ALFAS Y OMEGAS

Por José Luis Carrasco


Carlinga Ediciones

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www.carlingaediciones.com



Por la presente edición: ©2014, Carlinga Ediciones S.L.


ISBN 978-84-942225-1-1



Alfas y Omegas

José Luis Carrasco



Ilustrador: Jesús Escudero

Editor: José Núñez

Maquetador: Sonia Gallardo


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Primera edición: Junio, 2014.

Carlinga Ediciones se reserva todos los derechos sobre esta obra. No obstante nada te impide compartir esta obra con otras personas, por supuesto, y nada podemos hacer para evitarlo. Sin embargo, si el libro te ha gustado, crees que merece la pena y que el autor debe ser compensado recomiéndales a tus amigos que lo compren. Al fin y al cabo, no es que tenga un precio exageradamente alto, ¿verdad?




Para Marita y Enol.


“Au moindre coup de Trafalgar,

C’est l’amitié qui prenait l’quart,

C’est elle qui leur montrait le nord,

Leur montrait le nord.

Et quand ils étaient en détresse,

Qu’leur bras lancaient des S.O.S.,

On aurait dit les sémaphores,

Les copains d’abord.”

    —Georges Brassens.


“Será una broma.”

    —Menelao.



9:00 pm

El caserón era una ruina mohosa. Nos helábamos de frío los tres en las sombras del campus. A nuestra espalda circulaba el último «bus», vacío salvo por unos estudiantes en la parte trasera.

Me quité las gafas, les eché vaho y las limpié con mis toallitas especiales anti suciedad. Saqué mi nebulizador para el asma, di un par de bocanadas y me abotoné el abrigo.

Oscar y Ophelia venían de sus respectivas residencias. A mí me habían recogido de la final del campeonato anual del club de ajedrez de mi barrio. En mi mano, el trofeo del primer puesto: un peón dorado de tamaño mediano que portaba con orgullo, como un talismán. Lo pondría junto a los otros, en la vitrina acristalada de mi cuarto, protegidos de la luz directa del sol, colocados en orden cronológico bajo una regleta de pequeñas bombillas que los destacaban del fondo.

Sí, era cierto. Mis compañeros preferían llamarme «friki», «loser», «memo», «gafotas» o, el más elaborado, «oye, tú», en lugar de por mi nombre. ¿Qué tipo de tío era yo? El que compone en sus ratos libres cancioncitas como esta:

Hidrógeno, Litio, Sodio, Po-ta-ta-ta-sio,

Rubidio, Cesio, Fra-fra-fraancio,

¡Hey!

En primero de física, en la universidad, mis relaciones sociales alcanzaron un mínimo histórico. Culpad de ello a mi imagen no caucásica, mis excelentes notas y el no corear «touchdown» en las retransmisiones de fútbol americano los domingos en la residencia. Traté de compensarlo como empollón a sueldo, sin mucho éxito. Gracias a mi trabajo de profesor mercenario, redactor de resúmenes y preparador de exámenes, algunos mejoraron sus notas. Otros, los que no estudiaban ni a tiros, quedaban como unos burros.

Una mañana, al rondar los entrenamientos del equipo de baloncesto, me fusilaron a balonazos. Corrí bajo la lluvia de meteoros a cobijarme tras unos setos. Por desgracia llevaba otro trofeo de ajedrez en la mano, el cual cayó a medio camino. Tuve que volver a por él, lo que supuso otra batería de balonazos.

Al saberlo, Oscar, furioso, trazó un plan. Acudimos a la siguiente fiesta de la Gamma Epsilon, hermandad a la que pertenecían los jugadores. Él los distrajo mientras yo vaciaba un cartón de caldo de pollo en el ponche. Añadí varios jarabes y otras guarrerías, lo que produjo un efecto raro en los que lo bebieron. Las fotos de la fiesta eran impagables. En suma, le debía un favor a mi colega y yo sabía de una situación en la que podía ayudar. Cuando dos noches atrás él propuso ir a cierta fiesta, yo ofrecí mis servicios de investigador.

Oscar, entrenador de fútbol americano, gran táctico y estratega, sufría de un nefasto ojo crítico. Siempre fichaba al deportista menos recomendable. Una vez puso por error un anuncio de “se busca delantero” en una revista de contactos. El pobre tuvo que cambiar de número de teléfono. Otro de sus fichajes, un tipo de piernas de bronce y músculos marmóreos, sufrió un fatal accidente en el zoo al caer a la jaula de los osos. Parecía pura mala suerte. O quizá no. Un puesto de entrenador de un equipo universitario exitoso era una posición prestigiosa y rentable. Quizá cada pequeña desdicha de sus fichajes formaba parte de una conspiración desde las catacumbas de las envidias deportivas para desacreditar su política y, al final, desgraciarle a él también. Ahí entraba yo.

