Edición digital

Ana María Echeverría Gutiérrez
Gerente de Literatura Infantil y Juvenil de Ediciones SM

Olga Correa Inostroza
Coordinación editorial

Valeria Moreno Medal
Coordinación digital

Apesta a Teen Spirit
© del texto: F.G. Haghenbeck
© diseño de la portada: Abraham Balcázar

1. Novela inglesa – Literatura juvenil 2. Amistad – Literatura juvenil 3. Música rock – Literatura juvenil
Dewey 863 H34

Primera edición digital, 2016
D. R. © SM de Ediciones, S. A. de C. V., 2016
Magdalena 211, Colonia del Valle,
03100, Ciudad de México
Tel.: (55) 1087 8400
www.ediciones-sm.com.mx

ISBN 978-607-24-2417-3

Miembros de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana
Registro número 2830

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informativo, o la transmisión por cualquier forma o por cualquier medio, ya se eléctrico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Conversión de eBook: Capture, S.A. de C.V.

Para Toño Malpica, por la amistad

y porque, a pesar de todo,

terminó como un clásico.

Entrada

Smells Like Teen Spirit, 4:58, Nirvana

-¡TÚ, Cabeza de Doritos! ¿Cuál es el mejor cover de todos los tiempos?

La pregunta rebotó cual pelota en esa aula semivacía. Su compañero la miró de reojo. No aparentaba tener ganas de responderle. Estaba aburrido. Habían hecho de todo para matar el tedio: compartieron canciones de su computadora para abultar su playlist, charlaron sobre sus correrías en la fiesta del fin de semana y ella contó dos chistes groseros. Cabeza de Doritos no se rio. Eso no importaba, él nunca entendía los chistes.

—¿Cover?

—Sí, un cover, Cabeza de Doritos. ¿Sabes qué es, tonto? ¡Una nueva versión de una canción vieja! —expuso con violencia innecesaria la chica ruda de chamarra de cuero; si no le ponía ese toque no podía llamarse ruda, y la imagen es primordial en la preparatoria, lo demás solo son vanidades.

—¡Daaa! ¡Pues claro que lo sé! —respondió su amigo, quitándose los audífonos del disc player. Al hacerlo, escapó la canción que escuchaba, el himno juvenil realizado por los padres del grunge y la moda de camisas de leñador: Nirvana. Sí, el mismo que leyeron en el título de este capítulo, ya podrán entender por qué estaba ahí—. ¿El mejor cover? Tal vez Sweet Dreams, de Marilyn Manson. La otra vez oí un casete de mi mamá. Neta que la versión original es súper floja.

—¡Eres un cerdo! Tienes cero gusto. Escucha esto y tal vez aprendas: Mrs. Robinson, de los Pennywise; quizás Take On Me, de la banda Reel Big Fish. El bajo es maravilloso, casi consiguen que yo me vuelva loca y eso, Cabeza de Doritos, solo pocos lo han logrado.

—Yo lo logré…

El rubio le sonrió picaresco. Un comentario así no quedaría sin castigo, el puño golpeó su hombro y la chica de la chamarra reafirmó su condición de ruda. En verdad lo era, no era buena idea meterse con ella.

Cabeza de Doritos se sobó el golpe, acomodando su camisa grunge, luego acicaló sus rulos —de ahí venía el apodo—, tenía un cabello envidiable, de anuncio de acondicionador. Podría ser una oveja negra, el chico malo de la escuela; sin embargo, era un rebelde bien presentado: alto y con cuerpo pesado, de esos que si chocáramos con él sería como hacerlo con un tractor; ojos claros con un absurdo toque de inocencia que se perdía con los músculos de matón. Era obvio que desayunaba alumnos de primer ingreso: dos cada mañana, la dieta de los campeones.

