selección, prólogo y notas
Ramón Illán Bacca
Escritor nacido en Santa Marta (Colombia). Se dedicó al periodismo y a la literatura y durante más de 20 años ha regentado la cátedra de Literatura en la Universidad del Norte (Barranquilla, Colombia). Ha publicado los libros de cuentos Marihuana para Goering (Lallemand Abramuck, 1980), Tres para una mesa (Ediciones La cifra, 1991), Señora Tentación (M.I. Editores, 1994), El espía inglés (Eafit, 2001), Cómo llegar a ser japonés (Ediciones Uninorte, 2010), y las novelas Deborah Kruel (Plaza y Janés, 1990), Maracas en la ópera (Planeta, 1999), Disfrázate como quieras (Seix Barral, 2002), La mujer del desfenestrado (Ediciones Pijao, 2008) y La mujer barbuda (Planeta, 2010); y la recopilación de artículos Crónicas casi históricas (Ediciones Uninorte, 2007). Dirigió el proyecto Voces 1917-1920 edición íntegra (Ediciones Uninorte, 2003), por cuyo prólogo obtuvo el Premio Simón Bolívar 2004 en la categoría de mejor artículo cultural. Como resultado de su actividad investigativa publicó Escribir en Barranquilla (3.ª edición, Editorial Universidad del Norte, 2013).
Sus cuentos Marihuana para Goering y Si no fuera por la Zona caramba aparecen en antologías del cuento colombiano. Deborah Kruel fue mencionada en el concurso novela Plaza Janés 1987 y Maracas en la ópera fue ganadora en el concurso Cámara de Comercio de Medellín, 1996. Ha sido traducido al francés, al árabe, al italiano, el alemán y el eslovaco.
RAMÓN ILLÁN BACCA
Esta selección tuvo su gestación desde los lejanos días en que reunido con el inolvidable Germán Vargas Cantillo —miembro de número del «Grupo de Barranquilla» y el patriarca sin otoño de nuestros letras mientras vivió— barajábamos una y otra vez nombres para algo que pensábamos era una antología necesaria, pero que no lograba salir a la luz. Pasado el tiempo se hizo cada vez ineludible la presencia de un libro, no necesariamente una antología, que llenara ese vacío. Ahora, cuando se habla del cuento en Colombia, siempre se hace referencia a José Félix Fuenmayor, Álvaro Cepeda Samudio y Marvel Moreno como los más destacados en el género. Sin embargo, se presenta la paradoja de que sus trabajos se dan en antologías nacionales del cuento, pero no hay una antología regional donde se puedan detectar relaciones e influencias y vasos comunicantes. En resumen, todo lo que llamaríamos complicidades literarias. Este libro intenta cumplir esa función.
Con la presentación de estos veinticinco cuentistas, la intención va encaminada no tanto a ofrecer excelentes cuentos, como mostrar el proceso del género en Barranquilla. Por eso algunos de los cuentos presentados son más importantes que buenos. Así es como se les da una amplia representación a los cuentos de la primera mitad del siglo, a pesar de cierto prurito de mucho tiempo en el que se sostuvo que antes de García Márquez y Cepeda Samudio el cuento no había tenido presencia en Barranquilla y el departamento del Atlántico. En este libro se pretende subsanar ese error, y por eso se comienza con el nombre de Víctor Manuel García Herreros, con Ocaso, publicado en la revista Caminos en 1922. Son sus cuentos de un humor negro, que si bien nos dejan en la duda de si fueron influidos por el inglés Héctor Munro «Saki», un autor todavía muy desconocido entre nosotros, sí es innegable la sombra de Swift o tal vez Wilde. García Herreros, nacido en Cartagena y domiciliado en Barranquilla, donde ejercía el periodismo, es de los primeros cultivadores en el país del cuento breve cruel. Fue además el único costeño que perteneció al grupo de «Los Nuevos», aunque parece ser que su contacto fue tan sólo epistolar y no personal. Del mismo autor es la noveleta Asaltos, en la que campea el humor y que hace contraste con la producción del resto del país, enferma de solemnidad. Vivió la bohemia que era casi obligatoria entre los escritores de su época. Consecuente con su vida fue su muerte, al ser atropellado por un carro de mula un sábado de carnaval.
«Lydia Bolena», seudónimo de Julia Jiménez de Pertuz, con Una vivienda encantadora nos da el primer nombre femenino en nuestras letras. El tema podría clasificarse como audaz. Fue difícil conseguir datos de esta autora. Era más fácil saber que fue esposa de Faraón Pertuz, político y periodista, director del Rigoletto. Publicó un libro de cuentos en Costa Rica, cuando su esposo era embajador allí. En los periódicos de la ciudad se echaron las campanas al vuelo cuando se supo que su cuento Fieras parlantes se había publicado en la revista Hispana de Londres. El cuento que reproducimos en este libro fue tomado de la revista Caminos, donde ella publicaba esporádicamente.