No es que supiera nada del asunto, más bien al contrario. Un agujero negro ocupaba el área de mi cerebro dedicada al deporte. Si de mí dependiera, el criquet podía ser un queso francés. Era un zote por una doble tara genética y profesional. Me resultaba imposible centrarme en un elemento minúsculo como una pelota. Cuando entraba en mi rango visual era para aterrizar en mis dientes. Por otro lado, contemplaba siempre un partido como un problema físico cuyo resultado se deducía por sus variables. Esto me impedía escoger bando, ya que los necesitaba a ambos para despejar la incógnita de la ecuación.

Aun así, haría cualquier cosa por apoyar a Oscar. Él, enamorado del fútbol americano, se desvivía por alcanzar la gloria en cada partido. Su liderazgo y visión eran inspiradores y cuidaba a cada miembro como un engranaje fundamental en su amada maquinaria.

Entre sus fichajes recientes, Bones David era uno de sus brazos más firmes. Un quaterback legendario en el mundo deportivo universitario. Ni yo necesitaba una foto para reconocerlo: salían fotos suyas en la gaceta de la Konnismouth día sí, día también. Tenía un radar de última generación por cerebro, sensible al movimiento de una mariposa y a las consecuencias del agitar de sus alas; cuando salía al campo se hacía uno con la pelota.

Mi amigo no quería fastidiarla. Usaría con David mi capacidad analítica, tan problemática en otros ámbitos, para estudiarle y concluir si le rodeaba un halo de calamidad de cara al futuro, como había sucedido en el pasado. O si alguien maquinaba para que sucediera un accidente, a David o a su entrenador. Por eso íbamos a la celebración de la Omega Pi Tau aquella noche.

Oscar vestía una camisa burdeos por fuera de un pantalón gris y unos zapatos negros que reflejaban los destellos de mis gafas. Como parte de su nueva y relajada persona había dejado nacer un fino bigote bajo su nariz ganchuda y crecer su pelo castaño hasta cubrir sus pequeñas orejas. En conjunto formaba un aspecto cuidado, consciente de sí mismo, pero con la suficiente dosis de indulgencia y carácter para permitirse una tranquila dejadez. Oscar ya no disimulaba ser el hijo de un juez forrado, de clase alta tipo Everest, que había protegido a su hijo de los peligros del malvado mundo exterior con rigor prusiano. Con sus hijas, el buen juez era aún más estricto, y si se construyeran castillos con torres en Estados Unidos, hoy los pretendientes de las pobres chicas tendrían que subir a sus balcones a verlas trepando con una cuerda.

De su mano iba la gran Ophelia West, miss-lo-que-quieras en cualquier categoría. La muchacha más fina e inteligente del hemisferio. Un alma valiente y pura encerrada en una esbelta atalaya. En el centro mismo del marasmo de una juerga, Ophelia brillaba con sus frases tanto como con sus dientes, iguales y ordenados. En el perímetro de mi amiga todas las cosas olían bien. Su presencia equivalía a un paseo por un jardín botánico, frondoso y perfumado.

Me volví a ellos mientras rascaba la mosca de pelo en mi perilla.

—Para celebrar lo de un tal Elmo Kirby, en principio. Ni idea de quién es.

Yo sí le conocía. En una revista científica a la que estaba suscrito hablaban de él como lo mejor en este mundo desde el pan de molde. Elmo era el notición del campus de la semana.

—No sé, habría que preguntarle a su novia, Sandy. No me extrañaría verla por aquí.

Daban las nueve en nuestros relojes y seguíamos parados frente al edificio de la fraternidad: una abigarrada masa de piedra de estilo colonial rematada en una delgada chimenea sobre un techo de tejas. En su fachada ondeaba una bandera con las tres letras griegas que la bautizaban enmarcadas en un trapecio rosa sobre fondo de color melón. Circundaba al edificio un coqueto jardín vallado, más ancho en el porche que en los laterales.