—¡Tú, Samurái! —gritó la muchacha al silencioso chico oriental que estaba sentado al fondo del salón, escondido cual ninja en la última banca, la más alejada. Él levantó la nariz de su videojuego, ajeno a la charla, miró a los otros dos alumnos en la clase y suspiró, entendiendo que ese era su castigo: ser amigo de ellos. Vestía una eterna gabardina militar camuflajeada con tonos terrosos, la misma que usaban las tropas en la liberación de Kuwait; cabello negro, lacio, estilo brea, con corte de hongo; los ojos afilados por parte de su padre. Nadie sabía si era japonés o coreano, no importaba, todos en la escuela le decían el Chino.

I Will Survive, de Cake, o Always Something There to Remind You, de los Tainted Love —respondió mientras jugaba con su Game Boy.

—¡Qué wey eres, señor Sulu! Esas son canciones originales —bufó el rubio.

—La versión original es de 1965, lo revisé en la Internet —dijo sin soltar al pequeño italiano bigotón del videojuego que brincaba entre champiñones multicolores. El Chino era un adicto a la tecnología; él no asistía a las clases de computación en la escuela: él era la computación.

—¿Inter… qué? —cara de interrogación tamaño extragrande. No era de extrañarse en él. Cabeza de Doritos tenía estilo y mucho ritmo, pero cargaba un cerebro atrofiado por la música, las fiestas y las cervezas: la santa trinidad de la década de los noventas. Una década loca.

—¡Perdónenme, llego tarde! —grité, abriendo de golpe la puerta.

Miré mi reflejo en la ventana. Sí, ese soy yo. Un profesor de literatura, amante del cine, que trata de pagar su renta mientras escribe su obra maestra. Quizás posea más adjetivos para describirme, pero en medio de esta interesante plática del grupo del Taller de Creación Literaria, salen sobrando.

Así es, el narrador es un profesor. Ni la hagan de tos. Llámenme el narrador, mucho gusto. Para mis alumnos, profesor Alejandro. Por favor, continúen leyendo, esto se pondrá bueno.

—¿Cuál es el cover que más le gusta, profesor? —me acribillaron. Me rasqué la cabeza y torcí la boca para ganar unos minutos. Había que razonar esa respuesta. La música y la literatura requieren más de una neurona. Si te sobran dos, es recomendable usar ambas.

Come on Eileen, de los Save Ferris. La original es una de las mejores canciones de los ochentas, pero esos chavos lo hicieron realmente bien.

Mis únicos tres alumnos del Taller de Creación Literaria, Cabeza de Doritos, la chica ruda y el Chino, movieron la cabeza aprobando la respuesta. Sonreí, pensé que me veían como lo único que no apestaba en la escuela, pero estaba en un error: todo apesta en la preparatoria.

La chica me sonrió de oreja a oreja, haciendo brillar sus pecas. Si quisiera, podría ser bella. Si quisiera, claro.

—¿Hay covers en los libros, profesor?

¿Covers en la literatura? ¡Esa es una buena pregunta! Me gusta eso de recuperar un libro para darle un nuevo ritmo y ponerle arreglos. La verdad, no recuerdo ninguno. Sí hay algunas películas: Apocalipsis Now es El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, sin embargo, el director Coppola la ubicó en Vietnam y no en África. ¿La vieron?

No debí preguntar. Ni los grillos cantaron ante la ausencia de una respuesta.

—¡Debería hacer uno, profesor! —me retó Doritos. En el fondo, posee algo de cerebro, aunque lo esconda. Algún día lo encontrará.

—Claro, tomaré mi novela preferida y lo haré.

—¿Y cómo lo iniciaría? —me cuestionó, interesada, mi chica ruda de cabecera. En verdad deberían verla: belleza y anarquía juntas en tan solo quince años.

—De la misma manera como empezó Alejandro Dumas —expliqué, juntando mis manos cual director de cine y enseñándoles mi encuadre para comenzar la gran historia—: con la llegada del joven espadachín D'Artagnan a París para ser mosquetero y…

¡Bang!

Me hubiera encantado platicarles mi idea de poner al día Los tres mosqueteros, pero fui interrumpido por un disparo.

