NUESTRO AGENTE EN JUDEA

 

 

 

FRANCO MIMMI

 

 

NUESTRO AGENTE

EN JUDEA

 

Traducción de José Ramón Monreal

 

 

 

 

 

En nuestra página web: www.edhasa.com encontrará

el catálogo completo de Edhasa comentado.

 

Título original: Il nostro agente in Giudea

 

Diseño de la cubierta: Enric Iborra

 

Primera edición impresa: abril de 2004

Primera edición en e-book: noviembre de 2011

 

© Franco Mimmi, 2000

© de la traducción: José Ramón Monreal, 2004, 2011

© de la presente edición: Edhasa, 2011

 

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ISBN: 978-84-350-4534-6

 

Depósito legal: B-38.699-2011

 

 

A Teresa

 

 

Su relato es extraordinariamente interesante, profesor, pero no coincide ni lo más mínimo con los Evangelios.

–¡Por favor! –contestó el profesor con una sonrisa condescendiente–. Usted sabe mejor que nadie que todo lo que se dice en los Evangelios no fue nunca realidad, y si comenzamos citando el Evangelio como fuente histórica...

–Estoy de acuerdo –respondió Berlioz–, pero mucho me temo que nadie podrá confirmar la veracidad de todo lo que usted nos ha contado.

Mijaíl Bulgákov,
El Maestro y Margarita

 

CAPÍTULO I

 

 

–Se llama Jesús –dijo el sumo sacerdote–. Jesús, llamado el Nazareo.

El prefecto de Judea meneó la cabeza.

–No sé, Caifás, no me parece una buena idea. Vosotros los judíos sois muy sutiles, más que nosotros los romanos, sin duda, que somos un pueblo práctico, pero a veces pecáis de finura. Si tu pueblo quiere rebelarse de nuevo, que lo haga: ya sabe lo que le espera.

José, llamado Caifás o la buena vida, el político sutil, el poderoso sumo sacerdote, sintió –a pesar del tórrido calor que castigaba a Cesarea en aquellos primeros días del otoño– que un estremecimiento le recorría el espinazo. Los métodos con los que el prefecto romano había mantenido la paz en la indómita provincia de Judea eran, efectivamente, bien conocidos desde el momento de su llegada: para conocerlos, bastaba con subir a la colina que había en el centro de Jerusalén, siempre erizada de los palos de las cruces en las que eran martirizados los instigadores y los rebeldes.

Se decía que, en la región, tres años después de la llegada del prefecto escaseaban ya los olivos por los muchos árboles que habían sido talados para los suplicios, y la colina en la que se llevaban a cabo las crucifixiones se había ganado el apelativo macabro y sarcástico al mismo tiempo de Gólgota –palabra aramea para indicar la calavera humana–, no tanto por su forma cuanto porque era un lugar donde abundaban las calaveras de los ajusticiados.

Caifás inclinó la cabeza.

–Como desees, prefecto –dijo.

El otro hizo un gesto de irritación.

–Cuando me llamas por el título y no por el nombre sé que he de esperar cualquier cosa desagradable. Siempre ha sido así, desde nuestro primer encuentro.

Decidido a hacer observar las leyes de ocupación y a mantener el orden en Judea, a los pocos días de su llegada Pilatos había entrado en Jerusalén trayendo consigo de Cesarea a trescientos jinetes idumeos: un número excesivo para una escolta, un número que sólo podía significar una amenaza. Los jinetes llevaban, además, en las insignias, la imagen del emperador, que era también dios y, por consiguiente, para los judíos monoteístas, un ídolo inaceptable.

Los gobernadores precedentes habían preferido respetar las creencias religiosas locales para evitar las reacciones de aquellos cabezas locas, pero Poncio Pilatos llegaba con las consignas de Lucio Elio Sejano, omnipotente prefecto del pretorio y gran protector suyo, que detestaba a los judíos y le había recomendado emplear con ellos mano dura. Entró en Jerusalén con las imágenes de Tiberio César Augusto en las insignias y aniquiló toda tentación de revuelta: redobló la guardia en el palacio en que se alojaba, y distribuyó a los jinetes en pequeños grupos que custodiaban día y noche los alrededores de la fortaleza Antonia, donde estaba acuartelada la cohorte de guarnición de la ciudad.