Dejé que subieran ellos los escalones de madera pintados de blanco y alcanzaran el porche. Era pronto para los estándares festivos de la universidad Konnismouth. En sus fiestas se utilizaba la semana como unidad de medida y las cajas de cincuenta cervezas como indicador de su éxito. Desde fuera no oíamos ni el rumor de un ratón ni veíamos en las estrechas ventanas más que ajetreadas sombras de ajetreadas personas.

Llamamos. Distraje la mirada por el campo mientras abrían. Los naranjos del jardín, podados en forma triangular, me recordaron las ganas que tenía de nachos con guacamole. Nachos. Mi estómago lloró de hambre.

Lo primero que vi al abrirse la puerta fue un muchacho de diecinueve años, de tez oscura, pelo lacio, moreno y corto y un ligero sobrepeso. Vestía ropa militar: pantalones de camuflaje y chaqueta verde, todo saturado de bolsillos. No era el atuendo más idóneo para ser invitado a una fraternidad. Las rebeldes patillas eran trampolines hacia un mentón de exacta circunferencia. Sus ojos, agazapados tras unas gafas de pasta, te hacían retroceder en el tiempo. Este mexicano increíblemente atractivo era Malaquías Baviera. Yo mismo, reflejado en un espejo. Lamenté mi indumentaria. Por desgracia compartía la plancha con otros diez tíos en mi residencia y yo era el último en la lista de espera.

Mi figura reflejada se hizo a un lado. Dos tipos la subían por una escalera. Surgieron detrás del espejo unas barbas rubias que ocultaban una cara enrojecida. Un chaval bajo y delgado, vestido con jersey de pico y zapatillas de deporte de marca. Con una mano sujetaba una bebida, la otra la tendió hacia nosotros.

—Ophelia West.

El muchacho barbudo suavizó el gesto. Analizó a mi amiga de arriba a abajo, luego al revés, y la saludó con un silbido modulado a la perfección.

—Dios me conserve la vista, y a ti para poder verte. El Paraíso, según Dante, tiene nueve esferas. ¿De cuál de ellas has salido tú, encanto?

Ophelia sonrió, silenciosa, todo lo contrario que Oscar, que no sonrió ni parecía con ganas de quedarse callado. Tomé la iniciativa y me asomé entre mis dos compañeros.

—Ophelia y yo somos alumnos autónomos...

Nos interrumpió con un resoplido.

—Ya veo. Decidme, ¿por qué hecho fue más conocido Melito de Canterbury en el siglo séptimo?

Vacío total. Ruidito de grillos a nuestras espaldas. Mis amigos no se atrevieron a decir nada, así que volví a asomarme entre los dos.

—Fue el primer bajista de Supertramp.

Gatou abrió mucho los ojos, esgrimió una sonrisa cómplice y me señaló con el dedo.

—Eso no sería inconveniente para los Bibliotecarios, al revés. Me habré equivocado. Venga, todos dentro, pasen y vean. Encontraréis muchas chicas en la fiesta, han venido solteras, con novio y toda la gama que hay entre medias. Sólo hace falta un poco de talento para saber cuál te conviene, y quién sabe, quizá puedas llegar con ella a un intercambio diplomático, y cuando digo “intercambio diplomático” me refiero a...

Ya sabía a qué se refería. Hablaba por mí, el único soltero del grupo. Una oferta prometedora, pero tenía motivos más prosaicos para personarme en la fiesta.

Accedimos a un recibidor amplio, iluminado por una potente lámpara de techo cuya luz desbordaba el descansillo para extenderse a las habitaciones aledañas. A la izquierda, unas escaleras hacia un piso superior, por las que iban los tipos del espejo, y otras a un inferior. A la derecha, un armario empotrado. En el techo, los restos solidificados de una ensalada de brócoli con una capa de pintura blanca por encima. Alguien debió suponer que con un rodillo lo disimularía mejor que esforzándose en quitarlo con una bayeta.

Mi plan era sencillo: entrevistar a David, y a cualquiera con una mínima relación con él, y calcular la probabilidad de malas compañías y embrollos en los que era capaz de meterse o de ser metido. Tocaba ser muy sociable y habría cantidad de ocasiones para ello. Por lo que sabíamos, todo ser vivo de la Konnismouth con una matrícula universitaria iba a aparecer allí esa noche.


9:15 pm

Un individuo de frente ancha, pelo cortado a cepillo y nariz en perfecto ángulo agudo apareció y nos recogió las chaquetas y mi trofeo para guardarlos en el armario. Oscar se quedó en camisa, Ophelia en blusa, yo con una camiseta con el emblema de la unidad de mi padre en Vietnam: el quinto batallón de artillería, compañía segunda, sexto pelotón (bis). ¡Semper fidelis!

