La Ciencia para Todos

Desde el nacimiento de la colección de divulgación científica del Fondo de Cultura Económica en 1986, ésta ha mantenido un ritmo siempre ascendente que ha superado las aspiraciones de las personas e instituciones que la hicieron posible. Los científicos siempre han aportado material, con lo que han sumado a su trabajo la incursión en un campo nuevo: escribir de modo que los temas más complejos y casi inaccesibles puedan ser entendidos por los estudiantes y los lectores sin formación científica.

A los diez años de este fructífero trabajo se dio un paso adelante, que consistió en abrir la colección a los creadores de la ciencia que se piensa y crea en todos los ámbitos de la lengua española —y ahora también del portugués—, razón por la cual tomó el nombre de La Ciencia para Todos.

Del Río Bravo al Cabo de Hornos y, a través de la mar Océano, a la Península Ibérica, está en marcha un ejército integrado por un vasto número de investigadores, científicos y técnicos, que extienden sus actividades por todos los campos de la ciencia moderna, disciplina que se encuentra en plena revolución y que continuamente va cambiando nuestra forma de pensar y observar cuanto nos rodea.

La internacionalización de La Ciencia para Todos no es sólo en extensión sino en profundidad. Es necesario pensar una ciencia en nuestros idiomas que, de acuerdo con nuestra tradición humanista, crezca sin olvidar al hombre, que es, en última instancia, su fin. Y, en consecuencia, su propósito principal es poner el pensamiento científico en manos de nuestros jóvenes, quienes, al llegar su turno, crearán una ciencia que, sin desdeñar a ninguna otra, lleve la impronta de nuestros pueblos.

Comité de Selección

Dr. Antonio Alonso
Dr. Francisco Bolívar Zapata
Dr. Javier Bracho
Dr. Juan Luis Cifuentes
Dra. Rosalinda Contreras
Dr. Jorge Flores Valdés
Dr. Juan Ramón de la Fuente
Dr. Leopoldo García-Colín Scherer
Dr. Adolfo Guzmán Arenas
Dr. Gonzalo Halffter
Dr. Jaime Martuscelli
Dra. Isaura Meza
Dr. José Luis Morán
Dr. Héctor Nava Jaimes
Dr. Manuel Peimbert
Dr. Ruy Pérez Tamayo
Dr. Julio Rubio Oca
Dr. José Sarukhán
Dr. Guillermo Soberón
Dr. Elías Trabulse

Coordinadora

María del Carmen Farías R.

Prólogo

EL 4 DE OCTUBRE DE 1957 el mundo entero se conmocionó por una noticia sensacional: el primer satélite artificial de nuestro planeta acababa de ser puesto en órbita por la Unión Soviética. El sueño de conquistar el espacio, un sueño largamente acariciado por el hombre, comenzaba a hacerse realidad. El Sputnik 1 —una esfera metálica de 58 centímetros de diámetro y 84 kg de peso, provista de antenas— emitía señales de radio desde el espacio mientras giraba en torno a la Tierra a razón de una vuelta cada 96 minutos. ¡Había nacido la era espacial!

El lanzamiento cayó como un duchazo de agua fría sobre los científicos estadounidenses, entre cuyos planes se contemplaba, como parte del Año Geofísico Internacional, un lanzamiento similar en 1958. Aún no se reponían de la sorpresa cuando el 3 de noviembre, apenas un mes más tarde, un segundo satélite soviético era puesto en órbita. El Sputnik 2, con sus 540 kg de peso, no sólo era mucho mayor que el primero sino que, además, llevaba un “pasajero”: la célebre perrita Laika, que había de convertirse seis días más tarde en la primera víctima de la investigación espacial, cuando hubo de ser sacrificada ante la imposibilidad de recuperar el artefacto.

