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Jerónimo Pizarro

La mediación editorial

Sobre la vida póstuma de lo escrito


La Crítica Practicante, 9

La Crítica Practicante

Ensayos latinoamericanos

Vol. 9

«La Crítica Practicante», como crítica imaginativa y descifradora, aspira a unir creación y crítica, sobre todo en el campo del ensayo.

Desde que en 1890 Wilde hablara del «crítico como artista», desde que T. S. Eliot apelara a un poeta crítico, consecuente y consciente de la racionalidad de su obra, la exégesis literaria ha intentado acortar las distancias con el texto mismo que comenta. Dentro de la producción ensayística hispanoamericana no faltan ejemplos de esa proximidad; entre ellos, piezas fundamentales para lo que es ya una historia nutrida y variada de la crítica literaria.

La presente colección desea recuperar y publicar libros que subrayen la continuidad y coherencia del pensamiento crítico, y no sólo en torno a la literatura; también aquellos que, en sentido amplio, aborden creativamente la cultura latinoamericana.

Jerónimo Pizarro

La mediación editorial

Sobre la vida póstuma de lo escrito







Iberoamericana Vervuert 2012

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ISBN 978-84-8489-706-4 (Iberoamericana)

ISBN 978-3-86527-757-2 (Vervuert)


Depósito Legal: M-32155-2012


Diseño de cubierta: Carlos Zamora


Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

Agradecimientos

Quedan aquí unas palabras de agradecimiento para todas las personas que iluminaron e hicieron posible este trabajo. Diana Sorensen, Doris Sommer y Onésimo Almeida, los primeros lectores de cada uno de los capítulos. Nicolás Helft, quien me autorizó a consultar el archivo de Macedonio Fernández que se encuentra en la Fundación San Telmo. Le agradezco igualmente a Emma Eugenia Ramírez, María Águeda Méndez, Andrea Lozano, Pablo Sol, Samantha Clark, Patricio Ferrari, Luis Ignacio Galli, Élida Lois, Graciela Gold­chluk, Gonzalo Aguilar, Maximiliano Maito, Diana Villegas, Juan Pablo Gorlier, Ivo Castro, María Dolores Jaramillo y Erna von der Walde. También a la Universidad de los Andes, que financió la publicación de este libro y me ha brindado todo su apoyo en los últimos dos años. Gracias a Claudia Montilla, a Hugo Ramírez y a todos mis colegas.

Prólogo

Un proceso incesante de desarrollo textual y transformación1.

Jerome J. McGann

Se ha vuelto parte del espíritu de nuestra época leer con suspicacia. Para muchos, leer críticamente en estos días significa leer con sospecha, sobre todo a un nivel discursivo. Siguiendo a Paul Ricœur (1965), los principales pensadores críticos de la modernidad, Marx, Nietzsche y Freud, serían los tres grandes “maestros de la sospecha”, pues los tres habrían legado una actitud y un método, que los críticos y teóricos de la posmodernidad adoptaron y extremaron2. Esos “maestros” habrían llamado la atención hacia nuevos factores explicativos, como las fuerzas socioeconómicas, la genealogía y el inconsciente, es decir, hacia estructuras, formaciones y fenómenos menos ostensibles y no privilegiados críticamente por los representantes de la Ilustración. Cuando hoy nos acercamos a un texto podemos no deconstruirlo, pero casi nos invade el deseo de hacerlo, de examinarlo en todos los niveles, de llegar más a fondo que otros y analizar los elementos ideológicos, sociales, históricos o sexuales que no se descubrieron en otras lecturas previas. El texto se transforma en una estructura conceptual que hay que deshacer para potenciar sus significados. Se trata de una empresa tan compleja y delicada, que después de leer una y otra vez un texto, de discutirlo e indagar por su valor como capital simbólico, casi nadie se preocupa por indagar cómo fue producido y, sólo en algunas ocasiones, alguien se interesa por el soporte material que lo contiene y enmarca3. En consecuencia, a la visibilidad de los textos corresponde la invisibilidad de los libros, de las ediciones y del propio archivo, cuando se conservan originales; a la superioridad de los textos corresponde, también, la inferioridad muchas veces atribuida a los para-textos, aunque no siempre sean accesorios comerciales ni marcos destituidos de sentido. Podemos trabajar a pocas calles del recinto donde se encuentran los papeles o los libros de un autor que nos interesa, pero es posible que nadie nos aconseje visitarlo y que terminemos nuestro trabajo de crítica literaria antes de haber realizado una primera consulta de los originales o de la biblioteca personal. Paradójicamente, los archivos literarios –para ceñirnos aquí a éstos– constituyen un complemento decisivo para el lector crítico de textos literarios y ofrecen la posibilidad de tender un puente entre todo tipo de exégesis y la filología; entre toda explication de texte tradicional, o todo close reading moderno, y la crítica textual, sea ésta tradicional o moderna4.