El nombre de Ramón Vinyes está incluido con su único cuento escrito en castellano, como un homenaje debido a quien fue mentor decisivo en nuestro más importante momento literario. Un caballo en la alcoba lo escribió en Barcelona, ya enfermo, y lo envió para ser publicado en Crónica, el órgano del «Grupo de Barranquilla», y firmado con el seudónimo de J. Mihura. En realidad, el cuento sólo apareció publicado en el Magazín Dominical de El Espectador en 1977. Todos sus otros cuentos fueron escritos en catalán. En 1945 con su A la boca deIs nuvols ganó los juegos florales catalanes de Bogotá y fue después editado en México. Seis de esos cuentos fueron publicados en la Selección de Textos hecha por Jacques Gilard en 1982. Entre sambes y bananes fue traducido y publicado en español en 1984. Su magisterio en forma oral también se dio cuando rodeado de los más jóvenes del Grupo les traducía sus cuentos recién escritos. El albino fue traducido y publicado por Néstor Madrid Malo en los cincuenta.
José Félix Fuenmayor ahora es considerado como uno de los grandes cuentistas nacionales. Su libro La muerte en la calle, publicado en 1967 y en forma póstuma, fue una revelación. Sin embargo este autor ya había escrito dos novelas: Cosme y Una triste historia de catorce sabios a finales de los veinte. Los cuentos, según Germán Vargas, fueron escritos en los cincuenta cuando en contacto con los jóvenes García Márquez y Cepeda Samudio se renovó, y escribió los cuentos que le han dado su mayor fama. Algunos de ellos aparecieron en Crónica.
No compartía esa tesis Alfonso Fuenmayor, que sostenía que la mayor parte de los cuentos de su padre ya estaban escritos en la década de los cuarenta, y que alguno había sido publicado en una revista bogotana. De todas maneras, este autor, que no es mencionado sino marginalmente en las historias de la literatura anteriores a los años cincuenta, es a partir del boom un nombre de relieve e infaltable en todas las antologías nacionales. Para el crítico Ángel Rama podía ser clasificado entre los «precursores, raros y outsiders». Su libro de cuentos tiene varias ediciones.
El cuento de Alfonso Fuenmayor, Una historia trivial, publicado póstumamente, nos revela a un buen escritor que lamentablemente no se dedicó a la literatura de ficción. El eco de la lectura de autores exquisitos y olvidados como Max Beerbohm o Walter de la Mare es fácil de detectar. Lecturas que a su vez eran fomentadas por Ramón Vinyes y que también se pueden rastrear en García Márquez y Cepeda Samudio. De cómo los autores ingleses eran admirados por Vinyes era frecuente oírselo a Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor, partícipes y cronistas de ese momento. La traducción de Los asesinos de Hemingway, hecha por Fuenmayor en 1945, marcó mucho el estilo de los integrantes del Grupo.
Era obligatoria la presencia de Álvaro Cepeda Samudio, considerado con García Márquez —en las listas canónicas elaboradas por los entendidos— como los dos mejores cuentistas colombianos del siglo XX. La duda se presentó en la escogencia del cuento; se optó por Desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos, publicado en Los cuentos de Juana, un libro póstumo. Desde la aparición de Todos estábamos a la espera, en 1954, la atención de la crítica se centró en este joven autor. El mismo Hernando Téllez, tan reticente a hablar de los autores nacionales, se ocupó del libro recién salido. Ya en la antología del cuento hecha por Eduardo Pachón Padilla en 1959 aparece en ella Cepeda Samudio, también García Márquez, y eso demuestra el buen olfato que poseyó Pachón, a quien es justo rendirle un homenaje. Hoy por hoy, Cepeda en su vida y su obra es una leyenda. Y aunque la crítica literaria se ha ocupado mucho de él, su vida polifacética está exigiendo una buena biografía.
Una de las leyendas que corren sobre la riqueza del cuento en Barranquilla es la de los excelentes cuentos anarquistas publicados en la década de los veinte. Investigando el tema, se encontró que en Vía Libre, periódico de los anarquistas en esa década, hay avisos que hablan de «tómbolas, verbenas, teatro y cuentos».
En los números revisados no hay la presencia de este género. Cabe imaginarse que los cuentos leídos por los militantes de este movimiento serían los que eran habituales en todas las latitudes, o sea, Francisco Pi y Margall, Emile Zola, Magdalena Vernet, Anselmo Lorenzo, Julio Camba y otros. Sin embargo, el debate sostenido en 1924 en España entre Federica Montseny y José María Vargas Vila nos arroja algunas pistas. En efecto, la líder ácrata —cuyo padre, Juan Montseny, era el editor, entre otras publicaciones anarquistas, de La novela ideal— prevenía en varios escritos a los militantes para que cesaran de leer al colombiano Vargas Vila, por ser sus escritos de una influencia perniciosa. Al parecer, este autor en sus escritos en La Novela Semanal le hacía competencia a las publicaciones de los anarquistas españoles, que llegaron en estos años a los cincuenta mil ejemplares a la semana. Por inferencia, se deduce que Vargas Vila era un autor muy leído en todos los sectores populares nuestros. Repasados todos los números disponibles en los archivos de Vía Libre (en realidad unos disquetes traídos de Rotterdam, donde está la biblioteca más completa en el mundo del movimiento anarquista), se encuentran consejos de cómo debe escribir el autor libertario, pero no hay la presencia de los géneros de ficción. Cuentos de anarquistas solamente se encuentran en los cuarenta, los de Gilberto Carcía, un personaje pintoresco, oriundo de Ciénaga y radicado en Barranquilla, cuyos libros publicados presentan ideas libertarias, anticlericales, vegetarianas y esotéricas. Aceptable prosista, no lo era tanto como cuentista, por eso no lo incluimos. Murió en una playa solitaria, y su cuerpo solamente vino a ser descubierto por la corona de buitres que volaban a su alrededor.
