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Colección Biblioteca Universidad de Lima

¿Qué es el Derecho global?

Primera edición digital, marzo 2016

©Rafael Domingo Oslé
De esta edición:

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Versión ebook 2016

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Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN versión electrónica: 978-9972-45-313-7

Índice

Nota a la tercera edición

Nota a la segunda edición

Introducción

PRIMERA PARTE: DEL IUS GENTIUM AL DERECHO INTERNACIONAL

Capítulo I: Ius gentium, un concepto romano

1.  A cada época, su Derecho

2.  Una pincelada sobre Dike

3.  Cicerón, padre del ius gentium

4.  Ius gentium en otros escritores romanos

Capítulo II: Ius commune, un concepto medieval

1.  Ius gentium en la Edad Media

2.  El Derecho común europeo

3.  Common law versus civil law

4.  El ius canonicum

5.  La sharia y la siyar islámicas

Capítulo III: El Derecho internacional, un concepto moderno

1.  Del ius gentium al ius inter gentes

2.  El ius gentium europaeum

3.  Kant, entre el Staatenrecht y el Weltbürgerrecht

4.  Bentham y su International Law

5.  Derecho internacional público y privado

6.  Nuevos intentos de conceptualización

A.  El Derecho transnacional, de Philip C. Jessup

B.  El Derecho común de la humanidad, de C. Wilfred Jenks

C.  El Derecho de los pueblos, de John Rawls

D.  La Geodierética, de Álvaro d’Ors

7.  El ius naturale, a la sombra del ius gentium

SEGUNDA PARTE: HACIA UN DERECHO GLOBAL

Capítulo IV: Crisis del Derecho internacional

1.  Derecho internacional y globalización del Derecho

2.  Los Estados, ¿únicos sujetos del Derecho internacional?

3.  La agonía del Estado moderno

A.  La soberanía y el pueblo soberano

B.  La crisis de la territorialidad

C.  La jurisdicción ¿pertenece al Estado?

4.  Estado y nación: Un matrimonio de conveniencia

5.  El futuro de la ONU

Capítulo V: El Derecho global, un reto de nuestros días

1.  Necesidad del Derecho global

2.  Sociedad internacional versus comunidad global

3.  Cosmopolitismo y Derecho global

4.  Crisis de la nacionalidad, ciudadanía global y patriotismo

5.  Derecho global y Non-state Law

6.  Arbitraje y globalización

7.  El usus de la tierra

8.  La Humanidad como Antroparquía

Capítulo VI: El ordenamiento jurídico global

1.  Ineficacia de la Grundnorm kelseniana

2.  La persona, centro del ordenamiento jurídico global

A.  ¿Son personas las personas jurídicas?

B.  ¿Son personas los animales?

3.  Dignidad, libertad e igualdad personales

A.  Dignidad humana

B.  Libertad personal

C.  Igualdad entre personas

4.  Los derechos humanos, en el corazón del Derecho global

5.  Quod omnes tangit ab omnibus approbetur

6.  Humanidad Unida

7.  Colofón: La nueva pirámide del Derecho

A.  Estructura de la pirámide

B.  Tridimensionalidad jurídica

Capítulo VII: Principios jurídicos informadores del Derecho global

1.  Principios reglados y reglas principales

2.  Principios comunes a los ordenamientos internacional y global

A.  Principio de justicia

B.  Principio de racionalidad

C.  Principio de coerción

3.  Principios específicos del ordenamiento global

A.  Principio de universalidad

B.  Principio de solidaridad

C.  Principio de subsidiariedad

D.  Principio de horizontalidad o democratización

4.  Iuris universalis regulae

CONCLUSIÓN: A LA TERCERA, LA VENCIDA

Nota a la tercera edición

En pocos meses, se ha vuelto a agotar esta reflexión sobre la naturaleza del incipiente Derecho global. Señal cierta de la importancia y actualidad del tema aquí tratado, que difícilmente puede ser eludido por un jurista del siglo XXI. En esta nueva edición, he reelaborado por completo la segunda parte del libro a la luz de los nuevos estudios realizados en la materia y de las críticas que han ido apareciendo en las diversas revistas científicas. Con todo, la sustancia se mantiene: el ineludible imperativo de establecer un orden jurídico global, superador del Derecho internacional, basado en la dignidad de la persona y no en la soberanía de los Estados, que ordene la naciente Antroparquía, modelo de gobierno en que ha de organizarse toda la humanidad.

Agradezco sinceramente a los profesores Pablo Sánchez-Ostiz, Pedro Martínez-Fraga, Mattias Kumm, Nicolás Zambrana, Scott S. Wishart y Salvador Rus sus acertadas sugerencias y valiosos comentarios, que han contribuido sin duda a mejorar esta obra. Una deuda particular de gratitud tengo con el profesor y miembro correspondiente por el Perú de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de España Martín Santiváñez Vivanco, quien ha revisado minuciosamante esta tercera edición como hizo con las anteriores.

Princeton, Nueva Jersey, 14 de febrero de 2009

Nota a la segunda edición

Agotada la primera edición de esta obra, publicada por el Centro de Documentación Judicial del Consejo General del Poder Judicial, una nueva ve la luz en The Global Law Collection, de Thomson Reuters Aranzadi.

En los pocos meses que han transcurrido desde su publicación, diversos acontecimientos, como la declaración unilateral de la independencia de Kosovo o el secuestro del atunero español Playa de Bakio, perpetrado por un grupo de piratas en el mar de Somalia, ponen de manifiesto la necesidad de configurar un orden jurídico global, anclado en la persona y no en los Estados, que supere, por fin, un internacionalismo anquilosado que no responde a los imperativos de nuestros días.

Dichos eventos denotan una profunda crisis del orden mundial cuyo alcance acaso no logramos comprender. Lo cierto es que, a causa de la apatía del establishment político y la pérdida de peso específico de las Naciones Unidas en el escenario del poder global, las relaciones internacionales han terminado por convertirse en el Diktat de unos cuantos Estados que se mueven por intereses tan particulares como coyunturales. En este contexto, hay poco espacio para la solidaridad mundial. Y mucho para la lógica de la fuerza y el inmediatismo.