En principio, la investigación científica no debería mezclarse con consideraciones políticas, pero los espectaculares logros soviéticos provocaron una reacción inmediata en la política interna de las potencias occidentales: se recalcó la enseñanza de las ciencias en todos los niveles, se impulsó su difusión y, desdeluego, se aceleró el desarrollo del programa estadounidense de satélites. Bajo la presión de la opinión pública, el Congreso de ese país brindó todo el apoyo necesario; se trabajó a marchas forzadas y, finalmente, el primer satélite artificial estadounidense, el Explorer 1, de 14 kg de peso, orbitó la Tierra el 31 de enero de 1958.

FIGURA 1. La nave soviética Sputnik 2 transportó al primer pasajero espacial puesto en órbita por la humanidad: la perrita Laika.

Entre esos primeros pasos y nuestros días han transcurrido sólo 45 años, pero el avance ha sido inmenso. Hasta finales de 1987 se habían puesto en órbita más de 17 000 satélites, de los cuales más de 6 200 seguían girando alrededor de nuestro planeta: satélites de comunicaciones, tan de moda en nuestros días en que todo mundo sueña con tener su propia computadora en red o teléfono celular; satélites dedicados al estudio del clima, cuya importancia y utilidad es innecesario señalar; satélites de prospección geológica; satélites infrarrojos; satélites de rayos X y, desde luego, para recordarnos que el hombre sigue sin aprender de sus errores, satélites espías, con fines puramente militares.

Y eso fue sólo el principio. A los satélites artificiales siguieron las sondas automáticas y los ingenios tripulados que nos han permitido conocer cada día más y mejor nuestro Sistema Solar. Por razones obvias, los primeros esfuerzos fueron dirigidos hacia la Luna, el astro más próximo a la Tierra, cuya cara oculta pudimos apreciar por vez primera en fotografías enviadas por la sonda soviética Luna 3 en octubre de 1959, y que el 21 de julio de 1969 se convirtió en el primer astro —y único hasta ahora— en el cual seres humanos han puesto pie, cuando la misión estadounidense Apolo 2 resultó un éxito rotundo. Después… sólo Plutón ha preservado su intimidad. Las sondas automáticas han estudiado y fotografiado desde las alturas a Mercurio, Júpiter, Saturno y Urano, han descendido en Venus y en Marte y han llevado a cabo encuentros con varios cometas.

El enorme caudal de información que ha resultado de estas exploraciones ha alterado radicalmente nuestra visión del Sistema Solar. Numerosas dudas han sido aclaradas pero, al mismo tiempo, se nos han revelado hechos y situaciones inesperados que plantean, a su vez, multitud de nuevos interrogantes. Miles de datos están aún siendo analizados e interpretados y nuevas teorías van y vienen con inusitada frecuencia. El progreso ha sido tan rápido que los nuevos conocimientos han rebasado totalmente al hombre común y, en ocasiones, al mismo especialista.

Son estas consideraciones las que nos han impulsado a escribir el presente libro. En él pretendemos presentar un panorama, lo más completo y conciso posible, de la evolución de nuestras ideas sobre el Sistema Solar, desde la Antigüedad hasta nuestros días, poniendo especial énfasis en los descubrimientos más recientes. En lo que se refiere a estos últimos, hemos intentado incluir solamente hechos comprobados, pero es justo mencionar que muchos de ellos podrían cambiar en el futuro cercano, dado que el campo se halla en continua evolución. Pero eso es inevitable: así funciona la ciencia. En ella, nunca es posible afirmar que se ha llegado a la verdad absoluta. Por suerte, “en la ciencia como en muchos aspectos de la vida, lo bello e interesante no está en el triunfo sino en el proceso”.

I. El inicio

1. El descenso de Kukulkán

EN EL SURESTE de la República Mexicana, a poco más de 100 km de la ciudad de Mérida, Yucatán, se yerguen las imponentes ruinas de la ciudad prehispánica de Chichén-Itzá: la “boca del pozo de los itzaes”, en lengua maya. Cientos de turistas las visitan día con día, atraídos por su enigmática belleza; al acercarse los equinoccios de primavera (21 de marzo) y de otoño (22 de septiembre) el número de visitantes aumenta de manera impresionante, y han llegado a sobrepasar las 200 000 almas en los días precisos de los equinoccios. ¿Qué tienen de especial esas fechas? ¿Qué es lo que atrae a tales multitudes?

