Tabla de Contenido

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Utopías interculturales

Intelectuales públicos,
experimentos con la cultura
y pluralismo étnico en Colombia

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A Mimi

 

 

Utopías interculturales

Intelectuales públicos,
experimentos con la cultura
y pluralismo étnico en Colombia

 

 

 

Joanne Rappaport

Autor

 

 

Mercedes López

Traductora

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COLECCIÓN TEXTOS DE CIENCIAS HUMANAS

 

© 2008 Editorial Universidad del Rosario

© 2008 Universidad Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, Escuela de Ciencias Humanas

© 2008 Universidad del Cauca

© 2008 Joanne Rappaport

© 2008 Mercedes López, por traducción

 

 

ISBN: 978-958-738-751-3

 

Primera edición en español: Bogotá, D.C., octubre de 2008

Título de la versión original: Intercultural utopias

Public intellectuals, cultural experimentation, and ethnic pluralism in Colombia

Primera edición en inglés: 2005

Coordinación editorial: Editorial Universidad del Rosario

Revisión de artes: Leonardo Holguín Rincón

Diagramación: Margoth C. de Olivos

Diseño de cubierta: David Reyes

Imagen de cubierta a partir de: “Juan Tama mural at he Village of Juan Tama”,

Santa Leticia. Foto Joanne Rappaport

Desarrollo ePub: Lápiz Blanco S.A.S

Editorial Universidad del Rosario

Carrera 7 No. 13-41 Tel.: 2970200 ext. 7724

editorial@urosario.edu.co

 

 

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo
escrito de la Editorial Universidad del Rosario.

 

RAPPAPORT, Joanne

Utopías interculturales. Intelectuales públicos, experimentos con la cultura y pluralismo
étnico en Colombia / Joanne Rappaport. —Escuela de Ciencias Humanas. Bogotá:
Editorial Universidad del Rosario, 2008.

334 p. — (Colección Textos de Ciencias Humanas).

 

ISBN: 978-958-738-751-3

 

Comunidades indígenas - Colombia / Etnología - Colombia / Comunidades indígenas -
Colombia - Aspectos culturales / Antropología cultural - Colombia / I. Título / II. Serie.

 

305.8861 SCDD 20

Impreso y hecho en Colombia
Printed and made in Colombia

Agradecimientos

Este libro se basa en una investigación que se realizó durante los veranos desde 1995 a 2000 en las ciudades de Popayán y Bogotá, y en varias comunidades rurales del Cauca, Colombia. La investigación comenzó en 1995, cuando el Instituto Colombiano de Antropología (ICAN) nos solicitó a David Gow y a mí realizar un estudio exploratorio de los nasas de Tierradentro, que a raíz de una serie de terremotos y avalanchas se habían desplazado y reasentado en otros territorios.1 Entre 1996 y 1997, el Instituto Colombiano para el Desarrollo de la Ciencia y la Tecnología (Colciencias) financió una investigación del ICAN sobre movimientos sociales, en la cual David y yo hicimos parte del equipo investigador. Agradezco a María Victoria Uribe, entonces directora del ICAN, a Claudia Steiner, entonces directora de la sección de antropología social del ICAN, y a María Lucía Sotomayor, coordinadora del equipo de investigación, por la oportunidad de participar en ese proyecto. Agradezco la financiación que la Escuela de Posgrados de la Universidad de Georgetown me brindó para realizar la investigación durante los veranos de 1998, 1999 y 2001. En 1999 la Fundación Wenner-Gren para la Investigación Antropológica me concedió, junto a Myriam Amparo Espinosa, David Gow, Adonías Perdomo y Susana Piñacué, una beca de colaboración internacional, que facilitó un espacio de discusión para los temas tratados aquí. La beca fue renovada en el 2001 con la participación de Tulio Rojas Curieux en vez de Myriam Amparo Espinosa, que para entonces estaba involucrada en otros proyectos. El Centro Nacional de Humanidades (National Humanities Center) a través de una beca financiada por el Fondo Nacional para la Humanidades (NEH), me proporcionó un ambiente estimulante en el cual escribir este libro. Estoy especialmente agradecida con los otros becarios con quienes tuve la oportunidad de interactuar e intercambiar ideas. Agradezco también a la administración del Centro, a los bibliotecólogos, a los editores y a los ingenieros de sistemas, pues todos ellos hacen que ese maravilloso lugar funcione bien. En particular, estoy en deuda con Kent Mullikin, director del programa de becas, con Eliza Robertson, directora de la biblioteca, y con Joel Elliot, el ingeniero de sistemas. En el 2003 también recibí una beca de la Universidad de Georgetown que me permitió dedicar un semestre exclusivamente a la investigación, algo que también agradezco.

Las conversaciones que sostuve con el grupo de investigación colaborativo, en el cual tuve el privilegio de participar, enriquecieron mis perspectivas sobre experimentación cultural indígena y ampliaron mi visión sobre quién puede realizar etnografía y cómo debe hacerse. Aunque para este libro he buscado material etnográfico en las transcripciones de nuestras discusiones, no considero que estas conversaciones hayan sido una experiencia etnográfica en el sentido estricto, tampoco pienso que mis colegas nasas hayan tenido el papel de informantes. Por el contrario, ese intercambio que se dio durante el trascurso de la beca —y que continúa hasta el presente— fue un espacio vital para el análisis, semejante a los seminarios universitarios y a los paneles de los encuentros profesionales. La mayoría de los capítulos, de alguna u otra forma, recibieron comentarios de los miembros del equipo.

