Cubierta

Inteligencia espiritual
en los niños

Francesc Torralba

Plataforma Editorial

A mis cinco hijos: Núria, Oriol,
Anna, Mireia y Valentí

Índice

  1.  
    1. Prólogo
  2.  
    1. I
      Introducción: El estado de la cuestión
      1. 1. Educar en el desierto espiritual
      2. 2. Lo espiritual en la educación
      3. 3. Una constelación de significados
      4. 4. Espiritualidad, religiosidad, confesionalidad
      5. 5. Espiritualidad, creencias y valores
      6. 6. ¿Educación espiritual en la escuela laica?
      7. 7. Un modelo holístico de educación
      8. 8. Dos obstáculos: el consumismo y la banalidad
      9. 9. Educar: dar a luz al propio ser
    2. II
      Fundamentos
      1. 1. La espiritualidad infantil
      2. 2. Más allá de los tópicos
      3. 3. La capacidad espiritual
      4. 4. Las preguntas impertinentes
      5. 5. La experiencia espiritual
      6. 6. Filosofar con los niños
      7. 7. Hacer teología con niños
      8. 8. El despertar espiritual y la circunstancia
      9. 9. El poder de los relatos
      10. 10. El desarrollo espiritual en la infancia
      11. 11. La pregunta por la muerte
      12. 12. Espiritualidad del niño enfermo
    3. III
      Iniciación
      1. 1. Iniciarse en la meditación
      2. 2. Atención y consciencia plena
      3. 3. Degustar la belleza
      4. 4. Practicar la gratitud
      5. 5. La actitud de reverencia
      6. 6. El sentido del misterio
      7. 7. La interdependencia cósmica
      8. 8. La experiencia de la serenidad
      9. 9. Pedagogía del asombro
      10. 10. Compasión: la unidad con el otro
      11. 11. La potencia de la música
      12. 12. La experiencia del silencio
    4. IV
      Ejercicios prácticos
      1. 1. Educación infantil
      2. 2. Educación primaria
      3. 3. Educación secundaria
  3.  
    1. Bibliografía

Prólogo

En enero de 2010 publiqué, en la editorial Plataforma, Inteligencia espiritual. En poco menos de un año y medio desde el día de su publicación, aparecieron cuatro ediciones. Yo mismo fui el primer sorprendido por la grata recepción que aquel libro relativamente largo y denso suscitó entre el público especializado y no especializado.

Desde entonces, he reflexionado sobre la educación de la inteligencia espiritual en las distintas fases del desarrollo evolutivo de la persona. He tenido la ocasión de ahondar en las distintas expresiones que tiene la inteligencia espiritual en la vida humana y de ampliar y de corregir algunos puntos débiles de aquella propuesta teórica.

Agradezco a los lectores, a los críticos y a los colegas universitarios, las observaciones que tan amablemente han elaborado de la citada obra, enriqueciendo, significativamente, las tesis en ella defendidas. En lo fundamental, sigo considerando que la inteligencia espiritual es una modalidad de inteligencia que todos los seres humanos poseemos y que nos faculta para una serie de operaciones trascendentales en la vida.

Considero, además, que junto con la inteligencia social, la emocional y la intrapersonal, es una modalidad fundamental para alcanzar un bienestar integral en la vida personal y que no debe tratarse aisladamente, como si fuera una unidad autónoma, sino en interacción con las otras formas de inteligencia que, desde el mapa de Howard Gardner, han sido objeto de estudio y análisis.

Como han puesto de relieve, recientemente, investigadores norteamericanos, esta inteligencia es útil no sólo para el cultivo y el desarrollo de la vida religiosa; también lo es para el buen desarrollo de la vida secular, ya sea en el entorno íntimo (la esfera familiar) como en el entorno profesional. No es extraño que, en los últimos años, se escriba tan abundantemente sobre el vínculo entre la inteligencia espiritual y la administración y dirección de organizaciones. La bibliografía sobre esta asociación crece exponencialmente cada año que pasa.

El nexo entre espiritualidad y management resulta, de entrada, paradójico, pues se asocia lo espiritual a lo monástico, a lo que está fuera de la vida mundana, a lo elevado, a lo trascendental, a lo divino; mientras que el universo del management tiene connotaciones mucho más terrenales. Se relaciona con el afán por el rendimiento, por la ganancia, por el negocio, por las ventas, por la promoción y, finalmente, con el mercado. Estas asociaciones de ideas que se pueden detectar fácilmente en el imaginario colectivo son, además de simples, falsas.