Se trata del célebre fenómeno conocido como “el descenso de Kukulkán”, un maravilloso juego de luces y sombras que arquitectura y naturaleza, unidas, nos ofrecen sólo en esas fechas, en la pirámide conocida como “El Castillo”.

El espectáculo es fascinante. Al amanecer, la luz del Sol y la sombra de la arista noreste de la pirámide se combinan para producir la imagen de una serpiente (Kukulkán) sobre una de las paredes de la escalinata norte. Y ése es sólo el principio. Ante el asombro del espectador, la imagen de la “serpiente”, que en sí misma ya es algo maravilloso, no permanece estática, sino que va descendiendo lentamente a lo largo de la escalinata conforme avanza el día. ¡Kukulkán desciende a la Tierra!

FIGURA 2. La pirámide de El Castillo, en Chichén Itzá, durante un equinoccio. En el costado de la escalera izquierda aparece una sombra que se mueve a lo largo del día. La parte iluminada y la cabeza de piedra, situada en la parte inferior de la escalera, simulan una serpiente.

Horas después, al atardecer, el proceso se invierte y la imagen de Kukulkán asciende majestuosamente por el muro opuesto de la misma escalinata hasta que, finalmente, el espectáculo concluye con la puesta del Sol, dejando en el afortunado espectador un recuerdo imborrable.

Es indudable que “el descenso de Kukulkán” tiene un efecto emotivo directo sobre el espectador. Pero no es el único. También despierta en él una gran admiración y un profundo respeto por los astrónomos mayas, cuyos precisos conocimientos de los movimientos de los astros permitieron diseñar un espectáculo tan increíble. Esos conocimientos tuvieron que surgir de un cuidadoso estudio del cielo y, según veremos, no fueron privativos de las culturas de la Antigüedad. Son consecuencia del interés del hombre por el Universo en que vive y por cada una de sus partes: por el Sol, por la Luna, por los planetas y por las estrellas. Son, en fin, los cimientos de esa formidable estructura que hoy llamamos “astronomía”.

2. Los planetas entran en escena

Es indudable que los primeros hombres tuvieron que dedicar la mayor parte de su tiempo a la lucha por la supervivencia. Y cazando animales o huyendo de ellos, resguardándose de la lluvia, protegiéndose de los rayos o temblando de miedo ante terremotos, incendios e inundaciones, poco tiempo les debe haber quedado para la contemplación del cielo. A pesar de ello, no debió de transcurrir mucho tiempo antes de que se dieran cuenta de que había un objeto en el cielo que jugaba un papel preponderante en sus vidas: el Sol, cuya sola presencia en el firmamento infundía bienestar y seguridad y cuya ausencia, en cambio, provocaba desconfianza y miedo. Es, así, fácil de imaginar la angustia con que deben haber presenciado cada puesta de Sol, temerosos ante la posibilidad de que su desaparición fuese definitiva, e igualmente fácil es imaginar la esperanza y la avidez con que habrán contemplado el horizonte a la espera de cada nuevo día. Fue a través de esta contemplación como, poco a poco, se fueron familiarizando con los astros y sus movimientos, y fue este conocimiento el que habría de conducir, a la larga, al descubrimiento de los planetas.

La palabra “planeta” se deriva del griego (πλανητα), que significa “(cuerpo) errante, vagabundo”. ¿Por qué se utilizó ese término para describir ciertos astros? ¿Qué tenían de especial? Para comprenderlo veamos primero cuáles son los movimientos más evidentes de los astros que aprecia un observador desde la Tierra.