Corrimos a la ventana para asomarnos al exterior de la escuela, hacia la plancha de concreto donde holgazaneaban los alumnos y se buscaban sus partes íntimas las parejas de enamorados. No fue un disparo, fue algo más común: el escape de un viejo automóvil color amarillo, el chasco de transporte más feo y desgarbado que he visto en mi vida, que chocó certeramente contra un auto estacionado.

Uno

I Don't Like Mondays, 4:52, The Boomtown Rats

TAL como lo cantan The Boomtown Rats, a nadie le gustan los lunes y, para colmo, era el primer lunes de abril. Habría que admitir que, como mes, abril también apesta: es el más cruel. Y ese día había una revuelta tan aparatosa que aparentaba que los franceses hubieran decidido tener una segunda revolución. Así, ante el barullo, al ver huir a las muchachas con faldas de colegialas por el estacionamiento, varios alumnos se apresuraron a remangarse las chamarras y, respaldando su aplomo algo incierto con bates de beisbol, se dirigieron hacia la zona que bullía, haciendo crecer a cada minuto un grupo compacto, ruidoso y lleno de curiosidad.

En esos días, los pánicos eran frecuentes: el exceso de testosterona combinado con las altas temperaturas desencadenaba peleas o embarazos. Pocos días pasaban sin que se registrara en los archivos de la Escuela Superior Versalles algún acontecimiento de ese género: estaban las pandillas, que guerreaban entre sí, y el presidente del Comité de Estudiantes, el señorito Luis Sol, campeón goleador e hijo del alcalde, quien le declaraba la guerra al director de la escuela, el señor Juan Richelieu. Además de estas guerras sordas o públicas, secretas o patentes, estaban los Geeks, los Frikis, los Banda, los Góticos y los Nerds, quienes hacían la guerra a todo el mundo. Y los Fresas, que se armaban siempre contra los Metaleros, los Rapados y, con bastante frecuencia, contra los maestros; difícilmente contra el presidente del Comité de Estudiantes y nunca contra el director.

De ese hábito resultó que el susodicho primer lunes, ese que todos odian, los Deportistas, al oír el barullo y no ver el banderín rojo que cargaba el director para interrumpir zafarranchos, se precipitaron hacia la cafetería. Estando ahí pudieron ver y reconocer la causa de aquel jaleo.

¡Ah, verdad! ¿Pensaron que no podía hacer un cover de la primera parte de la novela de Alejandro Dumas en la época moderna? ¡Pues lo hice! Aplausos. ¿Ya entienden por qué soy el narrador? Terminado mi momento de egocentrismo desmedido, continuemos.

Un joven. Hagamos su retrato de un solo trazo, uno que nos dé una idea de lo que enfrentaremos de ahora en adelante, pensemos en Don Quijote a los dieciséis años… No olviden eso. Y seamos sinceros, con esa referencia del libro original nadie recuerda cómo era ese señor, por eso usaremos la nuestra: un juvenil Johnny Depp descortezado, sin tanto aplomo; un chico revestido con una sudadera Gap cuyo color azul, por el uso, había adquirido un matiz impreciso; los pómulos de las mejillas salientes, signos de astucia o de que solo había sido alimentado con hamburguesas; y los músculos torneados, indicador infalible de que hacía ejercicio en lugar de ver televisión. Llevaba una gorra con el escudo del santo patrono de los jóvenes: Batman. En resumen, un chavo bien, pero bien X. Sí, tan X que podría ser afiliado al grupo de Wolverine y sus X-Men.

Y porque nuestro joven tenía montura, y esa montura era tan notable que fue notada, se pudo ubicar el motivo del caos: su automóvil oxidado tenía deficientes los frenos, mismos que no le ayudaron a esquivar al que estaba estacionado. El accidente causó una sensación de malestar en el dueño del coche golpeado y esa sensación fue más penosa para Carlos de Artaño, sí, ese era su nombre; no le busquen más, será el héroe de esta novela.