Si uno ahonda, mínimamente, en la riqueza del universo espiritual y en el arte de dirigir y de gobernar personas, percibe la profunda conexión que existe entre ambas esferas. Como traté de mostrar en el citado libro, la inteligencia espiritual nos faculta, entre otras operaciones, para tomar distancia de la realidad, para elaborar fines, para realizar valoraciones y para preguntarnos por el fin (la misión) de nuestra existencia. Este conjunto de operaciones son esenciales en la vida personal, pero también lo son en el arte de dirigir y de administrar organizaciones, ya sean de carácter cultural, social, económico o político.

Hace más de dos décadas que se insiste en el valor que tiene el desarrollo de la inteligencia emocional y social en el liderazgo de las organizaciones. Las escuelas de negocios más relevantes del mundo han integrado en sus programas el desarrollo de la inteligencia emocional como un elemento clave para formar a futuros directores y líderes empresariales con el fin de que sean capaces de identificar sus emociones, administrar inteligentemente sus emociones negativas y expresar correctamente sus vivencias positivas. También existe un consenso sobre el valor que tiene la inteligencia social para crear equipos, mantenerlos a lo largo del tiempo, para establecer vínculos empáticos y trabajar en la red, ya sea presencial o virtualmente.

Lo que resulta novedoso en nuestro país es que se subraye, además de estas dos formas de inteligencia tan extendidas en el mundo de las universidades y de las organizaciones empresariales, la necesidad del cultivo de la inteligencia espiritual. Y, sin embargo, en los journals más importantes del mundo sobre management y business, la relación entre la inteligencia espiritual y la empresa es muy habitual.

Los expertos en liderazgo subrayan que un líder debe tener capacidad para identificar sus emociones y las ajenas, canalizar su emotividad tóxica y expresar correctamente sus emociones positivas. Se le supone la habilidad para crear red, para establecer vínculos empáticos con sus colaboradores, para crear alianzas con sus clientes y competidores. Pero, además de todo ello, debe saber tomar distancia, proponerse ideales, valorar el proyecto común y plantearse la misión de la organización. Este conjunto de operaciones depende íntimamente de la inteligencia espiritual.

Preguntarse cuál es el fin de una organización y reflexionar sobre los modos para alcanzar la visión es la tarea esencial del líder y ello requiere de una educación de la inteligencia espiritual. Necesita poder contemplar el conjunto de la organización como un todo, meditar sobre lo que está haciendo cada uno de los agentes, experimentar que todo ello tiene sentido y saber valorar críticamente el recorrido ejercido. Esta capacidad visionaria, en el mejor sentido del término visionario, es determinante en un buen líder, pues sólo así puede innovar, arriesgar, asumir nuevos fracasos y, sobre todo, aprender de ellos.

Mi propósito, en este libro, no radica en ahondar en este vínculo y constatar los beneficios que aporta el desarrollo de la inteligencia espiritual en la administración y en la dirección de las organizaciones. Ello daría pie a otro libro, que no descartamos en el futuro. Mi finalidad aquí es esencialmente formativa. Me planteo cómo educar y estimular la inteligencia espiritual en los niños, cómo trabajarla en la primera infancia para contribuir, modestamente, a ampliar el horizonte educativo actual y ensanchar sus posibilidades.

Una parte sustancial de lo que he escrito hasta el presente tiene una orientación educativa, pretende ayudar a los maestros a realizar mejor su tarea y sobre todo a dignificarla desde un punto de vista social. Yo mismo me siento, ante todo, un docente más que un escritor. Estoy convencido de que nuestro futuro colectivo como humanidad depende, esencialmente, de la educación de las nuevas generaciones, de lo que les enseñemos.

Desde que Inteligencia espiritual apareció en las librerías, he sido invitado por un gran número de instituciones educativas primarias y secundarias, por todo tipo de foros universitarios y no universitarios, por instituciones públicas y privadas, tanto en nuestro país como en el extranjero. Lo agradezco sinceramente, porque me ha servido para contrastar la fortaleza del marco teórico que propuse y seguir innovando en el futuro. He aprendido mucho del diálogo con los profesionales de la educación y he podido constatar, en mi propia carne, las carencias de la vida educativa en nuestro país.

