La pasión criolla por el fashion
Una historia de la pinta en la Venezuela del siglo XIX
ANTONIO DE ABREU XAVIER
 

Agradecimientos

A Ulises Milla, por apoyar este libro que surge de conversar sobre otros artículos de mi autoría sobre el tema. A José Ángel Rodríguez, por leer el primer borrador. A mis amigos anónimos, cuyas historias menciono en esta introducción. A la Biblioteca Municipal Palacio Galveias, donde redacté gran parte del texto, en especial a sus funcionarios, por su apoyo; y a los usuarios, por la inspiración. A Ana de Jesús, donde ella esté.

Contenido
Agradecimientos
¡Vístete bien!
Crecer entre armarios y vitrinas
El armario del caballero
Con más brillo que una dama
El estilo República
Entre suspiros
Las damas vitrina
Petimetrías, merendonas, bailes y otros excesos
Mujeres de calidad
Contrapunteo de estilos
Las telas de un balón
El corte inglés
Vestidas desde afuera
Cambio espejito por cuentas de vidrio
Un adorno antiguo
Adornado desde arriba
Con la cabeza cubierta
Sombreros y picos
La mujer: ¿el sombrero o el tocado?
Moviendo las plumas
La cabeza al descubierto
Entre brutos y caracolas
¡Ganó el chignon!
De lado a lado de la cara
Anudado con corbata
Un pecho sin resfrío
Una mano a la cintura
Con la puntera del pie
¡Cubiertos para mostrar!
De capa en capa
Me quedo con mi capa
Háblame como si de capas me trataras
La ruana: el pariente pobre
Bajo la cubierta que todo tapa
Voces para confundir
Detrás de un velo
Tela para mucho paño
La mantilla: nuestra señora de los mantos
No me hables de mantillas
El fetiche del pie desnudo y del calzado
Calzado a la moda
Las medias respectivas
La alpargata: una orgullosa criolla con ancestros
Pie y estatura: una cuestión de proporción
Con las espuelas a sus pies
El uniforme: el fulgor de los galones dorados
Figurinos de la Colonia
Uniformes, moda y derroche social
Libres de usar uniforme
¿Llegaron los ingleses?
Mientras tanto, un uniforme
Cierre de siglo con galón de oro
Adán y Eva trastocados
Desconfianza, celos y etiqueta
Muéstrame lo que te vas a poner
Brutos contra bacantes
Competir porque se es hombre
Hombre con buenos modales
Modelos para escoger
Sin la malla puesta
La feminidad fuera de lugar
De maneras poco femeninas
A fumar como señorita presa
¡Corsé! ¿Eso qué es?
Espaldas anchas y poderosas
Educación para la pinta
Socializar en privado
Puro teatro
Vamos a la playa
¡No hables mucho, muchacho!
Con un vasito de cartón
Calla porque eres bella
Solo para tus ojos
Mujer fina no se sienta en escalera
Belleza para lucir en casa
La jaula de oro
Un librito bajo el brazo
¡Una moda de muerte lenta!
Bibliografía
Créditos

¡Vístete bien!

Un gran número de habitantes se muere en Caracas por falta de alimentos causada por el lujo. El lujo, he aquí el verdadero cáncer de esta sociedad; mal que no puede extirparse con medidas gubernativas, sino con educación y costumbres.

RAFAEL VILLAVICENCIO, 1875

La moda en Venezuela no es una tontería, pues todos vivimos bajo la norma general de lucir la pinta; no hay venezolano que, por mandato o por consejo, no le grite ¡vístete bien! a otro que ha descuidado su apariencia. Nos gusta lucir bien, llamar la atención como los pavos reales, y por eso gastamos grandes sumas de dinero en trajes, cosméticos y accesorios. No contentos con esto, copiamos también gestos corporales, formas de andar y saludar y hasta giros del lenguaje para estar al día con la moda.

¿Acaso exagero? Desde hace algunos años he percibido cómo el deseo de ser bellos y estar in está muy arraigado en nosotros, sin ninguna distinción: los adultos nos enseñaron desde pequeños; los hombres son tan coquetos como las mujeres y no hay lugar ni ley que nos impida mostrar nuestro delirio de presencialidad. Me explico. Una vez, en Sabana Grande, el berreo de una niña logró tapar el ambiente musical de uno de los pasajes comerciales que existen entre la avenida Francisco Solano López y el Bulevar. La vi a la salida del corredor, parada frente a un quiosco. Me fue imposible no prestarle atención: cuando pasé a un lado, los empujones del resto de los peatones me obligaron a oír de cerca el llanto de la pequeña de unos ocho años. De pronto quedé perplejo, pues la madre la templó fuertemente por un brazo y, jamaqueándola, con la voz impaciente de quien tiene rato oyendo el clamor, le gritó: «¡pero bueno, chica, ya te dije! ¡No te voy a comprar esa falda porque no te para el culito!».

Escenas más o menos parecidas se repetían constantemente en este tan frecuentado bulevar, donde los vendedores también hacían gala de sus atributos y de la imagen de hombre a la moda. En una ocasión, tres amigos querían comprar franelas estampadas y se detuvieron frente a un tarantín, pero no quedaron satisfechos con los modelos de T-shirts que ofrecían los dos comerciantes informales dueños del puesto; dos morenos claros, gel en el cabello, con torso y bíceps muy bien definidos bajo las ajustadas franelas de tiritas, gestos viriles, un aspecto masculino insospechable y que, con pocas ganas de perder los clientes, los invitaron, en su mejor jerga callejera, a volver, pues «si no encuentran el modelito que buscan, no importa, nosotros somos todoterreno». Las apariencias engañan y la moda contribuye.