Si se observa el firmamento durante un par de horas, en una noche despejada, es fácil percatarse de que las estrellas se mueven; pero no al azar, cada una por su lado, sino todas exactamente de la misma manera (de este a oeste), de tal forma que sus posiciones y distancias relativas son siempre las mismas. En otras palabras, si un grupo cualquiera de estrellas forma, en un momento dado, cierta figura en algún lugar del cielo, horas más tarde las mismas estrellas seguirán formando exactamente la misma figura, sólo que ésta se habrá desplazado, como un todo, hacia el oeste. Este hecho ya era bien conocido hace al menos 10 000 años, e indujo a los hombres primitivos a agrupar a las estrellas en “figuras”, según su conveniencia e imaginación. Estas figuras invariables se conocen, hoy en día, como “constelaciones”. En la actualidad sabemos que su lento desplazamiento en el cielo (de este a oeste) es simplemente el reflejo de la rotación de la Tierra sobre sí misma en sentido opuesto (esto es, de oeste a este). Pero los primeros hombres creían que la Tierra estaba inmóvil así que, para explicar este comportamiento, se vieron obligados a suponer que las estrellas estaban “incrustadas” en un enorme cascarón esférico —la “bóveda celeste”— que giraba alrededor de la Tierra. En síntesis, para ellos las estrellas estaban “fijas” y, por ello, las constelaciones eran inmutables. Si parecían moverse era tan sólo porque la bóveda celeste, en su constante giro alrededor de la Tierra, las acarreaba consigo.

FIGURA 3. Los persas agrupaban así las estrellas de la constelación de Acuario, hacia el año 1650.

Es conveniente notar que, dado que con las estrellas visibles a simple vista se pueden “construir” innumerables figuras diferentes, lo más probable es que cada tribu prehistórica haya tenido sus propias constelaciones de acuerdo con su muy particular forma de vivir y de pensar. De hecho, las que usaron las grandes culturas del pasado eran, en general, diferentes de las actuales y diversas entre sí. Pero lo que aquí nos interesa no es la evolución de las constelaciones, sino el hecho de que, mientras identificaban a las miles de estrellas “fijas”, los hombres primitivos identificaron también unos cuantos objetos celestes que se movían respecto a ellas con desplazamientos caprichosos e impredecibles. Obviamente, estos objetos no estaban fijos en la bóveda celeste puesto que se desplazaban entre las estrellas, y estos astros errantes, estos “vagabundos” del cielo, son los planetas.

3. Los primeros

El descubrimiento de los planetas se pierde en la bruma de la Prehistoria. Sólo sabemos que cuando las primeras civilizaciones comenzaron a establecerse, hace poco más de 5 000 años, ya se habían identificado siete. Estos siete fueron conocidos por todas las grandes culturas del pasado, por lo cual se les suele llamar “los siete planetas de la Antigüedad”. Son, con sus nombres actuales, el Sol, la Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno, que recuerdan los días de la semana.

FIGURA 4. A diferencia de las estrellas, que permanecen en posiciones fijas unas con respecto a otras, los planetas describen trayectorias caprichosas en la bóveda celeste, vistos desde la Tierra.

Es posible que la inclusión del Sol y la Luna entre los planetas sea vista con extrañeza ya que, hoy día, no se les considera como tales. Pero hay que recordar que, en la Antigüedad, se llamaba “planeta” a cualquier astro que se desplazara respecto a las estrellas “fijas”; y como este comportamiento lo presentan los siete objetos mencionados, entre ellos el Sol y la Luna, estos últimos fueron incluidos en el grupo. Más adelante veremos que el término “planeta” tiene, hoy día, un significado más restringido, que excluye tanto al Sol como a la Luna.

El temprano reconocimiento de estos siete cuerpos se debió, sin duda, a que son fácilmente identificables a simple vista, lo cual queda corroborado por el hecho de que tuvieron que pasar más de 20 siglos para que, ya con la ayuda del telescopio, se añadiera uno más a la lista (Urano). Después se descubrieron dos más (Neptuno y Plutón, este último ya en el siglo pasado), pero esa parte de la historia la veremos a su debido tiempo.

Es muy probable que nunca logremos averiguar cómo y cuándo se descubrieron los primeros planetas. Sin embargo, algo se puede decir al respecto, utilizando tan sólo un poco de lógica y de sentido común.