Siete días después volvió a Cesarea marítima, y una delegación formada por notables saduceos y fariseos le siguió. Durante cinco días, el prefecto rechazó toda solicitud de ser recibidos, luego les convocó en el maravilloso anfiteatro que Herodes el Grande había hecho construir en la playa y con la mano les señaló a los legionarios que, alineados en torno al escenario, le rodeaban.

–¿Quién es el jefe? –preguntó Pilatos.

Caifás dio un paso al frente.

–Soy José Caifás, el sumo sacerdote –dijo mirando a Pilatos–, me nombró hace diez años tu predecesor, Valerio Grato.

–Él te nombró y yo puedo destituirte. Y puedo hacer más aún: puedo haceros crucificar a todos, aquí y ahora, si no volvéis inmediatamente a Jerusalén olvidando vuestras estúpidas reclamaciones.

Caifás bajó la cabeza.

–Está bien, prefecto –dijo.

Pilatos sonrió, desdeñoso.

–Veo que eres persona sensata, Caifás. Ahora, podéis iros.

Caifás volvió a mirarle a los ojos.

–No, prefecto –añadió desafiante–, no nos vamos, puedes dar a tus hombres la orden de que nos maten.

Pilatos era amigo de Sejano y se decía que Sejano era omnipotente, pero el emperador Tiberio era más poderoso aún, y no habría perdonado una condena no sólo injusta sino también inútil, o mejor dicho, arriesgada. Y así fue como Caifás salió airoso de su primer encuentro con el nuevo gobernador de Judea, y consiguió que sus soldados, antes de entrar en Jerusalén, retirasen siempre las insignias que mostraban la imagen del emperador.

Pero Pilatos no era persona que olvidara fácilmente los agravios. Había transcurrido poco más de un año cuando encontró una magnífica oportunidad para resarcirse en la escasez de agua que padecían los habitantes de Jerusalén: hizo proyectar un nuevo acueducto y cubrió los gastos mandando a los soldados a saquear el tesoro del Templo. Así, por segunda vez, Caifás fue a Cesarea y pidió audiencia al prefecto, que esta vez le recibió de inmediato y con gran cortesía.

–Espero que no tengáis motivo de queja después de lo que he hecho por vosotros.

Caifás estaba furioso, pero sabía que no podía permitírselo, y de nuevo encontró fuerzas para responder con moderación:

–Nuestro Templo, prefecto, no es como los vuestros; no es sólo la casa de nuestro Dios, que es el único Dios, sino también nuestra casa y nuestra historia. Su tesoro es sagrado y tú te lo has llevado. ¿Cómo llamarías, tú, a una acción semejante?

–Necesidad, Caifás, la llamo necesidad –respondió el prefecto suspirando–. Tu gente tenía necesidad de agua, imploraba agua, pero no quería pagarla. ¿Habríais preferido morir de sed antes que renunciar a vuestras copiosas abluciones rituales en los altares del Templo? ¿Qué puedo hacer, Caifás, si nadie quiere aquí pagar tributos?

Y esta vez quien calló fue el sumo sacerdote, porque sabía que el reproche del prefecto era fundado y había renunciado ya a hacerle comprender que no era un problema económico, sino religioso: que los judíos no querían pagar los tributos a César porque todo cuanto existe es de Dios, y sólo a él, y no a un rey que pretende ser también un Dios, debe pagarse cuanto le es debido: de otro modo se cometería sacrilegio. Así que volvió a Jerusalén y explicó al Sanedrín y al pueblo que esta vez no habría excusas, ni habría arreglo.

Entonces las calles se llenaron de gente, y en vano Caifás y los otros saduceos trataron de aplacar los ánimos recordando las miles de víctimas que habían pagado con torturas y con su vida las revueltas precedentes. Enfurecidos, instigados por los esenios que habían dejado su barrio cerca del Monte Sión para mezclarse con la muchedumbre, incitados por los zelotas que habían acudido en seguida de sus campamentos del desierto, multiplicados por los numerosos grupos procedentes de Galilea y de Samaria, de Perea y de Judea, los habitantes de Jerusalén se esparcieron como un caudaloso río por las empinadas calles que subían hacia el Templo, resistieron a los legionarios romanos que trataban de romper las aglomeraciones y obligar a la gente a entrar en sus casas, se amontonaron delante de los muros de la fortaleza Antonia y gritaron su odio a los hombres de aquel rey que no era el suyo, porque sólo Dios es Señor de Israel.