De otras tendencias de la izquierda se encuentra el cuento Lenine en las bananeras de Francisco Gnecco Mozo, un médico oriundo de Santa Marta, pero que hizo periodismo en Barranquilla; concretamente, fue corresponsal de La Prensa en Ciénaga durante los sucesos de las bananeras. Este cuento fue publicado posteriormente en la revista Cromos de Bogotá el 15 de diciembre de 1928. O el cuento estaba escrito antes de las matanzas de las bananeras, en este caso era premonitorio y revela un estado mental de miedo-ambiente, o fue escrito después de los hechos, y entonces se ve un tanto débil frente a la magnitud del genocidio.
¿Que se leía en los círculos de izquierda además de los libros canónicos? Sería interesante indagarlo. Por lo pronto, hay un artículo de Ramón Vinyes que revela que dos jóvenes marxistas que conversaban con él en el café Roma admiraban a Krishnamurti (Selección de textos, vol. 2, p. 203).
De Olga Salcedo de Medina se incluye el cuento Desolación de su libro En las penumbras del alma. La autora, una mujer con figuración cívica y política, llegó a ser incluso miembro de la Constituyente del 57. Su novela Se han cerrado los caminos (1953) tuvo más resonancia que su primer libro. El tema de un adulterio y un pasaje donde la protagonista admiraba su desnudez desató el escándalo. En los círculos intelectuales se decía que ese pasaje se parecía a uno similar en La amortajada de María Luisa Bombal. Sea lo que fuere, era una autora controvertida, aunque más por su personalidad que por su obra. Al caer la dictadura militar se alzó un cartelón en el Paseo Bolívar de Barranquilla que decía: «Olga, se te han cerrado los caminos». Su mayor gloria, inadvertida en su época, es que la novela dio lugar a un libreto para la radio, escrito por un joven periodista: Gabriel García Márquez. De su libro de cuentos, la autora escribía en el introito: «Sin pretensiones les entrego hoy, esta mi primera y deficiente obra, así con todos sus defectos, sin maquillaje, con el orgullo de su pobreza literaria.» Publicado en la antología del cuento de Eduardo Pachón Padilla en el 59, no ha vuelto a ser publicado en ninguna antología.
Amira de la Rosa se hace presente con su relato Marsolaire, más que cuento, una nouvelle para los entendidos. En su momento el libro tuvo elogios encendidos de columnistas como «Calibán», Luis Eduardo Nieto Caballero, J. M. Pemán y otros. Años después, y al referirse a su obra, Alfonso Fuenmayor escribió: «Aparte de las cinco obras de teatro a su pluma debidas, lo más extenso que produjo fue su relato novelado Marsolaire que se desarrolla a orillas del Caribe. Es un libro delgado, de nimio espesor, de quizás menos de cincuenta páginas. Don Ramón Vinyes dijo que lo leyó en algo así como un santiamén, como buen gallo de lectura, precisó». («Ni más acá ni más allá», Diario del Caribe, 23 de diciembre de 1988).
Autora de la letra del himno de Barranquilla, vivió sus últimos años en un reconocimiento público. Posteriormente, el teatro municipal de la ciudad fue bautizado con su nombre. Sin embargo, sus obras de teatro hoy por hoy han desaparecido. De Las viudas de Zacarías y Madre borrada se conservan tan sólo una grabación sonora de cuando fueron representadas. Se han hecho varias ediciones de su prosa (viñetas, semblanzas, etc.) y de Marsolaire.
Lo que dicen los carteles, de Eduardo Arango Piñeres, fue publicado en 1955 en su libro de cuentos Enero 25. La crítica fue entusiasta y se le calificó como uno de los pioneros en el cultivo del cuento fantástico. Así lo calificó, entre otros, Anderson Imbert en su Historia de la literatura hispanoamericana. Su cuento Adónde va Mr. Smith, de corte fantástico, y aparecido en un suplemento literario de El Tiempo en 1955, fue reproducido en varias antologías nacionales e internacionales. Como escribió, a propósito del tema, Javier Arango Ferrer: «Un cuento es bueno cuando el lector desea conocer la obra completa de ese autor».