Así las cosas, podría afirmarse que los derechos humanos, en su actual configuración, constituyen la gran conquista del Derecho internacional moderno, la máxima aspiración, el sueño cumplido. Este arcano conseguido, tras siglos de guerras y conflictos en los que no siempre se ha actuado con realismo, es la gran aportación de un impulso jurídico que brotó de la sangre de las revoluciones ilustradas. Sin embargo, los derechos humanos, plenitud del Derecho internacional, son, para el Derecho global, un punto de partida, un hito señero, el inicio de un nuevo derrotero jurídico. De ahí la importancia y oportunidad del reciente discurso de Benedicto XVI sobre la fundamentación de los derechos humanos ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, pronunciado el 18 de abril de 2008, con ocasión del sexagésimo aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos.

Es hora de construir un nuevo orden mundial sustentado sobre la indivisible unidad de la persona, en su más plena dimensión ética y antropológica. De lo contrario, si el entramado internacional apuesta por reducir los derechos humanos a una cuestión de mera legalidad, la convivencia entre los pueblos devendrá en algo tan frágil que sucumbirá fácilmente ante la primera oleada del fanatismo inconformista o ante las constantes amenazas del militarismo unilateral. Pese a quien le pese, la hegemonía de los Estados Unidos de América se ha consolidado en el último cuarto de siglo. Y ello ha transformado la faz de la tierra. La nueva Roma de Occidente exporta una democracia particular, una concepción del poder, una lógica comercial y last but not least un Derecho propio, un sistema jurídico que acompaña y potencia su expansión. Esta coraza legal, como legión romana, ha dado la vuelta al mundo. Y pretende dominarlo.

Ante la inacción de las instituciones tutelares que en principio deberían salvaguardar la paz en el mundo, cabe hablar, sin duda, de una crisis tan profunda como inquietante. De una crisis del sistema y de una crisis de estrategia. En efecto, sólo reformando un sistema injusto que centraliza la capacidad de decisión en un puñado de manos y estableciendo objetivos concretos será posible abandonar la estela de errores cometidos en los últimos tiempos. Sólo así, refundando un ente obsoleto y secuestrado por sus propios lastres, vislumbraremos un futuro diferente, en el que primen el consenso y el equilibrio, genuinos elementos de un orden justo y solidario. Bregando por esta utopía indicativa, obtendremos el deseado “desarrollo orgánico de las instituciones jurídicas en el transcurso de las generaciones y de las centurias”, al que se refiere Harold J. Berman en su ya clásica obra Law and Revolution1.

Este ensayo necesitará, en poco tiempo, una nueva revisión en profundidad. No sólo porque la propia obra escrita produce, en cualquier autor inconformista, una honda insatisfacción, sino también —y sobre todo— porque estas ideas, ofrecidas en carne viva a la comunidad científica, están estimulando en numerosos colegas una crítica intelectual y constructiva, verdadero motor de reflexión y avance cultural. Y es que, a la postre, la ciencia es un diálogo apasionado y apasionante de mujeres y hombres atraídos por la verdad de las cosas.

Quisiera terminar estas líneas agradeciendo, una vez más, al Consejo General del Poder Judicial la concesión del Premio Rafael Martínez Emperador, en su edición de 2007, y a la editorial Thomson Reuters Aranzadi sus atenciones durante la edición de esta obra.

Pamplona, 26 de junio de 2008

Introducción

Vivimos en un tiempo de profundos cambios globales. La rápida implantación de las nuevas tecnologías, la creciente repercusión de los medios de comunicación social, el desarrollo de una economía de mercado a escala mundial, el protagonismo de una sociedad civil cada vez más consolidada, el ardiente deseo común de resolver los problemas que afectan a la humanidad, como el terrorismo internacional, el tráfico de armas, el hambre y la pobreza, la explotación sexual, la corrupción política y económica, el abuso de poder y las amenazas al medio ambiente, son algunos de los fenómenos que caracterizan nuestro irrepetible momento histórico.

Y vivimos en este mundo a gran velocidad. Ésta es quizás la principal diferencia con el pasado: el ritmo frenético de nuestras relaciones sociales, lo que a veces dificulta adaptarlas a las exigencias e imperativos de la justicia. Nuestra sociedad es resultado de una compleja red de conexiones políticas, económicas, culturales, cuyo entramado es difícil de comprender aplicando los criterios organizativos de antaño.

Ante esta realidad, tan cierta como nuestra existencia, los juristas no podemos, no debemos, cerrar los ojos permitiendo que la ley de la selva se imponga en la era de la globalización por falta de previsión, coherencia o imaginación; no podemos permitir que el imperialismo económico o una criptocracia política dominen el mundo como si de una finca particular se tratara. La ciencia del Derecho, en tantos puntos, ha devenido obsoleta, ha sido superada por los propios hechos y sus circunstancias. La cada vez más difícil distinción entre lo público y lo privado, la crisis de la ley como fuente principal del Derecho, la intrínseca complejidad de los hechos que han de ser ordenados por el ius y la falta de previsión ante un futuro inmediato cada vez más variable han puesto fin a tantos principios jurídicos que, a primera vista, podrían parecer permanentes. Y no lo eran. Claro que no. A veces, son tan fuertes el peso de la cultura y las circunstancias que las convertimos en naturaleza. Y ésta, además, en parte, también es mudable.