Nos ha parecido que la mejor manera de resaltar la necesidad de leer con suspicacia y examen crítico no sólo los textos tal y como ellos fueron publicados, sino las ediciones que permitieron su circulación en forma impresa, era poner de relieve algunas notables instancias de ese proceso de mediación, que, con un sentido diferente, hemos vuelto a llamar “mediación editorial5, es decir, la intervención de un editor (editor), más que de una editorial (publisher), en la producción de un determinado texto y una obra. El propósito de este trabajo es dedicarle toda nuestra atención crítica a ese proceso. Del acto privado de la escritura al texto público, como objeto de circulación y consumo cultural, hay un proceso de mediación que hace posible el libro, que constituye al “escritor” en “autor”, que inserta la obra en el espacio de una literatura. Dado que un editor es un agente característicamente póstumo, como lo sugerimos más adelante, hemos considerado pertinente ver la mediación editorial desde la perspectiva de la posteridad, tiempo futuro en el cual esa intervención tiende a ser más crucial y aprehensible, pues se trata de una serie de actos que se sitúan en la frontera entre el momento de la escritura y el de publicación propiamente dicho. Nuestra elección puede provocar sorpresa, pues a la memoria del nombre del autor corresponde el olvido del nombre del editor, pero habría que recordar que en el marco de la posteridad es el editor quien “estampa” el nombre del autor. De hecho, la opción que hemos elegido tal vez cause menos sorpresa si se advierte el gran número de obras que son póstumas y que, acaso, se han multiplicado con la modernidad y la expansión del universo letrado. Cada vez más editores de textos conservados en original son responsables de la existencia y circulación de muchos más libros.

Podríamos comenzar con una distinción entre autores mayoritariamente póstumos y otros que lo son apenas parcialmente. Entre los primeros cabe mencionar algunos ejemplos notables: Emily Dickinson (1830-1886), cuyos poemas –exceptuando una decena– fueron editados después de su muerte, al igual que las cartas que sobrevivieron (su obediente hermana menor quemó muchas); Gerard Manley Hopkins (1844-1889), cuyos poemas fueron publicados en libro por primera vez en 1918, editados por Robert Bridges, poco antes de la correspondencia, los cuadernos y los sermones; Franz Kafka (1883-1924), cuyas novelas Der Prozess [El Proceso] (1925), Das Schloss [El castillo] (1926) y Amerika [América] (1927) son todas póstumas, como ciertos escritos íntimos (diarios, cartas y otras anotaciones); Georg Trakl (1887-1914), que sólo alcanzó a publicar un libro de poemas antes de su suicidio y cuya posteridad comenzó nada menos que con Sebastian im Traum [Sebastián en el sueño]; Walter Benjamin (1982-1940), muchísimos de cuyos escritos se publicaron tardíamente, incluyendo su obra inacabada y más ambiciosa, Das Passagen-Werk [Libro de los Pasajes], sobre el París del Segundo Imperio; Ludwig Wittgenstein (1889-1951), cuyos libros, exceptuando el Tractatus, son todos póstumos; Simone Weil (1909-1943), cuyo primer libro fue compilado póstumamente por su amigo Gustave Thibon (La Pesanteur et la Grace, 1947) y cuyas cartas, cuadernos e, incluso, cursos (v. Leçons de philosophie, 1959) fueron apareciendo tras la caída del nazismo. La lista podría ser mucho más extensa y cada lector seguramente se acordará de diferentes nombres.

Aunque la frontera entre mayoritaria y minoritariamente póstumo sea variable y difícil de establecer, pues la posteridad suele modificar la extensión de cualquier obra y redefinir muchos aspectos, y hasta el propio concepto de “obra”, habría que nombrar también a autores minoritariamente póstumos. Entre ellos figuran: Friedrich Nietzsche (1844-1900), cuyos inéditos fueron defendidos, entre otros, por Martin Heidegger, y cuyos aforismos y fragmentos han sido diversamente compilados; Eça de Queirós (1845-1900), editado por amigos y familiares desde principios del siglo xx, y quien, si no fuera por el volumen de sus colaboraciones en publicaciones periódicas, habría que considerar mayoritariamente póstumo; Paul Valéry (1871-1945), a quien tal vez sin salvedad habría que situar antes de Kafka, si hemos hojeado alguna vez sus colosales Cahiers; Robert Musil (1880-1942), que en vida publicó Nachlaß zu Lebzeiten [Páginas póstumas escritas en vida] (1936)6, pero dejó sin terminar su novela Der Mann ohne Eigenschaften [El hombre sin cualidades]; Antonio Gramsci (1891-1937), a quien habría que colocar antes de Weil, si ponderamos bien el volumen de los Quaderni del carcere y las cartas… Esto sin aludir con algún detalle a Hölderlin, a Heine, a Büchner, a Lautréamont, a Rimbaud, a Walser, a Bakhtin, a Lampedusa o a Paul de Man. Esto excluyendo diarios célebres y correspondencias, que ya se concebían a veces como “obras”, desde los tiempos de las primeras epístolas. Esto sin recordar todos los libros canónicos que hemos olvidado que son póstumos, como la abreviada Estética de Hegel (Vorlesungen über die Aesthetik [Lecciones sobre la Estética], 1832), o el Cours de Linguistique Générale de Saussure, que dependieron del trabajo editorial de estudiantes y amigos7. Una publicación póstuma es un objeto privilegiado para indagar por la complejidad del proceso de mediación editorial y sus efectos, porque en la ampliación póstuma de un corpus lo que está en juego es justamente su construcción.

