Tabla de Contenido

cover.jpg

Historias de familia

Etnografía delirante sobre el amor,
la violencia y las drogas

César Augusto Tapias Hernández

 

 

 

 

 

 

 

 

Tapias Hernández, César Augusto

Historias de familia: Etnografía delirante sobre el amor, la violencia y las drogas / César Augusto Tapias Hernández. – Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, Escuela de Ciencias Humanas, 2014.

xi, 161 páginas. – (Colección Textos de Ciencias Humanas).

Incluye referencias bibliográficas.

ISBN: 978-958-738-542-7 (rústica)

ISBN: 978-958-738-543-4 (digital)

Etnografía / Familia / Violencia / Violencia conyugal / Narcotráfico / Sociología / I. Título / II. Serie.

306.8  SCDD 20

Catalogación en la fuente – Universidad del Rosario. Biblioteca

Amv                                                                    Octubre 02 de 2014

 

 

 

Hecho el depósito legal que marca el Decreto 460 de 1995

img1.png

Colección Textos de Ciencias Humanas

 

© 2014 Editorial Universidad del Rosario

© 2014 Universidad del Rosario, Escuela de Ciencias Humanas

© 2014 César Augusto Tapias Hernández

© 2014  Joanne Rappaport, por el Prólogo

 

Editorial Universidad del Rosario

Carrera 7 No. 12B-41, of. 501 • Tel: 2970200 Ext. 7724

http://editorial.urosario.edu.co

Primera edición: Bogotá, D.C., noviembre de 2014

 

ISBN: 978-958-738-542-7 (rústica)

ISBN: 978-958-738-543-4 (digital)

 

Coordinación editorial: Editorial Universidad del Rosario

Corrección de estilo: Ella Suárez

Diagramación: Martha Echeverry

Diseño de cubierta: Miguel Ramírez, Kilka D. G.

Desarrollo ePub: Lápiz Blanco SAS.

 

Impreso y hecho en Colombia

Printed and made in Colombia

 

LIBRO RESULTADO DE INVESTIGACIÓN

Fecha de evaluación: 27 de septiembre de 2013

Fecha de aceptación: 25 de julio de 2014

 

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo escrito de la Editorial Universidad del Rosario

Porque la otra cara de ese amor es la violencia, el atropello, el chantaje, la manipulación.

Alonso Buitrago

 

Estamos ligados a nuestra familia porque nos sentimos ligados a la persona de nuestro padre, de nuestra madre, de nuestra mujer, de nuestros hijos. Era muy diferente un tiempo atrás, cuando —al contrario— los vínculos que se derivaban de las cosas prevalecían sobre lo procedente de las personas, cuando la organización familiar tenía como primer objetivo conservar en la familia los bienes domésticos y cuando todas las consideraciones personales eran secundarias.

Durkheim, Fonctions sociales et institutions

 

Las familias conservan durante siglos enteros el mismo estado y a menudo el mismo lugar social.

Tocqueville, La democracia en América

 

Desarrollar la llamada ambivalencia de las relaciones familiares en clave dialógica, es decir, entender la familia como pura comunidad de diálogo.

Habermas, Teoría de la acción comunicativa

 

La horda es el más elevado de los grupos sociales que hemos podido observar en los animales. Parece compuesto de familias, pero ya en su origen la familia y el rebaño son antagónicos; se desarrollan en razón inversa una y otro.

Espinas, Des societés animales. Stude de psychologie comparée

 

A família não existe para satisfazer uma ou algumas funções sociais, mas um leque potencialmente indefinido, enquanto a família é uma relação social plena, ou seja, um fenômeno social total […] que implica todas as dimensões da existencia humana.

Donati, Manual em a sociologia da família

En memoria de los abuelos…

… Para Jacobo

Pero esto no es una novela. ¿Cómo podría llamarlo?... En suma, solo son frases. No es preciso pulirlas. De momento solo estoy pensando en voz alta. No tengo aquí ningún deber moral. Yo… Pues sí, yo solo estoy pensando. Hace tiempo que no pensaba nada y quizás tarde mucho en volver a hacerlo. Pero ahora estoy pensando. Y seguiré haciéndolo hasta el amanecer.