Cambio de clima, de Antonio Escribano Belmonte —un español radicado en Barranquilla y con una columna muy leída en El Heraldo titulada «El zoo de cristal»—, fue tomado de su libro Cuentos costeños. En una especie de costumbrismo tardío presenta la oposición entre la mentalidad y sentir andinos contrapuestos al barranquillero. Se puede decir de este cuento que lo que falta en excelencia literaria es compensado en los datos para el historiador y el sociólogo.
El baile, de Carlos Flores Sierra, fue tomado de su libro Malandaria (1990). Sus primeros cuentos fueron publicados en diversas revistas bogotanas y locales. En los setenta, y como diplomático en Rumania, publicó en rumano su novela La crisis (1977), y posteriormente, en 1980, en español. En Malandaria, un libro de cuentos escrito en la total madurez vital y estilística, Flores Sierra se reafirma como uno de los más interesantes cuentistas, con un estilo rico, exuberante en un entresonar de ecos de bandas de jazz y lectura de salmos.
Ninguno de los mencionados perteneció al «Grupo de Barranquilla», más aún, Flores Sierra escribió un folleto, Grupo de Barranquilla, Grupo de Cartagena: fábula y enigma, donde niega la existencia de ambos. Lo que queda claro es que en esos cincuenta la vida literaria y el cultivo del cuento en la ciudad se dieron en forma significativa.
En estos años sesenta se dieron varios grupos culturales en los que predominaba un espíritu renacentista. Quiero decir, que se interesaban por todas las expresiones artísticas sin cultivar una específicamente. Eran poetas al mismo tiempo que pintores, músicos que eran cineastas, escritores que eran pianistas y críticos que eran actores. Pasado el tiempo, el balance es más de expectativas que de realizaciones.
Uno de sus más caracterizados representantes es Julio Roca Baena, cuyo único cuento, muy borgeano, Recordando al viejo Wilbur, que originalmente fue firmado con el seudónimo de «Federico de la Torre», es el que publicamos. Apareció en Intermedio, suplemento dominical del Diario del Caribe, en un número dedicado a la literatura policíaca, y en el que, siguiendo una vieja tradición literaria, se inventó un autor de novela negra de quien nadie había oído hablar. Traductor de varias novelas del inglés para una editorial española, y autor de la novela en busca de editor Un lobo en el jardín, y de los exquisitos textos Los cuadernos de Isabel, Julio Roca fue durante mucho tiempo como editor de un periódico local, como crítico de cine, comentarista musical, melómano exquisito y poeta inédito, una presencia cultural importante en la ciudad. La inclusión de este excelente cuento es, como decía Shakespeare, «limosnas para el olvido».
En esta Barranquilla de los sesenta, sin suplementos literarios, los poetas y escritores no tenían otra salida sino la de volverse críticos de cine (porque era de las pocas cosas que les publicaban en los periódicos) o emigrar al exterior.
Álvaro Medina, quien emigró y volvió, escribía cuentos ganadores de concursos. Los muchachos, uno de ellos, es el que se publica en esta selección. Dedicado a la crítica de arte, tiene una novela finalista en el concurso «Biblioteca Breve» de Seix Barral que se ha vuelto tan mítica como inédita.
Postmodernista, antes que existiera el término, Alberto Duque López se presenta con un cuento de madurez, Retrato de una señora rubia durante el sitio de Toledo (1995). Casi adolescente ganó con su novela experimental Mateo el flautista el premio «Esso» (1968), y desde ese momento han seguido varias novelas muy comentadas. En el cuento publicado aparecen todas las obsesiones del novelista: el cine, Hemingway, cierto cosmopolitismo, el toque policíaco.
Marvel Moreno se presenta con uno de sus primeros cuentos, La sala del niño Jesús (1976). A su muerte (1995) era considerada como una de las mejores cuentistas del país. Ganadora de un premio en Italia por su novela En diciembre llegaban las brisas, se convirtió, junto a García Márquez y Jorge Amado, en uno de los tres autores latinoamericanos mejor vendidos en dicho país. Al leer este cuento, de una inusual hondura psicológica no tan frecuente en nuestras letras, no sorprende este reconocimiento.
En los setenta, el Suplemento del Caribe, en Barranquilla, Estravagario, en Cali, y el Dominical de Vanguardia Liberal, en Bucaramanga, abrieron sus páginas a los nuevos escritores, y se convirtieron en alternativas de los suplementos capitalinos. Fue así como en el Suplemento del Caribe, y después en su sucesor Intermedio, se agruparon muchachos como Ramón Molinares, cuyo cuento El ocaso de un viudo, premiado en un concurso nacional, se publica. También está Historia de un hombre pequeño, de Guillermo Tedio, premiado, a su vez, en otro concurso nacional y que fue publicado en su libro de cuentos También la oscuridad tiene su sombra (1984). Jaime Manrique, antes de irse definitivamente del país, publicó sus cuentos, ganó concursos de poesía, escribió libros de crítica cinematográfica, y también publicó una novela esperpéntica: El cadáver de papá. En este cuento, En la región de la oscuridad, cabalga en sus dos mundos.
