ROBINSON CRUSOE

 

 

 

 

 

DANIEL DEFOE

 

 

 

 

 

 

Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de

 

ROBINSON CRUSOE

 

marinero de York que vivió veintiocho años solo por completo en una isla deshabitada en la costa de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco, tras ser arrojado a tierra en un naufragio en el que perecieron todos los hombres menos él. Con un relato de cómo al fin fue extrañamente rescatado por piratas. Escrito por él mismo

 

 

 

 

Traducción y prólogo de Enrique de Hériz

 

 

 

 

 

 

 

 

En nuestra página web: www.edhasa.com encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

 

 

Título original: Robinson Crusoe

 

 

Ilustración de la cubierta: © iStockphoto.com/Classix

 

 

Diseño de la sobrecubierta: Edhasa basada en un diseño de Pepe Far

 

Primera edición impresa: enero de 2012

Primera edición en e-book: junio de 2012

 

 

© de la traducción y el prólogo: Enrique de Hériz, 2012

© de la presente edición: Edhasa, 2012

 

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ISBN: 978-84-350-4572-8

 

Depósito legal: B. 19. 146-2012

Prólogo

 

 

 

 

«Llevo muchos años poniendo a prueba ese libro –generalmente en combinación con una pipa de tabaco– y me ha demostrado ser mi amigo ante todas las necesidades de esta vida mortal. Cuando se enturbia mi espíritu, Robinson Crusoe. Cuando quiero consejo, Robinson Crusoe. En tiempos pasados, cuando mi esposa me acosaba; en tiempos presentes, cuando tomo una gota de más, Robinson Crusoe. He gastado seis robustos Robinsones de tan duramente como han trabajado a mi servicio. Mi señora me regaló, por mi último cumpleaños, un séptimo ejemplar. De tanta emoción tomé un trago de más, y Robinson Crusoe me corrigió. Su precio era de cuatro chelines y seis peniques, encuadernado en azul, y con un dibujo de regalo.»

Wilkie Collins

 

 

 

El día 25 de abril de 1719 salieron de la imprenta de un tal William Taylor, ubicada en la londinense Paternoster Row, los primeros ejemplares de lo que ahora conocemos como Robinson Crusoe, publicados entonces con el siguiente título completo: «Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York que vivió veintiocho años solo por completo en una isla deshabitada en la costa de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco, tras ser arrojado a tierra en un naufragio en el que perecieron todos los hombres menos él. Con un relato de cómo al fin fue extrañamente rescatado por piratas. Escrito por él mismo.»

¿Escrito por él mismo? Defoe pretendía otorgar un sesgo testimonial e historicista al texto, acaso verdaderamente hacerlo pasar por autobiográfico, pero se trataba de su primera obra de ficción tras una larga serie de panfletos políticos, ensayos, panegíricos poéticos, sátiras, columnas periodísticas y manuales de conducta. De pronto, nada menos que Robinson Crusoe: el texto considerado por la crítica como la primera gran novela en lengua inglesa. El libro que necesitó apenas unos meses para alcanzar la condición mitológica, esa extraña e incómoda posición preeminente en la historia de la literatura, detentada tan sólo por un puñado de obras tan importantes que ni siquiera hace falta seguirlas leyendo para usarlas como referencia.

El éxito fue inmediato. El 20 de agosto, menos de cuatro meses después de la primera edición, fresca aún la tinta de las sucesivas reimpresiones, apareció la segunda parte: Nuevas aventuras de Robinson Crusoe. Parece que Defoe, a quien sabemos muy pendiente del destino comercial de sus textos, había previsto, en cierta medida al menos, el interés que iba a despertar la historia de su náufrago, pues la primera parte, tras anunciar en el último párrafo algunos futuros sucesos que protagonizaría Robinson Crusoe, terminaba así: «Todo eso, junto con algunos incidentes sorprendentes de mis propias aventuras durante diez años más, tal vez lo cuente más adelante». La segunda parte, en cambio, se despedía con el protagonista retirado en su residencia londinense, incapaz ya de soñar siquiera con nuevas aventuras: «Y aquí, resuelto a no angustiarme más, me preparo para un viaje más largo que todos estos, tras haber vivido setenta y dos años de una variedad infinita y aprendido lo suficiente para reconocer el valor del retiro y la bendición de terminar nuestros días en paz». Era casi imposible obtener (o inventar) nuevo material aventurero, nuevos viajes por el mundo. Quizá por eso, la tercera parte[1] hubo de presentarse como un conjunto de «Serias reflexiones a lo largo de la vida y las sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe, con su visión del mundo angélico». Por supuesto, escritas por él mismo.

Volvamos, sin embargo, a la primera parte, que a finales de 1719 había alcanzado ya la sexta impresión, además de una serialización en The Original Post, en tres entregas semanales a partir del 7 de octubre. De todo ello se conservan ejemplares en diversas bibliotecas que permiten a unas docenas de académicos debatir, con esa tenacidad de la que sólo pueden hacer gala los buenos scholars británicos, si procede considerar erróneo el uso de la coma en tal o cual frase de tal o cual reimpresión. En cambio, no existe nada que merezca el nombre de manuscrito, ninguna fuente primera y exacta con la firma del autor y su registro caligráfico. Gracias a otros manuscritos que sí se han salvado y a los comentarios de algunos impresores, sabemos que Defoe solía entregarles un material no demasiado fiable, plagado de tachaduras, vacilaciones en la puntuación, errores de bulto que luego podían (o no) irse corrigiendo en posteriores versiones.