Nuestra presencialidad tiene muchas aristas: imagen, moda, sensualidad, gestos y hasta el sacrificio por la pinta. Recuerdo la historia de una amiga, meticulosa y comedida en su ornato, que quedó pasmada cuando en una tienda de zapatos costosísimos en un centro comercial a la moda, le pasó lo que le pasó: como no se decidía, porque los zapatos que le gustaban se salían de su presupuesto, se demoró en la tienda y esto le dio oportunidad para apreciar la conducta de otras clientes. Llegó una señora de apariencia muy humilde, que desentonaba aparentemente en la gran tienda de lujo. Como estaban en una zapatería, las miradas se fijaron en sus pies con el calcañar tan reseco y cuarteado que pedía a gritos la pedicura que le debían desde hacía meses; con sus maneras sencillas y en pocos minutos, esta cliente pidió, probó y compró unos tacones más caros que los de mi amiga que, a todas estas, aún meditaba si compraba sus zapatos, y se preguntaba cómo la otra señora podía costearse un calzado más costoso que el de ella, profesora universitaria. Pero el deseo de sentirse bella no tiene precio y da sorpresas: al momento de pagar, la señora se haló el cuello de la franela, se metió la mano derecha en el sostén del lado izquierdo y sacó del pecho un fajo de billetes con el cual pagó los costosos zapatos de marca ¡en efectivo!

El deseo de lucir bien –¡a veces sentirse lindo basta!– es algo muy arraigado y va empatado al «qué dirán». Me acuerdo todavía de una experiencia doméstica. Yo estaba leyendo justamente el pasaje de las memorias de Elisabeth Gross, en el cual las criadas le impiden salir de casa en dormilona porque era algo mal visto en una señora elegante, cuando escuché la voz de la empleada de servicio que me pregunta si tenía cigarrillos, sabiendo que yo no fumo. La pregunta tenía por segunda intención informarme que iba a la calle por tabaco. No presté mayor atención hasta que, pasados unos quince minutos, oí la puerta principal y pensé que ella había regresado. Me dispuse a hablarle pero no la encontré en el apartamento, un lugar que, por su tamaño, no da para esconderse. Pasada media hora, escuché de nuevo la puerta y cuál no fue mi asombro al ver entrar a aquel cisne negro, magnífico y radiante, maquillado y peinado, tal como ella era, como acostumbraba llegar y salir del trabajo, con los cigarrillos en la mano. ¡Estaba regresando! Osé preguntarle la razón de tanta demora: ella se había arreglado para salir porque no iba a ir vestida como trabajaba en casa; «eso era de gente chimba». ¡Qué respuesta tan obvia! ¿Cómo la había yo ignorado? Su imagen de patito feo la escondía en casa. Esta bella muchacha tenía incluso destellos de gran clase: no le gustaba cargar cosas en sacos plásticos ordinarios o de supermercado; lo de ella eran bolsas de tiendas de marca, así estuvieran arrugaditas.

La moda, la belleza y el fashion cuestan caro y todos queremos lucir el look de actualidad. Pero ¿no es esta la justificación de Gustavo Rojas al promocionar un sorteo de cirugía de senos para financiar su campaña electoral? ¿Constituye esto una muestra de comprensión de nuestra realidad? Parece que sí. La revista Producto de noviembre de 2006 es categórica al afirmar lo siguiente: «Lo cierto es que en este país, con crisis o sin ella, son muy pocos los que no se preocupan por su apariencia física. No en vano, los venezolanos figuran como uno de los grupos más vanidosos del planeta y entre los cinco primeros lugares en el ranking de consumo de productos para el cuidado personal».

Pero veamos algunos de los datos de esta edición de Producto, que refleja una realidad tan venezolana como el casabe: «Al mal tiempo buena cara». En el artículo «Mercado sin maquillaje» se indica que los cosméticos mueven más de 1.300 millones de dólares al año en Venezuela. Apoyada en un estudio de Datanálisis, la publicación refiere que «los venezolanos destinan 6 por ciento de sus ingresos mensuales para la compra de artículos de cuidado personal, higiene y belleza. Dos puntos más que la inversión que destinan para la educación (4 por ciento)». No cabe duda alguna: una parte de nuestra educación consiste en aprender a ser bellos pues, de acuerdo a las opiniones de los expertos recogidas en la revista, «la mujer latinoamericana, y en especial la venezolana, siempre se ha preocupado por su apariencia, y en los últimos años son más los caballeros que desean mantener impecable su imagen». Debido a esta preocupación, «el consumidor venezolano es muy vanguardista, está pendiente de las innovaciones y le gusta seguir las tendencias y estilos». En síntesis: el comprador criollo «tiene mucha cultura de belleza».

Este asunto del fashion atrapa a todas las clases sociales, incluidas las más pobres. Los expertos entrevistados por Producto explican cómo «la población de escasos recursos está gastando ciento por ciento de sus ingresos en consumo básico, donde –además de alimentos y reparación de sus viviendas– destaca la cesta de cuidado personal y belleza». En este mercado, no hay distinción de género pero sí mucha falta de sinceridad, pues sólo «cerca de 10 por ciento de los hombres venezolanos admite usar cosméticos». Los expertos aseguran que «la penetración en otros países de la zona no llega ni a 3 por ciento». No es este el caso de Venezuela donde «en el mercado de cosméticos masculinos masivo se calcula que las categorías de geles y espumas mueven unos 22 millones de dólares al año». Esto a pesar de que una «investigación refleja que muchos caballeros se afeitan con jabón y que uno de los principales problemas del proceso de afeitado es esa sensación de irritación de piel».

La irritación de la barba es, no obstante, una tontería al lado de otras molestias como las causadas por cirugías plásticas; según refiere Público, basada en estudios estadísticos de Datanálisis de 2006, 30 por ciento de los operados fueron pacientes masculinos. Toda esta situación no debe extrañarnos ni obligarnos a arrugar la cara como si algo oliese mal. Muy por el contrario: podemos respirar tranquilos porque la medidora Euromonitor señala que el mercado de fragancias en Venezuela mueve 142,4 millones de dólares al año con un consumo cercano entre los dos sexos: «59,6 por ciento en esencias femeninas y 40,4 por ciento masculinas». Quiero enfatizar que los datos citados solo hablan de maquillaje y belleza, por lo que yo me pregunto cuál será el gasto en trapos. ¡Imaginen!