Documento Uno de Sumire, en Sputnik, mi amor Haruki Murakami (1999).

 

Prólogo

En esta colección de historias, César Augusto Tapias Hernández nos abre una ventana al mundo de su familia, un retrato vívido, polícromo, a veces violento y otras veces lleno de calor humano, que continuamente enlaza el pathos con el humor. Etnógrafo por excelencia, César intenta franquear la brecha inestable entre la etnografía y la ficción al compartir con sus lectores una serie de encuentros etnográficos elaborados en forma de cuentos, resaltando de esta manera no solo las condiciones en las cuales viven estas personas del sector popular antioqueño y sus narraciones, sino también sus sentimientos: tanto de los narradores como del etnógrafo, este último siendo más que un investigador. En este libro, César no toma la distancia generalmente asumida por los científicos sociales, sino que funciona como un preguntón cariñoso que está ubicado dentro del círculo familiar.

Esta es la segunda etapa de la invitación que nos hace César a compartir su familia con nosotros. Hace tres años publicó Fumando mañas, una exploración autoetnográfica de un expendio de drogas en Medellín, ubicado en la casa de sus primos. En ese libro, César experimenta con varias formas de exposición y nos ofrece fragmentos de observación etnográfica yuxtapuestos con dibujos hechos por sus familiares y diálogos con la Cucha, sus primos y primas, y otras personas allegadas a la casa —Leysy, Malena, El Mocho, La Chava, El Pili y otros—. Suplementa esta riqueza de miradas, que a veces son cristalinas y a veces ambiguas, con contextualizaciones históricas y sociológicas, cerrando el libro con un análisis muy astuto de la violencia de la vida cotidiana de esta familia paisa.

Historias de familia es diferente. Aquí, César permite que las descripciones etnográficas ficcionalizadas hablen por sí mismas. Si Fumando mañas es exitoso en su representación de las ambivalencias de la violencia cotidiana familiar, en Historias de familia nos acercamos aún más a sus parientes; los conocemos no solo como vendedores de drogas ilícitas o padres de familia fallidos (aunque presenta algunas instancias de violencia familiar, por ejemplo, el primer cuento en que su tía es atracada en la calle por uno de sus tíos), también nos los muestra como migrantes trasplantados de Titiribí a los barrios populares de Medellín y transeúntes monolingües en las periferias latinas de la metrópoli de Nueva York. Nos hace entrar en los momentos de indecisión y de conflicto familiar cuando sus personajes van a contraer matrimonio y nos muestra el temor que sienten ante la supuesta negativa del padre, pero en últimas revela que él es el que da la bienvenida a la pareja. Pinta un retrato de la lucha sindicalista a través de varias viñetas de una huelga vista por los ojos del tío Jaime, cuya narración se centra en el despido que recibió por boca del presidente de la República. Detalla el mal de asma que le cae a su abuela, la mamita Gélica, con la muerte de sus hijos, después de llevarlos al hospital bajo la lluvia. Nos presenta a “Yijo”, hombre que nunca habla pero que es un mago con los naipes…

Y todo lo pinta vívidamente. Los Fernández y los Tales hablan como paisas, con una opulencia léxica que trasciende lo que encontré en Fumando mañas (yo como anglohablante con poca experiencia en Antioquia, a veces me desorientaba al negociar el matorral del lenguaje, lo que me esforzó a entrar más profundamente en el contexto etnográfico). Nos guía por los paisajes en que se mueven las familias. La construcción de una casa en el lote de El Pedregal, donde la tía Carmen tiene que subirse al bus con los zapatos en la mano por evitar el barrial. La casa, con sus habitaciones, sus dos patios, su cocina grande: nos lleva a conocerla de pieza en pieza. El negocio del tío Iván, en el terminal de buses, cuyas flotas despegan hacia lugares bélicos conocidos como “Bosnia” y “Jersegovina”, atendidos por ayudantes descalzos, sin camisas, quemados por el sol. Es un mundo lleno de movimiento, marcado por actividades que en otros contextos parecerían insignificantes —ponerse los zapatos después de subirse al autobús, los bailes de los alistadores de los buses— pero que aquí pintan un mundo palpable, lleno de ruidos y olores, saturado con la vida cotidiana.

