cover.jpg

 

GIORGIO NARDONE

La terapia de los ataques de pánico

Libres para siempre del miedo patológico

Traducción: MARIA PONS IRAZAZÁBAL

Herder

 

 

Título original: La terapia degli attacchi di panico

Traducción: Maria Pons Irazazábal

Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

© 2016, Adriano Salani Editore s.u.r.l, Milán

© 2016, Herder Editorial S. L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3909-4

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Herder

www.herdereditorial.com

 

Índice

PRÓLOGO

1. ATAQUES DE PÁNICO: LA HISTORIA DEL TRASTORNO

2. CUANDO LA SOLUCIÓN EXPLICA EL PROBLEMA: LA INVESTIGACIÓN-INTERVENCIÓN EN LOS ATAQUES DE PÁNICO

3. LAS CARACTERÍSTICAS DE LAS TERAPIAS EFICACES

4. FALSOS POSITIVOS EN EL DIAGNÓSTICO DEL PÁNICO

5. EL PROTOCOLO: TÉCNICAS Y FASES DE LA TERAPIA

6. CASOS CLÍNICOS

Primer caso. La fobia al vacío

Segundo caso. El miedo a desmayarse

Tercer caso. La convicción de enloquecer

Cuarto caso. Claustrofobia y miedo a volar

Quinto caso. El control que hace perder el control

Sexto caso. Fobia a los gatos

Séptimo caso. Alarma terrorista

CONCLUSIONES

APÉNDICE. Neurociencia y terapia del pánico

BIBLIOGRAFÍA

 

Prólogo

No hay nada, en la experiencia del hombre, tan fuerte como el miedo. Y no debemos sorprendernos, porque el miedo es nuestra percepción más importante, la que es capaz de desencadenar respuestas rápidas que nos permiten reaccionar del mejor modo posible ante las situaciones de peligro, del mismo modo que la emoción nos enseña a mejorarnos constantemente a nosotros mismos y también al mundo que nos rodea. El valor, que aparentemente se opone al miedo, no existe en la naturaleza: no es más que el miedo mirado a la cara y transformado de límite en recurso.

El miedo no es muy apreciado por los seres humanos que, en la mayoría de los casos, lo consideran una debilidad que hay que superar o una sensación que hay que temer; tanto es así que nada asusta más que el propio miedo, o sea, el miedo al miedo: el pánico. El que padece ataques de pánico está aterrorizado por las reacciones que una situación de miedo extremo puede provocar. Lo paradójico es asustarse a causa de las reacciones psicofisiológicas del organismo —reacciones sanas que se producen en una situación de peligro percibido externa o internamente—, cuando realmente el hecho de rechazarlas o combatirlas no hace más que exacerbarlas y provoca la pérdida de control. El estímulo amenazador inicial es superado por el terror que el sujeto experimenta ante las respuestas que su cuerpo y su mente manifiestan y que escapan a su control. De este modo el miedo combatido de manera disfuncional se transforma en pánico: el corazón late desenfrenadamente, se respira con dificultad, el cuerpo se electriza, la mente galopa, veloz. La necesidad de ayuda y de protección, las ganas de huir de esta situación, el único deseo de que todo cese, al precio que sea, arruinan cualquier intento de recuperar el control de sí mismos y de sus propias reacciones. Luego, todo cesa repentinamente dejando tras de sí solo devastación; el «tsunami psicológico» ha pasado tras haber destruido fuerza y voluntad, y el cuerpo y la mente se hallan exánimes frente a esa experiencia para la que «los subterfugios de la esperanza se declaran tan ineficaces como los argumentos de la razón» (Cioran, 1993). Todo esto asusta justamente por su deslumbrante e irracional razonabilidad: por una parte, parece totalmente irracional que el hombre moderno, desde la cima del gran conocimiento que ha adquirido, permanezca atrapado en el mecanismo autorreferencial de la paradoja del miedo que se genera a sí mismo; por la otra, es absolutamente razonable asustarse ante las sensaciones de pérdida total del control de la propia mente y del propio cuerpo.