Las experiencias personales y los impresionantes datos estadísticos me llevaron a preguntarme desde cuándo nos rodea la pasión por el fashion, la locura por la moda y la apariencia. Así que me propuse investigar, de la mano de innumerables viajeros y observadores de la vida venezolana del siglo XIX, qué hicimos cuando empezamos a construir un país por y para nosotros mismos una vez expulsada España de estas tierras. Me encontré con que la evolución del vestuario corría muy a la par de la moda en el resto del mundo y así lo describo en el primer capítulo. La pasión por el accesorio es el tema principal en el aparte siguiente y allí quedan expuestas las razones que nos llevan a colgarnos y ponernos un sinfín de cosas que nos hacen sentir bonitos y elegantes. Entre todos estos objetos, sobresalen las mantas y mantillas, así como otros cobertores, que gozaron de mucha afición y que por su importancia desde tiempos de la Colonia merecían un capítulo aparte.

Igual jerarquía comparten el calzado y el pie de los venezolanos, a tal punto que puede hablarse de un fetiche, citado con harta frecuencia por los viajeros que recorrieron el país en el siglo XIX. El tamaño, la forma, la horma, el color, los adornos y todo lo relacionado con la fascinación por el pie están referidos en el capítulo cuatro. De seguidas, expongo una de las mayores pasiones decimonónicas: el uniforme. No podía ser de otra manera, pues en un país donde la organización armada y la montonera significaron un medio de ascenso social, el uniforme representó el camuflaje ideal para quienes querían competir con la vanidad de las personas modernas. Si bien al uniforme se le tenía miedo, a un traje a la moda, veneración. En el sexto capítulo recogí la división que la moda ocasionó entre las personas de avanzada, que copiaban los nuevos modelos de figura y conducta del momento, y aquellas almas más conservadoras plegadas a cánones tradicionales y menos tolerantes con los cambios. El cierre del libro muestra la decisión de educarnos para el fashion desde que somos libres para lucir lo que queremos. La consigna de entonces era: «¡Moda o muerte!».

Crecer entre armarios y vitrinas

¡Hombres no, mujeres sí! Esta fue la consigna de las modistas y los sastres del siglo XIX para vestir a los dos géneros. El hombre pasó de ser un individuo elegante, dueño de un guardarropa inmenso y variado, como se acostumbraba desde comienzos del siglo XVIII, y acabó guardando su indumentaria en su armario para quedarse tan solo con el traje de tres piezas muy similar al que se le conoce hoy en día. En cambio, la mujer se hizo dueña absoluta de las grandes creaciones de los costureros que, siguiendo diferentes estilos y tendencias, hicieron de ella un verdadero aparador.

El armario del caballero

Un hecho caracteriza la evolución del traje masculino durante el siglo XIX: maduró. En efecto, comenzó el siglo de calzón corto y lo finalizó de pantalón largo en un atuendo de casi uniformidad total. Atrás habían quedado los estilos del siglo XVIII con telas, piezas y accesorios excesivamente llamativos, vigentes y en convivencia entremezclada hasta comienzos del siglo XIX. El espléndido barroquismo del rey francés Luis XIV, vestido con telas lujosas y decorado con bordados, cintas, cordones, lazos, tacones altos de gran hebilla, legó un conjunto de tres piezas compuesto por casaca, chupa y calzones. Esa combinación tenía su teatralidad: el calzón se llevaba bien ajustado a la pierna. El entalle, que bien podría mostrar los atributos masculinos de unas robustas caderas, estaba sin embargo condenado al disimulo: el calzón era tan corto que solo cubría hasta la rodilla y apenas se asomaba por debajo de la enorme casaca, que parecía ser prestada del hermano mayor o de alguien de más altura. Las medias de seda, generalmente blancas y bien entornadas a las pantorrillas, achicaban aún más la verticalidad.

Con más brillo que una dama

El rococó acabó con el fingimiento del barroco; después de todo, el origen de la palabra es portugués y significaba joya falsa. Con el rococó no quedó nada sombrío, aunque no perdió la teatralidad: los hombres exhibieron su lado frágil a través del refinamiento, el empleo de colores luminosos, suaves y claros; la casaca bajó aún más, hasta la rodilla, y afeminaba el cuerpo varonil estrechándose en la cintura y ensanchándose hacia abajo en forma de faldones. Los ribetes, encajes, cintas, bordados, botones y ojales eran, en su mayoría, de una gran ternura: pequeñas flores y enramados floreados en colores pastel. Los hombres se ufanaron en mostrar su mundanismo, exotismo y sensualidad, que fue característica de la clase poderosa, de la aristocracia, de la clase comercial y de todo el que pudiese pagarse el hábito de aquellos que solo procuraban el gozo temporal en fiestas y lujos a finales del siglo XVIII. Esta fue la época en Caracas de los barcos cargados de tela y, en particular, de las grandes importaciones de seda de la Compañía Guipuzcoana, así como el auge de algunos sastres enriquecidos con la confección de estos trajes. En la época de las vistosas ceremonias y de los palios. La sombra era competida por los mantuanos criollos quienes, por estar metidos en capas de ropa, no querían derretirse bajo el sol tropical. Sus trajes eran confeccionados según el modelo de los funcionarios reales destacados en la Capitanía de Venezuela (Duarte: 60, 91-95, 119-120, 142).