La gente que se mueve en estos panoramas la conocemos a través de sus diálogos con el etnógrafo. Por ejemplo, la conversación que sostiene con su tío Gildardo. El tío se casa cuando está borracho y tiene dos hijas a las que solo ve esporádicamente. César lo visita:

—Tío, vine para que me contés un chisme.

—¿Qué será, mijo...?

—¿Cómo así que vos tuviste un hijo?

Gildardo desaparece momentáneamente y regresa con fotos. De ahí comienza su narrativa: en el marco de una conversación que es a la vez íntima y cargada de material etnográfico. Esta es una historia que escribe César sobre su tío —y su hijo Edison, ladrón que muere asesinado—; pero también es una historia de cómo César, llenando simultáneamente los papeles de sobrino y de etnógrafo llega a conocer a Gildardo y al resto de su familia. Historias de familia es, al fin de cuentas, la historia de cómo César emprende la obra de acercarse a su familia: es una historia de cómo hacer autoetnografía.

La experiencia autoetnográfica en Colombia resalta, sobre todo, el conocimiento indígena, transmitido a través de autobiografías a manera de testimonios, colecciones de mitos e interpretaciones de la cosmovisión. Estos géneros logran enriquecer la antropología nacional y nos recuerdan que las preocupaciones de los etnógrafos de antaño todavía son relevantes entre los lectores indígenas y nos destetan de la incesante obsesión por estudiar el conflicto que rodea a todos los colombianos, pues revelan la continuada necesidad de la gente que vive en medio de la guerra de hacer cultura. En Historias de familia César Augusto Tapias Hernández toma otro género de expresión autoetnográfica para empujarnos a llegar a la misma conclusión. Tal vez la abundancia descriptiva del cuento lo haga uno de los mejores vehículos para construir una autoetnografía de los sectores populares urbanos, porque nos conecta más íntimamente y con más urgencia con los protagonistas, haciendo en el proceso al etnógrafo un protagonista más.

Joanne Rappaport

Profesora del Departamento de Antropología

Georgetown University

Washington, D. C.

 

1. De cómo un tío mío atracó a una tía mía

“Póngale ánimo a la cosa”. Él mira displicente y replica: “es que la cuestión no es de ánimo”. Y suena una guitarra eléctrica: “Dinero… Angustias… Problemas… Dinero… Sistemaaa”.

Víctor Gaviria, Rodrigo D no futuro

La tía Irene les llevaba almuerzo a unas compañeras del trabajo. Eso fue un lunes después de día de madres. Había quedado de un sudado de gallina que se hizo en la casa, entonces había empacado un poco para las muchachas.

—Entonces ¿lo que te robaron fue el almuerzo, pues?

—¿El almuerzo? Y un cheque de 60.000 pesos de un préstamo para hacer unos arreglos a la casa.

—¿60.000 pesos que eran lo que hoy más o menos cuánto?

—Por ahí unos 200.000 pesos.

—Humm, mero gol el de mí tío H, ¿no, tía Irene?

—Quien sabe, porque no lo cobraron…

De la Cooperativa dieron una orden de no pagarlo; además informaron el número de la cédula que también estaba en el bolso. De todas formas, había que esperar tres o cuatro meses para ver sí lo cobraban, no lo hicieron. Luego me dieron otro cheque.

—Y ¿cómo fue la vuelta, pues?

—Eran tres muchachos. A esa hora, 4:30 a. m. Fijo eran ladrones.

En esa época, años ochenta, muchacho por ahí parao en una esquina tenía que ser ladrón.

Veo que se vienen, y yo echo a correr. Yo bajaba por aquí (señala mi tía la calle); pero cogía pa’ la otra calle, la de allá: a salir justo al paradero de buses de Castilla 263. Me agarraron, y uno de ellos me apercuelló y me puso la rodilla en la espalda. Arturo, mi marido, siempre me ponía cuidado y apenas los vio encima de mí, les gritó:

—¡Suéltenla, pues, güevones!