Los lectores del Suplemento del Caribe esperaban con ansiedad cada salida del dominical, entre otras cosas, para seguir leyendo esos Cuentos breves crueles con que los gratificaba Álvaro Ramos, un joven arquitecto, fotógrafo aficionado, «cuentista a ratos», como el mismo se definía. Con un silencio de casi dos décadas, esta selección quiere recoger una muestra de esa producción inexplicablemente suspendida.
Walter Fernández con La tercera alusión y Antonio del Valle Ramón con Un asunto de honor se hacen presentes en este libro como una muestra de nombres no consagrados, pero que en una lenta y paciente labor están indicando cómo el cuento tiene sus cultores silenciosos y excelentes. Ganadores de concursos, ambos esperan un editor para sus libros, por lo pronto en las tertulias de la Librería Vida, de las que son miembros de número, leen sus nuevos cuentos en una ciudad donde no es fácil publicarlos.
Desde su publicación, a finales de los setenta, Vestido de bestia, de Julio Olaciregui, desató el interés sobre la obra de su autor; posteriormente, y radicado en Francia, sus novelas Los domingos de Charito y Trapos al sol confirmaron esa meditación sobre lo trivial, casi «una ontología de la cotidianidad». Esta Historia del vestido es una representación cabal de lo afirmado.
Vamos a encontrar tu paraguas negro, Margot, de Jaime Cabrera González —otro autor también en el exterior, también premiado, exdirector de Cofa de mesana, otra de esas publicaciones literarias de muchos sueños y poca plata—, expresa esas tentativas de una realidad cruda contada en forma surrealista.
Historia de Juan Torralbo, de «Henry Stein», publicado en el libro Dentro de poco sonará el despertador, confirma todas las sospechas sobre este autor, que es uno de los mejores discípulos que tiene Jonathan Swift, o si se quiere, de un Macedonio Fernández antes de ser descubierto por Borges.
Miguel Falquez-Certaín, erudito y políglota, radicado desde hace décadas en el exterior, pero con colaboraciones continuas en nuestras publicaciones, nos trae con Vedados de ilusiones una añoranza de la Barranquilla de los cincuenta, ahora tan lejana.
Todo lector es en potencia un antólogo, pero pocos llevan sus obsesiones hasta el extremo de hacer un libro. Al leer, se quiere que otros compartan esa lectura, se quiere engendrar lectores. No hay que olvidar, sin embargo, que toda antología, o su hermana menor, una selección, conlleva una gran arbitrariedad.
En aras de la objetividad se fijaron unas reglas en la selección. Así, de los años cincuenta para atrás, lo importante era la presencia literaria del cuentista escogido. Por eso fueron seleccionados dos españoles, Vinyes y Escribano Belmonte: por su importante irradiación literaria entre nosotros. En el caso del «sabio Catalán», también como un justo homenaje.
No es éste un proemio galeato. Los escogidos, a partir del acápite «La otra orilla», lo fueron por alguna de estas tres razones: a) por tener un libro de cuentos publicado, o b) por haber sido premiado en algún concurso de cuentos nacional o internacional, y c) en última instancia, porque este seleccionador estuviera convencido de su calidad o importancia.
Se tuvo especial cuidado en no incluir autores que aparecieran en antologías de departamentos distintos al del Atlántico.
Se ha pretendido atinar en la escogencia de los veinticinco cuentistas y sus cuentos (un número mayor sería demasiado condescendiente). Que se haya logrado lo dirán los críticos, los lectores y, sobre todo, el implacable juicio del tiempo.
Barranquilla, 4 de marzo de 2000
A José Luis Ramos,
coordinador del Ceres.
A Ariel Castillo,
por sus valiosos consejos.
A William Salgado Escaf,
por el préstamo de su colección de «Vía Libre».
A Zoila Sotomayor, Henry Stein y Munir Kharfan
por su apoyo editorial.
A los integrantes de la tertulia de la Librería Vida,
por sus incansables críticas y vapuleadas verbales, que me acicatearon a hacer esta selección —y terminarla—.
«LYDIA BOLENA»[*]
Era pequeña, pintoresca, esmeradamente limpia y con muchas vidrieras de colores. Una variedad de helechos montañeros y de guarias que se cubrían de capullos solferinos en el verano, colgaba en cestillos musgosos a lo largo del corredor exterior dándole la apariencia de un bosquecillo artificial a través de cuyas frondas las bombas de luz semejaban una bandada de luciérnagas.
Situada en una de las avenidas más alegres y trajinadas de la capital, en terreno alto y sobre pilastras de concreto que la suspendían a más de un metro del suelo, señalábase entre las demás viviendas del barrio por la elegante sencillez de su estilo, la blancura deslumbradora de sus cortinillas de encaje y el buen gusto que se mostraba en su aliño y compostura.