A vuelta de 1780, el largo de la casaca y de la chupa había comenzado a elevarse; la influencia inglesa se estaba haciendo presente, transformando la moda en más businesslike. De hecho, al final de siglo XVIII, el hombre se formó la nueva idea de que la vestimenta masculina debía incorporar el estilo de la clase media británica; los ingleses moderaron el espíritu dual del hombre mediante un estilo depurado logrado mediante un good tailoring, de menos ornato, acabados lisos y sencillos, tejidos opacos y con pantalones largos, pues los hombres finalmente crecieron dejando de lado la fingida exageración de sus atributos. El pantalón iba ajustado a la cintura y cadera; se dejaba caer en línea recta por el costado hasta la bota y se alzaba en la entrepierna hasta la costura empatarse con la bragueta, que era exhibida sin artificios. En el lado posterior, el tiro o encajadura seguía la forma natural de las posaderas, agregándole algunas pinzas si era menester. La casaca acortó su caída y su corte bajo se hizo cada vez más recto. En suma, lo masculino encontró su propio camino fuera de las sinuosas veredas de lo femenino (Cumming: 23).

Con la Revolución Francesa, surgen los exabruptos de los increíbles; sus exageraciones ornamentales, colores llamativos y cortes irregulares no calan a profundidad entre la élite criolla y mantuana que lidera la máscara de Fernando VII con intención de transferir el poder político a los locales. Con el estilo Imperio y la vuelta a lo clásico, se reacomodan las pintas de quienes están más al tanto de la moda y así combinan entonces el estilo burgués inglés y los afeites neoclásicos: una chaqueta bien cortada brindando un marco de distinción al cuello sujeto por una corbata de una vuelta y nudo simple y una pechera almidonada demostraban el buen gusto del portador (Peacock: 7).

El estilo República

La mezcla de estos estilos puede apreciarse bien en la pintura épica de Juan Lovera. Tanto su representación de El 19 de abril de 1810 (realizada en 1835) como la de El 5 de julio de 1811 (fechada en 1838) son ejemplos de lo que fue un salón de la moda masculina a comienzos del siglo XIX. En la primera pintura, predominan los remanentes de los estilos importados por los funcionarios, de influencia principalmente francesa y española: bicornios emplumados, casacas alargadas hacia atrás con notables botones, chupa de gran vistosidad, pantalones a la rodilla seguidos de medias blancas y zapatos con hebilla; todo bajo el predominio de tonos grises y oscuros, siendo la excepción las capas encarnadas de los sacerdotes y el uniforme de los soldados. En la segunda pintura ya está presente la influencia inglesa; en ella predomina la apariencia que determinó luego la vestimenta de la clase de extracción burguesa liberal: la sobriedad y la homogeneidad del traje, así como la ausencia de pelucas. Este pase de estilos también puede apreciarse en dos obras, autoría también de Lovera. Así, el retrato de Tomás Hernández de Sanabria y Juan Félix de Arana (1809) que muestra la mezcla de estilos en el primero de los personajes: chaqueta ornada y de corte dieciochesco con cabellos à la Brutus; representa la moda dejada atrás por la influencia inglesa, evidente en el retrato de Cristóbal de Mendoza (1825): una apariencia sobria por completo.

Durante la Guerra de Independencia y los años inmediatamente posteriores, las élites política y comercial dejaron de ser los únicos patrones de la moda por copiar y la influencia militar se impuso autoritariamente. Una nueva convivencia se estableció, pero esta vez ya no solo entre estilos, sino entre la pertenencia ciudadana del individuo. Desde entonces bastaba ver las solapas para identificar la influencia en el corte: una solapa angosta, redondeada y cayendo natural sobre el pecho era sinónimo de pensamientos paisanos, mientras que las exageradas solapas triangulares que llegaban incluso a la parte externa del hombro revelaban la esencia prusiana del portador. Un civil podía, por su cuenta, añadir algún accesorio militar a su vestimenta, que había ganado algunos elementos del romanticismo mientras que, por su lado, un militar pocas veces se pondría un frac o una levita de líneas más diplomáticas al estilo del autorretrato del pintor Carmelo Fernández: corbata de lazo pequeño con prendedor de botón, amarrada sobre las puntas cortas y levantadas del cuello de una camisa blanca con pechera, cubierta por un casaco negro, elementos que, por agraciar la figura, restan circunspección de acuerdo al pensamiento militarista. Fiel representante de la divergencia política de los primeros años de la República es la obra de Fernández realizada en 1843 y titulada Páez recibe la espada que le otorga la nación, donde los uniformes flanquean los lados de los hombres al centro vestidos de civil y gozan de la atención del primer plano, destacando en este la figura del tío del pintor, el general José Antonio Páez.

Fernández dejó igualmente todo un muestrario de la moda masculina en los retratos realizados para el Resumen de la Historia de Venezuela, obra de Rafael María Baralt; pero donde mejor refleja la vestimenta civilista es en sus dibujos sobre motivos llaneros y gran parte de sus acuarelas que, aunque pintadas en Colombia, no dejan de representar el estilo popular de la antigua gran República. En estas acuarelas se aprecia la vestimenta popular de lino y algodón visibles en los trajes blancos y las ruanas, pero asimismo un traje más elaborado a la europea: la chaqueta de corte recto hasta la altura del bolsillo del pantalón y ajustada en la parte baja de la espalda; los chalecos cortos de solapa angosta y cuello abierto sobre la pechera de la camisa, abotonados a partir de la parte alta del abdomen por tres ojales muy cercanos entre sí; la caída recta de los pantalones largos.