De los siete, el que se desplaza más rápidamente entre las estrellas es la Luna. Su movimiento es tan veloz que son suficientes unas horas de observación para detectarlo. Como, además, su brillo, sus dimensiones y sus cambios de apariencia (“las fases”) la convierten en un objeto particularmente conspicuo, es más que natural atribuirle el honor de haber sido el primer planeta que se identificó.

FIGURA 5. Movimiento aparente del Sol respecto de las estrellas. Observando su posición respecto de las "estrellas fijas" en días sucesivos, puede comprobarse que cada día sale cuatro minutos después que las estrellas, junto a las que se encontraba el día anterior. (Dibujo de Alejandra Bernal.)

El segundo en la lista debe de haber sido el Sol. Aunque, obviamente, se le prestaba más atención que a la Luna, su movimiento entre las estrellas es mucho más difícil de percibir (es 12 veces más lento), siendo necesarios varios días de observación para detectarlo. ¡Un momento!, diría el lector: ¿Cómo es posible darse cuenta de que el Sol se mueve respecto a las estrellas, si cuando está en el cielo las estrellas no son visibles? Esto es totalmente cierto pero, a pesar de ello, hay varias maneras de hacerlo. La más sencilla y, por ende, la que probablemente evidenció por primera vez su movimiento, consiste en observar por varios días consecutivos su salida o su puesta (en el léxico astronómico, a la salida de un astro se le designa como “orto” y su puesta como “ocaso”, términos que usaremos a partir de este momento). Cualquier persona puede hacer el experimento. Supongamos, por ejemplo, que observamos un amanecer y que, hacia el este, más o menos por donde va a salir el Sol, conseguimos localizar una estrella muy cercana al horizonte. Unos minutos más tarde habrá amanecido y la estrella en cuestión ya ni será visible. Si al día siguiente (o, mejor dicho al siguiente amanecer) observamos con atención la misma estrella, exactamente a la misma hora que el día anterior, notaremos que su posición respecto al horizonte ha cambiado; se localizará un poco (muy poco) más “arriba”, más alta en el cielo. Y si seguimos contemplando amaneceres comprobaremos que cada día la estrella se va localizando más alta en el cielo en el momento del amanecer. De hecho, cada día transcurrirán cuatro minutos más que en el anterior entre el orto de la estrella y el del Sol. Y como la estrella es “fija”, es inevitable concluir que el que se mueve es el Sol, el cual, por lo tanto, fue para los antiguos un “planeta”.

Aquí cabe mencionar, antes de proseguir, que cuando la salida de un astro cualquiera coincide con la del Sol, los astrónomos dicen que tiene lugar el “orto helíaco” de ese astro: “orto” porque se refiere a su salida y “helíaco” porque lo hace con el Sol (Helios, entre los griegos). Más adelante veremos que el orto helíaco de Sirio, la estrella más brillante a simple vista, tuvo un papel muy importante en el antiguo Imperio egipcio.

4. Los verdaderos planetas

Los cinco objetos restantes son “verdaderos” planetas; esto es, son planetas de acuerdo con la definición actual, a diferencia del Sol y la Luna que, con el tiempo, cambiaron de categoría. De los cinco, Venus fue, sin duda, el primero que se identificó como planeta, ya que, por un lado, su movimiento respecto a las estrellas es relativamente rápido (sólo Mercurio es más veloz) y, por el otro, es el objeto más brillante del cielo después del Sol y la Luna. Es tan espectacular que en innumerables ocasiones se le ha tomado por un “platillo volador”. Es más, la mayor parte de los reportes de ovnis que se han recibido —y se siguen recibiendo— son simples confusiones con él, lo cual demuestra, de paso, que el hombre actual está muy poco familiarizado con el cielo. En síntesis, Venus es el “objeto volador no identificado” más común y más identificado.