—Yo no me acuerdo si había matorrales por aquí, o si esto era peladero. Uno de ellos dijo: “se vino ese negro gonorrea, jálale, jálale ese bolso…”. Me lo jalaron y salieron corriendo por ahí pa’ bajo. Arturo era con la cantaleta: “con ese bolso tan grande, la van a atracar, la van a atracar, la van a atracar…”. ¡Y fijo me atracaron! Un bolso grande llamaba mucho la atención. De por sí a esa horas había poquito carro abajo, no existía otra ruta de buses y por aquí bajaba gente hasta del Picacho.

—¿A robar?

—No. A coger bus.

—Entonces la fila que había en el paradero era inmensa y en la carrera, los ladrones la partieron justo donde había un policía.

—Y el policía, ¿qué hizo?

—¡Nada! Yo no puedo hacer nada señora, porque no estoy de servicio, fue lo que dijo.

Se salvó mi tío H con la suya, pienso, y recuerdo que en estos días un primo lo vio en televisión mientras informaban del hacinamiento en las estaciones de policía de Bogotá, y en una de tantas celdas agolpadas de presos estaba encanado H Tales.

—Yo conocía a todos los hermanos de su papá. Y a lo mejor él haya dicho algo en la casa de sus abuelos, porque los papeles míos aparecieron por ahí cerquita.

—En esas épocas, ¿de dónde salían los ladrones?

—De todas partes. No ve, pues, a su tío que venía de por donde su abuela.

—César, y ¿usted ha visto que a uno lo atraquen y le devuelvan la plata?, dice la prima Lucía.

—… Espere, espere ahora me cuenta esa historia ¿sí? Tía Irene, y ¿más o menos cuándo fue eso?

—¿Qué es la preguntadera suya?, ¿va a ser una tesis con eso o qué?

—¿Qué año era eso?, no más dígame eso…

—Como al año y medio de yo estar trabajando en Tejidos Wagner… 1981.

—Y usted, ¿se acuerda de cómo iba vestida ese día?

—Ehhhh, pero vean a este… Quizás de zapatos altos y un vestido de prenses…

—Oíste, amá —interrumpe de nuevo Lucía—, ese César va a escribir una historia con eso, póngale cuidado…

Mi tía Irene sonríe y llama a Arturo, su esposo: “Arturo vaya saque 500 pesos de la monederita y compre unos plátanos verdes”.

Este primer relato surgió en la sala de mi tía Irene acompañados de los boleros entre noticias de la Radio Paisa: final de día en una sala acogedorcita. Estuvieron mi tía Irene, su esposo y primo Arturo, Lucía una de las muchachas y Sandra, la primera nieta de mi tía. La gran ausente: la televisión.

∞∞∞

Estas historias de mi familia son como postales de diferentes lugares que, encadenadas para su lectura, dejan ver el viaje que hice mientras observaba y escuchaba historias de tíos y tías, de abuelos y abuelas, justo después de terminar la universidad. Fue un viaje por el recuerdo, por la memoria, por el amor, por el dolor, por los excesos... por todo aquello que me constituía como miembro de mi familia. Viajaba reflejándome en esas historias. Imaginando mi futuro tras esas historias. Fue un viaje alucinante y alucinógeno....Y no está mal ver como un viaje relatado las historias que a continuación encontrará; eso es la etnografía, un viaje y su relato. Sobre lo que se vivió. En torno a lo que se escribió. Las imágenes e historias que obtuve están transcritas en este libro, donde se relata un viaje de 36 escalas o relatos, cada uno de una extensión de no más de tres cuartillas, atravesadas por una reflexión sociológica en torno al lugar que ocupamos no solo dentro de la familia, sino como grupo en la sociedad. De joven sociólogo, quería entender cómo me construía la familia, y el lugar que ocupábamos en la sociedad que iba como en el lomo de un caballo desbocado entre los siglos XX y XXI.