Hasta comienzos de la década de 1820, los golletes muy altos, los escotes exagerados hasta el ombligo y las mangas muy largas de las casacas denunciaban la simpatía por el Antiguo Régimen y el uso de capa estaba pasado de moda, aunque seguían usándose, dado que el cambio de estilo no se podía hacer de la noche a la mañana. Inferidos de las memorias de Richard Bache, William Duane y Carl Richard, estos detalles evidenciaban, de cierta manera, la otra cara de la moneda: la permanencia del viejo estatus delatada por dos aspectos; por un lado, la falta de inspiración local en momentos de renovación social y, por otro, la impresión de querer lucir la moda no disfrutada en el régimen anterior. Era una copia de estilo europeo con aditamentos locales, un despojo de títulos nobiliarios pero no del privilegio de ser aristócratas. Desde esa época el estilo del ciudadano común fluctúa entre acentos y retoques empleados para identificar al portador: mangas fruncidas en los hombros, más anchas en las axilas para dar mayor movilidad y más largas hasta la altura de la muñeca, porque ya no era preciso mostrar los brocados y bordados de las mangas de las camisas: se seguía eliminando así la delicadeza de las telas y trajes masculinos. Algún que otro pescuezo mostraba paños espesos de varias vueltas que desentonaban con el tamaño de las nuevas solapas y los chalecos liliputienses diseñados más para colgar en ellos las cadenas de los relojes que para apretar un vientre insurrecto. Este eclecticismo tampoco nos fue propio: era el estilo de moda en la Península Ibérica que un crítico de modas del momento describió como «pantalones de gigante y chalecos de pigmeo» (Dantas: 18). Era imaginar el físico masculino estirado hacia arriba desde abajo y luego achaparrado por el efecto de la chaqueta corta.

En relación a la vestimenta militar del siglo XIX, algunas muestras de esta fueron legadas a la posteridad en gran cantidad de pinturas de próceres verdaderos y de otros oficiales encumbrados, disciplinados y virilizados. Es de citar el singular retrato de Francisco de Miranda con su engalanado uniforme, pintado por Lewis B. Adams, quien colocó al prócer en actitud napoleónica, con una mano bajo la casaca. La perspectiva altiva, la mirada distante y la pose autoritaria se repiten, casi de manera secuencial y análoga, en otros retratos posteriores, en los que el uniforme parece haber sido guardado y prestado a la ocasión para realizar una foto oficial de gran similitud y donde los cambios se aprecian en el rostro y la figura, más o menos entroncada, de los retratados.

Entre suspiros

El romanticismo de los espíritus humanitarios y la homogeneidad de la vestimenta civil terminaron por combinarse a mediados del siglo XIX. Sin llegar a la feminización de estilos anteriores, el físico masculino volvió a fragilizarse en rechazo a la opulencia de algunos abdómenes que eran sinónimos de la burguesía parroquiana estandarizada. El romántico se paseaba mostrándose enfermizo pero bien vestido: ensimismado por el mundo que se abría ante sus ojos, deseba que las demás personas también los abrieran para observar su poética combinación rematada con un bastón cuya empuñadura era sujeta por un minúsculo pañuelo que de vez en cuando se llevaba a la boca o le servía para espigar alguna florecilla silvestre. Los bolsillos enormes y cuadrados de la chaqueta se inspiraban en los chaquetones de los aventureros y exploradores europeos, quienes colocaban en su interior muestras para sus colecciones mientras que los criollos románticos destinaban estas faltriqueras al cuidado de su diario personal, donde anotaban sus ilusiones de partir, dada la poca probabilidad de emprender aventuras en países exóticos. Los trajes masculinos no se libraron de las influencias del estilo romántico: las levitas con cuellos y esclavinas, de cintura entallada y grandes faldones, eran un reflejo de aspectos de la indumentaria femenina (Johnston: 86). De hecho, para ocasiones de gran lujo, algunas casacas llevaban un trabajo de costura en la espalda: una columna central o dos más estrechas a los lados en panal de abeja, que terminaban antes de los faldones con dos volantes desde los lados hacia atrás y un tercero que cubría el espacio donde se tocaban los dos primeros sobre el coxis; o, en su lugar, una guarnición horizontal sujeta a los extremos con botones que simulaba ajustar los faldones laterales sobre las ancas.

A mediados del siglo XIX, la idea del vestuario de la clase media comenzaba a cansar y como la esbeltez de la cintura alcanzó un alto valor social, el hombre que deseaba estar a la moda debía, por un lado, ocultar un corsé debajo del frac y, por otro, alargar visualmente su figura hacia arriba mediante una imprescindible corbata alta del mismo color de la camisa. Querer distinguirse por la apariencia no era vestirse para provocar una ruptura social entre clases: cualquier individuo podía enfocar su look según su propia actitud hacia la vestimenta y los demás; en suma, de lo que se trataba era de oponer lo individual a lo vulgar, a lo corriente de la plutocracia des parvenus. De esta tendencia a la individuación de la vestimenta surge el dandismo: una muestra de talante delicado pero firme en la vestimenta, determinado por la refinada elección personal de los detalles. Así, la creciente uniformidad del traje masculino de tres piezas, que era llamado Terno, se vio combatida por los intentos personales de los acentos particularizados como: entallar la casaca a los lados de las costillas, tener una forma particular de anudar la corbata, pormenorizar el ancho de las solapas, cuidar lo colante de la caída del pantalón y nunca, nunca, plancharle raya; de esta manera el individuo era único en el universo romántico del momento (Lando: 163-164; Barthes: 405, 416). La distinción o la actitud se impuso.

El dandy venezolano, el petimetre, el hombre a la moda que más tarde sería llamado patiquín, está asociado a una veneración por lo europeo y a un sentimiento de realización por el contacto con capitales de avanzado cosmopolitismo donde las novedades de la moda eran dictadas por reconocidos sastres, aspectos estos que las pacatas capitales venezolanas de mediados de siglo XIX apenas podían ofrecer. Sin mejores escenarios, el caballero distinguido se limitaba entonces a engalanarse para frecuentar los escasos locales de moda y mezclarse con cierta intelectualidad formada en Europa. Algunos retratos y autorretratos de jóvenes pintores formados en academias del Viejo Continente son imágenes evocadoras de esta apariencia cuidada en extremo con ribetes de individualidad: la forma o el largo del bigote, la estrechez de la patilla, estilizada en su parte alta con cuidadosos pases de una afilada navaja, el cabello engominado y moldeado de forma artificiosa, casaco de solapas con picos, nudo de la corbata anidando en su centro un bien ubicado y discreto botón, etc.