Los dos autores de los que aquí nos ocuparemos primordialmente, Fernando Pessoa (1888-1935) y Macedonio Fernández (1874-1952), pertenecen, con claridad, a los mayoritariamente póstumos8. En general, diremos “autores” y no “escritores”, porque el primero es un término más amplio que permite abarcar a todo tipo de artistas y cientistas9, pero somos conscientes de que no son voces sinónimas y que existe una aporía, una contradicción cuando se reúnen las nociones de autor y posteridad (autor póstumo, autoría póstuma, etc.). En el primer capítulo, reflexionaremos sobre el concepto de “obra”, así como en el segundo sobre el concepto de “autor”, pero ahora sería oportuno dejar algunas observaciones preliminares. En un sentido general, “autor” es aquél que origina o da existencia a algo. Pensar en un autor póstumo o en la autoría póstuma (en la cualidad de ser autor póstumamente), es razonar sobre objetos paradójicos, pues muchas de las nociones que se asocian al concepto de autor se vuelven problemáticas. ¿Se puede originar o dar existencia a algo en la posteridad? Póstumo es el superlativo de posterus, venidero, y es algo difícil concebir un autor veniderísimo o futurísimo. Especialmente, después del significado que la palabra “autor” recibió en el siglo xviii, cuando la propiedad literaria fue fundada por la teoría del derecho natural y la estética de la originalidad (véase Chartier, 2000b). A partir de ese momento, el escritor se vuelve un autor-propietario que negocia la publicación de sus obras con los libreros-editores y puede ser objeto de una apropiación penal, como lo acentúa Foucault (1969). Esta naturaleza doble, de escritor y autor, se vuelve más compleja cuando desaparece el sujeto empírico, pues la propiedad de las obras pasa a los herederos –que pierden los derechos exclusivos de publicación tras un determinado número de años– y los libros que se publican post-mórtem aparecen con un nombre de autor, que no corresponde con el del nuevo propietario de las obras ni con el del responsable más inmediato de su publicación, que suele ser durante algunas décadas el mismo albacea literario. El autor que sale a la luz después de la muerte10 es sólo un nombre que cumple una “función” y al que se asocian nociones inestables o cambiantes. Como lo explica una abogada, “el autor después del autor, es más que nunca una firma”11, un lexema referencial y un acto de fe.

El capítulo I está dedicado a la construcción póstuma de la obra de Fernando Pessoa y a una interrogación: ¿qué es una obra?, a la cual corresponden, respectivamente, las de los demás capítulos: ¿qué es un autor?, ¿qué es un texto?, ¿qué es un original? A cada uno de los cuatro capítulos los guía una pregunta central. Pessoa, mucho más que Borges, quien cuidó la preparación de unas muy incompletas Obras completas (1974), también podría haber puesto la palabra “obra” entre comillas y aceptarla sólo como una hipérbole12. Poco después de 1974, Borges confesó: “por ahí andan mis Obras completas, pero mi obra es realmente incompleta, una miscelánea” (en Garramuño 1978: 40). Si esto último (“una miscelánea”), lo hubiera dicho Pessoa en 1935, antes de morir, el reconocimiento no habría tenido un tinte ligeramente irónico; su obra, así hoy esté más “estructurada”, de hecho, constituye una gran y espléndida miscelánea de géneros, temas, intereses y estilos. Los numerosísimos y cambiantes planes de publicación que el escritor portugués dejó ayudan a imaginar diferentes configuraciones textuales –tan variadas como las de un calidoscopio–, pero esos planes o esquemas no son absolutos y constituyen una guía insuficiente para “ordenar” la miscelánea pessoana. Por ello, en el capítulo inicial nos limitamos a examinar una reseña de carácter bibliográfico, de la que fue posible inferir un esquema organizativo, y a comparar una de las maneras en las que Pessoa dividió algunas de sus publicaciones con otras propuestas de selección y organización. ¿Con qué finalidad? No tanto con la de mostrar diferencias menores, que son elevadísimas, sino con la de poder comentar algunas de las mayores, que son lo suficientemente significativas para advertir las distintas configuraciones póstumas de la obra pessoana. Es esto lo que interesa. Finalmente, recorrer los diversos proyectos editoriales de Obras completas –y son muchos los autores de los que se conoce no una summa sino muchas– permite cuestionar el concepto de obra, afinarlo paulatinamente y posibilitar la formulación de diversas preguntas. En general, una de las intervenciones póstumas que puede provocar más sorpresa es la estructuración de un corpus comprehensivo, pues esa totalidad –en sí misma y en sus partes– no fue necesaria y completamente concebida por quien dejó el material básico que la hizo posible. Esta estructuración es un tipo de mediación colectiva que no se “ejecuta” impunemente y que no se puede ignorar. Recuérdese que “albacea” –que en inglés es executor– proviene del árabe hispánico sáhb alwasíyya, encargado de una voluntad testamentaria, y que los albaceas tendrían a su cargo cumplir los primeros cometidos póstumos.

El hijo de Macedonio Fernández, Adolfo de Obieta, fue, prácticamente, el primer ejecutor póstumo de la obra su padre. Borges había realizado una antología (Macedonio Fernández, 1961) y Carlos Mastronardi, otra (Selección de escritos, 1968), pero quien primero comenzó a concebir la producción de Macedonio13 como un todo, reuniendo lo editado y lo sin editar, fue el hijo. Lo que interesa en el capítulo II, en el que sería menos productivo contrastar y analizar diversos proyectos editoriales, porque una editorial sigue siendo la única titular de los derechos de publicación de la obra macedoniana, es acercarnos más a ese único proyecto –el llevado adelante por Adolfo de Obieta en la editorial Corregidor– y examinar, caso a caso, las decisiones que tomó el hijo-editor, que, en algunos casos, surge como un auténtico coautor. Este hecho nos lleva, más de una vez, a interrogarnos, como lo hizo Foucault, sobre el concepto de autor y, de una manera más concreta, sobre las nociones que normalmente se integran en la definición de “autor”. Estos cuestionamientos no pretenden restarle ningún mérito a la labor de Adolfo de Obieta, que ha sido justamente reconocida en su país, sino más bien estudiar con imparcialidad sus propias declaraciones y no pasar por alto la dimensión de su previsible protagonismo editorial14. Fue él quien tuvo conciencia más inmediata y clara de la necesidad de salvaguardar los escritos de Macedonio, así contraviniera su largo descuido: “los años crecían y los papeles se acumulaban infinitamente”, explica el hijo, “pero Macedonio no parecía preocuparse por cosas tan poco metafísicas como su propia edad o la imprenta…” (Obieta 1972: 49). Además, ese acto de salvaguarda representó para Adolfo de Obieta una oportunidad inigualable para espiar como por un postigo “la vida privada de la mente de Macedonio” (ibíd.: 51), es decir, de ese padre del que guardaba escasísimos recuerdos antiguos. Esto es importante, porque Obieta divulgó textos que tal vez otro albacea habría censurado. Acaso su única falla fue la misma que cometió Max Brod, el albacea de Kafka: no haberse dado cuenta, en el debido momento, que debía legar su trabajo a otros y desprenderse de la construcción de una obra a la cual ya había contribuido ampliamente, durante bastante tiempo. Ahora bien, lo que interesa afirmar es que las decisiones de un editor, y máxime las de uno de legados póstumos, constituyen un escenario ideal para reflexionar acerca del modo como conocemos la producción escrita de un determinado autor y para repensar ciertos conceptos, comenzando precisamente por los de obra y autor.