Los planetas que se descubrieron en cuarto, quinto y sexto lugar deben de haber sido Marte, Júpiter y Saturno, respectivamente. De los tres, Marte es el que llega a ser más brillante (auque, en promedio, Júpiter lo supera), el que se mueve más rápido entre las estrellas y, por si todo esto fuera poco, su color rojo intenso resulta mucho más notable y atractivo que el blanco amarillento de Saturno. La lógica indica, por tanto, que fue el cuarto en la lista.

Entre Júpiter y Saturno tampoco hay duda. Júpiter es siempre más brillante y su movimiento respecto a las estrellas es dos veces más rápido que el de Saturno, así que, en orden de descubrimiento, Júpiter debe de haber sido el quinto y Saturno el sexto.

De todo lo anterior se desprende que Mercurio tuvo que ser el séptimo y último en descubrirse. ¿Es razonable esta conclusión? La respuesta es un rotundo sí. Mercurio es, en efecto, el planeta más difícil de ver a simple vista. Y no, como podría pensarse, porque sea muy débil ni porque su movimiento entre las estrellas sea muy lento (llega a ser 10 veces más brillante que Saturno y es el planeta que se mueve más rápido), sino porque se mantiene siempre tan cerca del Sol que se ve opacado por su fulgor. De hecho, nunca se le puede ver en un cielo totalmente oscuro. Sólo llega a ser visible, a simple vista, poco antes del amanecer (hacia el este) o poco antes del anochecer (hacia el oeste), pero siempre muy cerca del horizonte e inmerso, por lo tanto, en el resplandor del Sol. Es tan difícil de observar que lo más probable es que el lector nunca lo haya visto. El mismo Copérnico, celebérrimo astrónomo del siglo XV de quien nos ocuparemos más adelante, escribió que una de sus mayores frustraciones era no haberlo visto jamás.

5. En el principio fue el tiempo

Es alarmante advertir cómo aumenta, día con día, el número de personas que valoran las cosas sólo en términos de su utilidad práctica o de su productividad económica. Ello demuestra, una vez más, que el hombre no aprende de sus propios errores, ya que la historia registra innumerables casos en los que productos “inútiles” del intelecto humano —tales como poesía, música o descubrimientos científicos “puros”— tuvieron un papel preponderante en el progreso de la humanidad. Un ejemplo de lo anterior, particularmente ilustrativo, es el movimiento de los astros que, estudiado en un principio por mera curiosidad, proporcionó a la larga la solución de un problema de gran trascendencia tanto práctica como filosófica: la medición del tiempo.

El origen de nuestras unidades básicas de tiempo —el día, el mes y el año— es, en efecto, astronómico y se pierde en las brumas de la Prehistoria. De hecho, las civilizaciones más antiguas de las que se conservan registros (la china, la sumeria y la egipcia) ya las conocían y las usaban cotidianamente. La razón es evidente. Los fenómenos astronómicos presentan una notable regularidad y, en consecuencia, debió de transcurrir muy poco tiempo antes de que el hombre se percatara de que podía aprovechar a los astros como indicadores del paso del tiempo. Y, lógicamente, utilizó a los más ligados a su vida diaria: el Sol y la Luna.

La primera unidad de tiempo que se reconoció y se utilizó fue, sin duda, el “día”. No sólo es la más obvia, por ser la de menor duración, sino que además está íntimamente relacionada con las actividades vitales de hombres, plantas y animales. Para los antiguos, un “día” fue, simplemente, el intervalo de tiempo en el cual el Sol daba una vuelta completa a la Tierra; o, dicho de otra manera, el intervalo entre dos pasos sucesivos del Sol por un mismo punto del cielo —por encima de sus cabezas, por ejemplo.

Actualmente sabemos que lo que ocurre en realidad es que la Tierra gira sobre su propio eje, como un trompo (movimiento de rotación), de tal manera que un día es, de hecho, el tiempo en el cual la Tierra da una vuelta completa sobre sí misma respecto al Sol. Pero, desde luego, este cambio en nuestro punto de vista no influye en la duración del “día”: un día “mide” lo mismo definiéndolo de cualquiera de las dos maneras: la antigua o la moderna.