El propietario del otro auto se quedó pasmado un largo rato, no tanto como si presenciara un partido de beisbol, pero sí mucho tiempo. Luego, se lanzó con puños y espíritu de bronca al frente. Ahora hagamos un receso para describir al afectado: medallista en las estatales de lucha grecorromana; porte elegante y vestimenta pulcra, llevando eternamente un suéter rojo del colegio con las letras “Versalles” al frente; casi perfecto, excepto por dos detalles que, al no ser muy exigentes, se perdonarían: uno, es tuerto, accidente ocurrido en las finales de lucha del año pasado cuando su contrincante le picó el ojo; el otro, ser un completo hijo de la fregada. Para tapar lo tuerto usaba un parche —no sientan pena por él, se lo merecía— y para tapar lo otro se volvió la mano derecha del director de la escuela, el señor Juan Richelieu.

Ya tenemos a nuestro antagonista… ¿Perdón? ¿Qué es un antagonista? Lo que se conoce como el villano, el malo de la historia, el quita risas, el que hará sufrir a nuestro héroe, o sea, el hijo de la fregada.

El chico del parche detuvo su ataque para ver el bote de basura con ruedas. Se quedó sorprendido. Lo mismo había hecho su dueño, Carlos de Artaño, cuando su padre se lo dio tras pedir un automóvil en su cumpleaños dieciséis. Este vino acompañado con una recomendación: “Recuerda que en la escuela Versalles yo fui campeón de joven. Nunca dejes que se burlen de ti. Solo obedece al director y al joven Luis Sol, su papá es el alcalde y trabajo para él. No queremos que tu viejo se quede sin trabajo, ¿verdad?”.

—Lo siento, amigo, tu coche estaba salido del cajón de estacionamiento —expuso Carlos al sorprendido afectado.

—¡Eres un tarado! —gritó enfadado el Tuerto, señalando el rasguño en su vehículo—. ¡¿Dónde tienes los ojos?! ¡¿En las nalgas?!

—En un mejor lugar que los tuyos, yo me hubiera estacionado mejor —soltó el recién llegado. No fue inteligente dicha respuesta, a veces es mejor quedarse callado. Hay gente colérica que puede ser agresiva y, sin duda, el Tuerto era de esos; su puño salió volando, cual ariete medieval, directo a la nariz de nuestro héroe, quien solo pudo escuchar su quejido y luego ver oscuridad. Cayó al asfalto de golpe, como si le hubieran aserrado de tajo los pies.

—¡¿Y quién es este tarado?! —cuestionó el Tuerto sobándose los nudillos. Dos de sus compinches que lo acompañaban (porque los malosos, por alguna extraña ecuación de la vida, siempre llevan dos compinches) revisaron al joven noqueado.

—Tiene una carta —señaló el compinche 1, con la misma chamarra que su líder, pero con el número 1 atrás, al igual que su compañero, con el número 2. Solo era una afortunada coincidencia, pues eran sus números en el equipo de futbol.

—¡Trae para acá, inútil! —le arrebató el Tuerto. La leyó rápidamente y, con una sonrisa de gato Silvestre comiéndose al canario Piolín, se la guardó en el bolsillo. Entre los tres gorilas cargaron al chico desvanecido y lo arrojaron al contenedor de basura ante gritos de apoyo de los testigos del incidente; los del bullying eran ellos, pero habrase visto qué buena porra se cargaban.

Pasaron varios minutos antes de que Carlos recuperara la conciencia. Lo hizo con ayuda de un Gatorade con color de orines de alienígena que le dio en la cara. Primero, fue el grito. Después, mucho después, recuperó la conciencia.