El ejercicio de reunir estas historias, este stock de conocimientos disponibles, se propuso para encontrar las palabras y los signos que como prenociones sobre la vida cotidiana de un grupo individuos ilustraran (no solo) un mar de problemas (sociológicos): anomías, malestares, por ejemplo, de los delirios de violencia, el abuso de alcohol y drogas, las rencillas familiares, etc., sino también solidaridades, y sobre todo amores: múltiples y coloridas representaciones que los individuos-partes del grupo (mis familiares y yo mismo) hacemos de nuestro estado, de nuestras condiciones, del lugar que ocupamos con respecto a los demás. Pero, ¿qué trabajo conceptual o sobre qué líneas teóricas se desarrolló este viaje etnográfico? Más aún… metodológicamente, ¿cómo estudia un sociólogo a su propia familia? El lector se topará con interesantes referentes bibliográficos de espectros sociológicos, filosóficos, antropológicos y poéticos a propósito de la ebriedad, del poder, de la desigualdad de género y otras violencias, junto a la descripción etnográfica de los rasgos culturales de un grupo humano trasladado con los años desde el campo a la gran ciudad y unas claves metodológicas para comprender cómo es que se documentó tal hazaña.

Como profesional de las ciencias sociales suelto en las calles, me agarré de lo primero que entendí de mis lecturas en el metro, el llamado del sociólogo francés Pierre Bourdieu (2000), y lo que me correspondía hacer como científico social: demandar al razonamiento, a la revelación de las causas estructurales que las palabras y los signos aparentes no develaban. Intento con este texto, especialmente tras su lectura, hacer visibles los mecanismos que hacen que funcione el mundo social que construimos en nuestras familias, es decir, la estructura de la interacción que configuramos: mi familia en su forma de ser, un fenómeno social total de donde se derivan procesos como la comunicación y la expresión de sentimientos. Y me propongo este análisis, no para neutralizar los detonantes o causas de las formas anómalas que determinan nuestra interacción, ni para resolver los problemas que generan lo que somos. Basta con comprender las verdaderas causas del malestar que solo se expresan a la luz de la cotidianidad. Y de eso hay de sobra en este libro, una cotidianidad explorada y descrita bajo el paradigma cualitativo, utilizando la etnografía como metodología bajo la guía de tres claves posmodernas: 1) a la manera de los cronotopos de Lévi-Strauss (1997) en Tristes trópicos, las historias como configuraciones espaciotemporales construidas en escenarios ficcionales donde tienen lugar ciertos acontecimientos; 2) de la noción bajtiniana de carnaval (1953), en la que desaparece la diferencia entre sujeto y objeto, como resultado de la concepción dialógica del lenguaje, esta etnografía es una gran conversación, y 3) de la problematización de la autoridad y la escritura etnográficas mediante el uso del collage o montaje literario, intentando encarnar la vanguardia posmoderna entre Leiris (1934) y Taussig (2002), yendo de la actividad literaria a la práctica etnográfica que describe el viaje que he visto, y a mí mismo como soy.

 

2. De cuando Katherine vio a Dalí

¡Guácala!, gritó un niño con cara de asco.

 Maestra Topolobampacracia, ¿hay ciudades que tengan árboles y gallinas? La verdad, no lo creo.

Francisco Hinojosa, Ana, ¿verdad?

“El manifiesto místico”, para Dalí —recuerde, Kate, que se llama Salvador Dalí—, comenzaba una nueva era. Triunfa la mística y, con ella, la mística nuclear, cuya explosión se confunde con la explosión hacia un nuevo clasicismo. Como de costumbre, las noticias de arte propusieron maliciosamente la siguiente pregunta retórica: ¿no es imposible que en el sucesivo Dalí consagre más atención a lo consciente que a lo inconsciente? Si realmente fuera así, no le faltaría más que convertirse en el pintor académico más grande del siglo XX

Y Katherine, como nunca, supremamente atenta escuchaba y seguía por sí misma las palabras leídas y se dejaba llevar por los dibujos esos de un señor de largos bigotes llamado Dalí, quien en cualquier rostro pintaba el rostro de la mujer que amaba… Estamos en la biblioteca de la Universidad de Antioquia, pero cuando entramos le dije que aquí podría ella encontrar algo más que libros: “En este lugar es donde están todos los secretos del mundo, lo que querrás saber lo hallarás en un libro…”.

Y Kate no dijo nada… Solo tomaba uno y otro libro y otro y les buscaba el derecho y les leía el título… desechando los que poco le interesaban, pendiente quizás de las formas, el tamaño de las letras o el olor entre sus páginas… Quizás la textura del papel…

—¿Todos los secretos?