El papel que desempeña el editor no es, aunque lo pueda parecer, una intervención extra-literaria. Más bien es una labor dinámica que participa de la producción colectiva de un texto literario. Augusto Roa Bastos parece haber considerado la intromisión del editor tan importante como para merecer la creación de su obra maestra en torno a la tensión productiva, pero reñida entre “autor”-idad y editor. Yo el Supremo es, entre otras cosas, una apasionante representación y autorreflexión del dilema de la autoría “verdadera”. Como indicamos en el capítulo I, cuando las obras por las que responde un nombre de autor –que cumpliría funciones referenciales en “el orden del discurso”– son también las “obras” de un conjunto de agentes y ejecutores, es decir, cuando esas obras comienzan a ser editadas en la posteridad, “la supremacía del ‘creador’ se volverá entonces más tenue y relativa, pues como le sucede al dictador de la novela Yo el Supremo, existirán muchos mediadores y el discurso propio se verá contaminado o enmarcado por el de otros”. Se puede pensar en un compilador que confunde su labor con la de un autor, como ficcionalmente sucede en la novela de Roa Bastos, y realmente con otros libros (como Pessoa por Conhecer), en los cuales el editor surge como el autor, aunque no haya escrito los textos editados, porque quiere apropiarse de una parte de la gloria póstuma del nombre del autor silenciado, o de volver su nombre inseparable del suyo, porque para citar al uno hay que citar al otro; y también se puede pensar en esos editores que son más intérpretes que investigadores, que preparan una edición menos para dar a conocer un texto, que para aprovechar la oportunidad de escribir una gran disquisición preliminar que los vuelva más conocidos. Editar y prologar a un escritor célebre es una manera de quedarse con una parte de su celebridad. La figuración de Yo el Supremo, que anticipa la zozobra y los juegos del poder, que resume un juego edípico por la autoridad, que pone en entredicho al sujeto que anteponga idealmente su nombre (“Yo el Autor Supremo” o “Yo el Editor Supremo”) –pues será desafiado por otros candidatos a autores, por otros editores y por críticos que quieran hacer valer su interpretación–, esa figuración es la de una lucha siempre renovada e intensa, en la cual cuenta el sentido, pero que puede ir más allá de la razón, porque ser el compilador del Supremo o el editor de un autor, es una responsabilidad, pero también una posibilidad de tener la palabra, obtener reconocimiento y ganar peso institucional. Entonces puede brotar una angustia o una ansiedad por superar al otro, por elevarse por encima de él; y ese otro puede ser el autor, cuyo nombre se silencia; u otro editor o crítico, cuyo trabajo se quiere rebasar; o, en vez de una angustia, un sometimiento a la admiración, una rendición ante la supremacía, que puede llevar a negar el trabajo de los menos “fieles”. En todo caso, más allá de ciertas aspiraciones y renuncias “humanas, demasiado humanas” (Nietzsche), lo cierto es que editar es tener la posibilidad de otorgar sentido o volver a poner en juego el significado de un escrito o de un conjunto de escritos, y que esta posibilidad representa un poder, un entronizamiento, una forma de institucionalización. De ahí que potencialmente pueda existir un juego edípico entre un editor y un autor, entre un editor y otros editores. Esto último es lo que observamos en las relaciones entre Adolfo de Obieta y Macedonio Fernández, entre Adolfo de Obieta y Jorge Luis Borges (quien colocó su nombre en la antología titulada significativamente Macedonio Fernández).