He percibido reiteradamente un gran interés por parte de la comunidad educativa, de las maestras y de los maestros y de todo tipo de asociaciones de padres y de madres, por esta modalidad de inteligencia. Incluso los más reacios al mundo de lo espiritual fueron capaces de reconocer que esta dimensión desempeña un papel esencial en el desarrollo mental, emocional, social y físico del niño. Entendieron el vínculo que existe entre la inteligencia emocional, social, intrapersonal y espiritual y la necesidad de educarla para alcanzar un desarrollo óptimo de la persona.

A lo largo de estos viajes y encuentros, he llegado a la conclusión de que todos los agentes educativos desean, más allá de las creencias personales, de los estilos educativos y de las distintas y legítimas opciones políticas, que los niños reciban una educación de calidad, una formación integral que los faculte para enfrentarse a los grandes retos y cambios que se avecinan en este siglo. Algunos por convicción, otros por los beneficios que se derivan de ellas, consideran que la estimulación de la inteligencia espiritual, emocional y social es determinante para el crecimiento armónico del niño.

Las preguntas que, en términos generales, me formulaban repetidamente en esos foros eran, en esencia, las mismas: ¿Cómo educar la inteligencia espiritual? ¿Cómo potenciar la vida espiritual en los niños? ¿De qué instrumentos nos dotamos para realizar tal labor? ¿Por qué no está contemplada la educación de la inteligencia espiritual en el sistema educativo vigente en nuestro país? ¿Cómo formar su carácter? ¿Cómo garantizar que sean personas espiritualmente profundas, intelectualmente críticas, emocionalmente estables y socialmente inteligentes? ¿Qué lugar debería tener el desarrollo de la inteligencia espiritual en el currículum? ¿Es una cuestión que sólo afecta a la escuela confesional?

Durante este período de tiempo, he observado un gran interés por articular una educación de la inteligencia espiritual, lo cual pone de manifiesto una necesidad apremiante, pero también una carencia de nuestro sistema educativo. También he constatado la dificultad de encauzar una pedagogía de la inteligencia espiritual, una didáctica que incluya todos los niveles educativos, desde el nivel preescolar hasta la universidad.

Se puede detectar un grave desfase entre el nivel de reconocimiento y de atención académica que tienen las otras modalidades de inteligencia respecto de ésta. Nadie puede poner en duda que, en los últimos decenios, hemos progresado significativamente en el desarrollo de la inteligencia lingüística, lógico-matemática, kinestésico-corporal, musical y social y, sin embargo, no ha habido un desarrollo paralelo, en el ámbito escolar, de la inteligencia emocional, intrapersonal y espiritual. Me pregunto por qué éstas no merecen una atención paralela a las otras, dado que desempeñan un papel fundamental en el crecimiento armónico del niño y en su futura actividad profesional.

Lo que me propongo, pues, en este segundo libro, no es una mera continuación de Inteligencia espiritual. El foco, aquí, está puesto en la educación, en la praxis pedagógica, y los destinatarios del mismo son, especialmente, las maestras, los maestros, los padres y las madres, los agentes educativos en general, preocupados por el desarrollo y el bienestar integral de las personas que educan.

Este libro que presento se puede leer independientemente del primero, aunque, por supuesto, para comprender adecuadamente la naturaleza, los poderes y los beneficios de la inteligencia espiritual, el lector deberá consultar el primer libro. He intentado no reiterarme, ni repetir ideas expuestas en aquél. Este texto se puede leer de un modo independiente.

Me he propuesto responder, ordenadamente, a algunos de los interrogantes que los lectores, los críticos y, sobre todo, la comunidad educativa me han formulado a lo largo de estos dos últimos años. Entiendo que debo proseguir esta reflexión y tratar de dar respuesta a mis lectoras y lectores y tratar de corresponder, en la medida de mis posibilidades, al interés suscitado. Me siento, antes que un escritor, un profesor que observa atentamente los procesos formativos que tienen lugar en las instituciones y desea contribuir, en la medida de sus facultades, a paliar sus carencias y a mejorar sus posibilidades actuales.

Pienso que las indicaciones aportadas en el primer libro, dentro del capítulo El cultivo de la inteligencia espiritual, siguen siendo válidas en su conjunto, pero constituyen un marco teórico básico que debe ser cotejado en la práctica y desarrollado, con más precisión, a partir de los conocimientos de la pedagogía y la psicología evolutiva.