Poco a poco se fue haciendo necesario medir intervalos de tiempo con una precisión cada vez mayor, y surgieron así las subdivisiones del día que hoy conocemos: la hora (que, como es bien sabido, es la veinticuatroava parte del día), el minuto (la sesentava parte de una hora) y el segundo (la sesentava parte de un minuto). Pero estas unidades no son fundamentales, sino derivadas.

Otra unidad de tiempo, más larga, pero también muy evidente, se derivó de los cambios de apariencia de la Luna (sus “fases”, como las llaman los astrónomos): luna llena, luna nueva, cuarto creciente, etc. Al intervalo de tiempo entre dos fases iguales (sucesivas) se le llama un “mes lunar”. Así, por ejemplo, entre dos lunas llenas (sucesivas) o entre dos cuartos menguantes (sucesivos) transcurre exactamente un mes lunar. Esta unidad de tiempo fue ampliamente utilizada en el pasado, sobre todo en relación con ciertos ritos religiosos, pero en nuestros días prácticamente ya no se usa, por razones que se expondrán más adelante. Hay, sin embargo, algunas honrosas excepciones, como el caso del calendario musulmán, que sigue siendo lunar, y como su uso por la religión católica para determinar la fecha del Domingo de Ramos (por eso hay astrónomos en el Vaticano). Y hay, también, “deshonrosas” excepciones, como su aplicación (¡en pleno siglo XXI!) en la práctica de ciertas dietas “milagrosas”, dietas que, desde luego, funcionarían igual si no existiera la Luna.

FIGURA 6. Durante el año, el Sol se va viendo, desde la Tierra, proyectado sobre las constelaciones del Zodiaco, llamadas así porque muchas de ellas llevan nombres de animales.

De las tres unidades de tiempo fundamentales de origen astronómico, la última en descubrirse, por ser la más larga, debe de haber sido el “año”. Para los antiguos, un “año” era el intervalo entre dos pasos sucesivos del Sol por el mismo punto de la bóveda celeste. Ocurre, en efecto, que el movimiento del Sol entre las estrellas (recuérdese que por ese movimiento se le consideraba un planeta) no se realiza al azar, sino que recorre siempre el mismo camino, y el año es, precisamente, el tiempo que tarda en recorrerlo por completo. Así, por ejemplo, si en un momento dado el Sol coincide con una cierta estrella, volverá a coincidir con ella exactamente un año más tarde. A la trayectoria del Sol en la bóveda celeste se le llama la “eclíptica”. Hoy en día sabemos que ese recorrido del Sol entre las estrellas es sólo aparente; es, simplemente, el reflejo del movimiento de la Tierra en torno a él (movimiento de traslación). En efecto, conforme la Tierra se va trasladando a su alrededor vemos al Sol proyectado sobre diferentes puntos de la bóveda celeste y es este fenómeno el que nos produce la impresión de que se va desplazando entre las estrellas. Como vemos, la eclíptica no es otra cosa que la proyección de la órbita de la Tierra en la bóveda celeste. Vemos, también, que otra manera de definir el año es como el intervalo en el cual la Tierra da una vuelta completa al Sol, que es la definición que todos conocemos (pero que no es la original).

Mientras el hombre fue nómada, el año fue una unidad sin ninguna utilidad práctica. El día y el mes lunar resultaban ser unidades de tiempo más que suficientes para las necesidades de tribus que dependían por completo de la caza, la pesca y la recolección. Pero con el advenimiento de la agricultura esta situación cambió radicalmente. La necesidad de determinar con precisión la duración del ciclo de las estaciones adquirió una importancia enorme en la vida de aquellos hombres, y no debió de transcurrir mucho tiempo antes de que se dieran cuenta de que el año reflejaba con increíble exactitud ese ciclo. Y fue por ello que decidieron sacrificar al mes lunar en aras del año solar, práctica que se ha mantenido hasta nuestros días.