A los conceptos de obra y autor siguen los de texto y original, no menos vastos ni menos problemáticos, que cuestionamos en los capítulos III y IV. En ellos nos acercamos todavía más al proceso concreto de edición de una obra o de un proyecto de obra, y, por lo tanto, a una práctica que no podíamos dejar de examinar después de percatarnos de las diferencias entre varios proyectos editoriales y de la trascendencia de la mediación de un editor. Si en los dos primeros capítulos vemos “de lejos”, a lo largo de muchos años, los resultados y los efectos de la mediación editorial, en los dos siguientes y últimos, vemos “de cerca”, de manera menos diacrónica, cómo se produce la edición de textos. Ésta, como se verá, depende del material que se edita, pero también del editor, que puede abordar los mismos textos desde una óptica más “literaria” o “documental”. Más que defender que existen textos de interés “literario” (los de un canon literario, por ejemplo) y textos de interés “documental” (cartas, diarios, notas personales, borradores y afines), nos parece importante sustentar que ésta es una distinción frágil, que depende de la mirada crítica del editor y de su lectura del material editado. A Wittgenstein cada vez lo conocemos menos por el Tractatus y a Saussure cada vez más por el Cours de Linguistique Générale. Pero conviene distinguir entre los textos en sí y la mirada crítica del editor, que representa su formación, sus criterios y sus intereses ideológicos e intelectuales, pues es esa mirada la que, en última instancia, trazará la línea, un poco subjetiva, entre lo “literario” y lo “documental”. Esa línea, podríamos decir, es la que separó durante muchos años, en Estados Unidos, a un comité del MLA, el Committee on Scholarly Editions (CSE), de una comisión del gobierno, la National Historical Publications and Records Commission (NHPRC)15; y la que después distanció, en Europa, a filólogos de genetistas, aparentemente por las mismas razones: la selección y lectura del material de trabajo. Unos se ocuparían de “textos”, otros de “pre-textos”. La distinción tampoco es muy satisfactoria, como veremos, pues el conjunto documental que antecede a una obra ya es un corpus textual, pero lo cierto es que existen y han existido ediciones de textos que denotan una mirada más o menos “literaria” o “documental”. Las versiones “completas” de las ediciones críticas estarían a mitad de camino entre lo “literario” y lo “documental”; las versiones “abreviadas”, como también muchas ediciones comerciales, se ubicarían más del lado “literario”. Las ediciones diplomáticas y facsimilares estarían del lado documental. Las a veces denominadas “genéticas” se situarían a mitad de camino, cuando son crítico-genéticas; y más del lado documental, cuando tienden a ser paleográficas (otro nombre para diplomáticas).

Es oportuno tener presentes estas indicaciones, porque en el capítulo III se consideran las ediciones críticas de la Colección Archivos, muchas de las cuales, aunque no de manera explícita, son crítico-genéticas16; y en el IV se discute el celo de fidelidad “topográfica” de algunas ediciones plenamente documentales, cuyo ideal es el facsímile (léase, hacer similar). Aclaremos desde ahora que toda edición documenta, pero que sólo unas pocas lo hacen convirtiendo cada peculiaridad de un testimonio en un hecho al que se debe tributar fidelidad histórica, a través de una transcripción figurativa. Tanto las ediciones críticas, como las crítico-genéticas, para pensar en las de la Colección Archivos, son ediciones que documentan y registran peculiaridades y detalles en altísimo grado. Si hemos dicho que estarían a mitad de camino entre lo “literario” y lo “documental”, es porque el editor de una edición de este tipo no estima que la mejor manera ni la más viable de documentar un testimonio sea “calcar”, con letra de imprenta, la reproducción (hoy normalmente fotográfica) de la página impar. Más bien, el editor suele ofrecer un texto “limpio” y anotado, que sirve de texto-base para una versión posterior abreviada o comercial. Las ediciones de la Colección Archivos, que en 2008 eran más de cincuenta, dan primacía al texto sobre los materiales redaccionales y pre-redaccionales, y a las obras previamente publicadas y muchas veces canónicas. En este sentido, quienes aprueban los títulos de la Colección se inclinan más por lo “literario”, pues no publican los discursos de José Martí o Domingo Faustino Sarmiento, por ejemplo, ni las obras de un filósofo o un matemático, como sucede en otros contextos. Pero lo que quisiéramos resaltar es la mirada crítica del editor, la cual se detecta en el establecimiento del texto: para Archivos, no se trata de mantener tachaduras y añadidos, por ejemplo, como sería importante en una operación matemática, sino de ofrecer un texto que se pueda leer libre de interrupciones y, simultáneamente, con ellas, si se quiere dar un salto y examinar la columna derecha, que registra los cambios y variaciones. Esto es más sencillo con textos que alguna vez fueron impresos, que directamente con autógrafos; pero lo cierto es que, sin esconder la precariedad de algunos manuscritos, siempre es posible ser más o menos documental, con una mirada más o menos literaria, y más o menos genetista, desde una óptica más o menos filológica. Las ediciones críticas se ubican en un espacio intermedio entre la literatura y la historia.

Si en el capítulo III, que versa sobre las ediciones críticas de la Colección Archivos, tomamos como objeto principal de estudio diversas ediciones de textos con una tradición impresa (Archivos publicó obras previamente impresas17), en el IV, que trata de algunas ediciones documentales, consideramos las ediciones de textos sin esa tradición editorial –que constituye un punto de referencia– o con ella, pero omitiéndola, para ser “fiel” a un solo testimonio o justificar, en algunos casos, una transcripción figurativa. Por lo general, en estas ediciones se publican textos conservados en original, de carácter “documental” o, mejor, vistos como tales. Una vez más, nos interesa mostrar que la frontera tradicionalmente fijada entre lo “literario” y lo “documental” no siempre es nítida –puede serlo entre un poema y un acta de bautismo, pero no entre una novela y un diario– y que la presentación es la que puede ser “documental” o “literaria”. En este sentido, se puede discutir no la legitimidad, sino la pertinencia de algunas ediciones documentales, menos en términos de cómo “servir” mejor o peor a un determinado autor, que en términos de cómo conciliar el rigor “documental” con la legibilidad “literaria”. Registrar todo es importante; dejarlo in situ no tanto. Es a un cierto excesivo rigor al que nos referimos con el subtítulo del capítulo IV, “La supersticiosa ética de las ‘ediciones genéticas’”. Vale decir que el sentido de este subtítulo, de inspiración borgeana, se podría aplicar tanto a una edición hiper-literaria como a una hiper-documental, si bien aquí describe sólo esta última. Entre los primeros editores de Emily Dickinson, que “pulieron” sus poemas, para ajustarlos a los criterios de literatura de una época, y los penúltimos de Flaubert, que apenas “tocaron” sus hojas más caóticas, para presentarlas como nuevos espejos de génesis, se pueden encontrar soluciones menos radicales. De cualquier manera, una edición póstuma nunca será idéntica a la que habría concebido el autor. “Mediar” conlleva la producción de una diferencia y, más que grados de fidelidad, existen maneras de ser más infielmente fiel, o más fielmente infiel. Si reconocemos que la infidelidad –la diferencia– es inevitable en algún grado, podemos comprender con más facilidad la necesidad de reflexionar sobre la práctica editorial. No tanto para especular sobre cómo alcanzar la fidelidad máxima
–y, en última instancia, imposible– sino para pensar cómo lograr la más respetuosa diferencia18.