Esta tarea no se puede realizar aisladamente. Requiere de la contrastación de hipótesis en el aula, de la pericia y del buen hacer de los profesionales de la educación, que conocen, como nadie, el destinatario que tienen en sus aulas y que pueden proponer, con conocimiento de causa, estrategias, dinámicas y operaciones para estimular tal modalidad de inteligencia.

Como es evidente, desarrollar la inteligencia espiritual en la edad preescolar plantea unas posibilidades y unas dificultades cualitativamente distintas de abordarla en la educación primaria, en el nivel secundario, en el bachillerato o en el contexto universitario. Cada edad exige un tratamiento diferencial y un abordaje adecuado al nivel cognitivo y emocional de la persona que se está educando.

También la inteligencia espiritual se desarrolla progresivamente, como ocurre con la inteligencia musical, la lingüística, la matemática o cualquier otra. Uno no aprende a expresar, de sopetón, todo su flujo emocional. Para ello, necesita lenguaje, dominio de la esfera verbal y no verbal, y esto se adquiere a lo largo de la formación. Uno necesita tiempo para identificar relaciones de calidad, para desarrollar estrategias de comunicación e interacción social.

Morgovejo, agosto de 2011

I Introducción:
el estado de la cuestión

II Fundamentos

III Iniciación

En esta tercera parte del libro, deseo sugerir algunos métodos o vías para iniciar al niño en la vida espiritual, para desarrollar, en los primeros años de su vida, su inteligencia espiritual.

Son métodos conocidos para la mayoría de los adultos. Se practican habitualmente, pero rara vez pensamos que pueden aplicarse también a los niños y a los adolescentes, porque creemos que son impermeables y ajenos a tales prácticas. La experiencia en las aulas confirma que es un error de perspectiva. Los niños pueden ser iniciados en la vida espiritual de distintos modos y lo que sugiero aquí son algunos caminos.

No me propongo exponer, en este apartado, vías para iniciar al niño en la experiencia religiosa, para adentrarlo en una determinada comunidad de fe. Esto forma parte de lo que, en lenguaje cristiano, se denomina el proceso catequético. Las vías que aquí se exponen son trazos, itinerarios previos para activar su vida espiritual. Ésta puede desarrollarse de tal modo que se abra a la perspectiva religiosa y abrace la fe; pero puede desarrollarse en un plano estrictamente laico. Para algunos, estas vías son prolegómenos al acto de fe, puesto que preparan al niño para que descubra a Dios en su consciencia, para que ausculte su llamada. Para otros, son itinerarios que le permiten desarrollar su inteligencia espiritual y beneficiarse de sus poderes.

Partiendo de los modos de cultivar la inteligencia espiritual que expuse en el primer libro, identifico, a continuación, algunas prácticas, pensando especialmente en el niño. La investigación que durante estos dos últimos años he desarrollado, me ha permitido ampliar los caminos de acceso a lo espiritual y cotejar su aplicación en el ámbito de la infancia.

Los métodos que propongo son: la meditación, la experiencia de la belleza, la gratitud, el sentido de reverencia, el sentido del misterio, la interdependencia cósmica, la experiencia de la serenidad, la pedagogía del asombro, la vivencia de la música y el valor del silencio.

La experiencia en las aulas valida que los niños son capaces de entrar en la dimensión espiritual por alguna de estas vías y que, además, cuando la han experimentado en su propio ser, la reconocen como beneficiosa. En algunas instituciones educativas del mundo y también de nuestro país se realizan estas prácticas y sus resultados son positivos, pues mejoran la atención y la concentración del niño en el aula.

IV Ejercicios prácticos

En esta última sección del libro incluyo, a modo de ejemplos, una serie de ejercicios prácticos que se han llevado a cabo en distintas comunidades educativas para estimular la inteligencia espiritual en los niños.

Recojo las aportaciones de maestras y profesores que han aplicado distintas hipótesis de trabajo y presento, igualmente, las conclusiones a las que han llegado a partir de sus propias observaciones en el aula.

Agradezco esta labor de contrastación empírica, pues resulta fundamental para dar validez a las tesis presentadas en este estudio.64 Como se podrá ver, a partir de las experiencias educativas presentadas en este libro, la espiritualidad infantil es un hecho que puede ser educado desde distintos parámetros y métodos.