Sin embargo, uno de los artistas que más se aproxima a este prototipo de vestir es el inglés Robert Ker Porter, un diplomático prestado al arte quien residió quince años en Caracas desde 1825. Parte de su iconografía lo muestra luciendo su esbelta figura enmarcada por una casaca apechugada con solapas amplias salientes hacia el frente y entallada a la cintura, con pantalones y botas bien calzados. Este tipo de traje fue caracterizado por el escritor Julio Dantas para describir al dandy portugués de la misma época: un joven elegante que usaba corsé para apretar la cintura como una avispa mientras el pecho se le arqueaba en un papo enorme recubierto por un cortísimo chaleco y una casaca ensanchada en globo que daba al pobre varón la forma de una campana invertida. Por su parte, los pantalones largos suben hasta quedar por debajo del chaleco y terminan prezilhando la bota de verniz, elegantemente estirada en la rodilla (Dantas: 24).

Uno de los retratos de Porter en Venezuela lo muestra con un peinado de bucles grandes, un tanto arremolinados sobre la cabeza; patillas largas hasta la mitad de la mejilla, con un largo bien cortado; la corbata negra da una vuelta y termina en un nudo del que cuelga un visible medallón; las puntas del cuello de la camisa se asoman sobre la vuelta de la corbata y bajo esta ondea la pechera de la blanca camisa cubierta por un chaleco también blanco abierto sinuosamente y cuyas orillas sobresalen en volado sobre el escote del saco, ajustado en los hombros, de amplia solapa confeccionada con dos tipos de tela; una más oscura hasta la altura del medallón y, tras un corte triangular, la otra ligeramente más ancha, de la misma tela del saco. Las mangas anchas y abiertas, con botones detrás de la empuñadura, son largas y cubren parte de la mano.

Con variaciones que tienden a reducir los tamaños hasta hacerlos más discretos y regulares, los trajes masculinos del resto del siglo XIX siguen, más o menos, esta tendencia inglesa del traje de tres piezas. Es de destacar el papel de personajes importantes del momento en la aceptación, o copia, de estos pormenores, como fue el caso del rey Eduardo VII de Inglaterra, gran celador de su apariencia: fue este monarca quien dio el soplo inspirador a los sastres para crear el doblez hacia fuera en el ruedo del pantalón y todo porque el rey no quería enlodarse el pantalón en un típico día de lluvia inglés. De las competencias ecuestres inglesas llegó el corte en la parte baja posterior de la casaca para facilitar el hip hop a los jinetes, un corte que tuvo dos variantes: una sola abertura al centro o dos, cada una detrás de la costura lateral. Este tipo de casaca se vio por el Hipódromo de Sabana Grande, inaugurado antes de fines de siglo XIX. Solo por estas pequeñas novedades de vida temporal es que el traje masculino dejó de ser anónimo en la calle y aburrido en los salones.

Las damas vitrina

Al contrario de la vestimenta de los hombres, que se tornó aburrida desde mediados del siglo XIX, la moda femenina se entretuvo durante todo el siglo con sus cambios de estilo ajustados a las escuelas artísticas que desde al menos el siglo XVII fijaron parámetros en el vestir. De este remoto período moderno, algunos elementos conceptuales atravesaron el pensamiento decimonónico y sobrevivieron el cambio al siglo XX; la idea de la mujer como aparador ambulante fue uno de ellos.

El predominio de temas religiosos en las escasas pinturas del siglo XVII no permite apreciar a cabalidad el uso y la importancia de la vestimenta en la región de Tierra Firme que era Venezuela. Caracas vivía aletargada, pero contaba con prosperidad económica; existían normativas que regulaban la vestimenta como elemento diferenciador de clases; ver y ser visto evidenciaban la pasión colectiva por la presencialidad callejera: hasta la Cárcel real tenía balcones que abrían hacia las calles de la plaza mayor. En medio de esta veneración de imágenes religiosas y deseos de lucir, se gastaban grandes sumas en trapos caros y en materiales para la confección. Así, mientras se generalizaba la práctica del traje en Caracas, la moda ya seguía estilos definidos en Europa. El barroco estaba en vías de ser desplazado por el rococó en Francia, desde comienzos del siglo XVIII, sustitución que llegó luego a Madrid y de allí cruzó el océano para quedar ambos estilos un tanto entremezclados en suelo americano.

La imagen de la mujer arreglada como espejo social fue la tendencia que brilló en las capitales europeas desde mediados del siglo XVII, tendencia que implicaba un principio: ceder la mayor vistosidad y extravagancia al traje masculino sin caer en el desinterés general. De allí que las mujeres brillaban más si estaban solas entre ellas. La escuela de pintura del barroco español expone esta importancia donde maneras y elegancia se impusieron al estilo del cuadro Las meninas, del pintor Diego Rodríguez da Silva y Velásquez, pintado en 1656, que muestra a la infanta Margarita con Isabel de Velasco y María Agustina Sarmiento, sus damas de compañía o meninhas, palabra cuyo origen proviene en realidad del portugués y que significa: joven de distinguido nacimiento. Para identificar la imagen de distinción, delicadeza de mímicas y altivez del rostro que reflejan las tres meninas, basta compararlas con el gesto, posición y cuerpo de Mari-Barbola, la enana que Velásquez retrata mirando directamente al espectador, lo que también hace la infanta de cinco años pero con actitud altiva, captando la atención sobre su elegante figura moldeada por un ceñidor.

Este talante va a durar hasta que la estética del artificio, el exceso y la frivolidad del rococó francés se instale, como quedó reflejado en las pinturas Los placeres del baile (1717) y La muestra de Gersaint (1721) de Jean-Antoine Watteau o el Luis XV de Borbón (1748) y La marquesa de Pompadour (1752) del retratista Maurice Quentin de la Tour. Con los Borbones llegó a España la influencia del rococó en la manufactura y confección de la moda: las maîtresses couturières se hicieron imprescindibles en el acabado de los remates, así como fue imperiosa la fuerza de los hombres para ensartar los huesos de ballena, bambú o rattan como ejes de los corsés, ceñidores y fajas.