Otras fronteras paralelas a la divisoria entre lo “literario” y lo “documental” tampoco son nítidas. A veces se contraponen también lo público y lo privado; lo preparado y lo preparatorio. Pero póstumamente suele ser difícil establecer qué tan privado o preparatorio fue o hubiera podido ser un determinado escrito. Además, tan problemático como distinguir lo uno de lo otro, según juicios y criterios tardíos, es arbitrar que esos juicios y criterios nos autorizan a establecer reglas diferentes para el establecimiento de un texto, digamos, “público” o “privado”, “preparado” o “preparatorio”. En cada caso pueden surgir desafíos diferentes, que admitan soluciones diferenciales, pero esto no implica que el establecimiento de un texto deba ser siempre y necesariamente diferente, según se trate de un tipo u otro de escrito. La tipología es un criterio insuficiente. Antes de preguntarse ¿cómo editar este o aquel testimonio autógrafo?, por ejemplo, un editor podría plantearse una pregunta más general, ¿cómo editar un autógrafo?, y cuestionarse sobre la especificidad de estos materiales. Esa pregunta más general nos llevó a deslindar los capítulos III y IV, ya que cuando se editan textos con testimonios impresos (es el caso de la Colección Archivos), el trabajo con los originales autógrafos no ocupa un primer plano, pues constituyen una suerte de manuscrito “primitivo”; mientras que cuando se editan textos sin testimonios impresos, el trabajo con originales pasa a un primer plano, pues de esa labor depende mucho más el establecimiento del texto, tanto en lo “sustantivo” (palabras, frases, etc.), como en lo “accidental” (ortografía, puntuación, etc.)19. Observemos que esta difícil distinción, a la cual recurren algunos editores de textos con testimonios impresos –pues a veces deciden recuperar, por ejemplo, los elementos “accidentales” que una casa editora modificó– ni siquiera tiene cabida en el caso de autógrafos sin una tradición impresa, porque en el autógrafo lo “sustantivo” y lo “accidental” son indisociables. En el capítulo IV nos interesa, por lo tanto, analizar el establecimiento de textos conservados en original, discutir en qué consiste el trabajo básico y directo con originales, reflexionar sobre lo que se entiende por “original”, que más allá de la profusión de su uso, es una palabra con muchos sentidos y connotaciones.

A un nivel teórico y conceptual, fueron lecturas inspiradoras y conductoras de nuestro trabajo las de Michael Foucault y Roger Chartier, al igual que las de teóricos y filósofos como Wolfgang Iser, Gerard Genette y Jacques Derrida, y las de diversos bibliógrafos, editores, filólogos, críticos textuales y genéticos. No seremos ahora más extensos, pero señalemos algunas deudas e intereses. Foucault fue fundamental para plantear la cuestión del autor, en el capítulo II, desde la perspectiva de la circulación y el funcionamiento de ciertos discursos; así como Chartier fue decisivo para precisar algunos datos históricos y dar una perspectiva más amplia a las cuestiones relativas a la obra y el autor. Además, hemos buscado hacer eco del llamado interdisciplinario de Chartier, quien en varias oportunidades ha defendido la necesidad de entrecruzar distintos enfoques durante mucho tiempo incomunicados, como la crítica textual, la historia del libro, de la edición, de la lectura y la sociología cultural20, aunque por edición aquí entenderemos menos cada copia material de una obra, que el trabajo de establecimiento textual. De esta forma, se amplía el concepto de producción y se puede estudiar conjuntamente con el de recepción, de una manera más completa y compleja. Al considerar al editor como un lector y un crítico, al revalorar los para-textos, al reflexionar sobre la iteración –con Iser, Genette y Derrida, respectivamente– lo que buscamos es no separar la producción de la recepción, ni la producción de la interpretación, pues la recepción y la interpretación comienzan muchas veces por la edición. Un editor produce una segunda obra después de leer la primera y tomar decisiones críticas respecto de un cierto número de opciones21. Algunos editores se resisten a aceptar que la interpretación participa de esa primera recepción; pero nos parece necesario reconocer que en toda edición se detecta una cierta mirada y una ideología. A este nivel, más sutil, y al nivel más ostensible de las opciones concretas que un editor haya hecho durante su trabajo de edición, es posible comparar dos o más ediciones. Conviene aclarar que las decisiones de un editor nos interesan en la medida en que implican una lectura crítica y la construcción de una armazón editorial, y que nuestro interés transciende el señalamiento de eventuales aciertos y fallas. El estudio de la mediación editorial no se puede reducir a un juicio de logros y fracasos, de consistencias e inconsistencias. Es necesario analizar las diferencias entre dos o más ediciones, teniendo en cuenta que éstas pueden ser pensadas más allá de la discusión de un hecho (si un desciframiento es correcto o no, por ejemplo), pues todo cambio suele tener un efecto sobre el sentido de un texto. Por lo demás, no hay que olvidar que mediar a veces pasa por “entrar” en el taller del escritor, es decir, por remontarse a las fuentes y acceder al escenario “primigenio”, para volver a dar “vida” a papeles archivados. En cierto sentido, mediar conlleva la producción de una obra, pues las obras de un editor son, al menos en parte, sus ediciones. Editar es un proceso largo y memorable que puede estudiarse tanto en sus resultados, como en su proceso; y el proceso implica a la vez recepción, interpretación y producción.

