Los cuatro textos (un relato que no es un relato, la historia de un personaje atrapado en sus palabras, el viaje de un padre con sus hijas y la autopsia de un proceso judicial) que componen este libro, Verdades creadas, y lo convierten en un falso volumen de relatos, comparten, además de numerosos motivos que se extienden y entrelazan de unos a otros, tres rasgos comunes: una misma y peculiar estructura narrativa en la que el tiempo no juega papel alguno; el hecho de que todos ellos aludan a otra obra, real o ficticia; y que los cuatro abordan la cuestión de lo que entendemos por verdad y su engarce con lo real. El resultado es un volumen formado por piezas autónomas que cobran todo su sentido como conjunto.

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Verdades creadas

r. costas

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Verdades creadas

© 2016, r. costas

© 2016, Ediciones Oblicuas

EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

08870 Sitges (Barcelona)

info@edicionesoblicuas.com

ISBN edición ebook: 978-84-16967-15-5

ISBN edición papel: 978-84-16967-14-8

Primera edición: diciembre de 2016

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

Fotografía del autor: Marta Raïch

Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

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Contenido

Canedo vs B-A

1. Cadáveres

2. A la zaga

3. ‘Pensamiento’

4. No tantas mujeres

5. Espectros

6. Epílogo

Entre Palabras (versión extendida)

1. Cuestiones de estilo

2. Editor/Escritor (en femenino)

3. En serie

4. La maldición del personaje secundario

Tus hijas

1. Ciudad y frontera

2. Bajo lo que cuenta

3. Las niñas

4. Diario

Transparencias

1. Proceso

2. denunciado-imputado-acusado

3. Un pequeño monstruo de Frankenstein

El autor

Para Ana

Canedo vs B-A

1. Cadáveres

El número concreto de cadáveres era una de las circunstancias que hacían de aquel caso algo singular y les impedían usar sus habituales recursos: todo ese conjunto de suposiciones de las que partían y que les servían para completar la historia de cada delito (El contexto, los hábitos, los motivos más comunes, las circunstancias típicas, o el principio jurídico que les libraba de tener que probar lo que se conoce, lo que es público y notorio, lo que dicta la experiencia. Así lo decían las leyes): en el fondo, un montón desordenado de herramientas que aplicaban de forma casi mecánica y que les ayudaban a rellenar sin más explicaciones los espacios vacíos. Pero cómo enfrentarse con un caso en el que ni siquiera estaba claro el número de cadáveres del que hacerse cargo. Sobre tres de ellos no había dudas. Los había tenido delante. De hecho, uno había sido cosa suya, en parte. Suya y de su compañero. Porque, aunque la versión oficial que el juez había dado era la de suicidio, y realmente C. Canedo se había hundido su propia navaja justo bajo las costillas, era obvio que los culatazos con que le reventaron la cabeza después de que se hiciera con el cuchillo no contribuyeron en nada a salvarle la vida. Pero cómo iban a saber ellos que lo que pretendía era suicidarse y no, matar a su señoría, o atacarlos. Mejor prevenir. Ni se molestaron en tomarle el pulso. Los sesos esparcidos por el suelo les parecieron prueba suficiente. A la morgue y final de la historia. O eso creían. Su señoría decidió, en cambio, que el asunto no estaba cerrado. Había demasiadas cosas por aclarar y quizás no tenía la conciencia tranquila. Así que los obligó a revisarlo por completo. Y lo cierto es que a él, al menos, algo le movía a no dejarlo. Necesitaba saber lo que había ocurrido en realidad y, además, esto le abría una línea de fuga de la deprimente monotonía de aquel destino al que estaba condenado: perdido en una oscura y remota capital de provincia de la oscura y remota Galicia de finales del xix. Cómo no aprovecharlo.

Balbino, el Cebolla —así lo apodaban—, apareció muerto en la taberna llamada del Chaguazoso el domingo por la noche. De esta forma comenzó el asunto. Lo que no parecía sino una reyerta que había terminado peor que de costumbre acabó convirtiéndose en una persecución interminable por los arrabales de la villa, de incidente en incidente y de ese primer cadáver, el del Cebolla, hasta el segundo y provisionalmente el último con el que terminó la búsqueda, el de Socorro H., Socorrito; a falta del que resultaría del suicidio de Canedo y de que apareciesen, o no, en el Campo de las Bestias, los de sus dos compañeros de juerga, según lo que había declarado tanto en el cuartelillo como ante el juez, aunque precisamente esta era una de las lagunas de la investigación: encontrar los cuerpos de J. F. y E. V., quienes, de acuerdo con su relato, habían sido los verdaderos responsables de todo lo ocurrido, incluidas las muertes del Cebolla y Socorrito. Pero cómo no suponer que aquello era una excusa. Así lo creían. También el juez. Al fin y al cabo los otros nunca podrían contar su versión y no había testigos fiables de lo ocurrido durante aquellos días.