Viene a mi memoria el famoso texto de las Instituciones de Gayo (2.73) en que este jurista del siglo II d.C. afirma que “lo que otro edifica en terreno nuestro, aunque lo edifique por su cuenta, se hace nuestro por Derecho natural, porque la construcción cede al terreno” (superficies solo cedit). No creo que este mismo jurista se hubiera atrevido a repetir tal afirmación, multisecularmente aceptada por los tribunales, de haber tenido la oportunidad de pasearse por la Quinta Avenida de Manhattan. Hoy en día, este principio se ha invertido en muchas ocasiones, prevaleciendo el vuelo sobre el suelo, lo que significa que lejos estaba de él el Derecho natural, en el sentido moderno de la expresión. Pero, en aquel momento, fue la rerum natura, la naturaleza de las cosas como criterio de interpretación jurídica, lo que llevó a Gayo a formularlo. Y las cosas eran como eran.

Ante un cambio de paradigma, es preciso reformar el Derecho, agilizarlo. En su ensayo Revitalizing International Law, Richard Falk se quejaba de los juristas —en concreto de los norteamericanos— por mostrarse tan reacios a los cambios paradigmáticos derivados de la complejidad de la sociedad y de los fenómenos políticos2.

La globalización exige una reformulación del Derecho, una respuesta jurídica adecuada a los nuevos tiempos, para que no queden aprisionados por normas caducas y pasajeras. Es hora, pues, de un Derecho global, como antes lo fue del Derecho de gentes y luego lo ha sido del Derecho internacional. Sin el ius gentium no se entiende el Derecho inter nationes, el International Law. Y sin el desarrollo de éste no hubiera nacido el incipiente Derecho global. Los tres Derechos —de gentes, internacional y global— son como abuelo, padre y nieto, respectivamente. Forman parte de una misma familia. Tienen, por tanto, rasgos comunes que los aproximan por basarse en principios jurídicos distintos y aplicarse en momentos históricos del todo diferentes. Prueba de ello es que han convivido superpuestos.

No estoy, por tanto, del todo de acuerdo con el gran internacionalista Lassa Oppenheim (1858-1919) —ni con sus discípulos— cuando afirma que el Derecho internacional, en el sentido actual del término, es, en su origen, un producto de la civilización cristiana (a product of Christian civilization), que comenzó a desarrollarse gradualmente a partir de la Baja Edad Media, y muy particularmente a partir de Grocio, impulsor de una conceptualización posterior3. Esta ruptura es, en ocasiones, más artificial que real: ¿acaso Grocio se entiende sin Gentile, o sin Vitoria, y éste sin Tomás de Aquino, y el Aquinate sin Isidoro de Sevilla, y san Isidoro sin Ulpiano, y éste sin Gayo, y Gayo sin Cicerón y el gran orador romano sin los estoicos? No, a veces es más real el deseo de cortar, de fragmentar la historia, que el mismo corte. Y esto, sin duda, ha sucedido en la historia del Derecho internacional, que brilla por los tópicos que, de generación en generación, se han ido pasando de tratado a tratado, de manual a manual, sin posibilidad de revisión, de contraste, de enriquecimiento.

Me adhiero, sin embargo, plenamente a la feliz frase con la que Jean Monnet (1888-1979) cierra sus interesantes memorias, huyendo de toda suerte de anquilosamiento y vana nostalgia, y enfatizando la necesidad de reconocer que lo que en un momento histórico fue un instrumento útil, como las naciones soberanas, puede dejar de serlo en otro: “les nations souveraines du passé ne sont plus le cadre où peuvent se résoudre les problèmes du present”4. Ha llegado la hora de la imaginación jurídica, de la creatividad, de tomar conciencia de que la Humanidad como tal tiene problemas comunes que afectan a la justicia y que, por tanto, deben ser resueltos por el Derecho. Por un Derecho que, utilizando la conocida expresión del padre de Europa, ha de unir personas, no Estados5.

Roma dio vida al Derecho de gentes; la Europa moderna e ilustrada al Derecho internacional; el mundo globalizado en que vivimos, al Derecho global, universal, cosmopolita, de la Humanidad, o como quiera denominarse. En todo caso, se trata de un Derecho común, de un ius commune del tercer milenio, con ciertas semejanzas con el Derecho común medieval, que haría las veces de tío abuelo de nuestra familia jurídica.

Una vez más, el punto de partida de nuestra reflexión no ha de ser, como sucede habitualmente, la Ilustración, sino la Antigüedad clásica, que, en este caso, nos ofrece una idea de nación fresca, flexible, abierta. Apolítica. Pero también una idea de jurisdicción, de pueblo o de majestad no manipuladas por las ciencias sociales para satisfacer intereses partidistas o sectarios. Se precisan conceptos, en suma, que no cedan ante el oportunismo y que se muestren aptos para el nuevo orden jurídico global que reclama el siglo XXI.

Más aún, que reconozcan la necesidad de lograr una síntesis viviente de culturas, en la que valores trascendentes permitan la unión de diversas tradiciones, de manera armoniosa, privilegiando el mestizaje y la integración material y conceptual. En este sentido, podría decirse que el Derecho global requiere de una teoría pura del Derecho. Pero no al modo kelseniano, pues nada más lejos de la purificación quge la “hiperconceptualización”. Una acertada reflexión sobre el Derecho global ha de emplear nuevos instrumentos y conceptos jurídicos para ordenar conforme a Derecho esta nueva realidad que tenemos ante nuestros ojos, pero también habrá de “purificar” otros tantos, de los que se ha abusado sirviéndose de ellos como herramientas de poder económico y político.

Hemos de recuperar la idea de pueblo (populus), en su sentido más genuino, esto es, en el de un conjunto de ciudadanos púberes maduros. Y aplicarlo, por qué no, a la humanidad. El pueblo es incluyente; la nación ilustrada no lo fue jamás. La humanidad no será nunca una nación, al modo revolucionario. Se aproxima más al concepto de pueblo, a una suerte de pueblo de pueblos (populus populorum), organizada, como veremos, en una Antroparquía. La palabra preferida del pueblo es “nosotros”; el “ellos” marca el rumbo de la nación. Y la humanidad puede referirse a un “nosotros”, pero no a un “ellos”.