El barbudo Gatou marchó escaleras arriba con sonrisa ebria para ayudar a los del espejo. Mientras, el individuo del pelo a cepillo nos estrujó la mano con un apretón de luchador de sumo. Luego dirigió una mirada a Gatou entre paternal y desesperada.

—Así es la carrera de los presidentes, ¿no? Llena de triunfos gloriosos y amargos sinsabores.

Él me hizo parar y alejó de sí miedos imaginarios con un aleteo de sus manos. Su personalidad magnética entró en modo campaña electoral. Se ajustó el traje, se alisó el cabello y extendió sus hombros al máximo. Había conocido a unos cuantos con vocación de líder, pero aquel se llevaba la palma.

—Sed bienvenidos, los tres. Bueno, en realidad no, Oscar es más bienvenido que los otros. Algún día te aceptaremos entre los nuestros, si demuestras tu valía. Espero que lleves a David y al resto a la gloria deportiva, hijo. Si no lo haces, te mataremos. No, es broma. Pero actuad como si no lo fuera. Pasad, servíos aperitivos, tomad unas copas y comportaos con corrección. Disfrutad pero sin pasaros. Estáis en vuestra casa, pero sin confianzas.

Las palabras y los gestos de Claw no podían ser más desiguales. El presidente impedía el paso al resto de habitaciones, clavado al suelo. La luz eléctrica dibujó sobre la pared blanca un perfil de geometría perfecta, regio y dramático. Sin saber qué decir, sonreí tontamente. Claw hizo lo propio y apretó mi hombro con dedos fuertes. Parecía querer hundirme en el suelo. Me taladró con sus ojos. Ese comportamiento posesivo no era raro en un presidente; le dejé hacer. Casi toda la gente en la fiesta llevaba el emblema de la fraternidad. Nosotros no pasábamos por simples turistas y se entendía que nos trataran de manera distinta.

—¡Hombre, empollones! ¿Cómo estamos? ¿Conocéis la hermandad? ¿Os han hecho la visita guiada?

Un personaje delgado y ojeroso había asomado tras la puerta. Después de guardar su jersey de rombos en el armario, nos extendió la mano derecha como saludo. Agradecí su intervención, que relajaba un poco la tensión del ambiente. Musitó algo que no comprendimos sin llegar a abrir los labios y con un palmario esfuerzo por tragar lo que tenía en la boca. Una violenta pugna se desarrollaba en la garganta del hombre. Finalmente lo que estuviera intentando tragar pasó a su estómago y nos dedicó la atención que antes reclamaba el entremés. Reparé en su corbata amarillo pastel y su camisa marrón, en las arrugas prematuras de su frente y su pelo desmadejado. El hombre nos miró uno por uno; cuando terminó la revisión al llegar a Ophelia volvió a empezar conmigo, como si se le hubiera olvidado contarme.

—Aún no, suponíamos que el presidente...

Me interrumpí al notar la ausencia de Claw; se perdía por el salón refunfuñando sobre el sabor de la derrota. Negué con la cabeza ante la evidencia de que el máximo representante de la OPT nos había dejado en favor de otros asuntos de mayor prioridad.

Pues habrá que empezar por el principio. La fraternidad nació en el siglo XVIII pero este lugar, el edificio, fue construido sobre un antiguo fuerte de los estados del Sur durante la guerra de secesión. El comandante al cargo de las unidades que aquí estaban destinadas tenía fama de pobre estratega. Un ocultista ofreció sus servicios, prometiendo una gloriosa victoria si se ejecutaba cierto ritual suyo la noche antes de una batalla prevista contra el Norte. El comandante, que debía estar bastante desesperado, aceptó. Pero durante la celebración cayó un rayo y carbonizó todos los elementos del ritual, y los Confederados perdieron la batalla y, poco después, la guerra.

—Que no, hombre. He estudiado mucho, estoy preparando un doctorado en ciencias ambientales. Mi biblioteca compite con las mejores del campus. La heredé de mi padre, vice-decano de la Konnismouth y rector vitalicio de las universidades de Forstershire, Wichichester, Stratmumford y otras de nombre británico que me puedo seguir inventando. De hecho...

El tipo tragó saliva; se le daba bien el tragarlo todo con circunspección. Rascó sus delgados mofletes. Evité parpadear como prueba de mi interés en el tema. Le gustaba acaparar la atención y yo no tenía prisa: necesitaba absorber cualquier dato de la fraternidad y su trasfondo. Todavía se entretuvo un poco hurgando en sus bolsillos hasta que decidió que ya podía desvelar la continuación del episodio.