No estamos hablando de Las mil y una noches, ni se requiere una gran investigación bibliográfica para determinar qué escribió exactamente Defoe, pues esas primeras ediciones cumplen la función de texto princeps. Las abundantes mutilaciones que Robinson Crusoe ha sufrido a lo largo del tiempo no pueden contar con esa excusa. A principios de agosto de 1719 (es decir, en pleno apogeo del éxito del libro y cuando Defoe se encontraba enfrascado en los últimos esfuerzos por entregar a imprenta una segunda parte que pudiera beneficiarse del calor del momento) apareció por primera vez una edición pirata que mantenía el largo título de Defoe en términos casi exactos, pero añadía: «Escrito originalmente por él mismo y ahora fielmente abreviado sin omisión de ninguna circunstancia destacable». Para mayor ofensa, costaba dos chelines, contra los cinco de la edición original. La firmaba como editor un tal T. Cox en el Amsterdam Coffe-house de Londres, ubicado en «las cercanías del Royal Exchange». Muy poco después apareció en Dublín otra edición, también pirata, pero al menos respetuosa con el texto original.

Indignado, Defoe incluyó un prefacio al segundo volumen, en el que equiparaba el pillaje de sus textos con el bandolerismo o el allanamiento de morada. Se añadía también una nota en la que se advertía al público del escaso valor de aquella edición ilegítima descrita como «apenas unas cuantas páginas sueltas, reunidas sin ninguna coherencia, en las que se malinterpreta por completo el sentido del autor, se representan mal los hechos y se cometen errores en la aplicación de las reflexiones morales».

El 29 de octubre de 1719, en el Flying Post de Londres, el tal T. Cox dio un paso al frente para convertir la controversia en polémica pública con una respuesta en la que se daba por enterado de las acusaciones y se exculpaba con el argumento de que, en la fecha de la publicación de la edición pirata, él estaba de viaje por Escocia. Admitía haber recibido la visita de «un cierto hombre» que le había mostrado algunas páginas sueltas entre alusiones a supuestas disputas entre el autor y su editor a la hora de fijar los honorarios por la entrega de la segunda parte. Cox insinuaba a continuación que aquella versión pirata bien podía ser obra del propio Defoe, quien estaría así tomándose cumplida venganza de la racanería de su editor legítimo. No contento con ese pequeño borrón, se atrevía a extender la mancha sobre los nombres de ambos con una última amenaza: «Si el señor Taylor o el autor del donquijotismo de Crusoe [Daniel de Foe] dan algún paso más en la insinuación de que yo era el propietario de dicha versión abreviada, aseguro al público que, en justa reparación, haré públicos algunos secretos que el mundo aún desconoce y demostraré que las acusaciones en mi contra por parte del autor y del librero contienen tan poca sinceridad y honestidad como poca es la verdad contenida en Robinson Crusoe».

Dejemos de lado por un momento el riquísimo valor anecdótico de esas circunstancias. Lamentemos que no se cumpliera la amenaza y el mundo se quedara sin conocer esos tremendos secretos, pero centrémonos en algo mucho más importante: entre cartas y prefacios, entre acusaciones, recortes, quejas e insinuaciones, se estaba armando una discusión sobre algunos puntos fundamentales en la configuración de la novela como género literario moderno. El más importante era la veracidad. Ya hemos visto que hasta un burdo imitador como el tal Cox afeaba a Robinson Crusoe su condición de artefacto inventado. En el ya mencionado prefacio de la segunda parte, Defoe se defendía de la «gente envidiosa» que le reprochaba haber escrito «un romance» y aseguraba que las invenciones contenidas en el texto quedaban legitimadas por sus usos y aplicaciones de orden moral. Sin embargo, parece que el ruido de fondo no cesó, porque la tercera parte salió también con un prefacio en el que el autor ponía incluso su buen nombre (o, mejor dicho, el de su personaje) al servicio de la honestidad de su obra: «Tengo entendido que la gente envidiosa y mal predispuesta del mundo ha planteado algunas objeciones a los dos primeros volúmenes bajo la pretensión, a falta de mejor excusa, de que (según ellos) la historia es inventada, los nombres son prestados y todo es un romance; que nunca existió tal hombre ni tal lugar, ni tales circunstancias en la vida de un hombre; que todo ha sido formado y embellecido por la imaginación para ser impuesto al mundo. Yo, Robinson Crusoe, hallándome en plena y perfecta posesión de mi mente y mi memoria, gracias sean dadas a Dios, declaro por la presente que esa objeción es un invento escandaloso por su intención y afirmo que la historia, aunque alegórica, es también histórica. […] Además, existe y vive un hombre, bien conocido, cuyos actos en la vida son el verídico sujeto de estos volúmenes y a quien alude toda la historia, o su mayor parte; se puede confiar en la veracidad de esta afirmación y por ella pongo en juego mi nombre».

Dicho de otro modo, el mundo le estaba preguntando a Defoe qué diablos había escrito y él, que para defenderse no disponía aún de la palabra «novela», tan mágica y multifuncional, sólo podía decir que su relato, si bien no era del todo cierto, se parecía mucho a la verdad. Y que era bello. Y que era útil: «Es la bella representación de una vida de infortunios sin precedentes, de una variedad imposible de encontrar en el mundo, adaptada con sinceridad y destinada al bien común de la humanidad y pensada en principio, tal como se usa ahora, para los usos más serios posibles». Desde lo alto de esa afirmación, casi tres siglos de novela nos contemplan.