—Estás mojado… —escuchó una voz melodiosa, como la de una vocalista rubia con curvas peligrosas. Carlos abrió los ojos y se encontró con eso: una rubia con curvas, una muchacha baja, pero a la que sus padres lograron mejorar los genes, tan rubia que hacía daño a los rubios: la claridad de su cabello contrastaba con sus ojos rasgados, claros. Era una belleza exótica. En una mano llevaba la botella vacía desde la que vertió la bebida; en la otra, un cigarro. Portaba toques de rockera, gótica y rebelde, con una blusa blanca tipo uniforme abierta hasta el límite, a punto de parecer modelo de revista de caballeros, falda de cuero y botas rojas.

—¡Me arrojaste esa porquería! —chilló Carlos molesto, levantándose del basurero.

—¡Mira al guapo! Es inteligente, ya supo por qué está mojado —explicó sarcástica la beldad que amplió su rojísima boca de oreja a oreja. Era una sonrisa asesina; el rojo encendido provenía de una paleta de caramelo que pigmentaba su boca y le brindaba unos tres puntos más de seducción.

—¿Por qué lo hiciste?

—Necesitaba tirar las cenizas de mi cigarro al basurero y no quería quemarte, cariño —alargó su brazo y sacudió con elegancia los dedos. La ceniza cayó al basurero y le siguió el bote de Gatorade vacío. Le guiñó el ojo a Carlos, sacando la paleta roja de su boca para mandarle un beso. Se alejó sin decir más, bamboleándose tentadoramente. Era oficial, Carlos acababa de conocer a una comehombres con doctorado.

—No es buena para la salud, me lo dijo un doctor —comentaron a su lado. Carlos volteó intrigado al escuchar esa voz infantil. Se encontró con un chico diminuto en tamaño y edad. Resaltaban su chaleco tejido color pasto y los enormes frenos en los dientes que asemejaban el arnés de un caballo: eran tan grandes que opacaban los anteojos de montura plástica.

—Hola —saludó—. Ella es Diciembre Winter. Salió a fumar y a meterse en problemas. Nunca te le acerques, muerde.

—¿Dónde están todos? —preguntó Carlos, ya que ante sus ojos encontró la nada, el estacionamiento de su nueva preparatoria estaba completamente vacío. Volteó a ver al chico de lentes—. ¿Qué pasó?

—Sonó la campana y están en clases —respondió.

—¿Y el que me pegó? ¿El tuerto?

—Roque tiene entrenamiento.

—¿Y tú?

—¿Yo? Tengo clase de matemáticas, pero como siempre corrijo al profesor, me pidió que solo presentara el examen. Tengo un IQ más alto que el de Einstein.

—No, eso no… ¿Quién eres?

—Quinto, todos me dicen así. Me adelantaron a la preparatoria por ser un niño genio. Me llamo Ian Brian Deluca.

—¿Ian Brian?

—A mi papá le gusta el grupo Queen, me lo pusieron por Brian May. Lo de Ian es por mamá, pero no recuerdo quién era ese.

—Quinto me gusta —Carlos hizo un gesto aprobatorio y le estrechó la mano—. Soy Carlos de Artaño.

Los dos chicos caminaron por las escaleras rumbo al acceso de la reconocida Escuela Superior Versalles, instituto compactado en una zona arbolada, con múltiples campos de deportes y una emblemática construcción de tabique en la que resaltaba la gran torre de reloj del edificio central.

—¿No eres de por aquí, verdad? —preguntó el chico, acomodándose los lentes sobre su diminuta nariz.

—Estuve fuera de la ciudad. Mi papá recuperó el trabajo en su antigua compañía y ahora regreso a esta escuela.

—Tuviste valor para pelearte con Roque.

—¿Así se llama?

—A mí me gusta decirle “gorila idiota”, solo entre tú y yo, no quiero que me vuelvan a sumergir la cabeza en el escusado, pero sí, es Roque.

—Quinto —Carlos se detuvo y observó a su nuevo compañero—, ¿dónde está la oficina del director? Tengo una carta para él.

El chico alzó la mano para señalar la ventana ubicada exactamente al lado de la imponente torre con el reloj. Era la lumbrera más visible, la que poseía la mejor vista solo por su posición en el edificio. Asomado a ella, Carlos pudo ver al temido director de la escuela Versalles, don Juan Richelieu, y sintió cómo su profunda mirada se clavaba en él.

