EL IMPULSO NACIONALISTA

 

 

 

JAIME RUIZ CABRERO

 

 

 

 

 

 

 

EL IMPULSO NACIONALISTA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Primera edición en e-book: noviembre de 2012

Edición en ePub: febrero de 2013

 

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ISBN: 978-84-350-4611-4

 

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A mi mujer

Introducción

 

 

 

Si el nacionalismo no es el tema en la España de nuestro tiempo, a menudo lo parece; el nacionalismo y la crisis económica a la que, sin que se insista lo suficiente, va estrechamente unido en cuanto al ritmo si no en cuanto a las causas. Cuando menos, así ocurre en Cataluña, donde día tras día el debate sobre el autogobierno llena buena parte de los diarios y afecta al resto, desde la alta política al deporte. Nada escapa a esa obsesión que, como todas las obsesiones, tiene algo de desmedido y hasta de agobiante. Aunque, para ser optimistas, si hubiera cuestiones más acuciantes, como un déficit de libertad o una diferencia sustancial entre españoles sobre la forma de entender la convivencia, es casi seguro que nadie plantearía con tanta urgencia el pleito territorial. Es decir, que el tema de nuestro tiempo es probablemente que desde la Constitución vigente disfrutamos de un acuerdo general sobre lo fundamental con una sola excepción: la estructura del Estado y la sede de la soberanía.

Y de Cataluña a España, la misma idea recurrente, bien es verdad que con mucha menos intensidad. Pero aún así son constantes las referencias, los artículos, los comentarios sobre el nacionalismo, porque el asunto preocupa, y mucho. Numerosos catalanes perciben esto como una agresión cuando, en el fondo, no es otra cosa que la reacción a sus continuas exigencias, la respuesta de la sociedad española a ese contencioso nunca resuelto que es la reivindicación nacionalista. Desde luego, la primera actitud del español medio no es la irritación, sino el asombro. ¿Por qué tantos catalanes están descontentos con su situación? ¿Acaso no gozan de una amplia autonomía y de una economía próspera? ¿En qué se diferencian de nosotros? En su fuero interno, les cuesta entender el desapego nacionalista y sus protestas interminables.

Parece obvio que si unos y otros no son capaces de comprenderse mutuamente es porque no se comunican lo bastante. Por simple observación se constata que los catalanes que frecuentan el resto de España y los españoles que conocen Cataluña suelen ser más tolerantes y respetuosos. Esa, en realidad, debiera ser la misión de los políticos, escritores y periodistas: conducir a los ciudadanos hacia el recíproco entendimiento y nunca hacia la confrontación. Justo lo contrario de lo que sucede no pocas veces en la vida real, en la que numerosos políticos contribuyen día a día a encrespar los ánimos antes que a aplacarlos, buscando tal vez una razón de ser a sus carreras y una coartada a su actuación pública. Al espectador imparcial le da la sensación de que en la interacción política-sociedad no siempre manda quien debiera, es decir, la sociedad. Pero, claro, el nacionalismo, en sus distintas vertientes, es la bandera de numerosos partidos, aquello que les da sentido, por lo que no cabe esperar que se desactiven a sí mismos.

Sea como fuere, en estos momentos, ya bien entrado el siglo xxi, la polémica tiende a aumentar. Un último Estatuto, que fue visto por sus promotores como un intento de solución de un problema enquistado, y por sus adversarios como una iniciativa impetuosa e ilegal, ha terminado por explotar en la vida pública española. Entre las protestas de unos y otros queda el hecho evidente de que, incluso con los recortes, aumenta el autogobierno de Cataluña. Pero lo que para los partidarios de un Estado unitario es una cesión intolerable de soberanía, ha sido recibido por sus rivales como una afrenta. El viejo pleito, lejos de aquietarse, ha irrumpido de nuevo, más virulento que nunca.

En los últimos años se vienen publicando numerosos libros, trabajos y panfletos de un nacionalismo encendido, muchos abiertamente independentistas, en general más apasionados que argumentados, con una avalancha de aseveraciones rotundas no demostradas, expresiones dolidas y promesas voluntaristas de un futuro mejor por separado. ¿Por qué será que quienes quieren cambiarlo todo suelen aportar pocos argumentos? ¿Por qué no se consideran obligados a demostrar sus afirmaciones, bastándoles con dar por supuestos ciertos hechos que luego interpretan a su manera?

Quizá sea aquél el carácter distintivo del nacionalismo de nuestros días. Nunca hasta ahora tantos intelectuales y estudiosos se habían dejado seducir por el sueño febril de la independencia. Como numerosos políticos que, no se sabe si para liderar a su gente o para no dejarse adelantar por su tiempo, sin duda su mayor temor, han radicalizado su lenguaje. Cuando un ex presidente del Gobierno autonómico, tradicionalmente moderado, y uno de sus sucesores, ahora en el ejercicio del cargo, con su partido en pleno, llegan a declararse favorables a la causa, promoviendo activamente la secesión, es que la sociedad ha cambiado o que esos políticos han perdido el rumbo. Y sin embargo, la moderación sigue siendo mayoritaria entre los ciudadanos.