Era cuanto Pilatos esperaba y deseaba. Inmediatamente, partió un mensajero para anunciar a Roma la enésima revuelta de los judíos, y la necesidad de reprimirla con cualquier medio. Nutridos grupos de soldados, elegidos sobre todo entre los auxiliares porque su aspecto era más parecido al de los lugareños, habían cambiado su uniforme por ropas de calle: entraron en la ciudad por todas las puertas, se mezclaron con la multitud y, tras la señal convenida, sacaron de debajo de sus capas sus dagas y puñales. Antes incluso de comprender de dónde les llegaba la muerte, los judíos cayeron a docenas, a cientos, y en cuanto emprendieron la huida, los legionarios salieron de la fortaleza Antonia y los persiguieron en cada calle, en cada callejón, entrando incluso en sus propias casas. La revuelta había sido reprimida, Pilatos había ganado la segunda batalla.

El prefecto creía que había ganado también la guerra, pero pronto hubo de admitir que no era así. Con alarmante frecuencia, en efecto, continuaban estallando pequeñas revueltas no sólo en Jerusalén, sino también en todo el país. A menudo los instigadores eran galileos, cuyo pesado acento ya también Pilatos, aunque no hablara más que unas pocas palabras del arameo en el que ellos se expresaban, había aprendido a reconocer, y no obstante el centro de los focos de rebelión no era aquella fértil región, sino el desierto de Judea, que parecía ejercer sobre los rebeldes un atractivo cuyo origen y razón el prefecto no lograba comprender. Las escaramuzas se repetían sin cesar y naturalmente, a pesar de alguna que otra victoriosa emboscada tendida por los rebeldes a los legionarios, bastante más cruentas para los judíos que para los romanos, quienes no dudaban en reprimir sangrientamente el más insignificante de los alborotos y en crucificar a cuantos escapaban a sus espadas.

Sin embargo, los reprimidos parecían multiplicar sus fuerzas y su número en aquellas carnicerías, dispuestos a seguir al primer fanático que saliera del desierto afirmando haber sido consagrado por Dios como jefe de una nueva revuelta. El prefecto comprendió que si no quería seguir mandando a Roma informes poco honrosos para él, pues aquellos levantamientos le hacían parecer incapaz de establecer un orden auténtico y duradero, había de llegar a un acuerdo al menos con una parte de la población local, y decidió llegar a un acuerdo con Caifás. ¿Quiénes, en efecto, estarían más interesados en la paz que los saduceos? Era de aquel partido de donde salían los grandes sacerdotes, y a él pertenecían las familias más ricas e influyentes. En resumen: los saduceos eran la clase privilegiada, y como tal la más interesada en una tranquila estabilidad que garantizase sus privilegios y favoreciera sus negocios.

A pesar de las fricciones que habían caracterizado sus primeras relaciones, Pilatos y Caifás llegaron fácilmente a un acuerdo y las cosas mejoraron sensiblemente, pero las rutas del desierto siguieron siendo inseguras y de tanto en tanto estallaba todavía alguna trifulca que a menudo se transformaba en algo más gordo. Entonces se talaban olivos a decenas, para proporcionar las cruces de un castigo ejemplar.

Pilatos se levantó de su triclinio y salió a la terraza que daba al mar. El sol se reflejaba en los mármoles blancos del palacio que Herodes el Grande se había hecho construir cuando, cincuenta años antes, había fundado la ciudad a la que posteriormente se daría el nombre de Cesarea, en honor a aquel César Augusto que, pese a ser el dueño del mundo, no había querido ser llamado nunca emperador, y sin embargo le había permitido a él ser rey. «Odio esta ciudad», pensó Pilatos. Y luego se permitió la verdad y añadió: «odio a esta gente».