Dos

I'm a Looser, 3:55, Beck

COMO narrador, les puedo platicar muchas cosas, entre ellas, que estudié hace diez años en este tugurio, sufriendo todo lo que un estudiante de preparatoria sufre. No lo haré, porque es aburrido, solo les aseguro que las cosas no han cambiado desde entonces. Antes lo hacíamos con música disco, ropa de colores neón o peinado afro, y no, a nadie metieron a la cárcel por eso. Sin embargo, prácticamente era la misma situación: a la cabeza, quien dirigía la escuela, el señor Juan Richelieu, hombre astuto y ambicioso que buscaba el dominio absoluto del plantel, incluso por encima de su dueño que, por casualidad, era el alcalde de la ciudad: el señor Guillermo Sol. Ahora, su hijo Luis Sol estudiaba en el plantel y se había convertido en la persona más VIP, el más chipocludo del colegio, así que todo el trabajo del director era para beneficiar a ese puberto con exceso de gel en el pelo y un retorcido gusto por las camisas polo en colores pastel. El director sabía que, mientras el chico estuviera contento, lo mantendrían en el poder.

Además de ser presidente del Comité de Estudiantes, Luis Sol era, invariablemente, nombrado cada año Rey del Baile de Fin de Cursos. En realidad, no era un mal muchacho. Se le perdonaba que a los quince años su padre le hubiera regalado un BMW descapotable, que cargara un hermoso celular del tamaño de un tabique, que llevara en la muñeca un Rolex que costaba el salario de algún presidente asiático o que presumiera una dentadura perfecta de anuncio de Colgate, ¡vamos!, hasta se podía dejar pasar que fuera campeón goleador del equipo de la escuela, pero lo que no se le podía perdonar era que escuchara a Luis Miguel todo el tiempo. Eso sí era un pecado.

Desde luego, el director lo mangoneaba a su gusto. El chico hacía lo que le ordenaba esa sanguijuela con debilidad por vestir sacos claros que combinaban con la montura de carey de sus lentes. El joven Luis Sol repetía lo que Richelieu le decía. Solo existía una cosa que le disgustaba al director y que no había podido manipular en el joven: su novia, la más popular y bella chica de la escuela, Ana María. El juego de estira y afloja entre ellos, provocado por ella, mantenía un ambiente tenso en la escuela Versalles.

Debido a esa tensión, no permitía a mis alumnos que pelearan con los achichincles del director, pues buscaba cualquier pretexto para desmantelar los talleres de periodismo, literatura, cine o fotografía. Solo me mantenía en mi puesto de profesor de literatura por la amistad que llevaba con el alcalde, pero si por Richelieu fuera, ya me hubieran puesto de patitas en la calle.

—¿Quién demonios comenzó la pelea? —les pregunté molesto, restregándome la cara con las manos para ver si lograba que la realidad cambiara un poco.

Los tres idiotas con sobradas hormonas adolescentes, miembros del Taller de Creación Literaria, habían iniciado un zafarrancho en la cafetería digno de pasar a la posteridad; era gracioso a la distancia, pero esa gelatina arrojada al saco del director no lo era para mí.

—El Tuerto me agarró la nalga —respondió la chica ruda de la chamarra. Además de tener pecas y una belleza escondida, también tenía nombre: Atenea Posadas. En el fondo, comprendía su actitud rebelde, con un nombre así también iría por la vida enojado, rompiendo clavículas.

Ate era una chica problema, la hija mayor de un doctor exitoso y divorciado que invertía todo su tiempo en ser un doctor exitoso y divorciado, pero que olvidó que tenía bajo su cuidado a dos hijas: una era toda dulzura, ya saben, del tipo fresa light; la otra… bueno, la otra era Ate: ruda, peleonera, desmadrosa, baterista y mal hablada.