Frecuentemente, por las tardes, solía verse a la dueña y señora de aquel hermoso nido asomada a una de las ventanas del salón apoyada sobre un cojín de seda roja bordado con dragones de hilo de plata. Parecía estar dentro de ese término ambiguo de la edad femenina que se ha dado en llamar segunda juventud y de la cual se dice que si es menos lozana que la primera en cambio es mejor comprendida y cultivada. Un par de ojos grandes luminosos, aunque tímidos adornábanle la faz, y una expresión ingenua, casi infantil, lucía en su sonrisa siempre discreta y oportuna. Usaba los cabellos cortos de acuerdo con el último patrón de la moda y en su atavío notábase la misma graciosa pulcritud que distinguía su morada.
Todo en lo visible de aquella vida acusaba tranquilidad plena de ánimo, paz de pensamiento, ausencia absoluta de turbulencias y desequilibrios. El más audaz explorador de esa selva primitiva de los sentimientos humanos solamente habría visto allí llanuras soleadas y apacibles horizontes; el buzo mejor orientado en honduras espirituales, el mejor conocedor de arrecifes y bajíos de la conciencia, nada que no fuera serenidad lacustre observara en ella.
Sin embargo, un pasado cercano que no tardé mucho en conocer formábale a esa dama algo así como una estela de triste celebridad.
Pertenecía a una familia sin fortuna que se dio prisa en buscar acomodo para sus retoños. Y no fue malo por cierto el que a ella tocara, si para el caso de aprisionar el cuerpo y el alma de una mujer, fueran suficientes buen juicio, posición y dinero. En todo esto abundaba el marido que obtuvo apenas entrara en los cuatro lustros. Era éste un comerciante extranjero que la rodeó de holguras y de mimos pero no de pasión. Tenía ese comerciante un empleado de caja de toda su confianza, joven, de buena facha, listo, resuelto y de regular versación en torneos galantes. No era aquel hombre para desperdiciar idilio que le saliera al paso ni ocasión dichosa que le quedara al alcance de la mano. Sobre tales disposiciones y alrededor de la belleza juvenil de la patrona sopló hasta levantar llamarada el geniecillo infatigable de las eternas travesuras, y por varios meses cuentan que fueron aquellos amoríos los más sonados entre los de la especie prohibida, y que sus querellas y cuitas conociéronse en todos los estrados y comentáronse en todos los corrillos.
Cuando el esposo defraudado abrió los ojos ante el abismo y apareció el descalabro de su hogar, sin vacilar un punto resolvió sacar del mundo al dependiente traidor y lo hizo abriéndole la cabeza con la misma serenidad con que abría sus cajas de mercaderías. Dicen que fue aquel un golpe de mazo maestro, firme y certero, que dividió el cerebro del infeliz cual si hubiese sido una nuez.
Y esto pasó en la vivienda encantadora de los helechos montañeros y de las guarias que se cubrían de capullos solferinos en el verano; en presencia de la señora de ojos luminosos y risa aniñada y dentro del mismo saloncito aquel lleno de monadas donde se le veía asomada a la ventana apoyada sobre un cojín de seda roja bordado con dragones de hilo de plata.
Y todavía hay quien diga, y hasta quien lo asegure, que los hechos bárbaros e inhumanos dejan siempre huella visible…
RAMÓN VINYES[*]
Estaba gravísimo y el médico había dicho que, según sus cálculos, el enfermo moriría de un momento a otro.
—¿Qué cálculos ha hecho usted? —le preguntaba la señora del enfermo, que era muy curiosa y que siempre quería enterarse de todo lo que pasaba en la casa.
—He hecho estos cálculos. No son nada, pero los he hecho. A mí siempre me gusta hacer mis cálculos. Y enseñaba una pizarra en la que había escrito con tiza lo siguiente:
163
+ 24
345
432
– 20
412
La señora del paciente y numerosas visitas que estaban en la habitación del enfermo aplaudían, y un caballero, que entendía mucho de cálculos porque en su juventud había estado en Calcuta, dijo:
—Pues, si efectivamente el doctor ha hecho estos cálculos, no tiene más remedio que morirse o nosotros somos unos tontos.
Pero cuando el enfermo se iba a morir, era precisamente cuando entraba el caballo a la alcoba y al enfermo le daba la risa y ya no podía morirse ni nada…
—Es inútil —decía el enfermo a su mujer y a las numerosas visitas que llenaban la habitación y cuyos nombres lamentamos mucho no recordar—. Mientras este caballo siga entrando en la alcoba me entrará la risa y no podré morirme nunca.
—Pues no le mires —le decía su mujer, que era una mujer práctica. Y después añadió, siguiendo esa costumbre de añadir algo que siempre tienen las mujeres y que es lo que las pierde y lo que termina por hacerlas antipáticas. —Además, no sé por qué tiene que darte tanta risa ver a ese caballo. Ni que fuera Pompoff y Thedy, célebres payasos españoles nacidos en Granada y que con sus hijos Zampabollos y Nabucodonorcito han recorrido el mundo triunfalmente. Pero lo que le hacía gracia al enfermo no era el caballo como tal caballo, sino la manera que tenía de entrar a la alcoba y de mirarle.