Si hemos de creer la interpretación convencional del proceso creativo de Defoe, todo nace en 1704 con la historia real del marinero escocés Alexander Selkirk, quien pidió desmbarcar en la isla de Juan Fernández, deshabitada, tras una pelea con el capitán del barco en que navegaba. Allí permaneció hasta su rescate en 1709. En 1711 regresó a Londres y al año siguiente se publicaron algunos retazos de su vivencia, que no sería completada hasta que el periódico The Englishman dedicó por entero a su historia la edición del 3 de septiembre de 1713. Se da por supuesto que Defoe, enterado de las aventuras del marino y del aparente interés generado por el relato de las mismas, mezcló aquella información con la que contenían los muchos libros de viajes que había leído, tan populares en la época, redactó toda la historia con una clara pretensión de veracidad y hasta quiso colarla como un relato verdadero con la ya famosa coletilla de «escrito por él mismo». Sin embargo, un análisis más detallado del texto nos ofrece una versión algo más compleja. Por mucho que pudiera usarlos como material de partida, es a todas luces evidente que Defoe pretendía alejarse de los libros de viaje: sólo en una ocasión, en la segunda parte, se entretiene Robinson en describir un paisaje cuya aparición no va a condicionar los sucesos del relato y luego procede a disculparse de inmediato, prometiéndonos que no volverá a abandonar la acción y que sólo describirá paisajes y gente cuando tengan algo que ver con el devenir de su historia. Y cumple la promesa: en Robinson Crusoe todo el material descriptivo queda sujeto a la función narrativa.

Pero es que Defoe no quería describir. Ni siquiera quería narrar sucesos. Es obvio que pretendía levantar un mundo con la fuerza de las palabras. Un mundo completo, dotado incluso de una arquitectura moral para la cual ninguno de los géneros literarios comunes hasta entonces le prestaba planos válidos. Mientras nos iba contando aventuras, Defoe estaba escribiendo una historia sobre la Providencia como herramienta del castigo divino, un relato de sucesivas caídas y superaciones, mito central del puritanismo. Estaba transgrediendo su formación bíblica, al negarse a presentarnos el duro trabajo de un hombre como mero castigo por sus pecados, para convertirlo en todo lo contrario: instrumento de redención. Y sobre todo, estaba creando un personaje que permitía la identificación del lector gracias a un fenómeno aparentemente contradictorio y exclusivo del género novelístico: un personaje tan concreto, tan imbuido de su pequeña cotidianidad, tan obligado por las decisiones del propio Defoe a contarnos sus muy particulares quehaceres, que se volvía milagrosamente universal. En palabras de Coleridge, estaba escribiendo una historia en la que «nada se hace, piensa, sufre o desea sin que todos los hombres puedan imaginarse a sí mismos haciéndolo, pensándolo, sufriéndolo o deseándolo». «Leemos –afirmó Poe– y nos convertimos en abstracciones perfectas por la intensidad de nuestro interés; cerramos el libro y estamos convencidos de que nosotros mismos lo podríamos haber escrito. Todo ello se produce por la potente magia de la verosimilitud. Sin duda, el autor de “Crusoe” tuvo que poseer, por encima de cualquier otra, eso que se ha dado en llamar la facultad de la identificación: ese dominio que la volición ejerce sobre la imaginación y que permite a la mente perderse en una individualidad ficticia.» A Virginia Woolf le fascinaba que Defoe hubiera alcanzado ese logro gracias a la terquedad con que se negaba a satisfacer las expectativas del lector: «La mera sugerencia –peligro y soledad en una isla abandonada– basta para despertar en nosotros expectativas de una tierra lejana en los límites del mundo; de salidas y puestas de sol, de un hombre aislado de los suyos, rumiando en solitario acerca de la naturaleza de la sociedad y de los extraños comportamientos de los hombres. Antes de abrir el libro tal vez hayamos abocetado el tipo de placer que esperamos obtener de él. Leemos: y de pronto, cada página nos contraría brutalmente. No sale el sol ni se pone, ni hay soledad ni alma. Hay, por el contrario, mirándonos a los ojos, tan sólo una gran vasija de arcilla. […] ¿Y hay alguna razón, nos preguntamos al cerrar el libro, por la cual los detalles de una simple vasija de arcilla no deban darnos una satisfacción tan completa, una vez asimilados, como la de un hombre, con toda su sublimidad, plantado contra un fondo de montañas abiertas y océanos desatados mientras brillan las estrellas en el cielo?». Joyce llamó a Defoe «padre de la novela inglesa» y se burló de quienes se habían dedicado a hurgar en los muchos errores de falta de verosimilitud en que incurría el autor: «El ancho caudal del nuevo realismo los arrastra majestuosamente consigo, igual que una inundación se lleva la maleza y los juncos».

Es probable que Defoe no supiera exactamente qué estaba haciendo. Pero lo hizo bien. Cuarenta años después de su primera edición, Robinson Crusoe contaba con cuarenta y una reimpresiones y, hasta donde podemos contabilizar, quince imitaciones, por así llamar a los textos que apenas usaban al personaje como referencia y coartada para el pillaje literario. A finales del siglo XIX se calculaban unas setecientas versiones para todos los gustos y en todos los idiomas posibles. La Universidad de Indiana conserva en su biblioteca un ejemplar de 1878 en persa, traducido a partir del urdu. Triunfaban con especial rotundidad las versiones para niños, acaso por dar la razón a Rousseau, que había ensalzado el Robinson hasta el extremo de considerar que su lectura bastaba para la educación completa de su Émile. Pero es de suponer que Rousseau se refería a una versión íntegra. No, por ejemplo, al Robinson der Jünger publicado en Alemania en 1779 por Joachim Campe, cuya aparición dio pie a una caterva de ediciones ilegítimas en todo el mundo con la coartada de educar a los jóvenes, incluidos los españoles merced a la edición de un El nuevo Robinsón (1789), «reducido a diálogos» según confesaba la propia portada.