Me preguntó incrédula, y yo asentí. Había respeto y admiración por cada libro; eso se notaba en la forma como los miraba, los abría y los ponía de nuevo en su puesto para sacar otros… Y otros. ¿No querrás ver pinturas, Kate? Y dijo que más luego. Entonces le explique del porqué los libros tenían unos números y unas letras y quién los organizaba.

—Vamos, pues, por las pinturas —dijo.

De camino al otro lado de la biblioteca, no dejaba de admirarse por la cantidad de libros y por los computadores donde la gente buscaba… Antes que a Dalí, prefirió ver un manual de pintura al óleo, y cuando le pareció conveniente dijo: “muéstreme, pues…”. Yo le mostraba algunas, alternándolas con historias sobre lo que Dalí quería pintar, aquello que en ocasiones a Kate no le parecía correcto, como los desnudos:

—Porque uno no debe estar desnudo en la calle —decía.

—Pero es solo una pintura, incluso la calle está pintada…

Muy rápido se pilló que cada pintura tenía un numerito en una esquina y entonces buscaba al final de cada página el número que correspondía a la pintura tal, y leía el título… Y sobre la que ella se detenía, yo le preguntaba: “Kate, decime ¿qué hay ahí?, ¿qué ves ahí?”. Y ella, con palabras y frases sueltas, decía algo más que cosas sueltas…

—Un árbol. Una copa. Señores peleando. Una Virgen… Una araña. Unos muebles volando… Humm. Mira, César, a esa gente se les voló la casa. Una niña cobijando a un perro.

—¿Con qué?

—Con un tapete, ¿no ves?

—¿Un tapete?

—Sí, un tapete de agua… Una mariposa con una boca como de otra mariposa… Se le está dañando el cuerpo a la gente.

—Y ¿cómo se llamará esa?

—¿La 963? Per-so-na-je de ro-di-llas. Bo-ce-to (Boceto).

—¿Ya viste ese reloj?

—Sí, se está dañando, como que se está derritiendo… y por los pulmones.

—¿Por los pulmones? Y ¿dónde quedan los pulmones de un reloj?

—… En los números…

—¿En los números? Ve, yo sí decía… y cómo se llamará ese.

—¿El 964? El re-loj blan-do (El reloj blando)…

—Kate, decime, ¿qué es algo blando?

—Un pan, o un roscón… Algo así para que uno no se le caigan los dientes…

Y al final Kate supo cómo sonaban la d con r y la a: Dra. Y sí Dalí fue lo más grande del siglo XX. Alegrémonos porque cada niño o niña, puede revertirlo y hacerse él o ella lo más grande del mundo. Con esa forma de mirar el mundo, el mundo se queda pequeño, y Dalí termina siendo un curandero de relojes que se derriten por los pulmones…

3. La tía Emma, la hermana…

Las sociedades más dominadas por motivaciones religiosas son aquellas en que se reconocen diversos misterios,
poderes, objetos y divinidades.

Bryan Wilson, La religión en la sociedad

Desde los tiempos del verdadero amor, extraídas mil sonrisas por puras evocaciones... las palabras surgieron hablando desde el corazón, confiadas como ayer en un correo. Hoy, sin temor, van confiándome sus recuerdos sobre el tiempo… Evocaciones.

Una noche, en medio de una buena comida, antes de partir a Estados Unidos, la tía Emma me fue contando que, de joven, de las cartas que le enviaban sus pretendientes algunos versos siguen grabados en su corazón. Hay que decir que quien evocaba esos momentos no era solo la tía religiosa de la familia, la que siempre reza por nosotros, la que venía a visitarnos cada tres años, a mostrarnos en sus ojos un pedacito del paraíso de los Andes. No, antes que nada, quien recordaba era la mujer que es por encima de todo. Y recordando iba como nube flotando sostenida por un viento de recuerdos, volando a las tardes olorosas a rosales donde a escondidas respondió una carta que definía su vida y el amor de un par de vidas y al amor mismo.