En el resto de España, la reacción oscila entre la contrariedad y el deseo de entender y entenderse, esto es, la transacción. Muchos ciudadanos de a pie, periodistas y políticos, cuando hablan en privado, se sienten ultrajados e indignados por las críticas del nacionalismo que tantas veces suenan a insultos (nadie discutirá que los nacionalistas no han sido siempre comedidos en sus juicios). Son los patriotas de una sola pieza, los defensores de la nación española, los que desearían que todos los españoles pensaran y sintieran como ellos, los herederos de la idea de una gran España. Responden enérgicamente a quienes no conformes con sentirse diferentes atacan a la patria común para construir la suya aparte. Se preguntan con cierta angustia cómo puede ser que alguien que también es español piense de forma tan distinta. Y se irritan ante las declaraciones cambiantes del catalanismo y su doble lenguaje de ciertas épocas. Olvidando que, al final, lo que cuenta no es tanto el registro histórico de contradicciones del nacionalismo cuanto su fuerza social. En ningún modo son anticatalanes, si cabe anticatalanistas, son españoles por encima de todo que no pueden entender el cisma.

Otra parte importante de la sociedad española, y muchos políticos, sienten también España, pero intentan ponerse en el lugar de los nacionalistas para entenderlos y aunque no lo consiguen del todo están dispuestos a renunciar, aun a regañadientes, a una parte del concepto unitario de la nación española en aras del pacto. Son los que tantas veces han llegado a acuerdos transitorios con los nacionalistas, ganando tiempo si no la solución definitiva.

Por último están los que no creen en España, los alérgicos a la nación española, los que la asocian con la extrema derecha, los que, en fin, aseguran que nunca ha existido. En sus filas hay muchos nostálgicos de la izquierda histórica y numerosos internacionalistas a los que no gusta la idea misma de nación. A efectos políticos, representan a los partidos que a menudo se han asociado a los nacionalistas más o menos radicales para imponerse a la derecha. No piensan igual pero se sienten cómodos juntos cuando lo pide la estrategia.

¿Dónde están los moderados de uno y otro bando? En todas partes casi siempre, y en ninguna cuando la situación se tensa. La mayor parte de la ciudadanía tiende a serlo pero, en los momentos en que el debate identitario se radicaliza, acaban siendo dominados por los extremistas. Ese es el gran riesgo de lo que históricamente se llamó problema catalán, término que no agrada a casi nadie pero que designa algo que, se llame como se llame, sigue sin ser resuelto, con grave peligro para todos y sobre todo para los catalanes que se sienten españoles, aquellos que no compartiendo el sueño catalanista suelen convertirse en moneda de cambio cuando a ciertos políticos les da por negociar a su manera.

Y en el trasfondo de todo se encuentra, amenazante, el debate económico, la sempiterna sensación de verse financieramente maltratados. Es ahí donde han querido descubrir los nacionalistas la «causa» que les permita movilizar una sociedad que no quiere aventuras. Lo de soberanía financiera suena bien a los oídos de la gente. Es el bálsamo contra los déficits y las apreturas, la coartada para reclamar una mayor participación económica, y en épocas de crisis el espejismo que lleva directo a la utopía. Entonces el encaje del dinero es prácticamente imposible, retroalimentando el enfrentamiento.

¿Es inevitable la confrontación? ¿Existe una incompatibilidad última entre los distintos modos de ver España? Más bien parece que la incompatibilidad se produce entre los extremos. Pero cuando ellos mandan, la dialéctica acción-reacción puede ser devastadora, el mejor camino hacia el desastre. Por fortuna, también, la excepción a lo largo de la historia. Aunque eso es un consuelo menor. Sobre todo cuando los últimos acontecimientos llevan a pensar que podemos encontrarnos abocados a una de esas funestas crisis.

Para evitarlo el mejor antídoto es la información. Todo ciudadano debiera procurarse el mejor conocimiento posible, mediante la reflexión, las consultas y la mera observación, sobre ese fenómeno persistente y muy español que es el nacionalismo. Constituye casi una obligación de ciudadanía, la mejor respuesta a un problema crónico cuya dificultad es, en gran parte, consecuencia del desconocimiento. Contribuir a ese noble objetivo es el propósito de estas líneas, escritas desde la perspectiva de un no catalán que ha vivido la mayor parte de sus días en Cataluña, conviviendo, trabajando y conversando largamente con nacionalistas y no nacionalistas.

La exposición se inicia con la descripción del nacionalismo como concepto en general, para en un largo capítulo hacer una sucinta lectura histórica del catalán en particular y del Estatuto vigente como culminación y punto de partida de lo que está por venir. Todo él es necesario para entender la esencia del fenómeno, histórica y presente, tal como luego se sostiene, pero puede ser pasado por alto o simplemente consultado como una nota a pie de página, por quien conozca la materia. El resto, desde una breve mención de otros nacionalismos contemporáneos y similares hasta la conclusión, es el resultado de esta reflexión personal.

Capítulo 1

El impulso nacionalista

 

 

 

 

Los últimos treinta y cinco años de vida política española destacan favorablemente por la normalidad democrática y por la alternancia sin mayores traumas de dos partidos en el Gobierno. Todos, con la única y muy minoritaria excepción de los terroristas de ETA y los partidos independentistas vascos afines, por lo menos hasta ahora, se han sometido voluntariamente al pacto político plasmado en la Constitución de 1978.

Naturalmente que toda constitución debe ser un pacto, como norma fundamental llamada a regir la vida pública durante el mayor tiempo posible. Pero la historia muestra que muchas han nacido por imposición, no necesariamente por la fuerza, de una corriente vencedora de una guerra o de una revolución, mientras que otras están en el origen de un nuevo país, para hacer posible un proyecto común.

En España también. Desde la primera de 1812, las ha habido de diversos colores políticos en diferentes escenarios históricos. La mayoría, sin embargo, nació de la inspiración de una corriente preponderante en su momento que trataba de incorporar a los demás, con ciertas concesiones. Aunque, en general, respondían a una concepción de la política y de los derechos de los ciudadanos, más o menos progresista o conservadora, más o menos conciliadora, raramente universal. Hasta de las de 1837 y 1876 cabía predicarlo. Ambas, la primera redactada por progresistas y la segunda por conservadores, intentaron abarcar a todas las ideologías sin conseguirlo.

