.

Calor familiar, le llaman

Ponte a ver una película cualquiera de Emir Kusturica, quizá Gato negro, gato blanco, y al poco tiempo percibirás una incomodidad que, en tanto avanza la historia, adquirirá la forma de un bochorno palpable, como si la estuvieras viendo al aire libre en una calle de San Félix, a golpe de tres de la tarde.

Los personajes de esa original historia de amor están construidos con una alucinante mezcla de violencia, crueldad, ternura, resignación, concupiscencia, avaricia, en grado tan superlativo que tardarás muy poco en entender qué te inquieta tanto.

Sí, exactamente: a pesar de que el petróleo nos ha alimentado una fantasía de sofisticación, los venezolanos hemos demostrado que podemos ser tan arbitrarios, mezquinos, descabellados y pintorescos como los personajes a los que da vida este director serbio.

Cuenta Roberto Echeto en una de sus crónicas que en una ocasión, presenciando la cantidad de gente que iba a Maiquetía a despedir a los que se iban, Adriano González León, a quien tropezó en el mismo aeropuerto, sentenció contrariado que «la gente debe administrar mejor sus afectos. ¡Hasta a la abuelita se traen a esta vaina!».

Y razón no le faltaba, porque si hay un rasgo «kusturicamente» nuestro es ese afán de reunir, literalmente, a toda la familia para cuanto evento social tengamos, no importa lo pequeño, intrascendente, rutinario o breve que sea. Si el hijito hace la Primera Comunión o la nena participa en su primer concierto de cuatro; si el ahijado hace de «Árbol 2» en un montaje de teatro infantil o la sobrinita es promocionada a primer grado, ahí estará (literalmente, de nuevo) toda la familia, ocupando media sala del escenario, como si no se hubiesen enterado de la invención de las cámaras de video. O como si no estuviesen registrando todo con las cuatro cámaras que llevaron al evento.

Y si ya parece un exabrupto, o una enorme desconsideración para con las familias pequeñas eso de congregar una proteínica y entusiasta barra, visiblemente desproporcionada para la magnitud del momento, agréguesele a eso la aparición del «apartapuesto», una figura nacida de la incestuosa unión del medalaganismo con la viveza criolla.

Aquí vale acotar que no se debe confundir al apartapuesto con el floreciente negocio del cuidacarro, el cual consiste en hacerse arbitrariamente dueño de una acera y hacer de parquímetro humano. Si alguien se niega a pagar su tarifa única, no sujeta a control alguno, aquel puede cambiar su rol al de vándalo o, incluso, al de delincuente.

Al apartapuesto se le puede comparar con lo que, en términos bélicos, se conoce como una cabeza de playa