Primero, tímidamente asomaba una pata por la puerta, después, la otra pata, y más tarde, la cabeza y la cola. Y cuando había asomado estas cuatro cosas que no son mancas, asomaba el resto del cuerpo y entraba en la habitación de lleno y miraba al enfermo con indiferencia y con asco. Y después de mirarle un rato ponía cara de aburrimiento y se marchaba otra vez al gabinete.
Nadie, además, sabía lo que hacía allí ese caballo, ni quién era, ni cómo se llamaba, ni de qué modo había podido subir hasta el piso tercero de aquella casa en la que habitaba el enfermo. Pero el caso es que el caballo estaba allí desde por la mañana y que nadie le había visto entrar y que no había manera de echarle a la calle.
Alguien dijo, con mucha razón, que a lo mejor aquel caballo era de la criada porque las criadas de ahora no son como las de antes. Pero cuando la señora llamó a la sirvienta y le preguntó si aquel caballo era de ella, la sirvienta, después de mirar al caballo por todos lados y de tocarle bien las patas y las orejas y de subirse encima un buen rato, dijo que aquel caballo no era de ella, y que, además, nunca en su vida había tenido caballo y que, por otra parte, no recordaba haberlo visto antes.
La señora lo puso en duda.
—Usted estuvo el domingo en los toros. ¿No recuerda haberlo visto allí en la plaza? ¿Por casualidad no la habrá seguido el caballo hasta la puerta y después ha tenido el atrevimiento de subir hasta aquí?
—No —afirmó la sirvienta con gesto rotundo—. Lo juro por mi honor. Y se marchó a la cocina llorando.
* * *
Habían intentado empujarlo y hacerle bajar por las escaleras para echarlo a la calle. Pero cada vez que lo intentaban el caballo se ponía a relinchar y a dar patadas y los vecinos de abajo protestaban porque decían que con aquel ruido no había manera de leer el periódico de la noche.
Pretendieron también en vano encerrarle en el gabinete y que se quedase allí entretenido con algunas revistas ilustradas que había encima de una mesa. Pero en cuanto lo dejaban solo se escapaba del gabinete y entraba en la habitación del enfermo, y al enfermo entonces le daba la risa y no podía morirse.
—Vamos, Fernando, no seas pesado—, le decía su mujer. —Estos señores han venido a verte morir y tienen prisa. No puedes hacerles esperar tanto tiempo.
El enfermo comprendía que su mujer tenía razón y que, además, estaba poniendo en ridículo al médico, que había hecho sus cálculos y todo.
Pero no podía remediarlo. Era algo más fuerte que él. Aquel caballo en la alcoba le producía una risa, todo lo ridícula que se quiera, pero que le impedía morirse seriamente.
—¿Por qué no le canta usted una romanza a ver si así el caballo se espanta y se va? —le había dicho el médico a una soprano que estaba allí de visita. Pero la soprano cantaba la romanza y el caballo, lejos de asustarse, la escuchaba con entusiasmo, y al final, hasta daba señales de aprobación.
Las visitas, con todas estas cosas, estaban pasando un rato violentísimo, y para que el enfermo se distrajese y no le entrase la risa al ver el caballo, iniciaban conversaciones animadas y acaloradísimas discusiones. Pero era inútil. El enfermo seguía riéndose al ver al caballo y no había manera de que muriese.
—Acabarás poniéndome nerviosa —decía la mujer—; si no fueses tan niño como eres, ya podías haberte muerto hace más de una hora, como te ha ordenado el médico.
—¿Pero, qué quieres que haga? —se disculpaba el marido avergonzado—. Estas cosas no pueden remediarse. Tú también te ríes cuando ves que alguien pisa una cáscara de plátano y se resbala.
—Pero yo no me estoy muriendo como tú —contestaba su esposa con mucha razón.
El doctor dijo que nunca había conocido un caso semejante y que lo mejor sería celebrar una consulta con otros compañeros.
—¿A quién le parece usted que debemos llamar?
—Yo creo que lo mejor es llamar al doctor Hernández… Sabe unos chistes muy graciosos y con él no se aburre uno nunca.
Y entonces vino el doctor Hernández y en cuanto vio al caballo se puso muy contento y empezó a dar carreras por el pasillo.
El enfermo se puso furioso. «Así no hay manera de morirse».
Y se levantó, se vistió y se fue al Círculo a jugar una partida de póker con sus amigos.
Las visitas y los médicos al poco rato se fueron también.
Y el caballo, lleno de aburrimiento, se quedó dormido en la cocina.
VÍCTOR MANUEL GARCÍA-HERREROS[*]
—Me alegro de que hayas venido, porque no te esperaba. Siempre me visitas por la noche…
Humberto la encontró lánguidamente sentada en una mecedora, con los ojos apagados y un cigarrillo en los labios.
Gozó una vez la más agradable sensación que aquella salita le producía. Se hallaba uno en ella como en el campo, sin febriles ruidos de la ciudad, envuelto en las sutiles gasas de silencio. Una rama del almendro del patio entraba intermitentemente por la ventana con la brisa tarda de la tarde, y el cielo, de tan puro azul vestía, estaba más lejano que nunca.