Era la condena del éxito. O la maldición de Cox. Porque todas esas versiones bastardas tenían algo en común con la primera edición pirata: a la hora de abreviar, subyugaban la novela, la sometían, le negaban toda su capacidad de constituir por sí misma un género nuevo. ¿Y cómo? Despojándola de ideas. Tachando todo lo que les impedía clasificarla en el mismo estante que los libros de viaje y los relatos de aventuras biográficas y las crónicas periodísticas. Quitando, precisamente, todo lo que elevaba el texto por encima de sí mismo y lo convertía en una novela. ¿Y tan importantes eran esas ideas? ¿No podía ser que, en una especie de juego borgiano, tuvieran razón en este caso los mutiladores? Daniel Defoe era hijo de pastores puritanos. La obsesión por la religión recorre gran parte de su obra. El libro –mejor dicho, la versión íntegra del libro– está salpicado por centenares de reflexiones y opiniones. Ya hemos dicho que el tercer volumen está formado por ensayos morales. En su introducción, Defoe nos advierte de que esos ensayos no son un mero producto de los dos volúmenes anteriores, sino todo lo contrario. «Porque la fábula siempre se escribe para la moral –nos dice–; nunca la moral para la fábula.»

Como comerciante que era, además de escritor, Defoe se vio obligado a declararse en bancarota al menos dos veces a lo largo de su vida. Sin duda, en más de una ocasión echaría de menos las regalías hurtadas por todas esas ediciones ilegítimas, pero cabe sospechar que le dolía más el robo moral e intelectual: «Al acortar el libro para poder reducir su coste –afirmó–, lo despojan de todas las reflexiones religiosas y morales que, además de constituir la mayor belleza de la obra, están calculadas para el infinito beneficio del lector».

España fue un poco más lenta que el resto del mundo a la hora de importar el fenómeno y, además, empezó directamente por las versiones infantiles. A finales del XVIII ya encontramos una traducción del Robinson juvenil de Campe, unas aventuras de «los dos robinsones, Carlos y Fanny, dos niños abandonados en una isla desierta», basadas en el original de François Guillaume Ducray-Duminil, en el que los niños ni siquiera tenían esos nombres, sino Fanfan y Lolotte. «Estas y otras adaptaciones –se afirma en el Diccionario histórico de la traducción en España, editado en Gredos por Francisco Lafarga y Luis Pegenaute– inundaron el panorama literario infantil y juvenil hasta tal punto que no sólo hubo robinsones alemanes y franceses, sino también suizos, cubanos, etcétera. Son arreglos que despojan a la novela de Defoe de toda su carga política, social y religiosa, haciendo hincapié en lo que tiene de aventura.» ¿Nos suena de algo?

Carmen Toledano Buendía documenta[2] la existencia de una versión firmada por José Alegret de Mesa y publicada en Madrid en 1849-1850. Traducía los dos primeros volúmenes y lo hacía en su integridad, aunque al parecer adaptaba el tono a un público juvenil (lo cual explicaría que dejara aparte el tercer volumen, pues consiste en ensayos morales que difícilmente disfrutarían los niños). Tenía también la particularidad de que en vez de abreviar el texto lo ampliaba con decenas de notas y glosas de intención claramente didáctica.

Y así llegamos a Cortázar. Cualquier lector que en cualquier país de habla hispana solicita en una librería una traducción vigente de Robinson Crusoe, encuentra la de Julio Cortázar. Sabemos que la hizo en 1944 por encargo de la editorial Viau, de Buenos Aires, con cuyo personal tenía lazos de amistad. Sabemos que, en un tomo voluminoso y bellamente ilustrado, contenía las partes primera y segunda. El lenguaje es reconociblemente elegante y fluido, pero la versión podría llevar la firma del mismísimo T. Cox. Hasta casi un treinta por ciento del texto original brilla por su ausencia. A veces son dos o tres párrafos. Otras, hasta cuatro páginas seguidas. ¿Con qué estrategia se recortó? Adivínelo el lector sagaz: falta todo lo que se sale de los estrictos límites de la novelita de aventuras. Así se mantuvo cuando la traducción se publicó por primera vez en España, en edición de Lumen (1975), y así se mantiene la edición actual (2004) en la colección Grandes Clásicos de Mondadori.

Un más que amable encuentro con Aurora Bernárdez, primera esposa de Cortázar y, a su vez, muy reputada traductora, no sirvió para arrojar ninguna luz en el proceso detectivesco que debería llevarnos a saber quién cortó qué por decisión de quién. Ha pasado mucho tiempo y, además, como bien señaló ella, esa clase de mutilación era práctica muy común en la época. A la hora de atribuir responsabilidades, hay dos opciones incómodas y enojosas. Encaremos la primera con un suspiro de devoción cortazariana: ¿fue él quien, acaso aburrido por los excesos de detallismo realista que tanto admiraban Woolf y Joyce, sacó la tijera? En una carta de la época, Cortázar mencionaba que había pasado unos meses traduciendo Robinson Crusoe y no se refería al original en términos demasiado elogiosos. Se sabe que en sus versiones de Poe hay buenas dosis de inventiva y, en alguna conferencia, Cortázar había abusado del concepto de «recreador» que cabía atribuir a los traductores. Según el relato de Aurora Bernárdez, el editor Francisco Porrúa habría pedido a Cortázar, veinte años después, que le permitiera reeditar esa traducción y el gran escritor argentino le habría contestado, entre bromas, que se la mirase antes con mucho cuidado porque, en el tiempo transcurrido, había aprendido mucho inglés y mucho español. Nada de todo eso puede probarse. Más bien algunos datos apuntan a lo contrario: Cortázar obtuvo titulación de traductor en 1948 y ejerció como tal para la Unesco y para la Comisión de Energía Atómica en Viena. Tradujo a Gide, a Giono, a Duras, a Chesterton, a Yourcenar. Incluso si la traducción era tan sólo un modo de ganarse la vida mientras escribía espléndidos cuentos sobre traductores que vomitan conejitos, hay que suponer que sabía lo que hacía.