Reseño, a modo de síntesis, algunos ejercicios indicando la edad de los niños implicados, el tipo de actividad realizada y, finalmente, las conclusiones del formador.

Creo que pueden ser orientativas para otras comunidades educativas y estimular, de este modo, el desarrollo de esta modalidad de inteligencia dentro de la comunidad escolar.

1. Educar en el desierto espiritual

En el mundo educativo actual, percibo tres tipos de analfabetismo que me preocupan especialmente.

Existe, por un lado, el analfabetismo emocional, que se refiere a la incapacidad de muchos jóvenes (y, por supuesto, también adultos) que ya han culminado la educación obligatoria para identificar sus emociones, expresarlas correctamente y controlar y canalizar adecuadamente sus emociones tóxicas (por ejemplo, los celos, la envidia, la culpa, la angustia, el miedo, el temor, la desesperación, la impotencia, el resentimiento o el rencor).

Existe, por otro lado, el analfabetismo intrapersonal, que se refiere al escaso conocimiento que tienen, al finalizar sus estudios obligatorios, pero también los postobligatorios, respecto de sí mismos, de su potencial, de sus necesidades y posibilidades, de sus limitaciones, de su misión en el mundo, en definitiva, de su ser.

Y, finalmente, detecto también un grave analfabetismo espiritual, que se refiere a su incapacidad para tomar distancia de la realidad, para enfrentarse a la pregunta del sentido de la existencia, para maravillarse ante la realidad, valorar sus actos, analizar su propio sistema de creencias, valores e ideales, sentirse parte de un Todo.

El período más temprano de la vida puede considerarse como el de la edad olvidada. Son muy pocos los adultos que pueden recordar su infancia. Por una parte, la psicología ha ayudado a los padres y adultos en general a darse cuenta de la importancia fundamental que los primeros años de la vida tienen para la totalidad de la existencia de la persona; por otra parte, sabemos que ese período es fundamental para el desarrollo posterior de la persona.

El período de la infancia es determinante en la vida del adolescente y del joven, pero también afecta al adulto y al anciano. Para bien o para mal, lo vivido, padecido, gozado y sufrido en la infancia deja mella en la vida de todo ser humano, afecta en el plano consciente e inconsciente y eso repercute, decisivamente, en su futuro bienestar o malestar.

De ahí se deriva la suma importancia que tiene prestar la máxima atención a la educación infantil y desarrollar y estimular lo más adecuadamente todo su potencial, considerando, siempre y en toda circunstancia, que estamos frente a un ser extremamente vulnerable y sensible que es muy permeable a los estímulos externos y al influjo de los adultos.

En nuestra sociedad se está prestando mucha atención al cuidado de quienes, con un poco de suerte, llegarán a ser adultos. En general, se protege, se cuida y se ama a los niños, incluso en el torbellino de todos los desafíos que sus necesidades plantean a los padres y a los adultos benevolentes que los rodean. He observado, a lo largo de estos años, preocupación e interés, deseo de hacer bien las cosas, benevolencia y gratuidad, pero también una verdadera desorientación a la hora de educar en algunas áreas de la personalidad infantil.

Por lo general, el primer período de la vida se sigue considerando más por su potencial futuro que por aquello que es en su momento presente, tal vez porque todavía no se considera a los niños ciudadanos de pleno derecho, sino futuros ciudadanos, cuando, de hecho, ya son personas en plenitud y ya pertenecen, de lleno, a la vida ciudadana, como sujetos que son de derechos y de deberes.

El niño no es una persona potencial, ni una promesa de persona; tampoco es un mero proyecto hacia algo que todavía no es. Es una persona en plenitud y, en cuanto tal, está llamada a hacer de su vida un proyecto personal, único, libre e irrepetible, a vivir la aventura de existir en primera persona del singular, pero en él ya están todas las inteligencias en acción.

Los educadores deseamos que adquieran, progresivamente, su plena autonomía, no sólo en el terreno físico, sino también en el emocional, en el moral, en el social, mental y económico, pero ello sólo es posible si se cultiva a fondo su inteligencia espiritual. La autonomía en el sentido extenso de la palabra se relaciona con la capacidad de vivir auténticamente, de regular la propia vida desde el yo personal. Ello presupone, de entrada, conocimiento de ese yo, de un yo que trasciende al ego.