Mi investigación fue posible gracias a la voluntad para dialogar y a la hospitalidad de los integrantes del Programa de Educación Bilingüe (PEB) del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC).2 Ello a pesar de que repetidamente puse a prueba sus sentimientos. Si el equipo del CRIC no hubiera sido tan políticamente maduro, esas conversaciones no habrían sido posibles ni habrían sido tan provechosas como lo fueron. En particular, quisiera agradecer, por su paciencia y apoyo a los siguientes miembros del PEB: Hermes Angucho, Álvaro Cabrera, Mélida Camayo, Alicia Chocué, Rosalba Ipia, Yamilé Nene, Mauricio Parada, Benjamín Ramos, Alba Simbaqueba, Manuel Sisco, Luis Carlos Ulcué y Luís Yonda. En particular estoy en deuda con Graciela Bolaños, Abelardo Ramos e Inocencio Ramos por su amistad, las conversaciones que tuvimos y su hospitalidad. Graciela y Abelardo me invitaron a colaborar con ellos para realizar una historia del PEB. Esta experiencia generó nuevas perspectivas para la etnografía sobre la planeación cultural indígena y me dio pistas para analizar mis materiales; además me facilitó la oportunidad de participar en la organización. Inocencio y su entonces compañera Claudia Inseca fueron interlocutores constantes y perspicaces tanto en su casa en Popayán como durante los viajes a las localidades rurales. Los hermanos Ramos nunca me permitieron viajar sola en el campo, cada vez más peligroso, y me llevaron a rituales chamánicos de protección.

Ana Ruth Mosquera y Rubiela Estrada Mosquera hicieron que mi familia y yo nos sintiéramos como en casa en Popayán; nuestra familia extensa creció hasta incluir a Beto Estrada Mosquera, Nancy Charrupí y su hija Isabela; también a Juan Diego Castrillón, Costanza Valencia Mosquera y sus hijos. Cristóbal Gnecco, Cristina Simmonds y su hija Isabel también nos proporcionaron un hogar lejos de casa. En Tóez, nuestros compadres Felipe Morales y Mercedes Belalcázar nos acogieron con hospitalidad, así como en San José del Guayabal nuestra comadre Lucía Musse y sus padres, Jesusa Dicue y Mario Musse con quienes había vivido hacia finales de los setenta, cuando investigaba para mi disertación doctoral en Tierradentro. Los padres Antonio Bonanomi y Ezio Roattino de la parroquia de Toribío nos abrieron las puertas de su convento, y con ellos sostuvimos intensas discusiones y debates, además de darnos su hospitalidad. En Bogotá, siempre se nos dio la bienvenida en la casa de Graciela Bolaños y Pablo Tattay, donde las discusiones intensas y el trabajo arduo se combinaron con agradables comidas y con la amistad de sus hijos adultos, Libia y Pablito.

Muchas personas, del mundo académico y de otros ámbitos, nos proporcionaron elementos críticos para comprender temas relacionados con la identidad, el derecho y el surgimiento de los intelectuales. Por ello estoy profundamente agradecida con Antonio Bonanomi, Lisandro Campo, Mauricio Caviedes, Waskar Ari Chachaki, Henry Caballero, Antonio Chavaco, Lucho Escobar, Marcelo Fernández Osco, Herinaldy Gómez, Jorge Eliécer Inseca, Jean Jackson, Diego Jaramillo, Jon Landaburu, César Maldonado, Carlos Mamani Condori, Omaira Medina, Manuel Molina, Marco Tulio Mosquera, Bárbara Muelas, Jessica Mulligan, Luz Mery Niquinás, Alfonso Peña, Gildardo Peña, Alcida Ramos, Ezio Roattino, Stuart Rockefeller, Cristina Simmonds, Carol Smith, Libia Tattay, Pablo Tattay, Esteban Ticona Alejo, Benilda Tróchez, Odilia Tróchez, Julio Tróchez, Taita Floro Alberto Tunubalá, Arquimedes Vitonás, Kay Warren, James Yatacué, Ángel María Yoinó y los estudiantes de la Licenciatura en Pedagogía Comunitaria del CRIC. Carlos Ariel Ruiz, Leoxmar Muñoz y Donna Lee Van Cott sostuvieron conmigo provechosas conversaciones sobre el derecho consuetudinario y sobre la jurisdicción especial indígena; Carlos Ariel y Donna también me proporcionaron copias de las sentencias pertinentes de la Corte Constitucional, sin las cuales no habrían sido posibles los últimos capítulos. Daniel Mato y Walter Mignolo me advirtieron en repetidas ocasiones sobre la necesidad de leer textos antropológicos que vinieran de Latinoamérica, y no solamente análisis sobre la región. Aunque debo admitir que llevé sus consejos un paso más allá, y busqué en particular los trabajos realizados por los intelectuales indígenas. Los primeros borradores de algunos de estos capítulos fueron presentados durante los encuentros de maestros bilingües, activistas comunitarios, intelectuales indígenas y profesores de etnoeducación, así como a nuestro equipo de investigación; sus comentarios me ayudaron a repensar varios temas críticos. Algunos me pidieron que cambiara los nombres en el texto. Lo he hecho en algunas instancias, aunque en los casos de individuos que también son autores de publicaciones esto no ha sido posible.

Agradezco a Magdalena Espinosa, Stella Ramírez y Libia Tattay por las transcripciones de las entrevistas y las reuniones del equipo colaborativo. Con Libia también sostuve provechosas conversaciones. Ella no solamente transcribió los encuentros del equipo, sino que compartió conmigo sus impresiones sobre la dinámica de grupo.

Las versiones preliminares de algunos capítulos y las semillas de algunos de mis argumentos se presentaron en varios simposios y conferencias. Agradezco a las siguientes personas por invitarme a probar mis ideas en estos eventos, señalar nuevos caminos de interpretación y hacer críticas constructivas: Jaime Arocha (Bogotá, 2002); Ryan Calkins (New Haven, 2004); Manuela Carneiro DaCunha (Chicago, 2000); Jeffrey Gould (Bloomington, 2000); Rosana Guber y Hernán Vidal (Buenos Aires, 1996); Sally Han (Ann Arbor, 2002); Jean Jackson y Kay Warren (Cambridge, Massachussets, 1999); Adriana Johnson (Irvine, 2004); Bruce Mannheim (New Orleans, 2002); Daniel Mato (Caracas, 2002); Andrew Orta (Urbana, 2004), Joao Pacheco de Oliveira (Rio de Janeiro, 2002); Gyan Pandey (Baltimore, 2002); Carol Smith (Davis, 1996); María Lucía Sotomayor (Quito, 1997); Mark Thurner y Andrés Guerrero (Gainesville, 1999).