Desde esta perspectiva, estoy con John Rawls6. La naturaleza social de la persona implica que ésta se desarrolle en una comunidad, incluso más amplia que la familiar, que satisfaga sus necesidades. Pero, como he dicho, esta comunidad ha de ser incluyente, no excluyente. Por lo demás, no sorprende esto en pluma de un americano. No hay que olvidar que la Revolución americana la hizo el Pueblo; la francesa, la nación, y la rusa, el partido7. De las tres, sigo pensando que fue la americana la que trajo más bienes y menos males. De hecho es la que conceptualmente mejor ha soportado el paso del tiempo. Y la que probablemente más aporte al sistema de Derecho global.

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Ofrezco hoy a la comunidad científica una fundamentación históricojurídica de lo que, en mi opinión, han de constituir las bases de este ius commune totius orbis, que habrá de imponerse con la fuerza y naturalidad de las evidencias. Como lo hacen los idiomas en una era determinada. Entiendo por Derecho global un orden jurídico mundial que, partiendo de la noción de persona como origen del Derecho, rige las relaciones de justicia en la medida en que afectan a la humanidad en su conjunto. Compatible con los diversos sistemas y tradiciones jurídicas, el Derecho global, a la par que la Economía y la Política internacional, se ha escindido del corsé estatal, y utiliza un metalenguaje jurídico que responde a los nuevos retos del fenómeno de la globalización.

Que no vea el lector en el Derecho global un sistema legal o un ordenamiento jurídico cerrado, pero tampoco un mero conjunto de normas más o menos vinculantes y por ende, estériles. Se trata más bien de un sistema de sistemas, de un iuris ordorum ordo que ha de erigirse en ordo orbis en la medida en que sea paulatinamente aceptado por todas las comunidades y ciudadanos del mundo. Su función es semejante a la del Sol en el sistema en que habitamos, integrado — principalmente— por planetas, pero también por billones de cuerpos celestes menores: asteroides, meteoroides, cometas, etcétera. Cada uno de los planetas se correspondería, en nuestro ejemplo, con una tradición jurídica, de la que dependen, a su vez, diferentes ordenamientos legales. Los principios de Derecho global vendrían a ser como el núcleo del Sol, que irradia la energía mediante reacciones termonucleares. Y la fuerza de gravedad que los atrae, la jurisdicción global, algo diferente a la que denominamos actualmente con el término jurisdicción universal.

Para seguir con la metáfora solar, de la misma manera que existen diversas intensidades en el campo gravitatorio, en razón de la aceleración, deben también coexistir diferentes jurisdicciones, principalmente en razón de la materia. La urgencia de una jurisdicción penal global que combata el terrorismo internacional no es comparable a la necesidad de armonizar los ordenamientos del orbe en cuestiones registrales, por importantes que éstas sean, o que aprobar una normativa común para la ejecución de laudos arbitrales.

El Derecho global nace, pues, con vocación cosmopolita, pero ello no implica que lo sea efectivamente desde el primer momento de su vida. El ius necesita de la fuerza, de la coacción, para imponerse. Y ésta, al cabo, es más política que jurídica. Si no hay una voluntad, al menos implícita, de orden, los juristas no podemos regular la sociedad conforme a Derecho. Esto es lo que explica que el Derecho, tantas veces, haya quedado sometido a la ciencia de la polis, y sea condicionado por ella. El Derecho es un freno a la injusticia, pero sólo puede hacerse valer con el libre sometimiento de la comunidad política, y muy particularmente, con el de sus gobernantes. Aquí radica su grandeza y también su miseria. Su función controladora y su posición subsidiaria. Su vocación totalizadora y su praxis sometida. Si se me permite el símil futbolístico, diré que el Derecho tiene más vocación de portero, de guardameta, que de delantero centro, porque cumple su misión protegiendo, custodiando, amparando a la sociedad y a las personas más que señalando el rumbo del gol de la historia.

No supone el Derecho global una ruptura con la tradición jurídica anterior, y menos todavía una revolución. De la misma manera que el Derecho de gentes convivió con el Derecho internacional durante un largo período de tiempo, el Derecho global ha de unir sus esfuerzos a los del Derecho internacional, con el que, por el momento, ha de compaginarse. “El Derecho cosmopolita puede complementar, pero no reemplazar al Derecho internacional público basado en la soberanía”, afirma Jean L. Cohen8. Pero no se trata, como pretende este autor, de un Derecho internacional actualizado o de un maquillaje superficial (an updated international law), sino más bien de la superación de la idea misma del Derecho internacional por la circunstancia sobrevenida de la globalización. Derecho internacional y Derecho global son dos especies diferentes de un mismo género. La primera está llamada a la extinción, o, al menos, a su total transformación; la segunda, a su desarrollo y evolución.

Esta idea de convivencia de Derechos está presente en la historia de Occidente y ha sido de gran utilidad para el desarrollo de los ordenamientos jurídicos. En el Derecho romano, el Derecho pretorio convivió con el ius civile hasta que, en época tardoclásica, se constituyó un ius novum superador de ambos, fundado básicamente en los rescriptos y en las orationes Principis. Algo parecido sucedió siglos después, ya en la Edad Media, con el common law, que permitió una jurisdicción paralela de equity, del todo independiente a partir del siglo XV. Esta dualidad jurisdiccional, cada vez menos influyente, pasó al Derecho angloamericano, y todavía se conserva, aunque con muy poco peso específico, en el conjunto de la tradición del common law, por ejemplo, en el Estado de Delaware.

El nuevo orden jurídico mundial debe ser, sobre todo y ante todo, un Derecho jurisdiccional, no interestatal, consensual, no burocrático, ni positivo u oficial, más propuesto que impuesto, basado más en el mutuo acuerdo que en leyes y códigos, y ha de ser protagonizado por una sociedad civil protegida por instituciones globales, y no por entes estatales jerárquicos y tecnocráticos. Desde esta perspectiva, el sistema del commom law —por su mayor proximidad a lo cotidiano y por su propia metodología y sistema de fuentes— es más apto para la globalización que el civil law europeo; de ahí que el common law campee a sus anchas en el mundo de los negocios internacionales y de los arbitrajes transnacionales. Para el nuevo Derecho global, lo público vendría a identificarse más con lo social que con lo estatal, a diferencia de lo que sucede en el marco europeo y latinoamericano9.