En 1978 la situación era distinta. En aquel momento, a la salida de un largo régimen autoritario nacido de una guerra civil, la clase política española, secundada por la ciudadanía, decidió sujetarse a unas normas de convivencia. Movidos por la experiencia de unos hechos terribles que nadie deseaba repetir, renunciaron todos en mayor o menor medida a parte de sus ideas para ponerse de acuerdo en lo fundamental. Por eso la Constitución vigente es un pacto y por eso ha tenido un éxito tan memorable.

Las concesiones mutuas se produjeron en todos los ámbitos: las reglas de juego, las ideas, los derechos y deberes ciudadanos, la organización del Estado.

Sin duda, la base estuvo en que unánimemente apartaron los recuerdos, al menos en la vida pública. Decidieron que era necesario empezar de cero y ponerse de acuerdo sobre el futuro. Luego admitieron, incluso los más recalcitrantes, unas reglas de juego abiertamente democráticas y un reconocimiento generoso de los derechos humanos. Moderaron sus ideas los más radicales, tanto las socioeconómicas como las puramente políticas. Y finalmente construyeron una estructura territorial distinta, descentralizada y ligeramente asimétrica, lo máximo en lo que pudieron coincidir.

Desde entonces, han transcurrido muchos años llenos de acontecimientos. La Constitución, asentada sobre el consenso que la inspiró, ha resistido con éxito. Pero desde hace una década se están elevando algunas voces críticas. Y curiosamente, no se han planteado desde la visión histórica, aún existiendo ciertos planteamientos revisionistas que, sin embargo, no tienen trascendencia legislativa por cuanto la norma fundamental, como de derecho positivo que es, no contiene referencias históricas. Tampoco desde las reglas de juego ni en el terreno de las ideologías, que han experimentado una saludable armonización en torno a unos postulados que pudieran denominarse de democracia occidental. Las dudas, los recelos, las críticas, vienen a cuento de la organización territorial. Es decir, que todo aquello que cabe calificar de más o menos moderno no suscita problemas a nadie mientras que la cuestión secular de la vertebración de España se retoma una vez más como si no hubieran pasado los siglos.

Es cierto que este punto fue uno de los más escabrosos de la discusión legislativa y que en tanto que otros no menos importantes se redactaron finalmente de forma rotunda, en esta materia los autores del texto tuvieron que hacer equilibrios. Empezando por el artículo 2.º, que ya habla de nacionalidades y regiones sin que nadie tuviera claro qué se quería decir con aquello de nacionalidad, salvo que siendo más que una región no llegaba a nación, concepto éste reservado por el propio artículo a España, continuando por el siguiente sobre los idiomas, por el Título VIII sobre la Organización Territorial del Estado, por la disposición adicional 1.ª que reconocía los derechos históricos de los territorios forales, y terminando por la transitoria segunda que establecía diferencias de procedimiento para las autonomías que en el pasado hubieran plebiscitado afirmativamente proyectos de estatuto.

Con tales antecedentes no es de extrañar que el Título VIII de la Constitución recibiera la abstención parlamentaria de un partido conservador de cierta importancia, que el más antiguo de una comunidad foral recomendara igualmente la abstención en el referéndum aprobatorio, que el art. 149 haya sido probablemente el que más a menudo se haya visto sometido a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y que éste haya dicho que el concepto de Estado es anfibológico.

Los sucesivos gobiernos han afrontado el tema en cada momento de la forma más pragmática posible, si no la más consistente. Para limar las diferencias entre comunidades, se optó primero por extender a todas el desarrollo autonómico, aunque para eso se provocara una no disimulada desilusión en aquellas que se consideran con mayores títulos para ser diferentes. Luego, y demasiadas veces, se ha ido negociando las competencias, las inicialmente previstas y otras nuevas, antes por necesidad política que por convicción. En definitiva, lo que está en la base misma del sistema, la Organización territorial del Estado se ha convertido en una de las cuestiones más movedizas, siempre sujeta a los vaivenes de la política. Y lejos de cerrarse la cuestión, ésta permanece abierta, provocando la insatisfacción de casi todos los partidos y de no pocos ciudadanos.

Cataluña es el mejor de los ejemplos. Es la más poblada y rica de las comunidades con ansias autonomistas; la única que ha tenido, aunque no siempre a solas, siglos de autogobierno; la que ha vivido lances históricos más importantes, para España y para Europa, a lo largo de las Edades Moderna y Contemporánea; aquella con mayor tradición y presente literarios en su lengua vernácula; y la que ha recibido el más rompedor de los estatutos de segunda generación.

Es también una tierra pacífica e históricamente tolerante, dotada de un fuerte sentimiento autonomista, que en el largo curso de las generaciones ha protagonizado movimientos, pulsaciones, como diría Ortega y Gasset, a veces secesionistas, concluidas con guerras siempre desastrosas para España y sobre todo para ella misma. Quizá también, la que mejor ejemplifica el problema y sus paradojas. El lugar en el que la Constitución tuvo un respaldo universal y sin embargo, treinta años más tarde, se discute, queriéndola dar por modificada con leyes meramente orgánicas. Allí donde a mayores niveles de autogobierno se responde con mayor insatisfacción, donde el deseo de autonomía se dice unánime pero los referéndums son ignorados por la mitad de la población o donde algunos partidos siguen políticas contradictorias con las que ellos mismos defienden en España. En última instancia, donde finalmente se ha producido el choque no por esperado menos preocupante entre dos principios distintos que debieran ser complementarios: el imperio de la ley y la voluntad popular.