En virtud de este absurdo aparente, como se demostrará en las páginas siguientes, la terapia de los ataques de pánico debe basarse en una estrategia paradójica que permita al sujeto descubrir que, si busca el miedo voluntariamente, este se desvanece; si lo alimenta deliberadamente lo anula, es decir, se trata de «apagar el fuego añadiendo leña». Todo esto da lugar a una contraparadoja psicofisiológica que interrumpe el mecanismo paradójico de la scalation del miedo al pánico. Como se lee ya en una antigua tablilla sumeria, «el miedo mirado de frente se transforma en valor, el miedo evitado se convierte en pánico». Las investigaciones neurofisiológicas de los últimos años demuestran con indiscutible claridad este efecto; también la valoración de los resultados terapéuticos obtenidos a lo largo de más de treinta años de investigación-intervención en decenas de miles de casos en todo el mundo demuestra que ese método formalizado en modelo terapéutico secuencial representa el tratamiento más eficaz y eficiente para los ataques de pánico (Nardone, Watzlawick, 2005; Castelnuovo et al., 2013; Nardone, Balbi, 2008; Nardone, 2015).

El miedo, si se estimula en vez de evitarlo o de reprimirlo, se satura de sus propios excesos.

 

1. Ataques de pánico: la historia del trastorno

El pánico entendido como trastorno psicológico es una categoría diagnóstica moderna, pese a que la reacción de pánico como respuesta a condiciones de amenaza extrema es tal vez la más antigua de las emociones: el miedo es realmente una parte fundamental de nuestra naturaleza. Desde siempre se ha hablado de «miedo cerval», tanto en los relatos épicos como en la literatura y en los tratados bélicos; pero de la patología del pánico como cuadro clínico real se habla desde hace tan solo unos decenios, desde que la definición de «ataques de pánico» apareció por primera vez en la clasificación oficial de los trastornos mentales, casualmente justo después de que unos importantes laboratorios farmacéuticos presentaran el primer fármaco para su tratamiento (Frances, 2013; Breggin, 1991; Nardone, 1994; Rovetto, 2003).

Así fue cómo una grandiosa operación de marketing sacó a la luz una realidad hasta entonces infravalorada y considerada en todo caso un añadido sintomático a otras patologías mentales más acreditadas, como las neurosis y las psicosis. Solo cuando en el seno de la psiquiatría y de la psicología clínicas se empezó a establecer una clasificación más diferenciada y precisa de las patologías psíquicas y conductuales, nos dimos cuenta de que el trastorno de pánico era una realidad que no podía reducirse necesariamente a otros trastornos que constituyeran su causa, sino que era una patología autónoma, seguramente vinculada a otras patologías de las que a menudo es la causa y no el efecto sintomático agudo. Así que, finalmente, las disciplinas clínicas otorgaron el reconocimiento merecido a la más importante de las percepciones y de las emociones, esto es, al miedo, concediéndole el papel que le corresponde, el de vehículo fundamental y regulador del equilibrio y del desequilibrio del individuo. A partir de ese momento este trastorno mental ha adquirido cada vez mayor relevancia, tanto en el ámbito de la investigación como en el de la terapia, hasta ser coronado por la Organización Mundial de la Salud en el año 2000 como la patología más importante que existe, puesto que afecta al 20% de los individuos y representa, por tanto, el «best seller» de las dolencias que afligen al ser humano.

Todo este clamor ha convertido dicha patología en una de las principales áreas de interés comercial de la psiquiatría y de la psicoterapia; han aparecido tratamientos prometedores de todo tipo, y los autores más en boga han publicado sobre este tema. Pero, como veremos con más detalle, una terapia realmente eficaz para este trastorno ha de tener unas características concretas que se ajusten a su funcionamiento psicofisiológico, ya que de lo contrario el pánico no desaparecerá sino que tan solo será reprimido o evitado parcialmente, y por tanto explotará de nuevo.

Paralelamente al desarrollo de la investigación y de la propuesta más o menos adecuada y correcta de métodos para aliviar o curar ese trastorno psíquico y conductual, en estos últimos años se han multiplicado las formas de miedo patológico. Algunos estudiosos (Cantelmi, Pensavalli, 2005) han clasificado con una escrupulosidad de archiveros centenares de casos que rozan el ridículo. Pero la herida de un miedo patológico y su efecto devastador en quien lo experimenta son un hecho absolutamente serio que, parafraseando las palabras de Aristófanes, ninguna estruendosa carcajada podrá nunca sofocar ni ahogar. Y, desde un punto de vista clínico, merece ser considerado muy seriamente: desdramatizar no ayuda a combatir el problema, sino que hace que quien lo sufre se sienta más desesperado aún.