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Este libro consta de dos partes del todo diferenciadas, pero que forman sin duda una unidad. En la primera parte, de marcado carácter histórico, abordo la continuidad conceptual de la idea de Derecho de gentes en tanto fuente del Derecho global, así como su relación con el ius commune, al que nunca hemos de perder de vista en toda la exposición: ius commune latet, ius gentium patet.

Fue Cicerón quien primero empleó esta expresión de “Derecho de gentes”, que luego sería asumida por los juristas romanos, los teólogos y canonistas medievales, los humanistas renacentistas y los ilustrados racionalistas, que terminarían convirtiéndolo en un Derecho interestatal en sentido estricto. Lugar central ocupan Bentham y Kant, inventores, respectivamente, de los conceptos de International Law y Weltbürgerrecht, de gran importancia para la consolidación del Derecho internacional. También se analizan algunos de los nuevos intentos de conceptualización del Derecho internacional, como son los de Philip C. Jessup (1897-1986), C. Wilfred Jenks (1909-1973), John Rawls (1921-2002) y Álvaro d’Ors (1915-2004). Podría haber elegido a otros autores10, pero éstos son, en mi opinión, quienes mejor abordan, desde perspectivas bastante distintas, esta vexata quaestio.

En la segunda parte reflexiono propiamente sobre el nuevo Derecho global a la luz de la crisis del Derecho internacional, ocasionada por la crisis de los conceptos de Estado y soberanía. Señalo en ella cuál ha de ser la estructura jurídica del nuevo Derecho global, así como sus principios informadores. En esta parte, mis interlocutores principales son Kelsen y Hart, cuyas aportaciones a la ciencia jurídica han dejado en mí una huella indeleble, a pesar de mis profundas desavenencias con sendos juristas.

Con esta propuesta jurídica global sólo pretendo promover un diálogo intelectual, abierto, de carácter intercultural y netamente académico, que sirva de punto de partida para el desarrollo posterior de esta nueva disciplina jurídica. Estos principios no tienen nada que ver con ese peligroso y disolvente cosmopolitismo que pretende acabar con las identidades nacionales, o con el maquiavelismo internacionalista sucesor del marxismo más radical. Los pueblos no desaparecerán, no deben desaparecer, como por arte de magia. Los principios del nuevo Derecho global no son el instrumento cierto de afanes de gobierno mundial. Estamos ante un escenario distinto. El Derecho global no puede convertirse en el instrumento para aquellos que buscan uniformar, homogeneizar, el mundo como medio para controlarlo. Su función es más bien la de ordenar un sistema tal que permita que los problemas que afectan a la humanidad sean resueltos entre todos.

Nada más ajeno a mi intención que construir una teoría del Derecho global, normativa y conceptual, como exigiría Dworkin11. Pretendo, eso sí, dar los primeros pasos marcando las pautas configuradoras de esta nueva realidad naciente que es el Derecho global. La norma viene tras la vida: ius ex facto oritur, se puede afirmar con expresión medieval12. También la teorización, al menos la que pretende ser constructiva e interpretativa al mismo tiempo.

En efecto, al Derecho le sucede lo que a las lenguas. Surgen y se van haciendo poco a poco hasta el punto de que resulta difícil constatar la fecha de nacimiento, de separación del tronco común. El Derecho global se está separando —creando un ordo nuevo— del Derecho internacional como se separaron el castellano del latín, el inglés del anglonormando o más recientemente el American English del inglés británico.

Advertirá el lector la educación europea —pero no eurocéntrica— de quien escribe estas reflexiones. No pretendo olvidar las raíces de nuestra tradición jurídica ni tampoco inclinarme ante una irreflexiva arrogancia occidental. Pienso que sería un error metodológico crear ex nihilo un nuevo Derecho global, como si de una escultura se tratase. Hablamos, más bien, de enriquecer el mundo jurídico, exponiendo diversas opiniones, que, sin duda, vienen condicionadas por la experiencia personal y la tradición jurídica a la que pertenezco. Sostengo que es más viable construir un ius novum partiendo del suelo firme que nos ofrecen los sistemas legales más universales que haciendo tábula rasa, lo que es tanto como arruinar la fecunda hereditas iuris acumulada a lo largo de los siglos.

Se me podrá también reprochar, con motivo, mi formación académica y poco práctica. Pero creo que la ciencia del Derecho debe volar, como las águilas, con dos alas, ambas imprescindibles: la téorica y la experimental. Lo recordaba el gran internacionalista C. Wilfred Jenks, en su libro A New World of Law: “Hace falta una mezcla adecuada de erudición y sagacidad, de imparcialidad y experiencia”13. En ese sano equilibrio entre lo teórico y lo práctico, entre la intuición y la ejecución, veo el auténtico desarrollo de la sociedad del conocimiento.

No quiero terminar estas líneas sin manifestar mi agradecimiento al Consejo General del Poder Judicial por haber galardonado este ensayo con el Premio Rafael Martínez Emperador, en su edición de 2007. A Ángel J. Gómez Montoro, rector de la Universidad de Navarra; Pablo Sánchez-Ostiz, decano de la Facultad de Derecho, y Antonio Garrigues Walker, presidente de la Fundación Garrigues, su aliento constante durante la redacción de estas páginas. Al Colegio de Registradores de España, la Fundación Garrigues y la Fundación Maiestas, la ayuda económica recibida para elaborar este ensayo. Y, por último, al personal de la Firestone Library de la Universidad de Princeton, de la Arthur W. Diamond Law Library de la Universidad Columbia de Nueva York y de la Biblioteca de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad de Navarra, sus continuas y desinteresadas atenciones.