Petimetrías, merendonas, bailes y otros excesos

De esta producción del siglo XVIII llegaron a la Venezuela colonial los elementos característicos de la moda que cautivó a muchos viajeros hasta comienzos del siglo XIX: los tejidos ligeros de colores claros; las sedas de Lyon, que en Europa sustituyeron a las italianas; la gran cantidad de plisados, volantes, encajes, cintas y, por supuesto, flores que simbolizaban la aproximación de la nobleza a la naturaleza; las amplias faldas que flotaban por los salones echando a los rincones el aspecto lúgubre y oscuro relegado a la mujer de los siglos anteriores; la saya acampanada a la vuelta que rivalizó con la saya de dos piezas; los corsés, largos y rígidos, más largos por la parte delantera para enfatizar las formas del tronco femenino desde las caderas hacia arriba, dejando ver un vientre plano; los escotes hechos para mostrar el busto prominente que asomaba por entre encajes y tules sobre el corsé; las camisas o blusas ajustadas que apenas pasaban desapercibidas bajo las mantillas; todo un mundo de artificios demoníacos que atormentaron el sueño del obispo Mariano Martí haciéndole la vida imposible en la Caracas dieciochesca y que el historiador José Ángel Rodríguez desnuda en Babilonia de pecados.

En la Caracas de cambio de siglo vivió un grupo de mujeres, pertenecientes todas a una misma familia, que ejemplifican, al más puro estilo tropical, la frivolidad y el desacato social propios de la vida de la elegante Madame de Pompadour al punto que ningún francés trivial de la época podría sentirse dépaysé. En efecto, la crónica histórica dio a conocer a las Aristeguieta como las «nueve musas» por bellas, petimetras y fiesteras, así como por sus públicos amoríos, adulterios y divorcios de escandalosa factura pompaduorina. Ellas eran: María de las Mercedes, Rosa María de Jesús, María Begoña, Francisca Fulgencia, Teresa de Jesús, María Belén Pascuala, Josefa María, María Antonia Petronila y Manuela Josefa. El estilo de vida mantuana de la época está representado en los actos de estas mujeres «emparentadas con muchas familias considerables de esta ciudad»: estas musas eran primas de los Palacios Blanco y sus nombres pasaron a la posteridad de la historia nacional por ser el tronco genealógico de personajes como Carlos Soublette y Antonio Guzmán Blanco.

El origen de esta conducta se remite a la educación dada a estas jóvenes por la madre, doña Josefa Blanco Herrera, quien casó muy joven –a los 15 años– con el viudo Miguel Jerez de Aristeguieta –rondaba los 45–, de quien Josefa enviudó también muy joven y además muy rica. La historiadora Elizabeth Ladera de Diez indica que con doña Josefa «la imagen de la Matrona española del siglo XV recatada, virtuosa, sentada en el estrado, entre terciopelos y sedas, entregada a sus labores de agujas, comenzaba a dar paso a una mujer atraída por las innovaciones de la moda en el vestido y en las normas de comportamiento» (Ladera: 43). En relación a la compostura, las musas eran de un caradurismo comprobado en una recepción en la que estaban presentes los oficiales de una misión francesa en Venezuela; aunque ya algunas estaban casadas y eran señoras de «honor», la referencia familiar no aplacó la idea que los franceses se formaron de estas damas al corresponder miradas de desconocidos recién llegados a un salón; además de la elegancia de las musas, los galos ratificaron que ellas eran «un prodigio en el mejor de los géneros», refiriéndose en especial a Belén, la más histriónica de todas (Duarte: 278).

Como muestra de la vida disipada de las musas, basta reseñar que la mencionada Belén acusó a su esposo, el teniente coronel Joaquín Pérez Narvarte, de adulterio con una mulata de La Guaira mientras, vox populi, ella mantenía relaciones con su abogado, con quien tramó el divorcio; el litigio duró dos años, tiempo durante el cual Belén embarazó y luego abortó para no perder el caso ante su marido, de quien vivía separada. Narvarte se negaba al divorcio, pues la pensión demandada por su mujer equivalía a la mitad de su sueldo, cuando esta ya disfrutaba de una renta anual de 1.800 pesos «que ella derrochaba junto con sus hermanas en ‘petimetrías, merendonas, bailes y otros excesos’», modas y comportamientos ya identificados en la madre (Duarte: 278, 282). Para tener una idea de lo que significaba una entrada de 1.800 pesos anuales, basta decir que con esa cantidad Belén podía acoger en su casa a cuatro jóvenes sirvientes, musculosos, bien formados y con su dentadura completa, para el servicio doméstico, o invertir en tres casas en la mejor zona de la ciudad, pero todo el dinero se le iba en la concepción hedonista a la moda: vestidos y bailes.

Mujeres de calidad

La Guerra de Independencia interrumpió la intensidad con que la moda y las conductas asociadas a ella eran seguidas en Caracas. El interés por los dictámenes del vestir actualizado bajó, pero comenzando a salir del proceso bélico se apreció la influencia clara de los estilos neoclásicos: del Imperio y del Directorio francés; en cambio, las muestras de las exageraciones de los revolucionarios franceses fueron pocas, porque tales exabruptos no se correspondían con la manera criolla de evidenciarse en público: así como las Aristeguieta, las mujeres que podían seguir la moda gustaban de llamar la atención sobre su figura y cualidades originales en conjunto y no sobre desparpajos aislados de su vestimenta, rayanos en el mal gusto o no asociados con el estatus de la clase en la cúspide sociopolítica.

