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EL SILENCIO Y LA PALABRA

Dos interlocutores para un diálogo sobre lo real

EL SILENCIO Y LA PALABRA

Dos interlocutores para un diálogo sobre lo real

Rubén Maldonado Ortega

Ediciones Uninorte

Barranquilla, Colombia

Maldonado Ortega, Rubén, 1952-

     El silencio y la palabra : Rubén Maldonado Ortega. - Barranquilla : Ediciones Uninorte, reimp., 2007.


     67 p. : il.

     Incluye referencias bibliográficas (p. 66-67).

     ISBN : 978-958-8252-23-0 (impreso);

     ISBN : 978-958-8252-23-0 (PDF)

     ISBN : 978-958-741-418-9 (ePub)


1. Descartes, René,1596-1650 Crítica e interpretación 2. Platón,428-347 a. C. Crítica e interpretación. 3. Filosofía moderna.

190 M244 - 22 ed. (CO-BNUn : 78909)

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www.uninorte.edu.co

Km 5 vía a Puerto Colombia,

A.A. 1569, Barranquilla (Colombia)

 

Primera edición, 2006

Primera reimpresión, enero 2007

Segunda reimpresión, junio 2007

 

© Ediciones Uninorte, 2007

© Rubén Maldonado Ortega, 2007

 

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Coordinación editorial

Zoila Sotomayor O.

 

Diseño y diagramación

Luz Miriam Giraldo Mejía

 

Diseño de portada

Joaquín Camargo Valle

 

Corrección de textos

Luis Eduardo Silva U.

 

Desarrollo ePub

Lápiz Blanco SAS

www.lapizblanco.com

 

 

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Hecho en Colombia

Made in Colombia

 

© Reservados todos los derechos. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio reprográfico, fónico o informático así como su transmisión por cualquier medio mecánico o electrónico, fotocopias, microfilm, offset, mimeográfico u otros sin autorización previa y escrita de los titulares del copyright. La violación de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

El autor

 

RUBÉN MALDONADO ORTEGA es Filósofo de la Universidad Nacional de Colombia y Doctor en Filosofía de la Universidad Javeriana. Desde 1993 está vinculado a la Universidad del Norte como profesor de tiempo completo.

 

 

Nada nuevo hay bajo el Sol

(Salomón)

 

Además, el Sol es muy viejo

(Pachito)

 

A MODO DE INTRODUCCIÓN

La presente reflexión ha estado motivada por una lectura atenta de la tercera parte del Discurso del Método de René Descartes, y por una serie de inquietudes surgidas de los mensajes que los hombres de nuestro siglo han emitido a través de nuevos textos que reclaman sitio de honor a los ya caídos en desuso, conferencias que multiplican el sentido apenas ensayado en la letra muerta, entrevistas que confiesan las perturbaciones que no fueron traducidas a las unidades homogéneas del texto, etc. A partir de aquí, mi intención es detectar la presencia de un problema filosófico que deberá, sin embargo, a fin de permitir su clara enunciación, ser reforzado por estimaciones llegadas desde mi posición de sujeto parlante que ha estado mirando y ahora desea contar lo que ha visto.

 

Una consideración juzgo válida: en ningún caso se trata de un problema nuevo si por ello entendemos lo que no había sido enunciado antes; en cierta medida la filosofía ha tenido que retornar a los viejos problemas planteados en los albores de su nacimiento, y quizá por ello la nueva producción filosófica no deja de ser un intento por promocionar nuevos términos que permitan perpetuar el poder cautivador del verbo que anunció, en una época registrada ya por la historia de las ideas en sus anales, la llegada y puesta en escena de una práctica harto singular: el amor al saber.

 

Se trata, en cambio, de un problema nuevo, si aceptamos en su justa medida la necesidad de ofrecer nuevos recursos para consignar en la memoria los sucesos que en su irrupción de acontecimientos nos confirman o descalifican en la idea que nos define como homo-sapiens. En cierto sentido el conocimiento humano ha avanzado tan aprisa, muy a pesar nuestro, que la “solución” de muchos de los problemas del mundo contemporáneo se encuentra menos en lo que aún está por conocerse que en aquello que se ha olvidado.

CAPÍTULO I

PRESENCIA DEL PROBLEMA

Descartes se había entregado a la tarea de encontrar un nuevo fundamento para la ciencia. La búsqueda de un principio de carácter indubitable, condición de todo saber posterior, lo había llevado a alojarse en una moral provisional que le impidiera permanecer irresoluto en la acción al tiempo que la razón le exigía serlo en los juicios{1}; lo mismo sucede —dirá Descartes usando un símil— si habiendo resuelto derrumbar la casa que habitamos deseáramos construir una nueva, para cuyo fin “[...] es menester también haberse procurado alguna otra donde se pueda estar cómodamente alojado durante el tiempo que dure el trabajo”{2}. La moral provisional invocada aquí por Descartes exonera de la duda a ciertas opiniones que, a su juicio, no estorban el proyecto de fundamentación del saber a partir de un primer principio indubitable, y sin el uso de las cuales sería inútil toda tentativa de realizarlo (no se trata, en todo caso, de una condición, sino de un insalvable obstáculo de menor importancia).