El hecho de que el trastorno de pánico en todas sus variantes esté cada vez más extendido no depende tan solo de que se le haya dado mucha publicidad, sino que, como han destacado numerosos estudios y trabajos de investigación, tiene mucho que ver con el desarrollo de nuestra sociedad, que ha evolucionado hacia formas de organización y de relaciones interpersonales cada vez más hiperprotectoras, que impiden a los individuos la posibilidad de enfrentarse al miedo y de aprender a plantarle cara. El famoso psicólogo evolutivo Jerome Kagan (1984) siguió en un estudio de investigación longitudinal la evolución de numerosos sujetos desde la infancia hasta la adolescencia, y descubrió que la aparición de trastornos fóbicos era mucho más elevada en los jóvenes crecidos en condiciones familiares hiperprotectoras, superando incluso los dos tercios de la muestra. Esto confirma lo que la sabiduría antigua nos ha dicho siempre y que Leonardo da Vinci sintetiza a la perfección: «La experiencia es la madre de toda nuestra certeza». Si se evita que un hijo sufra, este no aprenderá a gestionar el sufrimiento; si se le protege de todo temor, no aprenderá a superar ninguno. Esta es la paradoja de la búsqueda del bienestar: cuanto más se reducen las dificultades y se anulan el sufrimiento y el miedo, tanto mayor es la incapacidad de enfrentarse a dolores y dificultades ante los que antes o después la vida nos situará inexorablemente.

Desde una perspectiva puramente nosográfica, los ataques de pánico fueron incluidos en el DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) dentro de la categoría de los trastornos de ansiedad, una operación clasificatoria aparentemente inocua y que facilita el procedimiento diagnóstico del trastorno. Pero en realidad esta yuxtaposición nosográfica suscita la idea de que es la ansiedad la que genera el miedo patológico que crece hasta el pánico, cuando lo cierto es exactamente lo contrario: el miedo desencadena la reacción fisiológica de la ansiedad, que aumenta cada vez más paralelamente al aumento de la percepción de amenaza que experimenta el individuo, hasta sobrepasar el umbral de su funcionalidad de mecanismo de activación de las respuestas del organismo, transformándose en lo que más asusta al sujeto en crisis: la pérdida del control. Este cambio de la causalidad y de la procesalidad del ataque de pánico tiene una consecuencia de extraordinaria importancia: induce a creer que la principal forma de terapia es la sedación de la ansiedad mediante fármacos que inhiben su activación. En cambio, si se considera la activación de la ansiedad como un efecto de la percepción de estímulos internos o externos al organismo, la principal vía de curación es la gestión y la transformación de las percepciones que activan las reacciones del sujeto en los momentos de crisis. De modo que incluir los ataques de pánico entre los trastornos de ansiedad invierte los términos de la relación causal, provocando una distorsión de la observación y evaluación del trastorno y determinando que la solución más adecuada es la terapia farmacológica inhibidora de la ansiedad. Solución que, como veremos más adelante, está completamente desmentida por las investigaciones sistemáticas sobre los resultados terapéuticos de los tratamientos de los trastornos fóbico-obsesivos. A ese respecto, es curioso observar que, en la nosografía psiquiátrica, el trastorno de pánico ha sido asociado a otra clase de patologías: la depresión. Es una extraña coincidencia que la depresión fuese propuesta (o quizá sería mejor decir impuesta) a la clase médica como causa primaria de la que el pánico sería uno de los síntomas justo en el momento en que se lanzaban al mercado los nuevos y modernos fármacos antidepresivos, capaces de inhibir la ansiedad y el pánico además de curar la depresión. También en este caso la interpretación causal de la relación entre miedo patológico y depresión fue alterada a propósito: las investigaciones sistemáticas, no patrocinadas por los laboratorios farmacéuticos, ponen en evidencia con toda claridad que más del 70% de los sujetos diagnosticados como depresivos tuvieron antecedentes de trastorno fóbico-obsesivo (Yapko, 1997; Muriana, Pettenò, Verbitz, 2006); por tanto, la mayoría de las veces quien sufre el pánico es quien luego se deprime, y no el que está deprimido es el que desarrolla luego el pánico.