—Yo lo golpeé por faltarle el respeto a Ate —completó su compañero, el chico rubio grunge.

¿Recuerdan a Isaac Porto del primer capítulo? ¿El de melena perfecta tipo Doritos, camisa de franela a cuadros con aspiración a Kurt Cobain y pocas células cerebrales vivas por el alcohol, la fiesta y el rock? ¡Cabeza de Doritos! ¡Sí, ese mismo!

—¡Podía defenderme sola, Cabeza de Doritos! —gruñó Ate a su amigo.

—Si las matemáticas no mienten, cuatro idiotas contra una mujer está muy lejos de la idea de “defenderte sin ayuda” —explicó el samurái cibernético Kiyo Harami.

Me caía bien el Chino, hablaba poco, se le agradecía que llevara contador de palabras en una edad en la que todo lo que dices son pedazos de basura. Era un buen tipo el Harami, el único rescatable de los tres.

—¡Hubiera podido sola, Chino! —rezongó Ate.

—¡Basta, basta! La cosa está que arde. El director cree que el Taller de Creación Literaria es mucho gasto para solo tres alumnos. Lo van a desmantelar, ¡a darle cuello!, ¡a matarlo! ¿Capisci? —gruñí ante esa pelea que le otorgó razones a esa sanguijuela para colgarme los santitos de ser un procreador de estudiantes problema.

—¿Profesor Alejandro? Le llaman… —murmuró Cabeza de Doritos. Sí, ya sé que se llama Isaac Porto, pero no pueden negar que es un excelente apodo.

Sorprendido, giré la cabeza y vi al chico de la playera azul en el umbral del aula. Solo de mirarlo, supe que acababa de duplicar mis problemas; hay gente que destila el tufo del conflicto y este chico lo expulsaba cual fumarola de volcán.

—Largo —ordené a mis alumnos. Los tres se fueron con el rabo entre las piernas. ¿No me creen? Sé que no tenían rabo, pero caminaban como si lo tuvieran.

—¿Usted es el profesor Alejandro? —cuestionó el novato.

—Hoy no estoy seguro de serlo —respondí mientras guardaba mis libros y exámenes para calificar en el portafolio. El chico dio un paso hacia adelante, sacando el pecho, como si fuera a declararse a una muchacha.

—Soy Carlos de Artaño. Mi padre me dijo que lo visitara antes de ir con el director.

Al señor Juan Richelieu (a. k. a. la Comadreja Entacuchada) le gustaba el orden, no solo entre los alumnos, maestros y empleados de la Escuela Superior Versalles, también en su oficina: era un palacete entre palacetes, tenía un escritorio con aspiraciones de diputado y un enorme escudo de la institución en la pared, con aspiraciones de realeza. Encima del escritorio, lo mínimo: una pluma fuente importada, papeles ordenados, una engrapadora, un teléfono de disco, una computadora tamaño bodega de supermercado y un florero con una ridícula rosa, impecable, igual que su saco blanco y su camisa roja.

—¿De Artaño? ¿Tu padre fue el jugador de futbol? Lo recuerdo, buen elemento —susurró Richelieu, como siempre lo hacía al hablar, lo que le daba un tono más aterrador.

—Sí, señor.

—Hubiera sido mejor una carta de recomendación para poder integrarte. Tendré que acomodarte en el primer curso.

—La tenía, pero alguien me la robó —explicó el chico.

Richelieu volteó a verlo como si hubiera dicho “mi perro se comió mi tarea”.

—¿Quién robaría una carta de recomendación? ¿Una banda de enmascarados que se dedican a retrasar alumnos, chaval? —cuestionó el director, levantando la ceja. La levantó tanto, que casi sale huyendo de su rostro.

—Un tipo con un parche.

—Qué oportuno que sea alguien con un parche, ¿no cree, profesor? —giró con lentitud hacia mí. Se encontró con una sonrisa tonta en mi rostro, tan amplia que cosquilleaba mis orejas.