Si todo esto sucede es por algo y la mayor de las razones debe ser irracional. Porque todo ese movimiento imparable que dormita durante siglos para emerger una y otra vez es también, y quizá por encima de cualquier otra cosa, una historia de sentimientos, sin dejar de serlo de intereses, ya sean políticos, ya económicos.

 

 

El nacionalismo

 

El nacionalismo, como convicción de un pueblo de compartir ciertos rasgos fundamentales –etnia, religión, lengua, un pasado, y sobre todo, un futuro– es una idea poderosa que ha alumbrado la mayoría de los Estados y ha producido conflictos terribles. Discuten los especialistas sobre cuándo nació, si lejanamente en la historia, siempre que una sociedad se hizo esos planteamientos unitarios y diferenciadores, o con la nación moderna, de las revoluciones americana y francesa. Aquella es la llamada tesis primordialista, la segunda, la modernista, es, actualmente, la más extendida entre los autores.

En el fondo, todo son teorías que interpretan la historia a posteriori y, de hecho, en el mundo del nacionalismo los autores tienden a universalizar su propia experiencia. Nación es, en todo caso, una palabra antigua, que procede de nacer, presente en los textos clásicos, donde servía para designar los pueblos. Pero nación moderna, como unidad política con un destino común, es un concepto que en Europa occidental surgió, aun en forma embrionaria, al principio de la Edad Moderna. Tradicionalmente se ha venido reconociendo tal condición como pioneras a España, Francia e Inglaterra. Lo que desde 1500 unió a esos pueblos fue una visión común estratégica frente a los demás. Las estructuras seguían siendo primitivas, en torno a la persona del Rey, que sumaba adhesiones personales y se encontraba por encima de las leyes, pero lo que nació entonces fue una idea que poco a poco fue prendiendo en la mente de las gentes y que está en el origen de la nación auténticamente moderna. Porque, hasta entonces, había existido, sí, un sentimiento de pertenencia a una comunidad, que ya tuviera Dante cuando hablaba de Italia o que era reconocida por el Concilio de Constanza, cuyos participantes se reunieron por «naciones»: francesa, italiana, alemana, inglesa y española. Pero nunca antes se había producido aquel impulso político que con el tiempo se consolidaría en los Estados modernos, dentro de unas fronteras que, ¿por qué será?, han llegado hasta nuestros días. ¿Qué mejor argumento que el de la permanencia centenaria de los límites territoriales para defender la existencia temprana de esas naciones, en ciernes o ya consolidadas?

El más influyente de los teóricos modernos del nacionalismo, Gellner, lo recogió en su libro póstumo con la teoría de las fases horarias hacia el este del meridiano cero, marcando el orden de aparición de las naciones. Aquélla, la de los países atlánticos Portugal, Inglaterra, Francia y España, donde coincidieron nación y Estado, constituye la primera generación. Pero es con la independencia de los Estados Unidos, y un decenio más tarde con la Revolución Francesa, cuando las naciones terminaron por fraguarse sobre la base la soberanía popular, incorporando un concepto jurídico-político que todavía hoy es lo que identifica a un Estado soberano, es decir, al Estado moderno. En España, la idea fue recogida por primera vez en la Constitución de 1812, y ha permanecido en nuestro derecho constitucional desde entonces.

A mediados del siglo XIX, se produjo, por efecto del romanticismo político, una segunda generación de naciones, el segundo de los husos horarios hacia oriente, que emergían allí donde había una nación sin Estado, siendo Alemania e Italia las más importantes, y dando lugar a un equilibrio de poder internacional sobre la base del nacionalismo. Y fue entonces también cuando en Cataluña brotó el primer espíritu catalanista de corte cultural que con el tiempo se convertiría en nacionalismo. Mas el concepto de patriotismo, cada vez más exacerbado, está también en el origen del choque brutal de la Primera Guerra Mundial, cuando hasta los intelectuales, con alguna rara excepción, se precipitaron a las trincheras, borrachos de nacionalismo. De aquella conflagración surgió una nueva generación de naciones, la tercera de las fases horarias de Gellner, en territorios de los antiguos Imperios Habsburgo, Romanov y Otomano, donde no existía ni nación ni Estado y hubo que recurrir a la limpieza étnica con resultados que llegarían hasta la Segunda Guerra Mundial, escenario de un nuevo y espantoso choque de naciones.