Como confirmación de lo expuesto, entre los numerosos trabajos de investigación que pueden citarse, resulta especialmente ilustrativo un estudio reciente controlado (Gibson, 2014) en el que la solución explica el origen del problema: los pacientes que sufren depresión post parto (n casos) en su gran mayoría habían padecido anteriormente trastorno fóbico obsesivo; una vez curado este trastorno se consiguió resolver la sintomatología depresiva.

Como veremos en el siguiente capítulo, la única metodología realmente rigurosa para entender cómo funciona una patología la proporciona el tipo de solución terapéutica capaz de resolverla. No obstante, en el desarrollo de las interpretaciones sobre la etiología del trastorno de pánico la mayoría de las veces, como ocurre también en otros cuadros clínicos, sigue manteniéndose la perspectiva tradicional de buscar en el pasado las causas del problema presente. Este método de investigación basado en una concepción de causalidad lineal, aunque incorrecto y engañoso según la ciencia moderna que actúa desde hace un siglo utilizando criterios de causalidad circular,1 desgraciadamente todavía es adoptado en las disciplinas psicológicas y psiquiátricas que raramente consiguen abandonarlo, ya que esto significaría la descalificación absoluta de toda la tradición psicoanalítica que basa su metodología en ese criterio causal. Representaría simbólicamente, utilizando el lenguaje del propio psicoanálisis, «la muerte del padre». Por tanto, siguen siendo frecuentes los enfoques teórico-aplicativos que reducen la patología del pánico a experiencias traumáticas infantiles, a «complejos» de distinta naturaleza, a senos maternos «buenos» y «malos» o a las vicisitudes de los órganos genitales en el crecimiento del individuo. En la misma línea, aunque con una pretensión de mayor rigor, están los enfoques que consideran que este trastorno podría reducirse a formas de apego inseguro, que serían el origen del desarrollo de los ataques de pánico (Bowlby, 1969, 1973, 1980; Spitz, 1965; Reda, 1986; Liotti, 2001). Pero también en este caso el criterio de causalidad sigue siendo lineal, del pasado al presente y al futuro, mientras que, como nos muestra la ciencia, causa y efecto tienden a intercambiarse en el marco del fenómeno de persistencia de un equilibrio sistémico. Dicho en otras palabras, el equilibrio sano o insano de un organismo es alimentado y reiterado por la constante dinámica recursiva de causas que producen efectos que se vuelven sobre las causas mismas, haciéndolas evolucionar para que produzcan posteriores efectos evolutivos. Esta es la danza recurrente de la vida tanto biológica como psicológica.

Durante un ataque de pánico la persona está aterrorizada por sus sensaciones de miedo ante el estímulo amenazador; de este modo el efecto se transforma en causa, ya que luchar disfuncionalmente contra esas sensaciones espantosas hace aumentar las reacciones que las incrementan en vez de reducirlas. Por eso todas las teorías y todos los métodos que pretenden explicar un fenómeno reconstruyendo su evolución, del pasado al presente, resultan, además de poco fiables desde el punto de vista científico, un fracaso como instrumento para el cambio terapéutico. Este solo puede producirse en el seno de la dinámica de persistencia del problema, no a partir de su formación anterior, admitiendo que esta se pueda reconstruir rigurosamente.

Por tanto, para describir correctamente un fenómeno y su funcionamiento, hay que concentrarse en su persistencia y no en su formación. Pero aun haciéndolo así, hay que evitar algunas trampas inherentes a los procesos mismos de atribución de causalidad, como los que se evidencian en la relación entre ansiedad y pánico y entre este último y la depresión. Sobre todo hay que tener presente una de las primeras reglas de la metodología de la investigación: el hecho de que dos factores varíen al mismo tiempo no significa necesariamente que uno sea la causa del otro, esto es, la correlación no significa causación. En la práctica, si la persona que sufre ataques de pánico resulta que tiene carencia de un neurotransmisor, eso no significa que este hecho sea el responsable del trastorno. Podría ser exactamente lo contrario, esto es, que fuera el trastorno el que provocara la carencia del neurotransmisor.

Precisamente porque presenta débiles nexos para la atribución de la causalidad, la observación correlacional parece poco fiable desde el punto de vista científico. No obstante, el lector debe saber que este tipo de observaciones y atribuciones son la base de buena parte de la investigación farmacéutica.