Nos queda entonces la segunda opción: un editor indecente que, ya fuera por falta de respeto al texto, ya por ahorrar costes de impresión, decidió recortar la novela, y no sólo por las esquinas. Debe admitirse que la primera edición, más allá de los recortes, podía haber sido bastante más cuidadosa. En el final de la segunda parte, por ejemplo, Cortázar duda de la transcripción idónea de algunos topónimos rusos y les añade un interrogante, es de suponer que para una posterior comprobación: «Cinco días más tarde llegamos a Veuslina (?)», traduce Cortázar. Y el editor deja pasar el interrogante como si el propio Defoe manifestara alguna duda. «Ante todo nos dirigimos a Lawrensoy (¿Jarensk?)», anota el traductor y acepta, como si no leyera, el editor. Esos errores de aparente desidia, no subsanados, por cierto, en las sucesivas ediciones del texto, no bastan sin embargo para culpar al editor. Por la misma razón que nos ha llevado a descartar la primera opción. Cuesta mucho pensar que, si Cortázar había hecho el considerable esfuerzo de traducir una versión íntegra y rigurosa de los dos primeros volúmenes de Robinson Crusoe, su editor pudo mutilarlos sin que él pusiera el grito en el cielo, o sin que quedara en algún lugar una carta, una nota, un comentario al respecto.

Bueno, hay una tercera opción: ni Cortázar ni su editor sabían que estaban traduciendo a partir de un texto ya mutilado en origen. Eso atribuiría una indudable falta de rigor a la tarea de ambos pero los liberaría de la responsabilidad moral, mucho mayor, de haber puesto en manos de miles de lectores, durante décadas seguidas, un texto que casi ni se parece al que éstos creen estar leyendo. Y es posible. El texto original de Defoe, en todas las ediciones que cabe considerar legítimas, aparece seguido, sin ninguna división por capítulos. Tanto la primera parte como la segunda. En las sucesivas mutilaciones que sufrió, y en consonancia con la voluntad de reducirlo e infantilizarlo, se impuso la costumbre de repartirlo en capítulos y, además, preceder cada uno de ellos de la tradicional sinopsis para facilitar la lectura y la comprensión. La traducción de Julio Cortázar está dividida por capítulos, cada uno con su correspondiente sinopsis. Es mucho suponer que él se tomara el trabajo de inventarse esas divisiones capitulares, darles título y resumirlas por adelantado. Es más fácil imaginar que se limitaba a traducir lo que tenía delante: un texto mutilado en origen.

Por desgracia, se nos niega la única posibilidad de aclarar este misterio, pues nadie parece saber de qué edición inglesa partía su traducción. A la muerte de Cortázar su biblioteca personal fue donada a la Fundación March y en el catálogo de dicha donación figura un ejemplar de Robinson Crusoe en inglés. Pero es de 1981, casi cuarenta años después de que Cortázar lo tradujera.

En tiempos recientes ha habido otras versiones, la mayoría desaparecidas hoy en día de nuestras librerías. Ninguna era completa. La más reciente, traducida por Fernando Galán y José Santiago Fernández Vázquez y editada por el primero de ambos, apareció en Cátedra en el año 2000. Es válida en sentido filológico y vigente en términos literarios, pero consta sólo de la primera parte.

¿Puede, entonces, afirmarse que jamás ha habido una traducción al español, íntegra, completa y actualizada, de los dos volúmenes que conforman la novela Robinson Crusoe? Al parecer, sí. Y si alguna vez la hubo, hace tanto tiempo que no queda ni rastro de ella. Corregido quede ese error y bienvenido sea el lector a este mundo milagrosamente nuevo. No encontrará notas académicas para especificar si tal o cual alusión bíblica procede de los Salmos o del Libro de los Proverbios; no se le interrumpirá la lectura con la aclaración del valor del moidor como moneda corriente en Brasil y Portugal en la época o con las equivalencias de medidas que, por supuesto, permanecen en millas, yardas, libras y hasta leguas donde corresponde; no se le llamará la atención acerca de los errores del original en ciertos cálculos de fechas, de ubicaciones geográficas o de pura coherencia con lo narrado; tampoco se intentará allanar el camino de la lectura evitando las repeticiones innecesarias en que pudo incurrir el autor, o disfrazando sus torpezas. Ésta es tan sólo la traducción íntegra de una novela y como tal pretende ser invisible, o al menos transparente, en la medida de lo posible.

 

 

Enrique de Hériz

 

Prefacio

 

 

 

 

Si alguna vez ha merecido hacerse pública la historia de las aventuras por el mundo de un hombre particular, y ha resultado aceptable una vez publicada, el editor de este relato cree que se trata de ésta.

Las maravillas de la vida de este hombre exceden (cree el editor) todo cuanto existe; apenas parece posible que la vida de un solo hombre pueda contener semejante variedad.

La historia se cuenta con recato, con seriedad y con aplicación religiosa de los sucesos a los usos a que suelen aplicarlos los hombres sabios, a saber: la instrucción de los demás por medio del ejemplo y la justificación y la honra de la sabiduría de la Providencia en toda variedad de circunstancias, sean éstas cuales fueran.