De ese enfrentamiento, el concepto de nacionalismo salió seriamente tocado. No en balde los mayores horrores de la guerra fueron causados por un nacionalismo ciego y racial. Como consecuencia, en los países occidentales la soberanía nacional se ha autolimitado, sujetándose a los tratados y organizaciones multinacionales, el respeto de los derechos humanos y el compromiso con la preservación del mundo. Algunas construcciones teóricas, como el frecuentemente citado Patriotismo Constitucional de Habermas, no son sino reflejo de esa humanización y de ese respeto por el Derecho que arranca de entonces. Los comunistas, por su parte, mantenían todavía un concepto negativo de la nación como mecanismo de explotación de clases, aunque lo utilizaran abundantemente para defenderse y expandirse, y más tarde renovaran con el final del colonialismo, pues también entonces se produjo un fenómeno que vino a salvar el prestigio del nacionalismo: la emancipación de los pueblos colonizados. La Carta de las Naciones Unidas reconoció ese derecho inalienable, permitiendo una explosiva eclosión de nuevas naciones que ha seguido sin tregua hasta la actualidad y todavía no finalizado del todo, como puede verse con el reciente caso del Sur del Sudán y algunos otros contenciosos africanos donde, súbitamente, parece haberse abierto de nuevo el ansia nacionalista. Incluso en Europa, una guerra sangrienta dio lugar a varias naciones balcánicas, mostrando una vez más la doble cara del nacionalismo, que crea países y genera destrucción al propio tiempo. Un nacionalismo que, por esa razón, es visto hoy tan pronto con simpatía, en tanto que mecanismo de liberación de los pueblos, como con recelo por las catástrofes que ha producido y continúa produciendo. Y no sólo eso; en los países occidentales, donde primero surgió la nación y donde antes y más profundamente se consolidó como realidad sociohistórica, se ha producido una crisis del concepto en el último tercio del siglo XX. Para muchos de sus intelectuales, de repente, su historia ya no les pareció tan brillante; vista con espíritu crítico, junto a sus luces descubrieron muchas sombras. Ya no les enorgullecía, ni mucho menos les obligaba. La historia dejó de ser historia para convertirse en memoria (Alain Finkielkraut). Pero eso no significa que la nación no tenga virtualidad en nuestros días puesto que sigue siendo el medio, todavía hoy, por el que el ciudadano se incorpora al mundo. Una persona se siente nacional de un país cuando piensa y siente que es a través de él, en tanto que miembro de esa comunidad humana y no de otra, como quiere participar de la universalidad.

Este es el curso de la historia en el que, allá por la última mitad del siglo XIX, nació el catalanismo cultural, el que a principios del XX acabó materializándose en un proyecto político. En páginas posteriores haremos un breve resumen de su evolución histórica hasta nuestros días, siendo plenamente conscientes de que, como un movimiento nacionalista más, participa de ese carácter complejo. Pero una cosa es evidente: con mayor o menor fuerza, con mayor o menor seguimiento, es un fenómeno permanente que ha tenido y tiene un protagonismo extraordinario en la moderna historia de España. La razón última de su importancia, y de su perenne actualidad, es su fuerza como sentimiento. Decía Renan, el más clásico de los teóricos de la nación, que ésta es «un alma, un principio espiritual». No encontraba su fundamento en la raza, la lengua, la religión, en una comunidad de intereses, ni siquiera en la geografía, sino en un sentimiento hondo heredado del pasado, tanto lo vivido como todo aquello que había que olvidar, y proyectado hacia el futuro. Pensaba y se expresaba, claro, como un francés de 1880, con la mente todavía puesta en la derrota frente a los alemanes de diez años antes, un futuro por reconstruir y un imperio colonial a sus espaldas. Pero al menos para Cataluña, el concepto continúa siendo válido a día de hoy, con importantes matizaciones. Añadiríamos nosotros que no se trata de un sentimiento inconcreto, por fuerte que sea. Es, por el contrario, un sentimiento de pertenencia a una realidad. Por eso, seguramente, veremos más adelante que en Cataluña, nació (o renació, según cuál se entienda que fue su origen), vinculado a la «patria», que es el concepto difuso y primario de pertenencia a una tierra. Luego se incorporaría la idea de nación, como un paso más, y, finalmente, se reclamaría un Estado. Pero en el núcleo de todo se encuentra ese arraigo profundo que no es fácil de explicar.

Ahora bien, la sensación de pertenencia no es tan vaga como pudiera parecer, pues aunque sus contornos sean difusos, se asocia siempre a un territorio y comúnmente a una lengua. El nacionalismo necesita un territorio donde asentarse y se suele vertebrar en torno a una lengua que une a sus habitantes. Ambos se dan en el caso catalán. Al territorio no se le ha concedido normalmente la importancia que tiene, seguramente porque los propios nacionalistas, que son quienes debieran reivindicarlo, no acaban de concretarlo por sus anhelos expansionistas casi nunca abiertamente confesados. Pero el territorio es, junto a la lengua, el hilo conductor actual del catalanismo. Desechada la raza como diferencia, por inexistente y poco presentable, la religión por no determinante y teóricamente rebasada, el territorio –Cataluña– es lo que une a todas las generaciones que a lo largo de los siglos han vivido en esta tierra. A los que llegan se les impone como un cuerpo de obligaciones y comportamientos. La residencia manda en el ideario nacionalista, y sobre esa base es como ellos entienden su participación en el escenario internacional. Para un nacionalista, Cataluña debe ser la unidad política a través de la cual se incorpora al mundo, ya sea en exclusiva para un independentista, ya dentro de una España plural para un moderado.

 

 

El nacionalismo como idea

 

El nacionalismo es, pues, un sentimiento íntimo que se traduce en una idea potente y seductora. Esa y no otra es la razón de su supervivencia en el curso de la historia, incluso en momentos adversos. Se basa en la adhesión a una colectividad con identidad propia. En la síntesis que hizo Isaiah Berlin tiene cuatro características: la creencia arrolladora de pertenecer a una nación; en la relación orgánica de todos los elementos que constituyen una nación; en el valor de lo propio, simplemente porque es nuestro; y, finalmente, enfrentado con contendientes rivales en busca de autoridad y lealtad, en la supremacía de sus exigencias.

Como teoría nunca tuvo suficiente reconocimiento. En su día, cuando dio lugar a las nuevas naciones de Alemania e Italia, fue considerado como una idea coyuntural, lejos del alcance histórico del liberalismo y, después, del socialismo. Ningún autor importante se declaraba teórico del nacionalismo. Un siglo más tarde, en el XX, se le tuvo por finiquitado en un mundo global e industrializado. Pero para sorpresa de sus detractores ha seguido produciendo nuevos países y rompiendo otros, manifestándose como uno de los motores fundamentales de la historia moderna.