En el título (La mediación editorial) recae un gran peso sobre la palabra “mediación”. Así lo hemos buscado, por motivos teóricos y filosóficos. La mediación es un hecho tan crucial, que ha provocado todo tipo de debates, algunos muy importantes en el campo literario. La disputa entre Stanley Fish y Wolfgang Iser, que la revista Diacritics acogió en 1981, por ejemplo, se puede leer como una discusión acerca del problema de la mediación. Iser propone una imagen –las estrellas en un texto literario son fijas, las líneas que las unen son variables– a la cual Fish responde que las estrellas son tan variables como las líneas, porque un “acceso mediado al mundo es el único acceso que llegamos a tener”22. Iser distingue entre lo que está ahí (“lo dado”) y su percepción, determinada por los datos fijos (el título de una obra, por ejemplo), mientras Fisher insiste en que no hay nada dado –que se pueda percibir directamente– porque, en el fondo, no acepta la identificación entre lo que es (¿o está?), y lo que es dado. Ciertamente, la percepción es determinada tanto por lo que existe, bajo la forma en que existe, como por categorías de entendimiento sociales, de naturaleza convencional; y más allá de si el mundo exterior existe o no independientemente de esas categorías, lo interesante, en este contexto, es preguntarnos si el texto, como el mundo, así parezca estable, no es cambiante, además de poder ser transformado. ¿Acaso las palabras en un texto literario son fijas? No absolutamente. Nada lo muestra mejor que el cuento de Borges, “Pierre Menard, autor del Quijote”. Un Quijote idéntico en otro contexto (el siglo xx), escrito por otro autor (un escritor tardo-simbolista), resulta en otro Quijote. De un modo semejante, un texto editado en dos momentos diferentes, por dos editores, resulta en otro texto, igual y diferente al primero. Así como no existe un Quijote ideal, existen muchos Quijotes, tal y como nos son dados, es decir, como están dados (el Quijote de Borges eran los volúmenes rojos con letras doradas de las ediciones Garnier). Lo que Iser tal vez minimizó es lo que podríamos denominar la movilidad, no de lo que es (¿o está?), sino la movilidad de lo que es dado, porque si algo nos es dado, entonces es posible admitir alguna especie de mediación, además de algunos elementos determinantes. La mediación que aquí hemos querido destacar es la editorial, un tipo de mediación que pone en entredicho que las palabras en un texto literario sean fijas. Por eso, en diferentes momentos sugerimos la necesidad de colocar entre los polos representados por el texto y el lector, al editor, para problematizar “lo dado”, y no asumirlo como un dato inmediato, adquirido y siempre idéntico a sí mismo. Este movimiento no implica una condena de la interpretación, sino un llamado a una crítica más incluyente, que integre el análisis de los textos editados –esto es, de los textos como nos son dados– en la interpretación. Así se puede valorar mejor lo que se produce y los efectos consecuentes.

Este tipo de reflexiones tal vez tenga un espacio y una necesidad especial en el contexto de muchos países, y, en particular, en el ámbito latinoamericano, por dos motivos. Primero, porque existe una pobrísima tradición de conservar, sea en lugares públicos o privados, los originales de un escritor y otros tipos de documentación. Se puede decir que no existe aún la conciencia diáfana acerca de lo que representa y constituye un archivo: un patrimonio cultural, un repositorio de memoria. Son tristes las vicisitudes de ciertos archivos, como el de César Vallejo, que pasó por el Hogar Clínica San Juan de Dios, de Lima, o el de Oliverio Girondo, que fue feriado, por falta de interés inicial y hoy está disperso e incompleto. En el caso de un escritor, sus originales permiten revisar la tradición editorial y crítica, y continuarla; carecer de ellos es no tener los elementos claves para estudiar la producción, transmisión e interpretación de los textos (es famoso, por ejemplo, el manuscrito de Nietzsche en el que abajo de Der Wille zur Macht [La voluntad de poder


1 “[…] a ceaseless process of textual development and mutation” (McGann 1991: 9).

2 Foucault ([1964] 1967) ya había trazado un paralelo interesante entre Marx, Nietzsche y Freud, como pensadores que habrían redescubierto el carácter infinito de la interpretación. Ni Ricœur ni Foucault incluyen a Charles Darwin entre los pensadores de la modernidad, pero sería otro nombre posible, como el de Max Weber.

3 Piénsese sobre todo en los trabajos de bibliografía o bibliografía material angloamericanos, en el libro de Donald F. McKenzie, Bibliography and the Sociology of Texts (1986) y en los diversos trabajos sobre la historia del libro, la edición y la lectura, entre los que hoy se destacan los de Roger Chartier.

4 Adoptamos esta distinción entre crítica textual tradicional y moderna, porque es sobre todo en el horizonte de esta última que no se alarga hasta la hermenéutica bíblica y sus antecedentes clásicos– donde nos situamos. Aquí nos centramos más en el encuentro del crítico textual con los originales, que con las copias de una obra. Véase el principio del capítulo III.

5 Cf. Cadioli et al. (1999). Los autores del volumen se interesan fundamentalmente por la historia y la mediación de algunas casas editoras.

6 Existen casos afines, como LinkThe Posthumous Papers of the Pickwick Club (1838), de Charles Dickens, y Memórias Póstumas de Brás Cubas (1881), de J. M. Machado de Assis. Sin olvidar gestos románticos, como las Mémoires d’outre-
tombe
(1848-1850), de René de Chateaubriand, y Les Contemplations (1856), de Victor Hugo, vistas como un monumento funerario. Sobre Chateaubriand, véase Neefs (1986; recogido en Deppman et al., 2004).