El editor cree que se trata de un relato verídico de los hechos; no encuentra en él ninguna apariencia de ficción y, en cualquier caso, cree que, por el modo en que se despachan todos esos asuntos, el provecho que aportan tanto al entretenimiento del lector como a su formación, será el mismo; y por ello considera, sin mayores cortesías para con el mundo, que presta un gran servicio con su publicación. Nací en el año de 1632 en la ciudad de York, en el seno de una buena familia, aunque no del país, pues mi padre era un extranjero llegado de Bremen para instalarse originalmente en Hull. Tras alcanzar una buena posición como comerciante abandonó el negocio y se trasladó a York, donde se casó con mi madre, emparentada con los Robinson, una muy buena familia de esas tierras, de ahí que me llamaran Robinson Kreutznaer; aunque, dada la habitual corrupción a que se someten las palabras en Inglaterra, ahora nos llaman Crusoe y hasta nosotros mismos nos llamamos por tal nombre y así lo escribimos, e incluso mis compañeros me llamaban siempre así.

Tenía dos hermanos mayores, uno de los cuales era teniente coronel de un regimiento inglés de infantería en Flandes, comandado anteriormente por el famoso coronel Lockhart, y murió en la batalla librada cerca de Dunkerque contra los españoles. Nunca supe nada de cuanto aconteciera a mi segundo hermano, del mismo modo que mi padre y mi madre ignoraron cuanto a mí me ha sucedido.

Por ser el tercer hijo varón y no tener formación para ningún oficio, pronto empezó a llenarse mi cabeza de desvaríos. Mi padre, ya muy anciano, me había dado una preparación tan competente como pueda esperarse entre la educación doméstica y la escuela pública, y me reservaba para el ejercicio de la ley; sin embargo, a mí sólo me satisfacía hacerme a la mar y esa inclinación me enfrentó con tal fuerza contra el deseo de mi padre o, mejor dicho, contra sus órdenes, y contra las súplicas y argumentos de mi madre y de mis amigos, que algo fatal parecía haber en aquella propensión de la naturaleza que apuntaba directamente hacia la vida desgraciada que al fin habría de acaecerme.

Mi padre, un hombre sabio y solemne, me dio un consejo serio y excelente en contra de las intenciones que adivinaba en mí. Una mañana me convocó a su habitación, donde la gota lo mantenía confinado, y objetó muy animosamente al respecto: me preguntó qué razones tenía, más allá de una mera inclinación al vagabundeo, para abandonar la casa paterna y mi tierra de nacimiento, donde podía darme a conocer y donde, con aplicación y trabajo, tenía perspectivas de labrarme un destino, con una vida llena de facilidades y placeres. Me dijo que eran los dueños de destinos desesperados, o bien aquellos que aspiraban a fortunas superiores, quienes se marchaban a la aventura, con el afán de ascender por medio de sus iniciativas y hacerse famosos en tareas cuya naturaleza se sale de lo común; que todo eso quedaba demasiado alto para mí, o bien al contrario, demasiado bajo; que mi condición era mediana, o lo que cabía considerar como la estación superior de la vida baja, la mejor del mundo según su larga experiencia, la más idónea para la felicidad humana, desprovista de las miserias y tribulaciones, de los esfuerzos y sufrimientos propios de la parte mecánica de la humanidad y no estorbada por el orgullo, el lujo, la ambición y la envidia de la parte elevada de la misma. Me dijo que podía juzgar acerca de la felicidad de dicha condición por una sola cosa, a saber: que era la condición de vida envidiada por todos los demás; que los reyes han lamentado a menudo las penosas consecuencias de haber nacido entre grandezas y han deseado haber ocupado la mitad de ambos extremos, entre lo mezquino y lo grandioso; que los hombres sabios daban testimonio de ser esta la justa medida de la verdadera felicidad cuando rezaban por no tener pobreza ni riquezas.

Me pidió que observara y me diera cuenta de que las partes más bajas y elevadas de la humanidad compartían las calamidades de la vida, mientras que la zona intermedia sufría menos desastres y no estaba expuesta a tantas vicisitudes como las de arriba o abajo; no, ni tampoco quedaban expuestos a tantas molestias e incomodidades, tanto del cuerpo como de la mente como aquellos que, por la vida de vicios, lujos y extravagancias en un caso, y por la dureza del trabajo, la carencia de cosas necesarias y una dieta mala o insuficiente en el otro, se provocan desgracias a sí mismos como consecuencia natural de su modo de vida; que la etapa media de la vida estaba calculada para toda clase de virtudes y goces; que la paz y la plenitud eran las criadas de un destino mediano; que la templanza, la moderación, la quietud, la salud, la compañía, todas las diversiones agradables y todos los placeres deseables, eran dones concedidos a la condición media de la vida; que así los hombres transitaban en silencio y con suavidad por el mundo y lo abandonaban cómodamente, sin el embarazo de los trabajos manuales o mentales, sin venderse a la esclavitud para obtener el pan diario, o acosados por circunstancias de perplejidad que le roban al alma la paz y al cuerpo el descanso; no se someten a la rabia pasional de la envidia ni a la secreta lujuria ardiente de la ambición por las grandes cosas, sino al amable deslizarse de las cómodas circunstancias por el mundo, saboreando con sensatez los dulces del vivir, sin la sensación amarga de ser felices y aprendiendo por la experiencia cotidiana a saborearlos con aún mayor sensatez.