Con las manos vendadas con lino alzó un faldón de la toga para protegerse la cabeza, ya medio calva, del sol de mediodía. La reverberación sobre la ondulación del agua le hacía cerrar los ojos, el graznido de las aves marinas le hería los oídos, pero también le molestaba porque le recordaba lugares lejanos y añorados. Vio una figura blanca, abatida, que avanzaba a lo largo del rompiente, y a dos sombras oscuras que la seguían a escasa distancia: su mujer Claudia Procula con los dos legionarios que eran su guardia personal. «Está sola», pensó, «está siempre sola. Lo está desde que nos casamos, y hace ya de ello más de veinte años». ¡Veinte años de vida conyugal! ¡Una verdadera proeza para una pareja romana!

Como siempre, cuando sus pensamientos recaían en Claudia, cualquier otra cosa parecía desvanecerse de su mente para dejarle sumido en una sutil angustia. Ésa era la muchacha que había querido desde que era un joven prometedor, en su pequeña ciudad de Velletri; aquella era la mujer con la que se había casado para hacerla feliz, y a la que había hecho siempre desdichada. «Por poco que pudiera...», pensó el procurador. Pero sabía que no podía.

Se volvió y encaró de nuevo al sumo sacerdote, que le había esperado pacientemente sin salir del amparo de la sombra.

–Vuelve a explicármelo todo, Caifás. El prefecto de Judea es un lerdo, el sumo sacerdote tendrá que repetirle toda la historia y explicársela bien. Entonces, Jesús llamado... ¿Cómo demonios has dicho que se hace llamar?

Caifás ignoró la blasfemia.

–El Nazareo –dijo.

–El Nazareo –repitió otra vez Pilatos, casi estultamente. Se frotó una contra otra las manos vendadas con lino, pero no lo suficiente como para calmar el terrible picor que le afligía desde hacía algún tiempo. Bastó con un breve gesto del prefecto y aparecieron dos esclavos, uno llevando una jofaina de plata, el otro una jarra. Dejaron la jofaina sobre una mesita redonda de mármol y la llenaron de agua perfumada, en la que Pilatos sumergió de inmediato las manos sin siquiera quitarse las vendas. Lo hizo después poco a poco, y Caifás tuvo que hacer acopio de toda su entereza para reprimir una mueca de desagrado ante aquel signo tan evidente de impureza: estaban totalmente rojas, llagadas en el dorso, y en torno a las uñas la piel se había hinchado monstruosamente.

El prefecto volvió a sumergirlas en el líquido balsámico, a continuación las extendió hacia uno de los esclavos para que se las fajara con gran delicadeza con unas vendas limpias. Sólo entonces pareció acordarse de que el sumo sacerdote estaba aún allí con él, y se dirigió de nuevo a él haciendo ostentación de gran indiferencia.

–¿Has visto mis manos? Comenzó hace algunos meses y no hace sino empeorar. Mi médico griego tiene una extraña teoría, más parecida a la brujería que a la medicina: sostiene que pensar me sienta mal, y sobre todo pensar en los judíos.

–¿Quieres decir que eres objeto de una especie de sortilegio? –preguntó Caifás sonriendo.

El prefecto sacudió la cabeza.

–No, sacerdote, es el pensar en mis cosas lo que me pone enfermo, sobre todo cuando pienso en vosotros y en las molestias que me causáis de continuo.

Califás se encogió de hombros.

–Sabes perfectamente que nosotros los saduceos hacemos lo que podemos para mantener la paz –dijo. –Es cierto, Caifás –hubo de admitir Pilatos–, hacéis lo que podéis, pero al parecer es insuficiente. Vamos, vuelve a explicarme tu sutilísimo plan y el papel de ese Jesús. Antes que nada, ¿qué quiere decir nazareo?

Sin ser invitado a hacerlo, Caifás se sentó, soltando un suspiro. No era fácil ser amigo de los romanos, o al menos de ese romano, que parecía incapaz de aprender las nociones más simples sobre el pueblo que había de gobernar, y por enésima vez desde que se había creado su fatigosa pero indispensable camaradería se esforzó en dar una lección al procurador de Cesarea sin que aquél tuviera la impresión de recibirla.