Admite, por supuesto, múltiples niveles y facetas. Puede asumir una posición moderada y entonces es capaz de entenderse con otros conceptos de pertenencia colectiva, es decir, otra nación, ya sea como subparte de ella, ya asociada a otras en el seno de una supranacionalidad. Toma entonces las formas de regionalismo o de federalismo. Pero en estado puro, probablemente el más atractivo para los entusiastas de la idea, es incompatible con cualquier otro nacionalismo, exige la exclusividad. Entonces no admite diálogos ni componendas, es un dueño celoso y receloso cuyo destino suele ser chocar con quien le dispute su área de influencia.

Aunque el nacionalismo es mucho más. Llevado a su extremo, es una idea totalizadora, de esas que dan sentido a una vida. Sirve de coartada para errores y defectos y aporta unos modelos heroicos o agresivos de comportamiento, según los casos, ofreciendo una simbología cuasi religiosa. Para los más fanáticos llega a convertirse en un mito. Por eso, en sus formas radicales, debe ser objeto de estudio por la psicología y hasta por el psicoanálisis, según opinión de algunos autores que detectan actitudes como el narcisismo o la necesidad de protección. Pero además, como ideología de masas, no se acaba en el individuo. Cuando el nacionalista actúa dentro de una muchedumbre, por ejemplo, sus pautas de comportamiento pueden variar, con todas sus consecuencias: liberación de tabúes y prejuicios, entusiasmos descontrolados, etc. En resumen, el nacionalismo es una ideología elemental en su planteamiento, sin duda una de las razones de su éxito, con múltiples facetas.

Su destino final es tomar cuerpo como nación y, si puede, institucionalizarse como Estado. Y sin embargo, ¿es la causa de las naciones o su consecuencia? Es ésta una pregunta esencial cuya respuesta permitirá entender su naturaleza. No es igual la experiencia de todos los países. En los más antiguos de Europa Occidental, la nación antecedió al nacionalismo, que apareció después cuando aquellos Estados-nación lo utilizaron como principio activo de reforzamiento y cohesión, tanto hacia dentro como hacia fuera. Esto es, en nuestro juicio, lo que sucedió en España y en las otras naciones de la primera generación (que nacieron como tales a finales del siglo XV), donde no existió más que un ambiguo patriotismo hasta hace dos siglos, cuando el Estado y las clases dirigentes iniciaron una política consciente de homogeneización social y cultural. Caso distinto es el de los nacionalismos que Hroch llama «menores» para distinguirlos de los anteriores. Las naciones «menores» serían aquellas cuyos miembros poseían una cierta entidad étnica pero que carecían de nobleza o clases dirigentes, estatalidad y tradición literaria en su propio idioma, hasta que un grupo de miembros con formación intelectual llegaron a la conclusión de que su comunidad era una nación, iniciando así un movimiento nacional.

Este enfoque del nacionalismo como obra de una élite no será, probablemente, del gusto de los nacionalistas actuales pero ayuda a entender su carácter militante y combativo, como movimiento que debe crear su propia realidad.

 

 

La idea nacionalista en el mundo occidental

 

También en el Occidente contemporáneo, la buena salud del nacionalismo, su persistente actualidad, sigue sorprendiendo a los teóricos. Pues, si parece natural que movilizara antaño a ciertos pueblos sujetos a otros, a grupos minoritarios marginados o simplemente ignorados, y actualmente, en países jóvenes o subdesarrollados, a comunidades oprimidas, ¿qué sentido tiene reclamar derechos individuales, culturales, sociales y políticos, en los países donde hoy se encuentran prácticamente garantizados para personas y minorías? En la Europa moderna ya no existen grupos colonizados o silenciados. Dentro de la España constitucional, por ejemplo, los catalanes no solamente gozan de todos los derechos democráticos, incluidos los culturales, sino que pueden considerarse más influyentes y ricos que la media de los españoles. Y otro tanto cabría decir de otras minorías opulentas de países europeos donde prosperan movimientos nacionalistas. Un contrasentido aparente que ha llevado a diversos autores a plantearse la legitimidad de su origen y de su política homogeneizadora. En efecto, el nacionalismo nace de la diferencia y una vez establecido busca la homogeneización. Consiste en el deseo de autogobierno y se autorrefuerza destacando lo que une a sus ciudadanos y borrando lo que les separa. Así ocurrió en los primeros Estados-nación y ocurre con los últimos movimientos nacionales.

Ahora bien, esa homogeneización es al mismo tiempo la fuerza y la debilidad del nacionalismo. Ha sido el motor de grandes proyectos, permitiendo la modernización de todos los países y fomentando su cohesión social y económica, y ése es su lado bueno, pero también ha impuesto voluntades y aplastado derechos, poniendo entonces lo colectivo por delante de lo individual. De ahí que quienes se declaran defensores del nacionalismo resalten su potencial motivador y, quienes le son contrarios, su peligrosa tendencia a la dominación. Los universalistas, desde la Ilustración a los internacionalistas, no han simpatizado con él, mientras que los particularistas lo convierten en un derecho inalienable plasmado en el de autodeterminación. Y hasta algún autor como Kymlicka ha llegado a darle una dimensión ética que considera a las naciones como comunidades morales y racionalmente sólidas.