—Debes hacer todo lo posible por distraerme. Estoy de mal humor y tengo un fastidiante dolorcillo de cabeza. Ya sabes: esta elegante jaqueca que me da una displicencia agradable.
Humberto miró los nuevos objetos que había en las mesas de mármol.
—Veo que aumentas tu colección de cosas feas.
—¿Feas? Es que no quieres comprender la belleza de la fealdad.
Con repentino entusiasmo, se animó un momento, y sus labios se abrieron; pero murió en ellos el grato anuncio de la palabra encendida y ágil, ante la queja breve que no de la boca, sino de los ojos pareció salir:
—¡Qué fastidio!
Se hundió los dedos en el abundoso cabello claro; un cabello nórdico del agresivo color que Ludwig van Zumbusch encontrara para su rolliza Niña de la pelota.
Humberto la halló deliciosa con aquella expresión de fatiga; deliciosa y frágil. Su boca, que sabía la locura de las risas desordenadas, se inmovilizó desapaciblemente, más provocativa que nunca.
—Vamos, Humberto: dime algo interesante.
—Pero si tú sabes que nunca he sabido decir cosas interesantes.
—¡Hombre! … Un chisme cualquiera… Habla mal de tus amigos. Aunque sea eso, que es lo mejor que hacen ustedes… Indudablemente: eres aún muy niño.
—Son veinte los años que tengo. Veinte años vividos muy bien, ¡gastándole el dinero a mi padre! Ya te has dado cuenta de lo sabroso que es el dinero del viejo. Precisamente, te traigo…
—No, no. Guárdatelo: me aburre el oro. Tengo más del necesario, y no es dinero lo que ahora quiero.
—¿Qué, entonces? Dime: haré todo lo posible por complacerte. A pesar de que tus caprichosos son incomprensibles, me agradan.
—Quiero que me hables de nuestros amores. Ven; siéntate aquí.
—Te obedezco: pero antes… ¿Me haces un favor?… Pon los pies sobre esta silla… Que los pueda yo ver… Así: ¡qué adorable eres!
—Principia.
—Mira: están encendiendo las luces.
—Como si fueran indispensables en esta tarde tan clara. Ve qué bonita está la sala: todo el crepúsculo se ha metido aquí adentro.
—Te vi, la primera vez, en un almacén. Comprabas no recuerdo qué. Lucías unas lindísimas zapatillas de charol con hebillas de nácar.
—Te estacionaste en la acera de enfrente…
—Sí, porque me gustaste mucho. En la esquina subiste a un coche. Media hora después volví a verte: habías cruzado los pies hacia fuera…
—¿Y que más?
Transcurrió una semana. Una noche fuiste a teatro; llevabas un sombrero inquietante, y unas zapatillas blancas y pequeñas. Daban «Los ojos de los muertos», de Benavente. Me senté en el palco vecino, y te hablé. Te hice brillantísimas proposiciones.
—Sí, sí… Me hubiera yo reído esa noche con toda el alma.
—¡Sí te reíste!… Te vi la risa en los ojos y en la sonrisa. El siguiente día…
—Tuviste la audacia de venir a mi casa.
Y aquella noche no fui por mi tía Josefa, a quien había invitado a teatro. Mi padre me riñó fuertemente, y yo me vengué diciéndole a mi hermana Lola —pensando en los tuyos tan breves— que tenía unos pies de soldado alemán.
—¿De verdad los tiene muy grandes?
—Terriblemente grandes, te digo. Intolerables.
El crepúsculo se había ido. Se oscurecía el verde de las hojas del almendro. Llegaba una noche con brisas suaves y profusión de estrellas.
Gilma encendió un cigarrillo y miró a Humberto con mirada honda que lo penetró, y se le quedó adentro como una inquietud. Hubo un instante de duda en ella, casi de lástima por él. Y le habló resueltamente:
—Es necesario que terminemos esta noche, Humberto. Hay mucho hastío en tu vida y en la mía para darles el de nuestro dorado capricho, que no tardará en venir.
Y se echó hacia atrás, con indiferencia por lo que pudiera suceder. Humberto palideció, estrujado y empequeñecido. Había en su silencio la angustia de una tragedia cumplida.
Gilma observó los esfuerzos que él hacía por conservarse varonil, y comprendiendo que en aquel adolescente voluntarioso y mimado había el alma fuerte de un hombre, quiso, sincera, atenuar su mal de amor y hacerle menos dura la realidad del instante.
—Van a ser las siete —dijo— ¿Sabes por qué, a pesar de tus ruegos, nunca he consentido en permitirte ver mis pies? Un rasgo de amor propio… Siendo niña, me arrancaron una uña… El dedo me quedó como un ojo vaciado. Es horrible, ¿verdad?
Humberto se llegó a la puerta; y Gilma, con mimos adorables pero lejanos, como de un pasado borroso, le arregló el bermejo mechón que le caía sobre la frente.
—Siempre estás despeinado, como los poetas. Lo cierto es que tienes un bellísimo cabello, tumultuoso y raro.
JOSÉ FÉLIX FUENMAYOR[*]
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