–Nazara es la verdad –dijo Caifás– y nazareo es aquel que lleva en sí la verdad. Es gente al mismo tiempo sencilla y muy dura: quieren alcanzar un estado de pureza y santidad, y por eso son muy frugales en el comer, no toman vino, no se cortan nunca el pelo. ¿Sabes quién era Sansón?

También Pilatos tomó asiento, pero sin buscar la sombra: tenía los ojos cerrados y la cara alzada hacia el sol, como si quisiera dejarse atontar por el calor. La terrible molestia en las manos se había atenuado y el prefecto dejaba que el alivio le embargase, dispuesto a la benevolencia e incluso a interesarse en una de aquellas innumerables historias que los judíos se contaban continuamente y sobre las que a menudo discutían hasta violentarse. Hizo una seña para que un esclavo trajera vino, y dijo:

–No, Caifás, no lo sé, explícamelo tú.

El sumo sacerdote le contó brevemente la historia de un héroe que había vivido mil años antes, tan fuerte que era capaz de matar por sí solo, armado con una quijada de asno, a más de mil filisteos, porque la fidelidad a su voto de nazareo hacía que su fuerza creciera a la par que sus cabellos. Pero el amor por una mujer vendida a los filisteos le traicionó: ésta le cortó los cabellos mientras dormía, y sus enemigos pudieron apresarlo y cegarlo.

–Un triste final –dijo el prefecto saboreando el vino y algunos dátiles.

Caifás aceptó los frutos y rechazó el vino.

–Triste para todos –dijo–, porque los cabellos le volvieron a crecer y Sansón derribó las columnas del templo de Dagón sepultándose debajo de ellas junto a miles de filisteos.

–También nosotros tenemos historias así –dijo Pilatos con indiferencia–, muy útiles para la moral del pueblo. ¿Y este Jesús es tan fuerte como para hundir un templo?

Cogido por sorpresa, Caifás tuvo la visión del Templo en ruinas: aquel maravilloso Templo de Jerusalén que Herodes había hecho erigir sobre el modesto tabernáculo construido por el pueblo judío quinientos años antes, a su vuelta del exilio en Babilonia, ¡reducido a escombros! Hizo un gesto brusco con la mano, como para ahuyentar de sí aquella visión.

–¡Pues no! –exclamó–. ¡Todo lo contrario! Precisamente en esto consiste el plan. Él nos ayudará.

–Jesús el Nazareo –dijo Pilatos.

–Él precisamente –añadió el sumo sacerdote.

El prefecto de Judea suspiró y se llevó las manos a las axilas, apretándolas entre el cuerpo y los brazos, porque sentía que el alivio de las abluciones balsámicas estaba desapareciendo.

–Está bien, Caifás –dijo–, vuelve a explicármelo todo.

 

CAPÍTULO II

 

 

Jesús se sentó sobre una piedra para descansar, se quitó las sandalias para dejar caer algunas piedrecillas y luego, tras haberse masajeado los pies durante unos minutos, volvió a calzárselas y reanudó el camino. Amanecía. Los pescadores que iban a comenzar su jornada de trabajo en el mar de Galilea le saludaron con un movimiento de cabeza o le dieron los buenos días llamándole por su nombre. El camino se hacía cada vez más empinado, hasta el punto de que la mirada ya no encontraba delante de sí, lejana, la línea del horizonte, sino el camino mismo, muy próximo.

Al cabo de otra hora de camino a través de un paisaje lleno de olivos, se detuvo de nuevo y alzó los ojos hacia la cima de la montaña. Desde allí destacaba un espolón que formaba una joroba, de modo que el perfil del monte recordaba al de un camello y éste había dado nombre –Gamala– a la aldea grande establecida en sus laderas. El cielo estaba límpido y reluciente como una patena, era demasiado temprano incluso para los grandes buitres que durante el día lo recorrían indolentemente para abatirse de improviso sobre algún cadáver en uno de los muchos valles floridos que se alternaban en las alturas de la Gaulanitide, pero cuando llegó a casa, una de las primeras de la pequeña villa, encontró a su madre ya levantada, ocupada en alimentar el fuego para calentar el horno.

María alzó los ojos y sonrió.

–Así que te han dejado marchar –dijo–, ayer llegó la noticia, pero no sabía si creerlo.