—Oportuno, sin duda —respondí, pero como nuestro desagrado era mutuo, decidí sacarle provecho al asunto—. ¿Adivine qué? El chico fue a verme antes. Desea entrar al Taller de Creación Literaria. Con él ya somos cuatro, lo mínimo para sostenerlo como actividad escolar, ¿no es así, director?

Lo dije con una sonrisa de gato de Alicia en el País de las Maravillas. En cambio, en su rostro solo había amargura.

—Oportuno también —admitió, hizo una nota y se la entregó al chico—. Bienvenido a la escuela, joven De Artaño.

—Muchas gracias, señor —dijo al recibir la papeleta.

Ni un comentario más sobre el asunto de cancelar mis talleres, punto, y juego para mí. Era solo una batalla, estaba muy lejos de ganar la guerra.

Sin despedirse, regresó a su trabajo revisando papeles y siendo un maldito de tiempo completo. El chico De Artaño me lanzó ojos de preguntar qué seguía. Con una mueca, indiqué que era hora de salir de la vista del director. Ambos salimos de la oficina, cerrando la puerta detrás de nosotros.

—¡Eres miembro de esta escuela! Ve con la señorita Márquez para recoger tu tira de materias y tus horarios. Y no te metas en más problemas.

—¿Solo así?

—¿Qué deseabas? ¿Un gabán con cruz y espada? Tendrás que ir al Taller de Creación Literaria los martes y jueves. No faltes. Si lo haces, yo mismo me encargaré de ponerte un reporte para que no te acepten ni en la cárcel estatal.

Carlos me observó con los ojos abiertos del tamaño de platos de cena principal. Me dio pena, como si fuera un gato que abandonara en la calle.

—Mira, chico, aquí hay tres reglas básicas: uno, haz lo que quieras, pero nunca te metas con Luis Sol ni con Ana María, los reyes; dos, no seas idiota, todos sabemos cuándo somos idiotas y no necesitamos un medidor de idioteces conectado a nuestro cerebro, la adolescencia es dura, pero lo es más si eres un idiota; tres, no te dejes, no me gustan los débiles.

Carlos de Artaño permaneció velando su papeleta como si en ella se encontrara la solución de sus problemas. Una palmada en su espalda y un guiño terminaron nuestra conferencia. Era hora de que volara por su cuenta.

Me alejé, dejándolo en medio del pasillo principal. A Carlos se le acercó su reciente amigo, Quinto. Al pasar junto a él, lo saludé con nuestra clave secreta:

—Que la fuerza te acompañe, Quinto.

—El malvado emperador por siempre, profesor.

Y queridos lectores, aquí me retiro como personaje. Nos vemos unos capítulos adelante, no dejen de leer, les digo que se pondrá bueno.

Tres

Two Princes, 4:17, Spin Doctors

QUINTO se acercó a Carlos cual perrito que acaba de ver a su dueño.

—¿Quién es Ana María? —cuestionó Carlos, dirigiéndose a la oficina administrativa.

—¿Me preguntas por la Reina? Si no la conoces, te has perdido de mucho —admitió el muchacho de lentes.

La campana retumbó, llenando cada rincón de la escuela cual avalancha sonora. Tras el estruendoso sonido apareció la marabunta de alumnos. Emergían de cada una de las puertas del pasillo. En solo un parpadeo, Carlos y Quinto se vieron rodeados de cientos de jóvenes de todos tamaños y tipos. La sensación fue de estar en un ruidoso día de mercado en el que todos hablaban distintos idiomas a la vez; aunque era solo el caló de cada grupo, parecían lenguas tan distintas como el español y el chino.

En ese mar de jóvenes exudando testosterona y progesterona recién desempacadas, hubo un destello de luz que llamó la atención del joven Carlos: caminando por el pasillo, escoltada por un grupo de beldades, apareció la muchacha más hermosa que había visto en su vida. Toda ella era moda de revista adolescente: vestía una crop top ajustada que dejaba ver su ombligo coronado con un piercing