Algunos apartes del capítulo 5 aparecieron en mi artículo “Redrawing the Nation: Indigenous Intellectuals and Ethnic Pluralism in Colombia”, en: Mark Thurner y Andrés Guerrero (eds.), AfterSpanish Rule: PostcolonialPredicaments of theAmericas, Durham, N.C., Duke University Press, 2003, pp. 310-346. Partes del capítulo 7 se publicaron en mi artículo “Imaginar una nación pluralista: los intelectuales y la jurisdicción especial indígena”, publicado en Bogotá en el 2004 en la Revista Colombiana de Antropología, vol. 39, pp. 105-138. El epílogo aparece en mi artículo de 2004 “Between Sovereignity and Culture: Who is an Indigenous Intellectual in Colombia?”, International Review of SocialHistory, Supplement 12, vol. 49, pp. 111-132.

Henyo Barretto, Graciela Bolaños, Román de la Campa, Gloria Castro, Jan French, Charles Hale, Aurolyn Luykx, Bruce Mannheim, Daniel Mato, Diane Nelson, Andrew Orta, Yoshinobu Ota, Joao Pacheco de Oliveira, Abelardo Ramos, Gustavo Lins Ribeiro, Mart Stewart, Mark Thurner, Kay Warren y los participantes en mi seminario de autoetnografía de otoño de 2001 en la Universidad de Georgetown me proporcionaron comentarios estimulantes sobre partes de este escrito. Lucas Izquierdo realizó una cuidadosa revisión de las sentencias de la Corte Constitucional de Colombia sobre los conflictos sobre los derechos individuales y colectivos entre los grupos indígenas. También fue un interlocutor estimulante para el capítulo sobre ley consuetudinaria, además de un lector perspicaz de todo el libro. Los comentarios del grupo de lectura que formamos en el Centro Nacional de Humanidades –Kathryn Burns, Ginger Frost, Grace Hale, Susan Hirsch, Teresita Martínez, Paula Sanders, Moshe Sluhovsky, Erin Smith, Faith Smith y Helen Solterer– también fueron muy valiosos para este libro, aportando reflexiones bien pensadas sobre mi escritura y sugerencias profundas que le han dado más peso a mis argumentos; Helen, Moshe y Susan me hicieron agudos comentarios sobre otros capítulos además del que presenté al grupo. Rob Albro se prestó de manera generosa como voluntario para leer el primer borrador del libro completo y me hizo muchos comentarios perspicaces y lúcidos a los que no puedo hacer justicia. Fui afortunada al tener a dos revisores perspicaces en Duke University Press. Les Field, me animó a introducir más historias de vida de individuos con sueños utópicos atrapados en situaciones conflictivas. A través de sus comentarios y su propio trabajo me recordó que es posible hacer antropología seria y al mismo tiempo mantener un compromiso político. Jean Jackson, la otra comentarista, siempre ha sido para mí un ejemplo, debido a su compromiso permanente con la antropología colombianista y con los antropólogos colombianos. Por supuesto, a pesar de las contribuciones de todos estos lectores, asumo la entera responsabilidad por lo escrito acá.

Esta es mi segunda experiencia de trabajo con Valerie Millholland, de Duke University Press. Ella ha hecho de Duke un sitio crucial para los estudios latinoamericanos, contribuyendo a definir cómo pueden hacerse estudios de área comprometidos teóricamente. Ella también ha sido mi amiga durante los últimos años. Es un honor tener la oportunidad de trabajar a menudo con ella. También le agradezco el haberme puesto en contacto con Linda Huff, quien hizo un trabajo magnífico con los mapas y las ilustraciones.

Agradezco a Juan Felipe Córdoba, director de publicaciones de la Editorial de la Universidad del Rosario por su voluntad de facilitar la publicación de este libro en español. Santiago Restrepo se ocupó de la traducción al español y a Mercedes López quien revisó el estilo final de la versión castellana.

Agradezco a Irving y Betty Rappaport por su constante apoyo a lo largo de los años. Esta fue la primera experiencia de campo en la que compartí la investigación con miembros de mi familia. David Gow hizo parte de nuestro equipo colaborativo y ha sido un interlocutor constante y un crítico incansable. Durante muchas cenas en casa hemos debatido sobre diferentes aspectos de la política en el Cauca, las tensiones que ocurren al buscar un balance entre los compromisos políticos y académicos y los diferentes enfoques en el análisis de los movimientos indígenas. Trabajar con David ha hecho que este proyecto sea muy diferente a mis anteriores trabajos, llevados a cabo sola. La compañía de nuestra hija, Miriam Rappaport-Gow, quien visitó el Cauca por primera vez cuando tenía seis meses, ha hecho que nuestra investigación sea mucho menos solitaria e infinitamente más compleja. La amistad de Mimi con los niños nasas, que aprendieron palabras en inglés para comunicarse con ella a la vez que ella aprendía palabras en nasa yuwe y español para responderles, así como su amistad con varios niños de Popayán —algunos refugiados políticos— humanizaron nuestras temporadas de campo en un Cauca por lo general conflictivo.