El estilo neoclásico se impuso en sus dos versiones; la tendencia francesa fue la mayormente aceptada y consistía en una robe en chemisse de tela ligera y vaporosa, de una sola pieza alargando la silueta vertical, similar a una columna, con volantes asimétricos sobrepuestos; talle alto, ampliamente escotado al frente y más subido en la parte posterior, manga corta o sin ella, de ribetes cortos; y la tendencia inglesa, cuya diferencia con la anterior eran las mangas largas y el escote pequeño rodeado de volantes de encaje. Los colores eran claros, con preferencia por una combinación: rosa lila y oro. Mujeres iconos de este estilo intimista y público poseen una historia que muestra, por un lado, la tendencia y elegancia de la moda cortesana identificada con el momento político y, por otro, sus relaciones amorosas de conveniencia con personajes de poder económico y político. Entre estas beldades se cuentan la martiniquesa María Josefina Rosa de Beauharnais y María Luisa de Austria, primera y segunda esposa de Napoléon Bonaparte, y María Luisa Isabel de Borbón o de Parma, esposa de Carlos IV (Cumming: 79). En una pintura, hecha en 1800, Goya representa al rey Carlos IV con su esposa y familia; las mujeres van vestidas de traje imperio dos piezas: el vestido tipo camisón y el sobrevestido; los escotes bajos y ribetes tanto en la orilla del vestido como por debajo de los senos les dan mayor relieve visual. Los sobrevestidos van abiertos al frente; el de la reina María Luisa torna el cuerpo por detrás y cae de manera asimétrica, siendo más corto del lado izquierdo hasta llegar a la orilla del vestido por el lado derecho.

La moda imperio pasó, sin embargo, brevemente por Caracas: ya había sido sustituida rápidamente por una nueva ola en Europa y había dejado de representar el ideal femenino en América: el vestido imperio fue símbolo de las mujeres americanas en oposición a la opresión de España, así lo vistió la quiteña Manuela Sáenz Aispuru, esposa del acaudalado médico inglés James Thorne y allegada de Simón Bolívar. Hasta el mismo Napoleón Bonaparte perdió la admiración que le profesara El Libertador al declararse emperador de Francia sancionando una Constitución a su medida. Desde la perspectiva política, no es de olvidar que el estilo Imperio surgió como una maniobra que se hará repetitiva en la historia de la moda: la negación de lo anterior; en este caso se trataba de negar el estilo anterior a la Revolución Francesa, es decir el estilo cortesano y todo su sentido autocrático, oligarca y elitesco, sustentado por gastos suntuosos. Tampoco es de olvidar que la chemise à la reine, considerada tan elegante en Francia, fue copiada del camisón de las inglesas: una larga bata enteriza usada como vestido casero del día a día y que, paradójicamente, fue símbolo de mujeres de la clase trabajadora, de cocineras y cantineras despreocupadas al mostrar sus encantos (Köhler: 482). Sin importar la categoría social de la mujer, la intención del talle alto y del escote bien insinuado era la misma –pronunciar el busto– solo que la conducta que la acompañaba difería: para una dama el escote que insinuaba sus armas era un charme.

En corto tiempo, los trajes neoclásicos del estilo Imperio fueron dados a las criadas quienes, pasados muchos años, aún los vestían, haciendo valer las galas que ellos insinuaron cuando estaban de moda. El naturalista Morisot reconoció el modelo en 1880 sobre el voluptuoso cuerpo de Julina, «la sirvienta de bello negro ambarino» de su pensión; «con un suave balanceo de cabeza sobre su largo y fino cuello de cisne negro», ella iba y venía, «derecha y flexible con su vestido imperio de color rosa té». Morisot no era hombre de disgustar a los demás con opiniones sobre la apreciación de la belleza; tampoco era de discutir sobre el agrado personal de cada quien pero, aunque los corsés estaban de nuevo de moda, para alegría de los amantes de las curvas, en opinión de Morisot, Julina, con el pecho libre de ataduras, aparece «casi majestuosa cuando su larga cola barre las losas del corredor, y graciosamente pintoresca cuando con la cola recogida en la cintura, o simplemente bajo el codo, la deja caer en pliegues dignos de una estatua griega» (Morisot: 81-82).

Contrapunteo de estilos

Dejados atrás los episodios políticos de las primeras décadas del siglo XIX, fue recibido con beneplácito el romanticismo de carácter evocador y tránsfuga, que comenzaba a emerger en los detalles de los trajes monárquicos franceses que se transformarían en la imagen del buen burgués reflejada en las revistas de moda. En efecto, la restauración de la monarquía en Francia había recuperado el corsé, las crinolinas y las armaduras; bajado el entalle de la cintura y abombado las mangas hasta darles forma de pernil: ahuecadas desde el hombro hasta el codo y luego estrechas hasta las muñecas. La copia de la tendencia inglesa había inspirado a los burgueses franceses para crear un revival autocrático, oligarca y elitesco de la vieja nobleza cortesana en un nuevo cortejo en el que la moda romántica fue la primera en marcar la diferencia de clases.

Ya en los años de 1820 se establecen las pautas que van a regir durante el resto del siglo. Se vuelve, por un lado, a la exageración en el vestido: amplios hombros y mangas, crinolinas amplias, polizones prominentes; y, por otro, al engrandecimiento de la figura: afanosos y fuertes corsés acentuaron cinturas estrechas. Esto va acentuado por el efecto decorativo que realza las formas con accesorios, colores y maquillaje. La simplicidad desaparece tras la meticulosidad de elección de joyas, mantillas, abanicos o parasoles que compiten en llamar la atención con los colores chillones de las telas o de sus motivos florales. Es el momento de volver al pasado y a la naturaleza, pero demostrando que el hombre la puede imitar y es así como surgen copias pomposas de enramados, animales y frutas con verdes luminosos, rosados deslumbrantes, púrpuras lustrosos o amarillos ácidos, todos colores artificiales en cuya composición entra la anilina. Las mujeres iconos de entonces eran el prototipo de mujer–decoración (Cumming: 23-24; Johnston: 192, 202, 212, 216, 218).