—No, que en este país sólo sobreviven los espabilados. Y que las fuerzas ocultas han sido el basamento de nuestra nación. El caso es que la Unión se abalanzó sobre los Confederados y los convirtieron en condimento para la sopa. Pero venid, os enseñaré el diente. 

El futuro doctor se presentó como Cassidy Franklin. Correspondí con un gesto de la mano que abarcara a mi grupo. Descubrí al girarme que mis dos amigos se hallaban socializando con otra gente al final del salón.

Encogí los dedos y mi mano regresó a su sitio antes de rascarme la barriga, nervioso. No era nada extraño ni reprochable que me hubieran dejado allí. Oscar había adquirido las facultades sociales necesarias para todo alumno de éxito de la Konnismouth que además entrena un equipo, y estas le obligaban a moverse de acá para allá, pululando entre los invitados, indagando, medio en broma medio en serio, por el mejor portero, el corredor más capacitado, el capitán más fiel y, en caso de un posible antagonista, por sus puntos débiles. De pura inquietud, nunca duraba más de cinco minutos en el mismo sitio a menos que fuera el lateral del campo de fútbol. Cassidy, cruzado de brazos, pareció desencantado.

—Sólo a nosotros nos gusta la historia, ¿verdad? Anda, vamos a ver el diente.

De camino al salón esquivamos varios fraters apresurados: uno con una bandeja de canapés, dirección norte-este, otra con un número imposible de cervezas en las manos, dirección sur-suroeste y un tercero presa de una fuerte intoxicación y errática e indescifrable trayectoria.

El salón era una estancia cuadrada de parquet desgastado por el uso, paredes decoradas con papel pintado del color del lino atravesadas por una cenefa marrón. Bastidores colocados en zigzag sobre unas ventanas de guillotina disimulaban unas persianas que habían tragado demasiado humo. Ni el más condescendiente les hubiera aprobado un test de higiene. La alfombra crujía bajo mis pasos. Sustancias ignotas se me pegaban a la suela del zapato. Un verdadero reto para la señora de la limpieza. Palpé el nebulizador de mi asma en el bolsillo sólo para relajarme.

Junto a la puerta, una vitrina con trofeos de plata y oro. A mi izquierda, un aparato de televisión apagado descansaba en un mueble de madera con ruedas. La enorme pantalla, debido a su inmenso tubo de imagen, y por ende del mueble mismo, sobresalía en exceso, entorpeciendo la trayectoria de los invitados, que aparecían por una puerta al fondo.

En una pared, un montón de libros se apretaban en un viejo mueble color terracota, que además guardaba algo de espacio para el tocadiscos. Vi otro par de puertas, cerradas a cal y canto, y una cristalera que llevaba al jardín. En un hueco me mató de curiosidad una vieja orla enmarcada. También identifiqué una pequeña bandera colgada con chinchetas de una de las paredes, sus colores, gastados y sus telas, raídas. Mostraba las iniciales de la fraternidad, bordadas en vistosas mayúsculas amarillas con resaltado rojo, y debajo su lema, en los mismos colores, demasiado pequeño para leerlo desde donde estaba.

Comencé a fichar invitados en busca de adversarios a los intereses de Oscar. Orbitando alrededor de tres amplios sofás, un grupo variopinto se arracimaba al calor de sus intereses: Gatou, el barbudo borrachín, cerca del ponche. En una pequeña mesa, dos chicas guapas hacían la corte a un chaval de complexión cuadrangular. Uno curioseaba los discos junto al equipo de música. Oscar y Ophelia visitaban la casa con Claw. Sentados en una de las esquinas, en el mismo suelo, un chico y una chica, muy jóvenes, quizá en primer año de carrera, se cuchicheaban al oído. Vestían de época, tipo años veinte, él con traje de rayas, corbata blanca sobre camisa negra y zapatos de punta. Ella con traje sastre color crema con chaleco y pantalón de pinzas, maquillaje recargado y flequillo corto. De vez en cuando lanzaban miradas a los demás, pero en general pasaban bastante de la fiesta.