Nota sobre la ortografía del nasa yuwe

A lo largo del tiempo el nasa yuwe, idioma de los nasas, se ha escrito con diferentes ortografías, comenzando por el diccionario, gramática y catecismo de 1755 de Fray Eugenio del Castillo y Orozco (1877 [1755]), párroco de Tálaga, Tierradentro. Sin embargo, fue durante las últimas décadas del siglo XX que los nasas comenzaron a emplear por sí mismos varios sistemas ortográficos en la esfera educativa. El primero de estos alfabetos (Slocum 1972), basado ampliamente en el alfabeto español, pero también en alguna medida en algunos préstamos del inglés, fue creado por el Instituto Lingüístico de Verano (ILV), una organización de misioneros evangélicos que tenía por objetivo traducir la Biblia a los idiomas indígenas y convertir a los pueblos indígenas al protestantismo evangélico. Hasta hace poco, el alfabeto del ILV era empleado no sólo por los protestantes nasas, sino también, con ligeras modificaciones, por los misioneros de la Iglesia Católica del Vicariato Apostólico de Tierradentro y por los intelectuales nasas responsables de la planeación educativa en las escuelas del Vicariato (García Isaza 1996). Como resultado de la formación avanzada en etnolingüística que varios nasas afiliados al Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) recibieron de la Universidad de los Andes a mediados de los ochenta, se desarrolló un alfabeto más riguroso (CRIC, s.f.c) para dar cuenta de la compleja fonología del nasa yuwe; este alfabeto se ha usado en la mayoría de las publicaciones del CRIC, con excepción de las primeras, que utilizaron una variante de la ortografía del ILV.

A comienzos de la década de 1990 se hicieron varios intentos por crear un alfabeto nasa yuwe unificado (Varios s.f.). En esa época se reunieron los proponentes del alfabeto del CRIC con los defensores de la ortografía del ILV y con algunos representantes del Vicariato Apostólico de Tierradentro. En alguna medida, las posiciones de estas tres partes obedecían a distintas apreciaciones sobre cómo debía escribirse la fonología nasa, y en particular en lo referente a la necesidad de seguir las convenciones ortográficas del español. Sin embargo, las principales diferencias entre estos grupos eran fundamentalmente políticas, ya que cada uno de ellos tiene una visión diferente de la naturaleza y de los objetivos del movimiento indígena. En el 2000 hubo un acuerdo sobre un alfabeto único (Abelardo Ramos y Collo 2000). En general, he optado por privilegiar la nueva ortografía unificada al utilizarla en las citas en vez de la antigua notación. A continuación están las normas básicas de esta ortografía, adaptadas de un artículo de Abelardo Ramos (2000, 52-53).

Consonantes

 

Básicas

p t ç k m n b d z g l s j y w r

La ç tiene un sonido fuerte, similar al de la letra k en inglés. Laj se pronuncia como en español. Esas fueron concesiones a la ortografía española. Las consonantes b, d, z, y g son prenasalizadas; en el alfabeto del ILV las letras m o n preceden a estas consonantes.

 

Palatalizadas

px tx çx kx nx bx dx zx gx lx sx jx fx vx

 

Oclusivas aspiradas sordas

Ph th çh kh

 

Oclusivas palatalizadas-aspiradas sordas

pxh txh çxh kxh

Vocales

 

Orales

a e i u

a’ e’ i’ u’ (glotalizadas)

ah eh ih uh (aspiradas)

aa ee ii uu (largas)

 

Nasales

â ê î û

â’ ê’ î’ û’ (glotalizadas)

âh êh îh ûh (aspiradas)

âa êe îi ûu (largas)

Las vocales nasales pueden escribirse con las siguientes diacríticas: â, ä, ã.

Abreviaciones de organizaciones colombianas

Organizaciones indígenas, programas y partidos políticos

ACIN: Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca

AICO: Autoridades Indígenas de Colombia ASI: Alianza Social Indígena

CECIB: Centro Educativo Comunitario Intercultural Bilingüe

CETIC: Comité de Educación de los Territorios Indígenas del Cauca

CRIC: Consejo Regional Indígena del Cauca

CRIT: Consejo Regional Indígena del Tolima

MAQL: Movimiento Armado Quintín Lame

ONIC: Organización Nacional Indígena de Colombia

PEB: Programa de Educación Bilingüe, CRIC

Organizaciones campesinas

ANUC: Asociación Nacional de Usuarios Campesinos

Grupos guerrilleros

ELN: Ejército Nacional de Liberación

FARC Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia

M-19: Movimiento 19 de Abril

Organización paramilitar

AUC: Autodefensas Unidas de Colombia

Organizaciones no gubernamentales e institutos de investigación

CINEP: Centro de Investigación y Educación Popular

FUCAI: Fundación Caminos de la Identidad

FUNCOP: Fundación para la Comunicación Popular

LA ROSCA: La Rosca de Investigación y Acción Social

TDH: Terre des Hommes

Organizaciones estatales

CNK: Corporación Nasa Kiwe

DAI: División de Asuntos Indígenas

ETI: Entidad Territorial Indígena

INCORA: Instituto Colombiano para la Reforma Agraria

Introducción

Colombia, tal como la conocemos por el cubrimiento de los medios de comunicación, es un país desgarrado por casi sesenta años de guerra civil. Los colombianos, fragmentados por la violencia guerrillera y el terror paramilitar que se alimentan del dinero de las drogas ilícitas, son herederos de un Estado débil. Una de las instituciones fuertes de ese Estado es el Ejército, que tiene lazos profundos con las fuerzas paramilitares de extrema derecha. Los colombianos, en particular aquellos que viven en las áreas rurales, en muchos casos no tienen acceso a los servicios básicos que se supone que el Estado debe proveer; en algunas regiones prácticamente no hay presencia estatal y el territorio está ocupado por guerrillas de izquierda que, aunque no tan sangrientas como los paramilitares, son culpables de numerosos abusos contra los derechos humanos y la autonomía local.3 En medio de esta compleja mezcla, sólo el dos por ciento de los cuarenta y dos millones de colombianos se reconocen a sí mismos como indígenas o viven en un resguardo, los territorios comunales asignados a los pueblos nativos y administrados por los cabildos, autoridades tradicionales indígenas. ¿Por qué escribir entonces un libro sobre utopías interculturales de pueblos nativos, cuando Colombia es indígena sólo en una pequeña fracción y además es un lugar que poco se conoce por sus sueños de utopía?