PRIMERA PARTE

DEL IUS GENTIUM AL
DERECHO INTERNACIONAL

Capítulo I

Ius gentium, un concepto romano

1.   A CADA ÉPOCA, SU DERECHO

A cada época, su Derecho. Cuius tempora eius ius, podríamos decir con la lengua con que se construyó Europa. Y en cada momento histórico, el Derecho ha tenido su propia lengua, su propio idioma generador de conceptos: el latín, el alemán, el francés y el inglés, preferentemente14.

El Derecho es vida, experiencia. Han dado la vuelta al mundo las palabras con que el juez Oliver Wendell Holmes inicia su conocida obra The Common Law: “The life of the law has not been logic: it has been experience”15. En la medida en que se presentan condiciones sociológicas distintas, se hacen necesarias nuevas formas de organización jurídico-política, nuevas leyes, nueva jurisprudencia y nuevos mecanismos de resolución de conflictos. También, por supuesto, nuevas ideas, nuevos conceptos y nuevos paradigmas.

La polis helénica y el imperio macedónico, la república y el posterior imperio romano, la Res publica Christiana medieval y el auge de los Estados-nación responden a espacios y tiempos históricos distintos en esencia y praxis. Algo similar se puede decir de las formas de organización y resolución de controversias en el ámbito del Derecho islámico, chino, japonés o hindú16. La estructura política de estos sistemas de gobierno y su cosmovisión cultural determinaron su propia concepción del Derecho. Pese a ello, todas estas etapas en el desarrollo jurídico de la humanidad cuentan con un hilo conductor: la existencia de relaciones de justicia entre personas o grupos de personas, que necesitan unas reglas de juego para solventar sus posibles litigios. La misma etimología de la palabra justicia parece confirmar este ethos jurídico dirimente: ius stitium, esto es, el cese del ius. En este sentido, la paz es fruto de la justicia (opus iustitiae pax17).

Los diversos ropajes que han revestido al Derecho a lo largo de la historia —en cuanto mediador de las relaciones intergrupales— denotan los distintos estadios de la ciencia jurídica, que tuvo un desarrollo muy particular en el crepúsculo de la República romana y en los albores del Principado. El Derecho natural griego —posteriormente desarrollado por los juristas romanos y el pensamiento cristiano—, el ius gentium romano, fuente de inspiración en las relaciones internacionales, el ius commune medieval, las siyar islámica, las variantes vernáculas de la modernidad como la alemana Völkerrecht, la francesa droit des gens o la inglesa Law of Nations, ya en el siglo XVI; el ius universale, el International Law y el Derecho interestatal (Staatenrecht) de la Ilustración racionalista, o las más recientes denominaciones Derecho transnacional, Derecho común de la humanidad, Derechos humanos o Derecho de los pueblos, ponen de manifiesto los esfuerzos intelectuales dirigidos a configurar un orden intercomunitario más justo.

Pero que cada época se identifique con su Derecho no significa que no haya puntos comunes entre los distintos sistemas jurídicos, claves de comprensión conjunta, problemas constantes y soluciones duraderas, que se han ido sucediendo entre los tiempos. Esta permanencia es lo que da valor y sentido a estas reflexiones históricas, que nos muestran que, aunque la época pese mucho, hasta configurar un nuevo Derecho, el hombre sigue siendo el mismo con independencia del momento histórico que le corresponda vivir. Quizá ésta sea la gran aportación de la filosofía griega al Derecho: haber dado una respuesta adecuada al problema de la tensión existente entre lo cambiante y lo permanente buscando un punto de equilibrio que permite progresar sin olvidarse del pasado, construir sin derribar lo edificado.

2.   UNA PINCELADA SOBRE DIKE

Aunque presente en todas las civilizaciones, y muy particularmente en Israel —como expresión de la Alianza del Sinaí18— fue la concepción griega de la justicia la que abrió en verdad las puertas al Derecho de gentes, ya de elaboración romana, como en seguida veremos.

En Grecia, la Justicia fue personificada en la diosa Dike, hija de Zeus y su segunda esposa Themis, y hermana de Eunomia e Irene. De ella nos habla ya Hesíodo en el siglo VIII a.C.19. Frente a su madre Themis, que en los poemas homéricos expresa el mandato divino que ha de seguirse, la Dike de Hesíodo persigue la injusticia terrena sancionando al infractor e imponiendo la igualdad sinalagmática, la correlación exigida entre conductas.

Esta idea de justicia como igualdad fue llevada por los pitagóricos al plano de la aritmética y simbolizada en los números cuatro y nueve, como resultado de multiplicar un número par y uno impar por sí mismos. Se ponía de manifiesto así la relación de igualdad portadora de la justicia, la equiparación de comportamientos, la compensación de prestaciones, la correlación entre infracción y castigo. La idea de armonía y proporcionalidad.

A la diosa Dike atribuyó Platón20 el estado de virginidad mostrando así su carácter incorruptible21. Fundamental en este punto es la antítesis referida por Aristóteles, en el libro quinto de su Ética a Nicómaco22, entre justicia natural (dikaion phisikon) y justicia positiva o convencional (dikaion nomikon). Esta misma reflexión la hallamos de nuevo en su Retórica23, pero, en realidad, se encuentra con anterioridad en el pensamiento de Alcibíades, cuyo diálogo con su tío Pericles nos ha sido legado en las Memorabilia de Jenofonte. También en ellas24, el historiador griego recoge el pensamiento socrático que sostiene que la justicia se equipara a la ley, pero que ésta ha de comprender tanto las leyes escritas, aprobadas por los ciudadanos, como las no escritas, que provienen de un legislador suprahumano.