El término griego autos se refiere al yo reflexivo, pensado, en una palabra, autoconsciente. Obrar y vivir autónomamente presupone el dominio de las emociones y capacidad para tomar distancia de la realidad, la identificación de ideales y de criterios propios, y, sobre todo, una elaborada reflexión sobre el sentido de la propia existencia. Sin el cultivo de la inteligencia emocional, social, intrapersonal y espiritual, es imposible alcanzar las cotas de autonomía deseables que el sistema educativo se propone y que la mayoría de los educadores deseamos para nuestros destinatarios.

Los adultos comparten una tremenda responsabilidad en su dedicación y atención a los niños. Abrumados por las cargas de su protección y educación, los padres, como también otros adultos dedicados a cuidarlos, pueden perder de vista al individuo real con el que constantemente han de relacionarse, la persona real con su riqueza y sus defectos, sus límites y sus cualidades. También esto puede suceder en el ámbito de la espiritualidad.

Con mucha frecuencia, a los adultos nos resulta más fácil hablar sobre la espiritualidad de los niños que compartir y comunicar experiencias espirituales con ellos, especialmente cuando éstos se encuentran en los primeros años de la vida. A grandes rasgos, la espiritualidad es un tema tabú en la interacción entre padres e hijos, salvo algunas extrañas excepciones. Raramente se convierte en tema de conversación en el entorno familiar o escolar. Apenas se practica en comunidad la meditación, la oración, el silencio, la contemplación del mundo, la vida ritual o litúrgica. Se tiende a privatizar este tipo de experiencias, a vivirlas a título individual o bien a ignorarlas. No fue así en otro tiempo, ni tampoco es así en otras latitudes.

Antes de la edad de la razón (en torno a los siete años), en el Imperio romano, se consideraba a los más pequeños como infans, es decir, como seres que carecían de voz. Sus vidas no poseían la suficiente densidad de existencia, de historia y de memoria como para poder comunicarse con los adultos.

Los tiempos han cambiado radicalmente, pero debemos preguntarnos: ¿Qué voz reconocemos hoy día a los niños? ¿Cómo abordamos la espiritualidad cuando se trata de niños, sobre todo de los que están en los primeros años de su vida?

A partir de una breve visión panorámica de los libros que se han escrito sobre la espiritualidad de los niños, me gustaría resaltar la cantidad de esfuerzos que actualmente se están haciendo para darles su voz. Ahora bien, si no se les escucha, ¿cómo podemos los adultos reconocerlos, apoyarlos y responderles mejor, con el máximo respeto a lo que expresan sobre su vida espiritual? ¿Cómo podemos entrar en la danza del diálogo con ellos, incluidos a los más pequeños? ¿Cómo hemos de acogerlos? ¿Qué podemos hacer para que contribuyan a nuestro camino espiritual? ¿Y cómo podemos responderles adecuadamente para respetar el hecho de que son al mismo tiempo iguales y diferentes de nosotros?

Un aspecto de la vida posmoderna occidental que aparece, de modo recurrente, en todos los diagnósticos de nuestra época es la progresiva y trepidante pérdida de la práctica religiosa formal, algo que no sólo amenaza a la espiritualidad como tal, sino que también priva a la persona de una valiosa experiencia simbólica y reflexiva.

Para algunos analistas, el retroceso de las prácticas religiosas tradicionales puede ser una ocasión para descubrir una espiritualidad libre de dogmas, de cortapisas institucionales y de gregarismos doctrinarios. Para otros, la desaparición de tales prácticas deja al niño sin las herramientas básicas para hacer frente a un mundo esencialmente darwinista, donde todo vale con tal de situarse en el mercado. Lo deja sin herramientas espirituales para meditar, para pensar, para reflexionar, para reencontrarse en el silencio de un templo y valorar, a la luz de los textos sagrados, cómo vive y qué sentido tiene su existencia. Más allá del debate en torno a la espiritualidad después del declive de las religiones tradicionales, no cabe la menor duda de que este proceso de secularización en la vida doméstica del niño tiene, naturalmente, sus efectos.

La consecuencia más visible de ello es que el niño crece en un entorno ajeno a las prácticas rituales, ajeno a los símbolos y a los textos sagrados (no de esta o aquella tradición, sino de cualquier tradición). Desconocen, por igual, los textos sagrados atribuidos a Confucio, las parábolas de Jesús o las sutiles meditaciones del Tao Te King.