Un chaval pecoso se aproximó a la mesita para servirse bebida. Saludó a una amiga con dos besos rápidos. Le ofreció un vaso que cargó hasta arriba y por poco derrama. Yo hice un gesto de servirme también y ellos levantaron la ceja para saludarme. Nos reconocimos, por la falta de emblemas, como invitados ajenos a la fraternidad; compañeros de viaje en tierra extraña. No solo su vestimenta los delataba: el chico pecoso y su amiga estaban tan inquietos que sólo les faltaba pedir permiso para beber. Miraban continuamente en derredor, preocupados porque alguien pudiera llegar y demandarles una explicación, y charlaban el uno junto a la otra, muy pegados, en una suerte de piña defensiva. Cuando algún frater caminaba cerca de la pareja ellos bajaban la vista con exagerada cortesía. A mi lado se les veía más tranquilos.

En veladas como aquellas tocaba sortear demasiadas tentaciones: beber y fumar como si fueran a prohibirlo, agarrarse como una lapa al conocido más cercano, jugar a encestar servilletas en la papelera... Era duro acudir solo a ellas y comprendí bien al chaval pecoso y su tímida compañera, tan emocionados ambos por tener compañía de su mismo rango. Nos deseamos suerte con un breve intercambio de miradas y marché hacia Cassidy, que me esperaba junto a la orla y la bandera.

Atravesé el salón hasta llegar a él. De lejos no había visto el cuadro acristalado que mostraba el el incisivo. Alcancé a leer el lema de la fraternidad en la banderola; “Only pride tarries”, «sólo el orgullo permanece». En correcto acrónimo, sus iniciales correspondían con las de su nombre, Omega Pi Tau, como siempre ocurre con las fraternidades.

Examiné el diente. Los años no habían mellado su filo. La pieza, completa, no presentaba rastros carbonizados de la fatal descarga electrostática que lo convirtió en un montón de ceniza. La OPT conservaba el trofeo con notorio mimo: el marco del cuadro era olivo auténtico y el fondo sobre el que reposaba el diente, de seda roja, muy coqueto. En la gruesa pantalla de metacrilato se percibían huellas dactilares, señal de la admiración continua que producía en los que se acercaban a verlo.

Cassidy me miraba orgulloso. Por el brillo de sus ojos deseaba una respuesta positiva, una exclamación estupefacta. Aplaudí con gesto de asombro. Como agradecimiento por la explicación le ofrecí mis chicles sabor chile. Para las papilas gustativas mexicanas, amantes de las emociones fuertes, un boccato di cardinale. Cassidy, algo decepcionado por una respuesta más heterodoxa que entusiasta, y aun así correcto al extremo, negó con la mano. Guardé los chicles y señalé el cuadro.

—Es una curiosa historia.

Mi acompañante dio un salto. Le gustaba el tema, y a mí me convenía hacer migas con cada invitado.

—No sólo hago eso; apoyo en los estudios, enseño técnicas mnemotécnicas, métodos para el resumen, el análisis de las materias, la organización funcional del tiempo, relajación y concentración de cara a una mayor eficiencia en los exámenes… esas cosas. Ah, y un servicio de atención telefónico para emergencias.

Asentí con educación, aunque el tipo me hiciera la competencia como empollón a sueldo. Mis asignaturas, algunas de ellas de una dificultad absurda, impedían que pudiera realizar un trabajo normal. Las clases extraordinarias financiaban esos pequeños vicios que todo físico requiere para despejar la cabeza y no pensar demasiado en el universo, la música de las esferas y el porqué de todo. Yo creía aportar algo bueno, pero con Cassidy sentí estar frente a un profesional de la enseñanza no reglada. Me consolé pensando que al menos serviría para mejorar la oferta de apuntes en el mercado. Aproveché el tema para introducir un quiebro hacia mis propias investigaciones:

—Estoy de acuerdo. Yo prefiero a las animadoras.

Cassidy no tuvo tiempo de responder. Un chaval lo agarró de un brazo para invitarle a una animada tertulia en otro corrillo. Mi compañero, protocolario, se hizo de rogar. El chaval insistió en los mismos términos y Cassidy al final solicitó con su mirada permiso para marchar. Se lo concedí alzando mi vaso de plástico en señal de animado brindis.

Ausente el proto-doctor, feliz por tantas atenciones, volví a la orla.

El mundo a mi espalda se reflejaba en su superficie de cristal. Figuras humanas actuales, las del reflejo, formaban una imagen mezclada con la de la primera promoción de los fraters de la OPT, más de dos siglos atrás. Una palmada me devolvió al salón.

—¿Le traigo las gafas, abuelo?