Los pueblos indígenas y el Estado colombiano

A pesar de la baja proporción de población indígena, un poco más de las cuarta parte del territorio nacional de Colombia está en sus manos, lo que representa más de un millón de kilómetros cuadrados de resguardos de propiedad comunal. El ochenta por ciento de los recursos naturales de Colombia está en esos terrenos. También allí se desarrollan algunos de los conflictos más violentos de la Colombia actual, que en muchos casos se dan por el control de los recursos y del terreno cultivable (Valbuena 2003, 14). Por tanto, aunque Colombia no es similar a Bolivia o a Guatemala en lo que se refiere al peso estadístico de su población indígena, la distribución de los pueblos nativos en ciertas regiones críticas les da una importancia que trasciende su impacto demográfico.

El discurso político de los indígenas también tiene mucho peso en la conciencia moral de Colombia debido a la fuerza que tienen las organizaciones étnicas. La primera en aparecer fue el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), que se fundó en 1971 y es una de las organizaciones indígenas más consolidadas del país. El CRIC se concibió como un consejo de cabildos para representar a los diferentes grupos étnicos del montañoso departamento del Cauca, en el suroeste del país, incluyendo a los kokonucos, guambianos, nasas y yanaconas; hoy día también comprehende al pueblo eperara-siapidaara de la costa del Pacífico.4 El programa original del CRIC se centraba en la recuperación de tierras, en la reconstitución de los cabildos y en la promoción de la cultura indígena (Avirama y Márquez 1995; Gros 1991). Este programa seguía los lineamientos que en la primera mitad del siglo XX había trazado el líder político nasa Manuel Quintín Lame (Castillo-Cárdenas 1987; Castrillón Arboleda 1973; Rappaport 2002).

Desde la fundación del CRIC, una vasta gama de organizaciones indígenas locales, regionales y nacionales han aparecido en la escena política colombiana, muchas de ellas siguiendo el modelo del CRIC. En el Cauca nacieron otras organizaciones a finales de los setentas, incluyendo una red de cabildos que se formó en torno a los líderes guambianos, y que se llamaría posteriormente AICO, o Autoridades Indígenas de Colombia (Findji 1992). La AICO surgió a partir de las críticas que realizaron los guambianos a la estrategia de recuperación de tierras del CRIC, que en los primeros años se centró en establecer cooperativas apoyadas por el Gobierno; por el contrario, la AICO defendía la reincorporación directa al resguardo de las tierras recuperadas. Sin embargo, es cierto que la AICO se desarrolló también a partir de una rivalidad que venía de siglos atrás entre los guambianos y los nasas, lo cual resultó en que los guambianos controlaran en sus primeros años la AICO y los nasas tuvieran una mayor influencia en el CRIC. En los años noventa, un grupo de cabildos nasa, en su mayoría bajo el liderazgo de protestantes evangélicos, constituyó un “movimiento no alineado”, tal como lo llamaron, que es independiente del CRIC y de la AICO, aunque sus demandas son similares a las de ambas organizaciones y sus cabildos se vinculan simultáneamente como miembros del CRIC. Esta constelación de agrupaciones, y sus contrapartes en otras regiones de Colombia, constituyen lo que yo llamaré el “movimiento indígena”. Este movimiento ha probado ser un contendiente mayor dentro del espacio político colombiano, ocultando en ello su propia diversidad interior y el hecho que representa una fracción tan pequeña de la población nacional.

En los años noventa el CRIC celebró veinte años de existencia, tiempo que ha dedicado a la muy exitosa recuperación de las tierras nativas, que habían sido usurpadas de los resguardos durante la Colonia y en el siglo XIX, y a la reconstitución de la autoridad política indígena en las regiones en las que los cabildos habían sido eliminados o cooptados por los principales partidos políticos. A lo largo de sus dos primeras décadas de existencia, el liderazgo de la organización pasó de los activistas rurales formados en los diferentes movimientos de izquierda que operaron en la región durante el siglo pasado, a un conjunto de líderes escolarizados y cosmopolitas que irrumpieron en la escena nacional con una crítica sofisticada a la política neoliberal del Gobierno y con sueños de construir una nación pluralista (Gros 1991, 2000; Jimeno 1996). De manera similar, los objetivos del CRIC se replantearon, para pasar de un énfasis en la recuperación del territorio a un propósito de intervención activa en los asuntos regionales y nacionales. La actitud contestataria de las organizaciones indígenas, en particular en áreas de conflicto armado, forzó al Gobierno colombiano a tomar en cuenta a los pueblos indígenas durante las dos décadas de negociaciones de paz que marcaron el final del siglo XX (Leal Buitrago y Chernick 1999). Los líderes nativos fueron impelidos a la arena legislativa con su participación en la redacción de la Constitución de 1991, que reconoce a Colombia como una nación pluriétnica y multicultural (Van Cott 2000a). Esta nueva Carta forzó a los colombianos a repensarse a sí mismos como una sociedad libre del mito de la homogeneidad racial y cultural, que había permeado el nacionalismo posindependentista de América Latina (Gould 1998). En este sentido, el movimiento indígena colombiano refleja los desarrollos que se dieron en Ecuador (Pallares 2002; Selverston-Scher 2001) y en México (Collier y Stephan 1997; Hernández 2002; Nash 2001; Stephen 2002) en cuanto a las nuevas nociones de ciudadanía étnica, a la inserción de las reivindicaciones indígenas dentro de las de otros sectores populares y la apertura de un diálogo de iguales entre los miembros de la sociedad dominante y los ciudadanos indígenas.