Lo que realmente posibilita conocer el funcionamiento de una dinámica es apoderarse de ella y ser capaz de replicarla o alterarla estratégicamente, o sea, la aplicación del método experimental. Lo importante es que este sea aplicado en la dimensión real de expresión del fenómeno y no solo en el ámbito artificial de un laboratorio. Y más cuando se trata de un fenómeno psicológico y conductual tan universal como son el miedo y sus efectos patológicos. En los últimos años se han realizado numerosos estudios basados en el método experimental y, gracias al desarrollo de las neurociencias, se ha podido incluso filmar literalmente el funcionamiento cerebral durante un ataque de pánico. Este gran avance, que nos permite ver cómo se activa el mecanismo del miedo a nivel neurológico, apenas nos explica sin embargo qué es lo que lo incrementa hasta convertirlo, de simple reacción adaptativa, en ese «tilt» psicofisiológico que es el ataque de pánico. Para reconstruir esa dinámica es indispensable estudiar de qué modo el individuo percibe los estímulos amenazadores y, en vez de gestionarlos funcionalmente, reacciona y es aplastado por ellos. El centro de atención del estudio ya no es el organismo individual, sino su interacción funcional con la realidad, a la que responde modificándola y siendo modificado por ella. Si adoptando este criterio se analiza lo que ocurre habitualmente en la interacción entre los sujetos que desarrollan el pánico y la dinámica que se desencadena frente a lo que están experimentando, se observan algunas «redundancias» constantes en las distintas personas y situaciones: a) el intento de evitar o fugarse ante lo que espanta; b) la búsqueda de ayuda y protección; c) el intento fallido de controlar las propias reacciones psicofisiológicas. La reiteración en el tiempo de este tipo de interacción entre el individuo y la fuente de sus temores incrementa la percepción del miedo o de la incapacidad de hacerle frente, provocando una exacerbación de la activación de los parámetros fisiológicos que se activan de forma natural en presencia de estímulos amenazadores, hasta llegar a la explosión del pánico. La confirmación viene dada por el hecho de que, si se consigue interrumpir en el sujeto esas interacciones disfuncionales, el miedo regresa a los límites de la funcionalidad (Nardone, 1993, 2000, 2003).

En realidad, más que el experimento de reproducción deliberada de un fenómeno, lo que nos permite conocer una patología psíquica y conductual es la eficacia terapéutica a la hora de afrontarla: es decir, si para el mismo tipo de problema, presentado por personas distintas, se puede replicar la misma estrategia produciendo el mismo efecto, la estructura y la dinámica de la solución explicarán las del problema. Se trata del método de la investigación-intervención evolucionada, esto es, la experimentación de técnicas para efectuar cambios terapéuticos replicables que permiten describir con constatación empírica la dinámica de funcionamiento de un trastorno (Nardone, Portelli, 2005).

En el caso de los ataques de pánico, conseguir mediante específicas estrategias terapéuticas replicables que el paciente deje de huir de las situaciones que teme, que evite buscar ayuda y protección y se enfrente personalmente a su miedo, que interrumpa el intento fallido de calmar sus reacciones fisiológicas como el latido cardíaco acelerado, la respiración jadeante, la convulsión corporal y la sensación de pérdida de equilibrio, bloquea y previene el ataque. Si, por el contrario, se induce a un sujeto a evitar o retroceder ante una situación que teme, a pedir ayuda constantemente en las circunstancias en que no puede evitarla y a tratar de reprimir regularmente sus reacciones fisiológicas, bastarán unos pocos meses de este adiestramiento «desastroso» para crear en él reacciones de pánico cada vez que se encuentre en la situación temida. Si además esta interacción disfuncional se repite durante un tiempo prolongado, el sujeto desarrollará una reactividad fóbica cada vez mayor hasta llegar a asustarse de su propio miedo, produciendo así un auténtico síndrome de ataques de pánico.

El inicio de mi historia personal como investigador-terapeuta en el campo del miedo patológico coincidió con la demostración de que este es una realidad que se construye y luego se sufre, pero que al mismo tiempo puede ser deconstruido y gestionado.

 

 

1 En el siglo XX la ciencia supera la idea de la posibilidad de aplicar a los fenómenos complejos, esto es, a los fenómenos que derivan de la intervención de distintas variables interdependientes, un esquema lógico causal y determinista según el cual «si A entonces y siempre B», y la explicación de los fenómenos pasa a ser multicausal, circular y probabilista, por lo que «A influirá en B que influirá en A que influirá en B con cierto nivel de probabilidad».