La convicción de que la naturaleza (physis) trasciende la voluntad humana, limitando sus propias decisiones, fue la columna sobre la que se erigió la universalidad de ciertas normas (nomos) aplicables a todos los hombres, en todos los tiempos, por el solo hecho de pertenecer a la especie humana25. Lo que inicialmente fueron términos contrapuestos —physis y nomos—, pasaron a ser con el tiempo términos complementarios del recto orden de la justicia. También de un Derecho consuetudinario helénico, del que tenemos noticias gracias al historiador Tucídides26, en materia de prisioneros de guerra.

El pensamiento griego aporta, como pocos, un límite al voluntarismo, ya sea impuesto por la naturaleza, la costumbre, la razón, la ley, o la propia religión. Ha dado la vuelta al mundo la famosa tragedia (442 a.C.) de Sófocles, basada en el mito de Antígona, quien se negó a obedecer a Creonte, rey de Tebas, por cumplir con los imperativos de la religión: enterrar a su hermano Polinices, a quien el rey le había negado los honores fúnebres. Pero los ejemplos se podrían contar por centenas. En el fondo, la filosofía griega nos muestra un sustrato permanente sobre el cual pudo florecer el Derecho romano, cuyos principios todavía continúan informando los sistemas jurídicos más desarrollados de nuestro siglo.

3.   CICERÓN, PADRE DEL IUS GENTIUM

Fue mérito de Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.), educado en el helenismo de la Stoa, aplicar este pensamiento griego a las relaciones internacionales utilizando, por vez primera, la expresión ius gentium. Superaba ésta, al menos conceptualmente como categoría de Derecho universal, el denominado ius fetiale, elaborado por el colegio sacerdotal de los feciales, a quien competían, entre otras funciones sacras, el seguimiento de los tratados internacionales, así como la celebración de los ritos que precedían a las declaraciones de guerra27.

Con toda justicia, pues, puede atribuirse la paternidad del Derecho de gentes a este homo novus del ocaso republicano. No podemos olvidar, sin embargo, que, en sus Noctes Atticae28, Aulo Gelio, ya en el siglo II d.C., recoge indirectamente —a través del testimonio de Tirón, liberto discípulo de Cicerón— el famoso discurso de Catón el Viejo al Senado en favor de los rodios en 169 a.C. Catón defendió que la intención de declarar la guerra a una comunidad no justifica (bellum iustum) una declaración de guerra por parte de ésta, aportando numerosos argumentos. El hecho de que en el párrafo 35 Gelio cite literalmente a Catón ha llevado a pensar que también podría ser de Catón la mención al Derecho de gentes del párrafo 45 (quae non iure naturae aut iure gentium). Tampoco hay que descartar que, habiendo sido Tirón discípulo de Cicerón, utilizara aquél la terminología de su maestro. Max Kaser concluye diciendo que la autoría de Tirón, y por tanto el modelo de Cicerón, no puede ser excluida sin más29.

El pensamiento ciceroniano sobre el Derecho de gentes no está exento de confusionismo30. Pero no ha de extrañarnos, pues las palabras necesitan ser empleadas durante un tiempo para depurarse conceptualmente. De lo contrario, no logran un puesto de honor en la historia, sino que quedan ocultas, como vocablos meramente circunstanciales y pasajeros.

Aun siendo los textos muy numerosos, Cicerón no define claramente en ninguno de ellos el ius gentium. El más significativo es De officiis 3.17.69, que rezuma totalmente el ideal humanitario estoico. Comienza el orador romano afirmando que, a causa de la depravación de los modos sociales, ciertas cosas no prohibidas por las costumbres, las leyes o el Derecho civil sí son, en cambio, sancionadas por la ley de la naturaleza. Tras referirse a una sociedad en sentido amplio que une a todos los hombres entre sí (societas omnium inter omnes), el rétor menciona las sociedades menores formadas por gentes, o aquellas constituidas en ciudades. Cicerón señala finalmente que los mayores quisieron tener dos Derechos: uno de gentes y otro civil; y que, aunque éste no se identifica con aquél, el Derecho de gentes también debe ser, él mismo, parte del Derecho civil31: De hecho, las normas del Derecho de gentes fueron aplicadas no sólo por el pretor peregrino, sino también por el pretor urbano.

En este mismo libro tercero de su tratado sobre los deberes32, aparece por segunda vez la expresión ius gentium, en relación con la regla —clásica por lo demás— de que no es lícito causar un daño a otro para obtener un beneficio. Cicerón considera el Derecho de gentes la materialización jurídica de la naturaleza (natura, id est iure gentium). Y es que para este gran ecléctico, el ius gentium oscilaba entre las dos grandes coordenadas de la justicia humana, establecidas por los filósofos griegos y acrisoladas por los juristas romanos: la natura y la fides. A la naturaleza deben seguir los hombres como a un gobernante; a la fides33, como fundamento de la justicia misma34.

Cicerón enuncia la conexión entre lex naturae y ius gentium en sus Tusculanae Disputationes, en el sentido de que lo aceptado por todas las gentes ha de ser tenido por ley natural35. En su Oratio de Partitione36, tras analizar las cosas comunes a la ley a la naturaleza —por influencia de la aequitas perteneciente a la religio—, Cicerón indica que lo más propio de la ley (propria legis), a diferencia de la naturaleza, es su carácter escrito. Pero que —y aquí sigue el modelo griego— existe además una ley no escrita, integrada por el ius gentium y los mores maiorum, que es también vinculante. Esta vigencia del Derecho no escrito —heredero del pensamiento griego— derivaría de un acuerdo tácito entre los hombres37.

Aún vuelve Cicerón a hacer uso de este concepto en algunos de sus discursos. En De haruspicum responso (14.32), a propósito de la prohibición de usucapir cosas pertenecientes a los dioses inmortales; en Pro Roscio Amerino (49.143), al referirse a las bajas temperaturas como causa de suspensión de las guerras. También la emplea en su diálogo De re publica (1.2.2), a modo de pregunta retórica acerca de los deberes humanos: unde ius aut gentium aut hoc ipsum civile quod dicitur?; o en su tratado De oratore (1.13.56), en una bella secuencia en que se refiere a los temas tratados en sus discursos.