7 Un caso semejante es el de La ciudad letrada de Ángel Rama, un libro canonizado por la academia, y póstumo, al igual que su Diario.

8 En una entrevista, Borges dijo sobre Macedonio: “Bueno, él escribía para ayudarse a pensar; la idea de publicar le molestaba un poco. Se negaba y decía siempre que lo que él escribía no era para ser publicado. Yo creo que tenía razón. Recuerdo que Emily Dickinson dijo que publicar no es parte esencial del destino de un escritor, y cuando Emily Dickinson, que se carteaba con Emerson, murió, encontraron sus cajones llenos de manuscritos y ahora es una de las poetas más famosas del mundo” (en Alifano 1994: 43).

9 En portugués, como en inglés y en otros idiomas, “científico” no se usa como adjetivo y sustantivo, al mismo tiempo.

10 Recordemos en el latín tardío la alteración de postumos por posthumus, dada la vinculación errónea con humus (tierra) o humare (enterrar).

11 “L‘auteur après l’auteur, c’est plus que jamais une signature” (Faultrier-Travers 1996: 183).

12 “La palabra ‘obra’ aplicada a mí, yo la acepto entre comillas […] la acepto como una hipérbole”, declaró Borges (en Fernández Moreno 1969: 10). La editorial Emecé inició la publicación de las Obras completas de Borges, en tomos individuales, en 1953; pero las reunió en un sólo volumen en 1974.

13 Para justificar la supresión del apellido en la carátula del tomo VIII de la Historia crítica de la literatura argentina, Noé Jitrik escribe: “Macedonio Fernández […] es un solo texto al que llamamos Macedonio” (en Ferro 2007: 559). Hoy se trata de una convención.

14 Previsible, en alguna medida, dado el tipo de material. Nélida Salvador (1986: 22; 2003: 26) se refiere “a un aspecto casi obsesivo” de toda la obra en prosa de Macedonio: “el fragmentarismo, el carácter inconcluso de sus libros, siempre prometedores de lo que ‘todavía vendrá’”. Una novela que inicia, “pero no termina” (Una novela que comienza, 1941); “una serie de artículos” que “prosigue[n] creciendo” en la segunda edición (Papeles de recienvenido, 19291, 19442), que incluye, paradójicamente, una Continuación de la nada. Las novelas y los textos críticos de Macedonio son un anuncio, se desarrollan lentamente y no corren a un desenlace; el autor de Museosacaría el brazo por el postigo de su novela, nos dice, para que las que le siguen no choquen a la suya” (Patricia Somoza, en Bueno 2001: 54). Así, en sus manuscritos agrega nuevas líneas después del punto final e inserta extensiones entre párrafos, con una suerte de horror hacia lo que aparenta estar acabado (Ana Camblong, en Bueno 2001: 11).

15 Léase a este respecto el balance crítico de G. Thomas Tanselle (1978). El Center for Editions of American Authors (CEAA), fundado en 1963, fue transformado en el Committee on Scholarly Editions (CSE), en 1976.

16 Véase Tavani (1996: 78). Una edición crítica, que alterna entre la transcripción con y sin enmienda, puede también ser genética cuando informa sobre la génesis del texto establecido.

17 Salvo una excepción, El Árbol de la Cruz de Miguel Ángel Asturias, a la que nos referiremos.

18 Notemos, por último, que lo “documental” y lo “literario” coexisten en un mismo texto. Esto sucede con la ortografía, máxime cuando un escritor adopta una ortografía específica, por algún motivo; y también con la puntuación. Por eso, una transcripción ipsis litteris o ipsis verbis, por las mismas letras o palabras, del número más elevado posible de las lecciones de un texto, suele ser una buena estrategia editorial. La puntuación de Pessoa, que a veces aparece antes de las comillas altas (“”) y no después de las francesas («»), que no utiliza, revela su formación inglesa; cuando se cambian unas comillas por las otras y se modifica el lugar de la puntuación, puede no perderse una valencia “literaria”, pero sí se disminuye una valencia “documental”, a ella asociada, que si se hubiera conservado, no habría afectado el valor “literario”. Después de unas líneas, el lector aceptaría la extrañeza que pueda sentir. Esto lleva a otra precisión: todo testimonio autógrafo o impreso es un documento; lo que lo hace más “documental” o “literario”, más allá de su “naturaleza”, es la apreciación.

19 Como en otras ocasiones, aludimos al ensayo de Walter W. Greg (1950-1951), “The Rationale of Copy-Text”. Véase la Bibliografía.

20 Véase, por ejemplo, Chartier (2000: 173).

21 Todo editor es un lector crítico. Véase, por ejemplo, la vindicación que hace Pierre-Marc de Biasi de los borradores (brouillons): “Los borradores cuentan una especie de historia día a día, a la vez lógica, sintomática de inquietud y fenomenológica, que no es otra que la vida del escritor en el trabajo: una historia secreta, casi siempre ausente de las biografías literarias, y que constituye, sin embargo, el meollo de lo que nos gustaría saber acerca del autor” [“The rough drafts tell a kind of day-by-day story at once logical, symptomatic of affect, and phenomenological – none other than that of the life of the writer at work: a secret tale, almost always absent from literary biographies, and which nevertheless constitutes the crux of what we would like to know about the author”] (Biasi 1996: 29). Adviértase la alusión a las biografías literarias y el interés por una “historia secreta”, que necesitaría ser narrada.

22 “[M]ediated access to the world is the only access we ever have” (Fish 1981: 10).