El hombre apoyó en la pared el largo cayado de viaje, se quitó la capa y se sentó sobre una banqueta, apoyando la espalda a la pared. Se soltó la cuerdecilla que sostenía firme en torno a la frente el pañuelo blanco para protegerse del sol y se pasó por entre los cabellos y los pelos de la barba, para desenredarlos, los largos dedos nudosos con señales de los accidentes propios de su oficio.

–Esta vez sí, me han soltado –dijo–. Pero no sé por qué. Por otra parte, tampoco es que sepa el motivo de mi detención, así que no tiene importancia.

Tomó de las manos de su madre un pan redondo y plano untado con aceite de oliva y comenzó a comérselo con avidez, pero interrumpió su comida para levantarse a besar en la frente a las dos muchachas que habían entrado silenciosamente y les dejó en la piel la huella aceitosa que luego borró con la yema del pulgar, mientras las dos hermanas reían. Empezaron a echar una mano a su madre, que dejó el fuego y se dirigió al hijo.

–Volverán a arrestarte –dijo tranquilamente.

Jesús se encogió de hombros.

–Quizá no –dijo–, y en cualquier caso no lo dejaré sólo por eso.

–O quizá –añadió María– sean los zelotas quienes te lleven al desierto.

El hijo la miró, pasándose de nuevo los dedos por la larga barba negra en un gesto habitual en él. –¿Ha venido Menajén? –preguntó finalmente.

Ella hizo un gesto de asentimiento, pero no añadió nada más.

–Aquí tienes a José –dijo–, él te lo explicará mejor.

Volvió al horno y comenzó, ayudada por las hijas, a poner sobre los ladrillos calientes los roscones de pasta que había preparado, mientras los dos hermanos se abrazaban. Jesús preguntó a José –el tercero de los hermanos, que vivía desde hacía tiempo en Cafarnaún–, cómo estaban su mujer y sus hijos, luego le preguntó por Menajén. El otro negó con la cabeza.

–Yo no le he visto –dijo–, he hablado con Santiago, que luego me lo ha contado. Pero ahí llega, él te lo dirá.

Entraba, efectivamente, un tercer hombre, que recordaba de forma inequívoca a los otros dos por el color marrón de sus ojos y por el agradable rostro de color moreno claro y pronunciados rasgos. Al igual que los otros dos, llevaba bigote y barba. El cabello negro largo hasta los hombros, dividido en dos crenchas en el centro de la cabeza, era liso y lo llevaba untado de aceite como José, mientras que la melena de Jesús estaba desgreñada y polvorienta debido al viaje. Santiago vivía en la casa de al lado, con su mujer y sus dos hijas, mientras que Simón y Judas, los dos hermanos más jóvenes, vivían todavía con la madre, las hermanas y el primogénito, y al cabo de poco rato aparecieron levantando la cortina que hacía las veces de puerta en su cuarto. Los saludos y los deseos de paz se repitieron, luego los cinco hombres salieron y fueron a la carpintería que estaba bajo un cobertizo en la parte trasera de la casa. Jesús se sentó en el único taburete que había y los otros se acuclillaron en el suelo.

–¿Qué ha pasado? –preguntó Simón.

El hermano mayor se encogió de hombros.

–Nada dramático –dijo–, ya sabes que nuestros guardias, en comparación con los romanos, tienen la mano más blanda.

–Es Menajén quien quiere hablar contigo –observó Santiago–, sabía que el Sanedrín te había soltado y que volverías; y quiere verte de inmediato.

–¿Qué otras novedades hay? –preguntó Jesús. 

–Cada vez hay más gente que se va al desierto –dijo Simón.

–Y cada día aumentan los ataques a los soldados romanos –añadió Judas, el más joven, con ojos que le brillaban.

El hermano mayor le miró, y delante de aquella pasión juvenil no pudo reprimir una sonrisa que le acentuó las arrugas del rostro, pero luego meneó la cabeza.

–No será esto lo que traerá el reino de Dios.

El otro se puso en pie ágilmente, y los largos cabellos le ondearon en el impulso.

–Pero cada vez los legionarios son más cautos –exclamó–, sólo salen de las guarniciones cuando no les queda otro remedio. ¡Los romanos nos temen!