Ophelia me había sorprendido ensimismado. Mi compañera de clase tenía ese don para seguir los acontecimientos a distancia sin que nadie reparara en ella. Reaccioné con un espasmo de sorpresa y me sentí doblemente culpable; por haber sido pillado con la guardia baja y por mi exagerada defensa natural. Ella me dio un codazo en el punto exacto donde siempre tenía cosquillas.

—Estaba viendo efectos muy chulos en el reflejo, que lo sepas. Dile al tipo de la sudadera magenta que se mueva un poco hacia atrás y podré formar un portaaviones.

Resultaba chocante hallar a mi amiga sin Oscar. Desde que los conocí habían estado juntos, sin separarse más de lo estrictamente necesario. Para mí representaban la pareja perfecta. El grado sumo. La fórmula infalible. El color que no destiñe. Se conocieron en un baile, en el místico primer minuto de un Año Nuevo, y hablaron todo lo que hacía falta con sus cuerpos agarrados, al son de la música. A partir de entonces su vida en común parecía desarrollarse con el sonido de una orquesta de fondo.

Ophelia me leyó la mente y juntó los labios en una sonrisa gatuna, mostrando la partitura de sus perfectos dientes, de los que sobresalían dos afilados colmillos.

—No sabemos si lo ha hecho, ahí está la cuestión, pero no creo que importe. Gatou ya sabe de nosotros lo que quería saber: que no tenemos ni idea del asunto. Quizá hubiera debido meditar algo más lo que dije. Veamos... Gatou mencionó un personaje histórico inglés. No puede ser un rey, no se suele tratar a los reyes refiriéndose a su ciudad de origen. Tampoco recuerdo papas ingleses, y si hablara de artistas o escritores hubiera preguntado por a qué obra le debe su fama, no por qué hecho. Canterbury es una ciudad antigua, de origen medieval, conocida por el libro de Chaucer y por su catedral, símbolo de gran importancia religiosa. Pongamos que Melito pertenece a los rangos más altos de la iglesia; un diácono, presbítero o un obispo. ¿Qué simboliza un obispo? Yo apuesto que la clave viene del ajedrez. Un alfil. Un alfil inglés. Existe una apertura en ajedrez, llamada apertura inglesa, que consiste en iniciar el juego con un peón en c4. Una buena manera de continuar la partida es seguir adelantando peones, lo cual permite al alfil de dama moverse con seguridad, permitiendo la protección del rey.

Ahí quería yo llegar. El Rey, después de tres jugadas, puede quedar al descubierto por los avances de los peones. Es una apertura flexible, pero con sus riesgos. Estaba seguro de que en menos de tres horas se desarrollaría una partida de ajedrez, literal o figurada, en la fiesta.

—La pregunta del millón. Quizá Elmo Kirby, protagonista de la fiesta aunque no haya venido a ella. Pero no dejaré de darle vueltas en toda la noche. No cabe duda: hay un mensaje oculto, algo de importancia capital que se nos escapa, quizá hasta el futuro de Óscar como entrenador esté en juego... ¡Quizá hasta nuestras propias vidas! Puede ser un mensaje en acróstico, o que cada palabra tenga un valor numérico, o que las fechas relacionadas con ese personaje se refieran al presente...

Mientras yo me aceleraba, sonó la voz de Gatou al fondo. Hablaba en el recibidor con nuevos invitados. Gatou escuchaba con atención, luego prorrumpió en aplausos de alegría.

—Así que Melito de Canterbury salvó a la catedral de un incendio de manera milagrosa. Muchas gracias, tengo que escribir un trabajo sobre la Edad Media inglesa y no encontraba referencias de ese hombre. Lo apuntaré.

Ophelia me miró, yo sentí mis orejas calentarse sensiblemente.

—Claro. Es lo que hacemos los que no pasamos al microscopio las frases de los demás. Pero ahora me gustaría conocer los canapés. Corre, ayúdame, que se acaban.

Me tomó de la mano y tras ella alcancé la mesa del ponche. Nos asignamos un borde de la mesa auxiliar cada uno. En ella reposaba una enorme cubeta llena hasta los bordes de un brebaje verde radioactivo. El ponche no parecía pertenecer al género de las bebidas, más bien a los híbridos hipercalóricos y saturados de azúcar.

—¿Qué somos, hombres o ratones?

Bebimos. Aquella espesa bomba, densa como el engrudo, auguraba una lenta digestión y pesadillas nocturnas. Casi podías notar la glucosa pidiendo paso en tu metabolismo.