Investigación colaborativa

Comencé mi carrera como investigadora en Tierradentro, el corazón del territorio nasa, a finales de los años setenta. En ese entonces combiné investigación etnográfica sobre cómo la memoria histórica estaba codificada en la topografía con trabajo de archivo sobre las transformaciones del liderazgo nasa a lo largo de los siglos. Después de terminar la investigación para mi tesis, que escribí primero en español para cumplir con los requisitos de la beca que recibí de la Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales del Banco de la República, me alejé del Cauca por un tiempo a causa de los violentos conflictos que se dieron entre una guerrilla indígena, el Movimiento Armado Quintín Lame (MAQL) y el ejército colombiano. Me dediqué entonces al estudio de las organizaciones indígenas a nivel local, y para ello realicé trabajo de campo a lo largo de la frontera colombo-ecuatoriana en grupos de descendientes de la etnia pasto, quienes han aprovechado su memoria histórica para recuperar las tierras que les usurparon los terratenientes en el siglo XIX (Rappaport 2005). Siempre había buscado una relación colaborativa con organizaciones indígenas, pero en los años setenta el CRIC había rechazado mis acercamientos debido a su desconfianza hacia los académicos extranjeros o, de hecho, hacia cualquier cosa que proviniera de Estados Unidos. Regresé al Cauca en 1995, cuando el Instituto Colombiano de Antropología me pidió que hiciera un estudio etnográfico sobre las comunidades de Tierradentro que habían sido desplazadas en 1994 a causa de un terremoto y un masivo deslizamiento de tierras (Rappaport y Gow 1994). Al llegar al Cauca en esa época descubrí que el CRIC estaba abierto al diálogo; los activistas afiliados al Programa de Educación Bilingüe, algunos de los cuales habían leído mis publicaciones en español, abrieron espacios de diálogo con la esperanza de que yo compartiera mis análisis históricos con ellos. Comenzó así una colaboración de largo plazo, en la que la investigación etnográfica se unió con la participación en los seminarios, talleres y encuentros del CRIC, lo que llevó posteriormente a una investigación conjunta sobre la historia de la educación bilingüe como estrategia organizativa (Bolaños, Ramos, Rappaport y Miñana 2004). Además, me invitaron en numerosas ocasiones para facilitar o coordinar talleres. Así, el trabajo de campo que he realizado desde 1995 no es algo usual para un académico extranjero, en la medida en que combina investigación académica con colaboración, no en el escenario internacional, sino en los locales y regionales.

Complementé mi diálogo con el CRIC mediante la participación en un equipo de investigación internacional e interétnico, compuesto por académicos de Estados Unidos y Colombia, y por dos investigadores nasas, uno de ellos afiliado al CRIC y el otro un defensor del “movimiento no alineado” (quien últimamente se vinculó como experto en etnolingüística con la organización regional). El propósito de nuestro equipo fue compartir nuestras interpretaciones de la práctica étnica de la política en el Cauca, con el fin de establecer un diálogo mutuo que surgiera de tres sujetos posicionados de maneras diferentes —el investigador extranjero, el académico nacional y el intelectual indígena—, cada cual con su agenda de investigación y su metodología.5 La mayoría de los temas y de las categorías conceptuales que uso en este libro vienen de estas conversaciones que sostuve paralelamente con el CRIC y con el grupo de investigación interétnico. Privilegio esas categorías con la intención de hacer una antropología cuya agenda no refleje solamente los temas que están de moda en la academia estadounidense, sino que también se nutra de los conceptos con los que trabajan los intelectuales indígenas. Quizás la mejor manera para comprender la forma en que uno estas diferentes aproximaciones, una trasnacional y académica, y la otra activista, sea profundizar en cada uno de los aspectos que se mencionan en el título del presente libro: Utopías interculturales: intelectuales públicos, experimentos con la cultura y pluralismo étnico en Colombia.

La noción de lo intercultural

La idea de multiculturalismo se ha extendido durante las últimas décadas por Norteamérica y otras partes del mundo desarrollado, en donde los grupos minoritarios han luchado por obtener un mayor protagonismo no sólo al interior del Estado y la sociedad civil (Kymlicka 1995; Povinelli 2002) sino también del mundo académico (Turner 1993). Sin embargo, para los activistas latinoamericanos la interculturalidad —la apropiación selectiva de conceptos de distintas culturas con el fin de construir un diálogo plural entre iguales (López 1996)— ha sido más bien la noción que se ha aprovechado como medio para conectar campos como la educación bilingüe indígena con los objetivos políticos del movimiento por los derechos indígenas. Su filosofía está enmarcada en una crítica del multiculturalismo. Los educadores latinoamericanos ven a este último como promotor de la tolerancia, pero no de la igualdad. La interculturalidad está en el centro del discurso del CRIC. Esto le permite a los educadores indígenas absorber de forma crítica ideas y prácticas de la sociedad dominante, por ejemplo, la tecnología de la lectoescritura, las metodologías pedagógicas, las penetrantes herramientas analíticas de la lingüística y las teorías de la etnicidad de la antropología y la sociología. Basándose en las nuevas perspectivas culturales obtenidas de la investigación intercultural, los políticos del CRIC construyen nuevas herramientas útiles para defender una propuesta de pluralismo étnico en el ámbito político. Se apoyan en las bases indígenas que se han organizado políticamente a través de escuelas experimentales, intervienen en la construcción de los sistemas locales de justicia, en las reformas constitucionales y participan en las contiendas electorales a través de plataformas independientes.