Pablo Peláez finalmente no se sintió tan mal al saber a través de una carta escrita por mi propia tía que quien le quitó el amor de su vida era Dios y no otro hombre sobre la tierra… Virgelma Fernández estuvo alistada en el Colegio de La Presentación teniendo apenas claro que no se casaría antes de los veinte años. Y nunca se casó. Y el día que lo decidió, devolvió a Pablo una foto suya, porque ya no tenía razones para tenerla… Y del pobre Pablo… cuentan que prefirió mejor jamás casarse y que pereció en un accidente sin ser de nadie.

Virgelma o Emma, como quiera, pudo decidir qué hacer en la comunidad y prefirió la enfermería a la enseñanza, y así se convirtió en la primera mujer de la familia en ir a la universidad. Estudió en la Universidad de Antioquia por algunos intervalos durante los años sesenta y setenta. Desde siempre tuve la idea básica de que, un día, la tía habría tomado los hábitos porque sí, como iluminada… Sin más razones. Pero en realidad fue necesario hacerse monja para poder viajar a Perú o Bolivia, y conocer la alta planicie, cuna de grandes civilizaciones prehispánicas cuyos avances matemáticos y filosóficos no sobrevivieron al asalto del colonizador español. Un álbum-diario de viaje que había hecho la tía y que de algún modo terminó en mi casa era la razón de mis sospechas. Estaba ilustrado con fotografías de los lugares, de la gente en los propios escenarios construidos por los antiguos incas, acompañados con pie de fotos que indicaban qué ver en la foto. Por ejemplo: “Huerta en el convento de los padres franciscanos. Obsérvense las flores de Quina, se cultivan en abundancia en el altiplano, constituye una gran fuente de alimentación”.

Viéndolas me paseaba en el tiempo, me trasladaba a un viaje fechado en 1967, un viaje donde mi tía era más que una narradora, y se apartaba de la escena fotografiada de junto otras religiosas y uno que otro sacerdote... Miraba hacia fuera... hacia las flores... hacia dentro de los ojos de la gente, y con esos textos puntualizaba, como haciendo inventario del terreno... y los actores… Entonces recordé que los misioneros fueron los primeros etnógrafos.

Ese álbum fue lo que me permitió saber de una mujer seguidora de Dios entre nosotros, que un día se fue hasta muy cerca de las ruinas del imperio del sol, que era un dios en otro tiempo... Tal vez no fue a evangelizar, sino a vivir entre ellos y a terminar evangelizada.

Recuerdo las palabras de un amigo que hablaba de algunas personas y su capacidad de desplazarse a otros lugares a pesar de nunca viajar. La tía Emma regresaba a casa de sus padres cada tres años, y eso es un ejemplo de desplazarse físicamente... hasta donde nosotros; pero su viaje era y continuaba en el altiplano entre miles de hombres y mujeres que soportaban agrestes temperaturas... Y ahí estaba yo, siguiéndola en las fotos, sin dejar de pensar en esa gente que se le veía en apuros en medio de terrenos áridos... Eran rostros quemados por el frío, mujeres de trenzas largas y gruesas junto a hombres muy morenos, bajos, montados en caballos negros brillantes. Los indígenas aparecían con pómulos sobresalientes, ojos alargados; el contraste focal era mi tía y sus hábitos. De joven, mi tía Emma se parecía mucho a mi mamá...

En otras fotos, un hermoso lago, las ruinas de Sacsayhuamán, donde el inca descansaba. Una canoa de totora. La transparencia del lago Titicaca, el más alto del mundo, 3812 msnm. Un torreón en Machu Picchu que me pone a pensar en la humanidad. Y una alpaca pastando en la sierra sobre la que quisiera acostarme a soñar. Autoridades del pueblito de Atoconcolla... Obsérvense los rostros de las autoridades.

El viaje de mi tía arrancó desde Titiribí a Medellín, de ahí a Barranquilla, luego a Perú, de nuevo Colombia; después Bolivia y de nuevo a Perú... Algunas veces se desvió a Nueva Jersey donde la familia... Con el tiempo se quedó en Medellín, donde sigue ejerciendo su enfermería con especialización en salud pública, dando además un mensaje de amor mientras acaricia y sana...

Las fotos... A lo mejor un día se le quedaron en casa... Ya de grande he pensado que estuvo bien haberlas dejado... Viendo sus fotos empezaron mis viajes.

∞∞∞