A continuación me instó con gran severidad, y del modo más afectuoso, a no cometer un error de juventud y no precipitarme hacia unas desgracias de las que tanto la naturaleza como la estación de la vida en que había nacido parecían tender a librarme; que no necesitaba buscarme el pan; que él proveería por mí y se esforzaría por llevarme limpiamente hasta la estación de la vida que acababa de recomendarme; y que si no me encontraba a gusto y feliz en el mundo sería porque lo dificultara mi destino o mis defectos y él no respondería por ello, pues había cumplido con su deber al advertirme contra aquello que me iba a perjudicar. En pocas palabras, él podía hacer cosas muy buenas por mí si seguía su recomendación de quedarme en casa y asentarme, y se negaba a ser partícipe de mi desgracia animándome a partir. Y ya por ter minar me dijo que tenía el ejemplo de mi hermano mayor, con quien había usado la misma clase de serios argumentos para impedir que se fuera a la guerra de los Países Bajos, mas no había podido imponerse porque sus deseos de juventud le habían impulsado a alistarse corriendo en el ejército, donde había hallado la muerte; y aunque dijo que no dejaría de rezar por mí, se atrevía a advertirme que, si al fin daba aquel estúpido paso, Dios no me concedería su bendición y en el futuro tendría mucho tiempo libre para reflexionar sobre las consecuencias de haber despreciado sus consejos cuando no hubiera ya nadie dispuesto a ayudarme.

Observé en esa última parte del discurso, que resultó ciertamente profética, aunque supongo que entonces ni él mismo lo sabía, digo que observé que las lágrimas rodaban en abundancia por su rostro, especialmente cuando hablaba de mi hermano muerto; y que al mencionar que yo tendría tiempo libre para arrepentirme sin nadie que pudiera ayudarme, también se conmovía, tanto que cortó su discurso y me dijo que estaba su corazón tan lleno que no podía decirme ni una palabra más.

Ese discurso me afectó sinceramente, como no podía ser de otro modo, y resolví dejar de pensar en los viajes y asentarme en el hogar según los deseos de mi padre. Mas, ay, todo se me pasó en unos pocos días y, en breves palabras, para evitar que mi padre me importunase de nuevo, algunas semanas después resolví alejarme de él. No me dejé llevar por la prisa, ni por la calentura de mi primera resolución, sino que me acerqué a mi madre en un momento en que me pareció que estaba algo más amable de lo habitual y le dije que estaba tan convencido de irme a ver mundo que nunca sería capaz de poner en nada que hiciera la determinación suficiente para terminarlo y que sería mejor si mi padre me daba su consentimiento en vez de obligarme a renunciar; que ya tenía dieciocho años, demasiados para emplearme como aprendiz de cualquier negocio o de escribano de algún abogado; que estaba seguro de que, si así lo hacía, nunca llegaría a cumplir el tiempo apalabrado y sin duda huiría de mi señor para hacerme a la mar antes de cumplirse dicho tiempo; y que por favor hablara con mi padre para que me dejase embarcar al menos en un solo viaje, de modo que al regresar, si no me había gustado, no volvería a irme, al tiempo que prometía recuperar con doble diligencia el tiempo que hubiese perdido.

Eso despertó una gran pasión en mi madre. Me dijo que le constaba que de nada serviría hablar con mi padre de semejante asunto: que él sabía demasiado bien lo que más me convenía, como para dar su consentimiento a algo tan perjudicial para mí, y que cómo podía ocurrírseme algo así después de la charla que había tenido con él, sabiendo que él me había dedicado expresiones tiernas y bondadosas y que, en pocas palabras, si yo mismo me arruinaba no habría ayuda posible para mí; que diera por cierto que nunca obtendría su aprobación. Que por su parte no pensaba participar de ese modo en mi destrucción y que jamás se me ocurriera decir que mi madre, al contrario que mi padre, sí estaba dispuesta.

Aunque mi madre se negó a intervenir ante mi padre, más adelante supe que le había trasladado todo mi discurso y que él, tras mostrar gran preocupación, le dijo con un suspiro: «Este muchacho podría ser feliz si se quedara en casa, mas si parte de viaje será el más miserable desdichado que jamás haya nacido; no puedo dar mi consentimiento».

Hubo de pasar casi un año antes de que me escapara, aunque durante ese tiempo seguí prestando oídos sordos obstinadamente a cualquier propuesta de asentarme en los negocios y protestando con frecuencia ante mis padres por su firme determinación contraria a mis inclinaciones. Sin embargo, un día fui por casualidad a Hull, sin el menor propósito de fuga en esa ocasión, pero, como digo, me encontraba allí y resultó que uno de mis compañeros se iba a desplazar por mar a Londres en el barco de su padre y me propuso que fuera con ellos, con las clásicas añagazas de los marineros, a saber: que nada debería pagar por mi pasaje. Ya no volví a consultar a mi padre ni a mi madre, ni tan siquiera les mandé recado alguno, ya se enterarían como fuera, y sin pedir la bendición de Dios, ni la de mi padre, sin consideración alguna de las circunstancias o de las consecuencias, y sabe Dios que en mala hora, el primero de septiembre de 1651 me embarqué rumbo a Londres. Creo que nunca los infortunios de un aventurero empezaron tan pronto ni fueron tan largos como los míos. Apenas el barco acababa de abandonar el río Humber cuando el viento empezó a soplar y el mar se alzó de la manera más aterradora. Y, como nunca antes me había hecho a la mar, mi cuerpo experimentó un mareo inefable y el terror invadió mi mente. Entonces me puse a reflexionar seriamente acerca de lo que había hecho y de cuán justamente me sorprendía el juicio de los cielos por la maldad de partir de la casa de mi padre y abandonar mis obligaciones. Todos los buenos consejos de mis progenitores, las lágrimas de mi padre y las súplicas de mi madre regresaron frescas a mi mente en ese momento; mi conciencia, que aún no había llegado al extremo de dureza que alcanzó más adelante, me reprochó que hubiera despreciado las advertencias y que hubiera incumplido mis obligaciones con Dios y con mi padre.