Yo quería proseguir mi casting de sospechosos, pero el hambre iba por su lado. Pasamos a los canapés. Analicé el surtido: sucedáneo de paté con mermelada, espejismo de anchoas, queso casi auténtico y gambas postizas. Tomé uno de cada.

—Sí, probablemente imitando a Elvis frente al espejo del baño. Voy a rescatarle, te dejo trabajar.

Marchó mientras yo aterrizaba en una silla cercana y terminaba de limpiarme los restos de canapé. Un poco más de ponche aliviaría la carraspera en mi garganta, pero no quería empaparme en alcohol tan rápido. Un poco de agua era mejor idea. Me serví un vaso, bebí un trago largo y a través del plástico transparente divisé la imagen distorsionada del héroe local, Bones David, y su pléyade de admiradores. No lo sabía entonces, pero la noche iba a tomar un cariz impensable. Mi trabajo acababa de empezar.

9:30 pm

Bones David se hallaba en el epicentro de toda la actividad. Sobresalía por su mentón de granito y las dos canicas negras que tenía por ojos separados por el macizo montañoso de su nariz. Del abismo más allá de sus hombros pendían sus poderosos brazos, rematados en dos manos del diámetro de raquetas de tenis. Toda su estructura comprometía la estabilidad del sofá, que parecía a punto de tirar la toalla de un momento a otro.

Busqué un punto mejor para observar, impune, a David. Me sorprendió la inexpresividad acuosa de sus gestos. Para ser un campeón, un héroe de los de antes, supuraba aburrimiento por cada poro. Poca cosa para probar una moral baja. Hice como que me servía más bebida y comida, cosa que no haría ni a punta de pistola, y seguí mirando.

Desde mi puesto de vigía en la mesa de los canapés divisé a Bones David engullir no menos de un litro de cerveza de barril en el tiempo que se tarda en atarse los cordones, y sin efecto aparente. Propelió un par de gases con indiferencia y luego retomó el atracón compulsivo, encajando la bebida con un empaque sorprendente.

Si por algo me percaté de sus propiedades impermeables era debido a su estatus de atleta. Mal correspondía un aguante de titán al zumo de cebada con un hombre dedicado en cuerpo, alma y carnet de polideportivo a las artes físicas. Contaba además con el testimonio de Oscar sobre su integridad y fidelidad al equipo. Pero aquella noche no debía importarle demasiado porque estaba bañándose en cerveza.

Sin embargo, David hubiera engañado a mil psicólogos sobre un supuesto estado bajo de ánimo. Juraría que no tenía motivos para intoxicarse de aquella manera. No se me pasaba por alto que varias chicas palpaban con admiración arrobada sus músculos. Su condición de fenómeno universitario era obvia, aunque él sólo fijaba su vista en Aurora. Ella lo adoraba. Él respondía con poca expresividad. Bueno, llamarle expresivo era demasiado generoso. Conocía viveros llenos de ficus con más ganas de fiesta.

Entonces ocurrió.

David observó sus canapés sin muchas ganas de comer. Aurora, que no perdía de vista a su enamorado, sí terminó los suyos. Él se ofreció, galantemente, a reponer las provisiones. «Vale», dijo ella. Nuestro hombre se levantó y se sirvió de canapés justo a mi lado. Por supuesto, no me dedicó la más mínima atención, aunque nos encontrábamos a medio palmo. En realidad, me atravesó embobado con la mirada. Regresó al sofá y le entregó la mitad de las viandas a nuestra chica. Tras aceptarlas cortésmente, ella alzó la copa en señal de brindis... y David no hizo nada.

Ajeno a casi todo, Bones David sonreía frente a la muchacha con mirada de besugo, las manos sobre el regazo. Estudió aquella copa, consciente de que debía corresponder de alguna manera. Miró a la derecha, miró a la izquierda, y viendo el vaso de Aurora frente a sí, le dio un buen trago y se lo devolvió. Ella apretó los labios, bebió también y se recompuso de la vergüenza. Quizá para olvidar el bochorno evidente, la capitana se alisó la falda y se pasó un mechón de pelo tras la oreja. Al menos le sirvió para ganar tiempo mientras buscaba un nuevo tema de conversación.

¡Alarma de incendios! Hasta el gato de mi vecina sabe brindar. Por muy borracho que esté uno, y David disimulaba muy bien si lo estaba, cualquiera sabe el protocolo. No corresponder en algo tan evidente resultaba raro en grado sumo, y confirmaba los miedos de Oscar y mi necesario trabajo en el misterio.