Pero ¿qué sucede cuando ese derecho a la diferencia se quiere imponer por encima de derechos individuales fundamentales? ¿Cuando para defender ciertas culturas y lenguas se las quiere imponer a quien no las comparte? Ese último paso, la consecuencia final de la homogeneización, es difícil de mantener y suscita dudas, no siempre confesadas, entre los propios nacionalistas. Para asumirlo, Charles Taylor ha postulado el principio de la diferencia como un factor de la igualdad universal en la dignidad. Aplicado al caso canadiense significaría que tanto los aborígenes como los quebequeses recibirían ciertos derechos de los que carecería la mayoría angloparlante: el de excluir otras culturas para conservar su integridad cultural y lingüística. Con ese argumento lo que se intenta es consagrar una especie de derecho inalienable a la personalidad colectiva, al mismo nivel que el respeto a la personalidad individual universalmente reconocida. Una idea tan audaz como llena de riesgos.

 

 

Nacionalismo y cultura

 

 

Si tradicionalmente los grandes impulsores del nacionalismo habían sido la etnia, la geografía y la historia, en el entorno actual de los derechos humanos solamente puede serlo la cultura. Todavía en otros continentes menos hechos, aquellas viejas razones siguen moviendo a los pueblos pero aquí, en la rica Europa Occidental, donde nadie puede invocar seriamente la libertad y el respeto a la persona, no queda más argumento de fondo que la personalidad cultural, si acaso con el refuerzo táctico de la queja económica. Desde los reticentes al nacionalismo, como su gran teorizador Gellner, hasta sus defensores más acérrimos, la cuestión cultural es la que se impone.

Por esa razón, se ha llegado a definir el nacionalismo como el intento de hacer coincidir cultura y Gobierno, cultura y Estado. Una receta fácil cuando las culturas en juego son muy diferentes y se encuentran claramente delimitadas. En términos de lengua, sería el caso de flamencos y valones en la mayor parte de Bélgica. Puede suceder, por el contrario, que las culturas implicadas no sean muy distintas y, sobre todo, que compartan un territorio, bien en situación de paridad, bien en presencia de una lengua dominante por las razones que sean: difusión internacional, preeminencia en ese Estado, historia y literatura, etc. Lo que Gellner denominaba cultura superior, sin mayores connotaciones. En ambos supuestos, se produce un pluralismo cultural cuya solución es la convivencia de todas las culturas desde la libertad. Como señala Brendan O’Leary existen cuatro métodos para articular el pluralismo cultural: control, federación, autonomía y mutua asociación. Sólo los tres últimos serían compatibles con los principios pluralistas e igualitarios.

Así, en nuestro mundo, las culturas, y como forma de su expresión fundamental las lenguas, tienden a ganar protagonismo hasta convertirse en la razón de ser del nacionalismo. En realidad, el alma de los nacionalismos modernos de Europa puede ser mejor entendida con la lectura de su obra literaria y la interpretación de sus escuelas artísticas. Es ahí donde puede ser pulsada de verdad, antes que en los escritos políticos, que muchas veces no pasan de proclamas y esconden un simple deseo de poder.

 

 

Cataluña como nación

 

La piedra angular del debate sobre el autogobierno catalán es la nación. Los nacionalistas basan sus reivindicaciones en la certeza, sobre la que no admiten duda alguna, de que Cataluña tiene tal condición. Que es una colectividad con una identidad propia, con un pasado histórico y un proyecto de futuro por sí sola. Quienes por el contrario le niegan ese derecho solamente reconocen a España como nación. Y muchos otros entienden que ambas naciones pueden convivir, la una conservando su personalidad dentro de la otra, en el marco de una España autonómica, federal o confederal. A continuación, todos ellos exponen múltiples argumentos para defender su tesis.

En nuestra opinión, la propia indeterminación de la idea de nación, tan conceptual como sentimental, relativiza la polémica. Lo cierto es que las naciones nacen y perduran porque existe una voluntad que las mueve, y mueren cuando esa voluntad se extingue. En el fondo, las razones históricas, geográficas e incluso étnicas existen en la medida en que se materialicen en una realidad histórica, humanamente concreta.

Con el reconocimiento legal, jurídico, sucede lo mismo. La nación es aceptada o no en un momento histórico, ya vertebrada en un Estado propio, ya como comunidad diferenciada pero carente de Estado, mediante un acto solemne o una sanción legal. Y puede nacer sin antecedentes, artificialmente, o de resultas de una larga tradición u otras causas diversas. Lo importante es que la nación exista como tal, fruto de una demanda colectiva, en un momento determinado, sea o no inducida. Que exista o que pueda llegar a existir porque efectivamente es reclamada por una sociedad.

Más adelante se dará un breve repaso a las razones que existen a favor o en contra de una nación catalana, desde la perspectiva de que dichas razones son las que inducen a las personas a sentirse o no nacionalistas pero que lo importante es que exista esa voluntad nacional. Porque si existe con la mayoría suficiente, por las razones que sean, existirá sin duda una nación, en forma embrionaria o completa, generalmente aceptada por todos los ciudadanos o limitada a una parte de los mismos. Otra cuestión, evidentemente, serán las consecuencias.

 

 

Catalán y catalanista

 

En el intrincado mundo de la política las palabras tienen una importancia esencial. Su empleo no suele ser inocente sino que encubre casi siempre mensajes subliminales. Cada palabra puede esconder un argumento. Así, no es lo mismo radical que extremista. La primera puede ser hasta positiva, la segunda no gusta a nadie. No es lo mismo conservador que inmovilista, ni nacional que nacionalista.