Todo ello mientras arreciaba la tormenta y el mar, en el que nunca antes me había embarcado, alcanzaba gran altura, aunque no tanta como he visto otras veces desde entonces; no, no fue como lo que vi pocos días después. Pero sí lo suficiente para afectarme en ese momento. Esperaba que cada ola nos tragara y que cada vez que el barco caía en lo que, para mis pensamientos, era la hoya, o el hueco del mar, ya no volviéramos a levantarnos. En la agonía de mi mente hice muchos votos y promesas: que si Dios tenía a bien salvar mi vida en aquel viaje, si alguna vez llegaba a pisar la tierra iría directamente a casa de mi padre y nunca en la vida volvería a embarcarme; que seguiría sus consejos y nunca volvería a meterme en aquella clase de miserias. En ese momento veía con claridad la bondad de sus observaciones acerca de la estación media de la vida, con qué facilidad, de qué manera tan cómoda había vivido él todos sus días sin verse jamás expuesto a las tempestades del mar, ni a los problemas de la costa, y decidí que, como un hijo pródigo en verdad arrepentido, regresaría a la casa de mi padre.

Esos pensamientos sabios y sobrios se prolongaron mientras duraba la tormenta, e incluso algo después, mas al día siguiente amainó el viento y se encalmó el mar y yo empecé a acostumbrarme un poco. Aun así, pasé todo el día muy afectado e incluso algo mareado todavía. Sin embargo, hacia la noche se aclaró el tiempo, casi se detuvo del todo el viento y nos llegó un atardecer suave y encantador; se puso el sol con perfecta claridad y así amaneció también el alba; como hacía poco viento, por no decir ninguno, y el mar estaba liso bajo el brillo del sol, me pareció que jamás había disfrutado de una vista tan hermosa como aquélla.

Había dormido bien por la noche y ya no estaba mareado, sino de buen ánimo, asombrado al ver que aquel mar, tan terrible y brusco el día anterior, pudiera parecer calmo y apacible tan poco tiempo después. Y entonces, no fuera a ser que mis buenas intenciones siguieran adelante, mi compañero, el mismo que me había engatusado para partir, se acercó a mí: «Bueno, Bob –me dijo con una palmada en el hombro–. ¿Cómo estás ahora que ha pasado? Desde luego, anoche estabas asustado, ¿verdad? Y eso que sólo sopló una brisilla». «¿Llamas a eso una brisilla? –le pregunté–. Fue una tormenta terrible.» «¿Una tormenta, iluso? –replicó–. ¿Llamas a eso una tormenta? La verdad es que no fue nada; danos un buen barco y mar abierto y una borrasca como esa nos parece poca cosa. Pero tú eres un marinero de agua dulce, Bob. Ven, preparemos un ponche y olvidémonos de todo eso, ¿has visto qué buen tiempo tenemos ahora?» Por abreviar esta triste parte de mi historia, lo hicimos todo al modo de los marinos, preparamos el ponche y me emborracharon con él, y en la malicia de esa noche ahogué todo mi arrepentimiento, todas mis reflexiones sobre mi conducta anterior y todas mis resoluciones para el futuro. En pocas palabras, así como el mar recuperó la lisura de su superficie y quedó en calma al amainar la tormenta, al desaparecer la premura de mis pensamientos, al quedar por completo en el olvido mis miedos y aprehensiones de ser tragado por el mar, al renacer la corriente de mis antiguos deseos, yo olvidé por completo los votos y las promesas hechas durante mi aflicción. Aún tuve, sin duda, ciertos intervalos de reflexión y los pensamientos serios se esforzaban por regresar de vez en cuando, pero me los sacudí y me alejé de ellos como se huye del moquillo y, entregado a la bebida y a la compañía, pronto controlé el regreso de aquellos ataques, pues así los llamaba, y en cinco o seis días obtuve una victoria absoluta sobre mi conciencia, como desearía cualquier joven decidido a impedir que ésta lo incomode. Sin embargo, aún me esperaba otra prueba. Y la Providencia, como ocurre por lo general en estos casos, resolvió dejarme sin excusa por completo: si no había tomado aquel episodio como advertencia, el siguiente sería de tal naturaleza que hasta el más desdichado entre nosotros reconocería el peligro y pediría compasión.

Seis días después de hacernos a la mar llegamos a la rada de Yarmouth; poco habíamos avanzado después de la tormenta, al navegar con el tiempo en calma y el viento en contra. Allí nos vimos obligados a echar el ancla y esperar, pues el viento siguió soplando contra nuestra marcha, es decir, desde el sudoeste, durante siete u ocho días, en el transcurso de los cuales llegaron a la rada muchos barcos procedentes de Newcastle, pues aquel lugar se convertía en el caladero más común para los barcos que esperaban un viento favorable para adentrarse en el río.

En vez de quedarnos tanto tiempo allí, hubiéramos entrado en el río aprovechando las mareas de no ser porque hacía demasiado viento y, tras cuatro o cinco días de espera, se puso a soplar con mucha fuerza. No obstante, se suponía que la rada ofrecía tan buen abrigo como un puerto, tanto el ancla como todo el sistema de anclaje estaba bien y nuestros hombres parecían libres de preocupación y ajenos a cualquier peligro; al contrario, pasaban el tiempo entre el descanso y el alborozo, como suele hacerse en el mar. Mas en la mañana del octavo día el viento arreció y todos pusimos manos a la obra para arriar los masteleros y dejar todos los aparejos bien reforzados, de modo que el barco pudiera navegar con la mayor facilidad. Hacia el mediodía el mar se alzó de veras y nuestro barco hincó la proa en el agua, se vio barrido por las olas y en más de una ocasión llegamos a creer que habíamos perdido el ancla, momento en que nuestro capitán ordenó echar el ancla de esperanza y nos mantuvimos con ambas en el agua y las cadenas tensadas al máximo.