–¿Nos temen? –preguntó Jesús en tono irónico.

El otro se ruborizó.

–Temen a los zelotas –matizó Judas con voz queda, y volvió a sentarse en el suelo.

Jesús se dirigió a Santiago, dos años más joven que él y tan parecido, de tipo y semblante, que a veces incluso los propios habitantes de Gamala, que les conocían de siempre, llegaban a confundirlos.

–¿Algo más? –le preguntó.

Santiago bajó la cabeza, como si tuviera que decir algo desagradable.

–Menajén quiere verte en seguida –se limitó finalmente a repetir.

Jesús se levantó, estiró los brazos largos y musculosos que la túnica dejaba al descubierto y añadió:

–Ahora dejadme, pues en estos seis días de camino casi no he dormido.

Fue hacia el fondo del taller, arrojó las sandalias y se tumbó sobre una yacija baja cubriéndose con una fina manta. Los hermanos se levantaron y salieron en silencio, y el Nazareo se durmió al instante, indiferente a los ruidos de la pequeña ciudad ya en plena actividad.

Pero apenas habían transcurrido unos pocos minutos cuando un hombre alto y de complexión poderosa entró en la carpintería, llamando por su nombre y con un vozarrón a su ocupante. Jesús suspiró y se dio la vuelta con esfuerzo para mirar al recién llegado, se frotó los ojos y las mejillas dos o tres veces con las manos para ahuyentar el sueño que le entumecía los párpados y la mandíbula, y finalmente alzó la cabeza para mirar a Menajén, hijo de Judas.

–¿No podías esperar? –preguntó.

El otro, amenazador, temblaba de una rabia que casi no le dejaba hablar.

–¿Debía esperar? –preguntó al fin–. ¿Esperar a qué? ¿A que nos traiciones a todos? ¿O nos has traicionado ya? ¿Es por eso por lo que los romanos te han dejado libre?

–Te han informado mal –dijo Jesús tranquilamente–, no me apresaron los romanos, sino los del Sanedrín.

Menején se encogió de hombros, despectivo.

–¡Y cuál es la diferencia! –exclamó–. Romanos o saduceos, están todos en el mismo bando, contra Israel, y tú aún no me has dicho por qué te han dejado marchar.

–No te lo he dicho porque no lo sé, Menajén. ¿Quieres un poco de agua?

Se había levantado mientras hablaba y se aprestaba a salir para ir a coger una jarra de agua fresca. El otro, titubeante, hizo un gesto para rechazar el ofrecimiento. Jesús salió y volvió con el agua y encontró a Menajén sentado en el único taburete, con la cabeza gacha y los dedos metidos entre los rizados cabellos. También él le puso una mano sobre los cabellos y se los desordenó aún más, como se hace con los niños en ademán cariñoso.

–¿De veras crees que yo podría traicionar a mi gente, Menajén? ¿Olvidas que mi padre luchó codo con codo junto al tuyo y que murieron juntos, en la revuelta del censo? ¿Olvidas que pusieron a dos de sus hijos los mismos nombres, Santiago y Simón, y que esos hijos, dos de tus hermanos y dos de los míos, fueron arrestados juntos en más de una ocasión bajo la acusación de subversión?

El otro aceptó finalmente la jarra que se le ofrecía y tomó un largo sorbo.

–No olvido nada, Jesús –dijo a renglón seguido–, pero nuestros padres murieron hace más de veinte años, tus hermanos no están ya detenidos y tú, apresado por la guardia del Sanedrín, has sido liberado al cabo de un par de días. ¿Qué he de pensar?

Alzó su pesado cuerpo y, cogiendo a su amigo de los brazos, continuó:

–Creo que sí, Jesús, creo que tú puedes traicionarnos. Quizá sin darte cuenta, sin quererlo, porque creo que estás loco. Te has apartado de nosotros, los zelotas, con quienes creciste, y luego también de los esenios y de quien más te quería, tu pariente Juan el Bautista. Vas clamando contra los fariseos, sin distinguir entre los que están con los saduceos y los que están de nuestro lado, y luego pareces hablar como amigo con los gentiles, con los romanos idólatras. Así es, Jesús, te lo digo yo: tu locura te llevará a traicionarnos.