A medida que profundizaba mi colaboración con el CRIC y con el equipo de investigación, pude apreciar mejor las formas en las que la interculturalidad opera en la organización indígena. Comencé a enfocarme en la manera cómo la traducción proporcionaba una estrategia para la apropiación de conceptos de otras culturas. Descubrí que los lingüistas nativos que habían traducido al nasa yuwe los artículos relevantes de la Constitución de 1991 habían aprovechado la traducción como una herramienta para reconceptualizar desde un punto de vista propio términos políticos cruciales, como Estado, justicia o autoridad. De esta manera, los traductores no se limitaron a la creación de neologismos, sino que plantearon alternativas propias frente a modelos ya existentes de nacionalidad y ciudadanía. La traducción también fue muy importante para la apropiación de ideas ajenas a la esfera constitucional. Por ejemplo, sirvió como medio para comprender las teorías sociales y pedagógicas de la academia y para proponer nuevas estructuras administrativas regionales en el ámbito educativo. Además, mediante la traducción, se descubrieron nuevas formas de sintetizar los valores de las culturas indígenas que el movimiento buscaba enfatizar y propagar.

Comencé mi investigación con la intención de escribir una etnografía de los intelectuales indígenas del Cauca. Para ello me centré en un comienzo en los miembros del Programa de Educación Bilingüe del CRIC: investigadores jóvenes y escolarizados, en su mayoría nasas, comprometidos con la planeación educativa y con la investigación etnográfica y lingüística. Me di cuenta de que mi diálogo con ellos iba a convertirse en un ejercicio intercultural, en el que yo compartía con ellos mis ideas originadas en la teoría antropológica y cultural, a la vez que absorbía algunos de los elementos de su agenda. De las ideas que compartí, recuerdo que mis interlocutores se apropiaron y reinterpretaron con rapidez la noción de doble conciencia del sociólogo afroamericano W.E.B. Du Bois (1989 [1903]), que conceptualiza las tensiones que surgen entre la identidad étnica y la pertenencia nacional en las sociedades discriminatorias; mostraron además un notable interés por los debates antropológicos sobre el esencialismo. Pero, a la vez, ellos también compartieron mucho conmigo. Llegué a apreciar la utilidad política e intelectual de describir los proyectos culturales a la manera de los activistas indígenas, en términos de movimiento entre “adentros” y “afueras” culturales. Este par de conceptos permite a los activistas indígenas diferenciar grupos locales con base en su adherencia relativa a distintas lógicas culturales o, incluso más importante, a distintos proyectos culturales. Para los intelectuales indígenas con los que yo dialogué, las culturas no están delimitadas como si fueran entidades con base geográfica. Más bien, el “adentro” y el “afuera” son metáforas a través de las cuales se imaginan los valores culturales que el movimiento trata de construir e instrumentalizar. Es decir, esta dicotomía no delimita unas constelaciones fijas o cerradas de cultura, sino que proporciona indicadores para conceptualizar nociones politizadas de cultura que están en proceso de creación. En este sentido, la “cultura” en la interculturalidad del CRIC no proviene de la antropología modernista, sino de un imaginario político en el que la cultura es un vehículo para negociar la diversidad y, en consecuencia, está siempre en movimiento.

Al avanzar en mi investigación, me impactó la multiplicidad del movimiento indígena, cuya variabilidad se evidencia no sólo en la diversidad de posiciones políticas que tienen las organizaciones que lo componen, sino también en la heterogeneidad de sus participantes. El CRIC es una organización que une a varios grupos étnicos en una sola plataforma, con lo que sienta las bases para un diálogo intercultural entre grupos subordinados en la esfera nacional. Pero incluso entre estos grupos hay diferentes competencias en las lenguas nativas, varios discursos políticos en conflicto, diferentes formas de apropiación de los valores culturales de la sociedad dominante y distintas maneras de acentuar las formas culturales indígenas. En parte, esta heterogeneidad sigue de cerca líneas regionales. A lo largo del libro muestro que el norte del Cauca, una región con una larga tradición activista en donde se fundó el CRIC, es un espacio en el que los valores de la sociedad mestiza dominante y de las organizaciones de izquierda se funden con las costumbres nasas y con las formas culturales afrocolombianas en un grado mucho mayor al de Tierradentro, región menos activa en lo político y más tradicional, y en donde se han conservado elementos importantes de la cultura nasa, como el idioma. Estas diferencias, que son la base de las rivalidades regionales al interior del CRIC, se reflejan en aproximaciones diferentes a la política cultural. Así, la “cultura nasa” no es en ningún caso monolítica. Además, la diversidad intracultural de los activistas nasas está marcada por diferencias entre los activistas regionales y los líderes locales. Ambos se apropian de los conceptos externos y de los discursos del movimiento de forma radicalmente distinta, lo que sugiere que la diversidad cultural no debe buscarse únicamente en las bases, sino que también se encuentra en las formas en que las localidades construyen sus identidades en el diálogo con las organizaciones políticas zonales y regionales.

Finalmente, descubrí que el hecho de que el CRIC sea parte de un movimiento indígena no quiere decir que todos sus activistas sean miembros de grupos étnicos nativos.6 Por el contrario, el trabajo diario de esta organización lo realizan equipos interculturales que incluyen no solamente nasas, guambianos y totoroes, sino también intelectuales urbanos de izquierda que se han dedicado a la política indígena y que aportan habilidades y conocimientos muy necesarios al grupo. Algunas de las ideas más fructíferas que se desarrollan a nivel regional surgen de conversaciones entre los activistas indígenas y los simpatizantes no nativos (a quienes yo llamo colaboradores, como se llaman a sí mismos). La interculturalidad no consiste exclusivamente entonces en un proceso de apropiación de las ideas externas por parte del movimiento indígena, sino que es un componente esencial de la interacción social cotidiana del CRIC, una especie de microcosmos político en el que se puede pensar la práctica pluralista.