 

Tales opiniones se encuentran traducidas en la constitución francesa de su época y en las costumbres de los ciudadanos; en el concordato y las proclamas de la iglesia y en sus oficios religiosos; en las mentes y en las obras de los autores y sabios del siglo. Pero también se encuentran en no pocos actos de la voluntad del filósofo: en la resolución y firmeza de las acciones emprendidas aun a costa del alto precio a pagar, caso de haber errado en la escogencia de las mismas; en la decisión de seguir las opiniones más probables, caso de no poder discernir las más verdaderas; en la decisión de elegir alguna, caso de no poder distinguir las de mayor probabilidad; en el empeño que pone a las cosas que la voluntad no puede controlar, a fin de quedar libre de remordimientos si viniere un resultado adverso; también en la decisión de vencerse a sí mismo antes que a la fortuna y, finalmente, en la elección que hace de la ocupación que lo acompañará hasta la muerte.

 

Henos aquí ante la descripción de las máximas que conforman la moral provisional cartesiana. Pero antes de examinarlas y determinar si nos han seducido, de tal modo que las hagamos también nuestras, echemos un último vistazo a lo que ellas le permiten obtener al hombre de carne y hueso, al sujeto de la opinión, al yo actúo (ahora cómodamente alojado en su otra casa), en tanto que el sujeto trascendental, el yo pienso, está siendo sometido a la prueba decisiva de su real existencia, la prueba última a la que la duda ha llevado su incontenible radicalidad.

 

Hemos afirmado, siguiendo a Descartes, que la moral provisional permite aceptar algunas opiniones ajenas, es cierto, pues las propias están ahora en suspenso, pero también algunos actos de la voluntad como el poder discernir, elegir y llevar a cabo, como si fueran nuestros, proyectos sustentados en aquellas opiniones y dictados venidos de los que se tienen por todos los hombres como los más sabios y prudentes. Lo anterior nos revela, si tenemos en cuenta que también ha sido por ejecución de la voluntad cómo el filósofo ha adquirido el hábito de permanecer irresoluto en los juicios hasta tanto no posea una primera y fundamental certeza, un único origen, la libre voluntad, para dos sujetos tan opuestos en su naturaleza como en sus propósitos; el uno, el sujeto del juicio, cargado de escrúpulos tan firmes que ni siquiera aquellos conceptos ofrecidos por la geometría, y desembarazados de cualquier tipo de alianza con los sentidos, le seducen aún; el otro, el sujeto de la opinión, el hombre Descartes, sin mayores escrúpulos para acatar y contribuir a edificar sobre cimientos “tan poco firmes”, el curso de una historia humana que entonces habrá de desenvolverse, por derecho propio del hombre de carne y hueso, sobre los suelos aleatorios de la moral provisional. Esto, porque si bien Descartes se puede apoyar en las opiniones ajenas bajo la condición de seguir instruyéndose, y animado por el propósito de esperar el momento oportuno para examinarlas conforme a su propio juicio, no puede en cambio evitar que sobre esas opiniones se desarrolle un modelo histórico de verdad, tan distante de aquel otro que emerge del movimiento del pensar, como auténtico, por las características especiales con que el mundo de la opinión construye y hace operar las reglas de transformación y legitimación de sus propios enunciados. Sabido es que en el propósito de Descartes la experiencia, y con ello la historia y la cultura misma, ha quedado reducida a res extensa, es decir, negación total de sus contenidos; pero también lo es, que la ruptura dispuesta por el yo pienso respecto del mundo de la opinión no puede ser otra cosa que negación de toda posibilidad de recuperar, conforme al more geométrico, el mundo de la opinión, donde ahora se gesta una historia-verdad que lejos de renunciar a su legitimidad delegando en el sujeto del juicio el reconocimiento de su real existencia, ha emprendido la tarea de conquistar y gobernar el mundo que por derecho propio le pertenece: el mundo de la moral provisional. Lejos estaba la libre voluntad de advertir el doble peligro que sobre ella se fraguaba. En efecto, los dos sujetos engendrados por ella, en su afán de conquistar por separado el reino de los fines y el reino de los medios, hállanse decididos a llevar a cabo el parricidio.

 

Antes de regresar a presenciar lo que pudo ocurrir con aquel otro sujeto, el cógito pensante que ha ido a confesar sus impurezas al oráculo de la meditación pura y de donde quizá no vuelva —y de hecho no volverá—, nos detendremos a considerar qué razones profundas tuvo el sujeto del juicio, ahora vacío de contenido y en procura de ganar el soliloquio, pues las palabras son también, en su profundo estado de trance, falsas opiniones; qué razones tuvo para abandonar su otro yo,o