Por lo general, el niño ignora la vida de la oración, de la meditación, la práctica de la contemplación y del silencio. Desconoce también la diferencia entre lo sagrado y lo profano, la espiritualidad de un templo y el sentido de reverencia frente a lo Absoluto, el valor intangible de los símbolos y la gratitud por el don de existir. Sus padres han dejado de creer en lo que creían sus abuelos, pero no han sustituido aquel mundo de prácticas y de ritos por otros nuevos.

La poca y limitada formación espiritual y religiosa que muchos adolescentes tienen en la actualidad es fruto de la labor tenaz y discreta de muchas abuelas que, casi a hurtadillas, les han enseñado a orar, a valorar el día, a deleitarse con algún texto de naturaleza sagrada, a estar en silencio a solas. El resultado de tal eclipse de lo sagrado es una generación completamente ajena al mundo de lo religioso. Pero, frente a ello, es necesario recordar que todo su potencial espiritual sigue estando ahí y puede y debe ser educado.

Una evidente fuente potencial de renovación espiritual es la tradición religiosa en la que uno fue educado. Algunas personas tienen la suerte de que la tradición de su infancia siga siendo relevante y siga estando viva para ellas, pero otras han emprendido una búsqueda para suplir aquellas carencias. Hoy en día, muchas personas se sienten desligadas de la tradición religiosa de su familia, porque para ellas fue una experiencia dolorosa o porque les parece demasiado ingenua y simplona. Aun así, incluso para este segmento de población, la religión heredada, debidamente pasada por el tamiz de la crítica personal madura, puede ser una fuente de renovación espiritual.

Las visiones fundamentales de cada tradición espiritual están perpetuamente sometidas a la novedad de la imaginación en una serie de reformas, y lo que de otra manera podría ser el cadáver de una tradición se convierte en la base de una sensibilidad espiritual que se renueva continuamente.

Las enseñanzas con las que uno creció y que estudió a fondo posteriormente se pulen, se ponen a punto y se adaptan a una especie de reforma personal. Aquellas enseñanzas son la fuente esencial de la propia espiritualidad. Privar al niño de estas enseñanzas milenarias es limitar su expansión creativa en el terreno de lo simbólico, de lo ritual y de lo espiritual.

La dificultad real la experimentan aquellos padres que valoran la dimensión espiritual de sus hijos, la reconocen y la aprecian, pero no desean educarla a partir de los patrones y los esquemas doctrinales que ellos recibieron siendo niños. Éstos experimentan una verdadera dificultad, pues no hallan mecanismos para estimularla sin sucumbir a modelos trasnochados o, simplemente, desfasados. Ojalá este libro contribuya a dar alguna solución a tal carencia.

Como traté de mostrar en Inteligencia espiritual, la espiritualidad no se expresa únicamente en el elocuente lenguaje de las grandes tradiciones religiosas del mundo. Existe una espiritualidad que nace, crece y se desarrolla en el seno de las tradiciones religiosas, que se alimenta de unas palabras, un cuerpo de símbolos y de rituales que emergen de una tradición religiosa, pero también existe una espiritualidad ácrata que se articula y se desarrolla allende las tradiciones religiosas. Se define a sí misma como una espiritualidad sin Dios, sin iglesia, sin dogmas, sin jerarquías.

No es nuestro propósito emitir juicios de valor sobre una y otra, pues ambas presentan debilidades y fortalezas. Constatamos, en cualquier caso, que la espiritualidad no siempre es específicamente religiosa. Un paseo por el bosque en una soleada tarde de otoño puede constituir una actividad espiritual, aunque sólo sea porque es una manera de alejarse de casa y de la rutina, del mundanal ruido, y dejarse inspirar por la altura y por la edad de los árboles y por los procesos de la naturaleza, que trascienden en mucho la escala humana.

La espiritualidad se siembra, germina, brota y florece en lo mundano. Es un error considerarla algo paralelo e independiente del mundo real, de la vida física, afectiva, social y emocional del ser humano. Esta marginación obedece a una visión sesgada y realmente achicada de la vida espiritual, pues, como veremos a lo largo de este libro, lo espiritual afecta todos los ámbitos y esferas del universo de la persona. Se la puede encontrar y alimentar en la más insignificante de las actividades diarias. No se debe contemplar como una esfera separada del mundo, como un universo paralelo que jamás se cruza con nuestro universo cotidiano. Todo lo contrario: la espiritualidad se expresa y se manifiesta en los entresijos de la vida secular.