Recogió la corta capa que al entrar había arrojado sobre la mesa de carpintero e hizo ademán de irse, pero cuando había inclinado la cabeza para pasar por debajo del cobertizo se detuvo y se volvió: de nuevo un brillo de furia refulgía en sus ojos.

–Pero quizá me equivoco –gritó–, quizá sabes muy bien lo que haces y finges no menos bien. ¡Quizá quieres ser tú el Mesías que conduzca a Israel a la guerra y a la victoria, tú que afirmas venir de la estirpe de David, igual que yo, pero que no has nacido, como yo, en Belén, donde él nació, y donde me engendró mi padre mientras que del tuyo no es seguro ni el nombre!

Gritaba fuerte, y la gente salía de las casas para bajar o subir la cuesta y amontonarse alrededor del cobertizo. Las mujeres, expectantes, guardaban silencio, pero alguna de ellas, agazapada entre el gentío, comenzaba a emitir un sonido gutural que anunciaba el agudo lamento con el que solían expresar su dolor. Los hombres murmuraban, y se alineaban con uno o con otro porque les conocían a los dos de toda la vida y habían comprendido perfectamente el motivo de la disputa. Bajo la tez morena, el rostro demacrado de Jesús había palidecido, y se le habían blanqueado los nudillos de los dedos apretados en un puño, pero al hablar su voz era firme.

–Yo soy Jesús el carpintero –dijo–, hijo de José el carpintero, y también nosotros somos hijos de David.

–¡Mientes! –gritó Menajén–. ¡Yo, hijo de Judas el Galileo, soy de la estirpe de David y tengo derecho al trono de Israel! ¡Yo conduciré al pueblo de Israel a la guerra, a la libertad, y tú estarás del lado de tus amigos romanos y de los traidores saduceos, pero ni ellos te querrán!

Ahora las mujeres gritaban, y también los hombres, porque el recuerdo de los padecimientos infligidos a su ciudad por los romanos aún estaba vivo, tanto como la espera de la llegada del Mesías que habría de vengarles. Todo aquel que estaba de parte de Menajén gritaba: «¿Acaso ha de venir el Mesías de Galilea? ¿No dicen las Escrituras que el Mesías ha de venir de la estirpe de David y del pueblo de Belén, donde vivía David?». Y todo aquel que estaba de parte de Jesús replicaba que su padre José había sido tan valeroso como Judas, y que su familia no tenía menos derechos. Pero mientras Jesús y Menajén se miraban con un rechinar de dientes y los puños apretados, los familiares del primero se abrieron paso entre la multitud y le cogieron por los brazos para llevárselo con ellos.

–Está fuera de sí –decían como excusa y, mientras tanto, Simón, que era alto y grueso como Menajén, le ponía las manos sobre los hombros y mirándole a los ojos exclamaba:

–Menajén, amigo mío, amigo nuestro, ¿es que te has vuelto loco?

Poco a poco volvió la calma a las calles y a las empinadas callejuelas, la gente entró de nuevo en sus casas o volvió al trabajo en los olivos o al gran lagar de la comunidad. Menajén, acompañado por Santiago y Simón, que seguían hablando acaloradamente con él para convencerle de su amistad y de la lealtad de su hermano mayor, se dirigió hacia uno de los despeñaderos que había detrás de la colina y fue cuesta abajo por un sendero de cabras hacia un paso subterráneo, abierto en tiempos de la revuelta contra los romanos, que en pocas horas le llevaría hasta el mar de Galilea. Jesús, alejándose de los otros hermanos y hermanas, subió hasta lo alto de la montaña, donde se sentó a contemplar el cielo en el que se cernían los buitres y el valle que tenía abajo. Volvió a pensar en el desierto de Siria, y en el de Judea, y en el de la otra orilla del Jordán, y el espectáculo que se ofrecía ahora a su vista –las colinas resplandecientes de flores, el vivo color argentado de las hojas de los olivos, los diamantes líquidos de los arroyuelos heridos por el sol– le pareció como la síntesis de todas las bellezas, de todas las riquezas del mundo. Entonces pensó que tendría que renunciar a todo esto, y se echó a llorar.