Y dentro de la política es en la discusión territorial donde los términos cobran un mayor sentido. En particular el de nacionalista, que es el de máxima carga ideológica. Nacionalista puede ser una palabra solemne, en línea con los nacionalismos clásicos del siglo XIX que siempre han disfrutado de buena prensa tanto a la derecha como a la izquierda. Entonces significa nacional. Pero puede ser de corto recorrido en el sentido de militante de una corriente política exaltada. Quizá por eso, por ser tan ambivalente, es utilizada sin complejos por todo el mundo.

Pero en general, los partidarios del autogobierno han tenido más éxito que sus rivales con la terminología al uso. El mejor ejemplo es la identificación catalán-catalanista que como tal no debería existir puesto que son conceptos distintos. Sin embargo, a veces se confunden en la discusión política. En principio son catalanes todos los habitantes de Cataluña, o los que han nacido de padres catalanes, o los que han nacido y se han educado en ese territorio, o, desde un punto de vista legal, los residentes con una determinada antigüedad. En su acepción sentimental son catalanes los que así se sienten.

Pues bien, todo catalán, por lógica, debe desear lo mejor para su pueblo, y algunos pensarán que la vía mejor es la del catalanismo, serán catalanistas sin que eso suponga que los otros, que no piensan igual, sean peores catalanes.

Sin embargo, con el tiempo se ha ido haciendo una simplificación intencionada. Se ha establecido que lo bueno es ser patriota, que la patria es Cataluña, por lo que cuanto más catalanista, es decir más patriota, mejor catalán. En la mentalidad social catalana, como suele suceder en las comunidades con movimientos nacionalistas, se ha intentado imponer pues como evidente la discutible idea de que el catalanismo es aconsejable per se mientras que el no catalanismo tiene algo de traición. Los escritores, sin duda, tuvieron mucho que ver en esa distinción tan maniquea. Fabulaba Rovira i Virgili un coloquio ficticio entre un catalán no nacionalista y un catalanista; aquél, Martí, ingenuo y de frases cortas y dubitativas, y el segundo, Jordi, entusiasta, elocuente y seguro de sí mismo. Jordi afirma que no hay buenos catalanes que no sean catalanistas, y más adelante: «El catalanismo es el idealismo catalán. Un catalán que no es catalanista es un catalán sin ideal de raza. Y tú, amigo mío, no puedes ignorar qué gran fuerza de civilización y de cultura hay dentro de un ideal de raza, sobre todo cuando no lo mixtifican los afanes de dominio y de áspero imperialismo. ¿Pueden los catalanes renunciar a tener un ideal de raza?» (Debats sobre el catalanisme). De forma más sutil, pero aún más llena de significado, decía Jordi Pujol noventa años después en declaraciones realizadas a l’Avenç (Els quatre presidents, 2010): «Avui un català és un home que viu a Catalunya, que parla català –o que si no el parla és conscient que viu en un país on el català és una cosa molt important i que s’ha de tenir en compte– i, sobretot, que se sent català».Tras una apariencia pedagógica el mensaje es todavía más rotundo. Quien, aun viviendo en Cataluña, no comparta ese elemento diferencial de sentirse catalán no lo será realmente.

La confusión imperante puede ser entendida aún mejor a la luz de las declaraciones de otro destacado político, José Montilla. Afirma éste ser catalanista pero no nacionalista, en declaraciones hechas a Iñaki Gabilondo, recogidas junto con otras en el libro titulado, significativamente, Catalanisme. Y ante la incomprensión del entrevistador, para quien eso supone la existencia de un problema, puesto que, a su juicio, bastaría con declararse catalán, el entonces president explica que hay catalanes no catalanistas, sino simplemente independentistas, y otros que se consideran puramente españoles, pero que la mayoría de la ciudadanía se situaría en el catalanismo, una corriente alejada en general de cualquier radicalidad, pero no por ello menos exigente a la hora de reclamar sus derechos. Por tanto, es esa defensa de los derechos lo que, según él, define el catalanismo. Más recientemente ha apuntado ser catalán y catalanista, al tiempo que español pero no españolista. Al lector, sumido en la sorpresa, no le cabe otra interpretación que suponer que, a los ojos de Montilla, catalanista es aquel que se sitúa entre el nacionalista y el que se siente sencillamente catalán pensando que el mejor interés de Cataluña está en España. Cuesta entender dónde está el punto en que se deja de ser catalanista para pasar a convertirse en nacionalista al margen de la exigencia formal de una nacionalidad distinta a la española. A nuestro entender, más un juego de palabras propias de un político que se dice no nacionalista pero que patrocinó e impulsó un proyecto de estatuto que invoca la nacionalidad catalana, porque no cabe engañarse, cuando el catalanismo se proyecta sobre la política toma la forma de nacionalismo.

Ferran Mascarell lo explica mejor sin proponérselo al declararse reiteradamente catalanista e invocando la nación sin cesar, al tiempo que rehúye deliberadamente la voz «nacionalista». Pero es en el catalanismo donde intenta reunir a federalistas, soberanistas y nacionalistas declarados. Y ¿qué es eso sino nacionalismo?; ¿será que, como socialista (al menos mientras lo escribía) no formalmente nacionalista, quiere serlo sin confesarse como tal?

A lo largo de estas páginas intentaremos dilucidar los conceptos de catalanidad, catalanismo y nacionalismo. Un breve repaso a la historia ayudará en este cometido cuya sencillez es más aparente que real. En todo caso, conviene adelantar que, cuando las afirmaciones son tan rotundas como las de Rovira i Virgili u otras muy parecidas de independentistas y nacionalistas extremos de hoy día, las consecuencias dejan de ser semánticas para pasar a ser reales. Entonces el maniqueísmo oficial influye en las reacciones, que se radicalizan, y en los planteamientos. La ponderación desaparece, con graves resultados.