La interculturalidad abarca tres nociones que se entretejen: primero, constituye un método para apropiarse de las ideas externas, al conectar las diversas redes de activistas, colaboradores y simpatizantes ocasionales de los movimientos indígenas en una esfera común de interacción; segundo, es una filosofía política utópica que apunta a lograr un diálogo interétnico basado en relaciones de equivalencia y que busca construir un modo particular de ciudadanía indígena en una nación pluralista; tercero, representa un desafío para las formas tradicionales de investigación etnográfica, pues remplaza la clásica descripción densa por una conversación y una colaboración comprometidas.

Cuando caí en cuenta de la importancia de estos tres significados de la interculturalidad, comencé a reconsiderar mis objetivos iniciales, que limitaban el alcance de mi proyecto a un sector más bien estrecho de los activistas regionales. Me di cuenta de que mi comprensión de lo que es un intelectual y de lo que es un movimiento social era problemática, y esto me llevó a expandir mi atención etnográfica. En la medida en que comencé a ver al movimiento indígena como una compleja trama de redes interétnicas y no como una entidad homogénea, también me percaté de que el marco conceptual en el que los activistas operan no es esencialista. Las ideas del “adentro” y “afuera” que utilizan para entender las múltiples identidades que aparecen en la política étnica proporcionan, más bien, herramientas conceptuales —y políticas— penetrantes, para entender la diversidad cultural y para proponer nuevas formas de practicar la política en una nación dividida. En resumen, me alejé de la intención de realizar una etnografía de un movimiento monolítico con un conjunto homogéneo de actores, para emprender más bien un estudio de cómo las prácticas políticas étnicas emergen de la negociación de una amplia red de identidades políticas y étnicas, un proceso que incluye no sólo a los intelectuales regionales indígenas, sino también a actores locales menos cosmopolitas. Está red además abarca a individuos que no pertenecen a comunidades indígenas, como colaboradores, antropólogos y funcionarios estatales.

Forjar utopías

El trabajo cotidiano del CRIC y otras organizaciones indígenas es formular utopías. Para los activistas nativos del Cauca, las utopías no son sueños imposibles, sino objetivos por los que luchan, a veces en el largo plazo. Su objetivo final —vivir como indígenas en una sociedad plural que los reconozca como actores en pie de igualdad, con algo que aportar a la nación— sólo se ha realizado de manera parcial como resultado de los esfuerzos que han hecho durante los últimos treinta años. Las organizaciones ya han logrado recuperar la mayoría de los territorios tradicionales que estaban en manos de los terratenientes y los han reintegrado al régimen comunal del resguardo, otorgándoles a los antiguos terrazgueros indígenas un espacio para cultivar; esto es, han sentado una base económica y social para promulgar el pluralismo desde una posición autónoma. Las organizaciones indígenas han logrado persuadir a la sociedad dominante de que la etnoeducación debe ser una preocupación nacional de primer orden, para que permita a las comunidades construir escuelas bilingües en las que se pueda reforzar la identidad cultural indígena. Estas organizaciones han dado los primeros pasos hacia el reconocimiento oficial de Colombia como una nación pluriétnica, tanto con el texto de la Constitución de 1991 como con la obtención de representación en las instituciones legislativas, pues los indígenas tienen garantizadas dos curules en el Senado. También han conseguido que los sistemas legales nativos sean reconocidos y hayan comenzado a aplicarse en el ámbito local.

Sin embargo, los indígenas del Cauca todavía están sumidos en la pobreza, y se ven forzados a emigrar a las áreas urbanas, pues disminuyen los mercados para sus productos y en consecuencia sus ingresos. Muchos se han dedicado también a cultivar coca o amapola en las laderas de las montañas con la esperanza de a duras penas ganarse la vida. Mientras la migración urbana desbarata el tejido social, cultural y político de los resguardos, el cultivo de drogas hace que las comunidades se conviertan en víctimas de los peligros de la fumigación aérea patrocinada por Estados Unidos. Esta situación hace que disminuya la tierra cultivable, lo que a su vez propicia la desnutrición. Los grupos guerrilleros, las organizaciones paramilitares y el Ejército colombiano han restringido la libertad de movimiento, pues intervienen periodicamente en el territorio indígena, a veces bloqueando el transporte de comida y de personas. Por ejemplo, los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) impusieron en los primeros años del siglo XXI un límite de cincuenta mil pesos a la cantidad de bienes que los residentes del resguardo de Las Delicias-Buenos Aires, en el norte del Cauca, podían llevar a su comunidad cada vez que viajaban a los mercados de Piendamó, Mondomo o Popayán.7 Esta restricción priva a los residentes del resguardo de acceso a comida y a importantes suministros, lo que los pone en grave peligro si el escaso número de vías que conducen a la comunidad llegará a cerrarse debido al conflicto armado. Los actores armados han cometido numerosas masacres dentro de los resguardos del Cauca, algunas veces con la intención de atacar la autodeterminación indígena y otras veces con el ánimo de apropiarse de sus territorios. Uno de los ejemplos más notorios fue la masacre perpetrada por las AUC de decenas de nasas y afrocolombianos en la región del Naya en el Cauca. Los miembros de esa organización armada se apropiaron después de esas tierras. Los líderes de muchas comunidades han sido señalados y asesinados por los grupos armados, en particular por las AUC, las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) y el ELN (Ejército de Liberación Nacional). Con frecuencia, los jóvenes indígenas son reclutados y alistados a la fuerza en las filas de la guerrilla y los paramilitares quienes también ofrecen a los jóvenes sueldos mensuales para que ingresen a sus filas.

Sin embargo, las utopías pacíficas en vez de la violencia son el tropo central del discurso político de los indígenas. En muchos encuentros convocados para analizar la ola de violencia más reciente, que comenzó a mediados de los años ochenta y que se ha intensificado a comienzos del nuevo milenio, uno oye muy poco sobre las agresiones armadas y mucho acerca de la necesidad de fortalecer las culturas nativas, de consolidar las autoridades locales y de relegitimar la autoridad y las prácticas chamánicas.8