4.   IUS GENTIUM EN OTROS ESCRITORES ROMANOS

Dos decenios más joven que Cicerón, Salustio emplea también la expresión ius gentium en su famosa narración de la Guerra de Roma contra Yugurta, rey de Numidia, escrita en torno al 40 a.C., cuatro años después del tratado ciceroniano De officiis. El historiador de Amiterno refiere que el pueblo romano obraría contra el bien y la justicia si prohibiese que los demás pueblos se acogieran al Derecho de gentes38. Más adelante, a propósito de la detención de Bomilcar —amigo íntimo de Yugurta, y asesino, a instancias de éste, de su primo y rival Masiva—, Salustio señala que la persecución fue más en atención a la justicia que al Derecho de gentes: magis ex aequo et bono quam ex iure gentium39.

Pero, sin lugar a dudas, es de Tito Livio de quien conservamos más testimonios. El patavino emplea en cuarenta ocasiones la expresión ius gentium para referirse, a veces con cierta imprecisión, a las relaciones entre Roma y los restantes pueblos del orbe a través de los legati, los foedera, etcétera. La prohibición de maltratar o matar a los embajadores40, la posibilidad de abandono noxal del legado que se comporta hostilmente en el territorio donde realiza su misión41, el cumplimiento de los foedera42, la licitud de la defensa ante el ataque armado sin que mediase declaración previa de guerra43, son para él materias típicas del Derecho de gentes44.

Volvemos a encontrar el ius gentium en Séneca45 y Tácito46, pero también en los juristas del siglo II, Celso47, Gayo48, Cervidio Escévola49, y en los de comienzos del siglo III, en Papiniano50, Trifonino51 —asesores del emperador Septimio Severo— y en Ulpiano.

De todos ellos, merece detener someramente nuestra atención en dos textos de Gayo y Ulpiano, respectivamente, por el interés que tuvieron en el desarrollo posterior de la historia del concepto.

Gayo se refiere al ius gentium al comienzo de sus Institutiones (1.1.1), para contraponerlo, como Cicerón, al ius civile. Señala que pueblos civilizados, es decir, que se ordenan conforme a leyes y costumbres, se rigen en parte por su propio Derecho y en parte por un Derecho que es común de todos los hombres. El Derecho propio de la ciudad se llama Derecho civil; en cambio, el que la razón natural establece entre todos los hombres (quod vero naturalis ratio inter omnes homines constituit), se denomina Derecho de gentes, porque se observa uniformemente entre todos los pueblos. Así, la ratio naturalis determinaría en abstracto lo que es de Derecho de gentes, lo que potencialmente podría serlo, y la aplicación general efectiva inter omnes homines, lo hará en concreto52. Ius gentium y ius naturale53 vendrían a ser sinónimos por cuanto ambos derivan de una ratio naturalis.

Pero la bipartición ciceroniana y gayana deviene en tripartición —ius civile, ius gentium y ius naturale— con Ulpiano54. Según el jurista severiano, la razón de la tripartición es que el Derecho de gentes sería sólo común a los hombres, en tanto el Derecho natural se referiría, en general, también a los animales (quod natura omnia animalia docuit55). Se trataría de un Derecho moralmente superior (morally superior), en acertada expresión de Honoré56, al propio del ius gentium, que quedaría reservado para aquello que es común a los hombres (hoc solis hominibus inter se commune sit57).

En efecto, la aplicación del ius civile en todo el Imperio Romano, muy particularmente a partir de la llamada Constitución Antoniniana, de 212, que extendió la ciudadanía romana a todos los habitantes del imperio, trajo como consecuencia que la distinción entre Derecho de gentes y Derecho civil fuera paulatinamente perdiendo importancia. Las costumbres comunes configuradoras del Derecho de gentes comenzaban a extraviarse en el libro de la historia, que, esta vez sí, había pasado página.

Con posterioridad a Ulpiano, se ocupa del ius gentium el jurista Aurelio Hermogeniano, en su liber primus iuris epitomarum58: “por este Derecho de gentes se introdujeron las guerras, se dividieron los pueblos, se fundaron los reinos, se separaron los dominios, se delimitaron los campos, se construyeron edificios, se instituyeron las compraventas, los arrendamientos, las obligaciones, a excepción de aquellas que fueron introducidas por el Derecho civil”. Como bien observó el gran romanista austriaco Max Kaser, Hermogeniano ya no sabía qué hacer con el ius gentium59.

La definición gayana de ius gentium y la posterior tripartición ulpianea fueron acogidas, en el siglo VI, por el emperador Justiniano tanto en sus Instituciones60 como en el Digesto61, proyectándolas así por el Imperio Bizantino y la Europa Medieval tras el hallazgo del codex Florentinus.

Transmisor en Occidente del concepto gayano de ius gentium fue Isidoro de Sevilla (560-636). En sus conocidas Etymologiae, tras una relación heterogénea de instituciones propias del Derecho de gentes62, afirma que éste se denomina así porque está vigente en casi todos los pueblos63. Isidoro matiza la definición de Gayo64 añadiendo el adverbio “casi” (fere), con el fin de alejarse del concepto más originario de gens. Además, suprime la referencia al commercium. Esto supone, como acertadamente señala Álvaro d’Ors, “un paso decisivo para la formación del moderno concepto de Derecho de gentes como Derecho internacional público”65.

Capítulo II

Ius commune, un concepto medieval

1.   IUS GENTIUM EN LA EDAD MEDIA

La doctrina del ius gentium fue asumida plenamente por juristas (civilistas y canonistas) y teólogos medievales, aunque en un contexto radicalmente distinto, en el que el Derecho de gentes ocupa un lugar bastante secundario. Paradigma de la aplicación del Derecho de gentes en la Edad Media fue el Derecho del mar, utilizado, por ejemplo, en The High Court of Admiralty de Inglaterra, que resolvía conforme a un Derecho universal del mar basado en lex Rhodia y de las costumbres de Oléron66.