Canedo había caído en una contradicción importante que, al principio, habían pasado por alto porque no tenía que ver más que con dos frases, en apariencia, poco relevantes en medio de las casi cien páginas de declaración, y situadas, para complicarlo más, en ambos extremos de su historia. Los detalles. Como siempre. Solo cuando releyó por quinta o sexta vez lo que había declarado, tomando notas de cada una de las piezas con que estaba armada su versión, encontró este error que, además, estaba relacionado con la navaja con que se suponía habían matado al Cebolla y a Socorrito. Con su navaja, se decía, ahora, convencido. Según Canedo, aquel cuchillo no era suyo sino de E. V. (él no era hombre de llevar navaja, afirmó), pero cuando relató el momento en que se había reencontrado con sus compañeros de farra, confesó que había tenido un momento de duda: caminaba solo por la carretera, en dirección a las obras en las que trabajaba, y vio a lo lejos a dos hombres medio ocultos por la niebla y la oscuridad de la madrugada. Fue prudente. Se hizo notar y les dio tiempo para que lo vieran. Pero cuando siguió avanzando y los vio venir hacia él, se detuvo y, por si acaso, afirmó «la mano en la navaja».

Era un buen lugar por donde retomar el asunto. Volvieron a interrogar, en el cuartelillo esta vez, al dueño del Chaguazoso y a la mayor parte de los clientes que habían estado allí la noche del suceso. Tenían que recoger por escrito todas las miradas fragmentarias que encontrasen para intentar esclarecer lo que había ocurrido, porque, cuando ellos llegaron a la taberna, más o menos media hora después de la pelea y medio reventados por la carrera que, para no retrasarse, se habían metido bajo la intensa helada que caía y endurecía los caminos a su paso, la tasca estaba casi vacía y los pocos que quedaban no parecían estar en condiciones de contar gran cosa sobre algo de lo que apenas si se habían enterado a pesar de que había sucedido a unos pasos. Poco se podía esperar de quienes se guarecían en aquella taberna un domingo de madrugada. La esquina en la que encontraron al Cebolla, sobre un charco de sangre y con un profundo tajo en la garganta, estaba al fondo del local, sumida en la penumbra y en la humedad que entraba por la ventana por la que el dueño les aseguró que se habían escabullido todos los que compartían mesa y partida de cartas con el ahora cadáver. Cuatro o cinco sujetos más; entre ellos, tal vez Canedo y quizás sus dos compañeros de juerga. Aunque esto era lo primero que él había negado. No había estado en la taberna aquella noche. De hecho, aseguraba que los había dejado el sábado, en la tasca del Narizán, al principio de una de aquellas juergas por las que eran famosos en la villa y en las que él mismo, de vez en cuando, participaba. Pero no en esta ocasión, decía, pues se había ido con la Rajada el sábado, y era de su casa de donde había salido esa mañana de lunes de camino al trabajo, momento en que se los había reencontrado. Y aunque en su relato no se contradecía, en apariencia, no llegó a aclarar en qué momento de aquel sábado los había abandonado para volver con la Rajada, y los pocos testigos a los que habían conseguido hacer hablar creían recordar que Canedo estaba el domingo en el Chaguazoso, sentado a la misma mesa que el Cebolla. Pero en aquel momento nadie había podido detallarles lo sucedido. Descollaron unos gritos sobre el barullo de la taberna, mezclados con el sonido agudo y estridente, que atravesó el local hasta la entrada, de una botella rompiéndose; la mesa a la que jugaban y un par de sillas salieron volando; hubo un forcejeo en la oscuridad; el cuerpo de un hombre se desplomó y, después de abrir la ventana de un golpe, los demás jugadores se lanzaron afuera. Al instante, alguien de las mesas próximas se acercó y, de inmediato, tomó hacia la puerta, murmurando que habían rajado al Cebolla. En unos segundos, la tasca se vació, salvo por los cuatro borrachos que ya no eran ni conscientes de dónde estaban y que casi ni les vieron entrar.

Esquivo, interesado e inquieto después de que lo hubiesen citado en el cuartelillo, el dueño trataba de salir indemne del trance. Sabía que entrar como testigo no le garantizaba salir en la misma condición y que no le pusieran la mano encima. Pero ellos ya contaban con que intentaría no decir más que lo necesario o lo que no pudiese evitar. Dio los nombres de los clientes de los que estaba absolutamente seguro y omitió los del resto, y respecto a lo sucedido se amparó en lo que ya esperaban. Cuando se produjo la reyerta estaba detrás de la barra, a la que había varios clientes sentados, el local estaba lleno y la esquina en la que se encontró al Cebolla quedaba justo en el otro extremo y estaba en penumbra, así que apenas pudo ver lo sucedido. Oyó unos gritos por encima del ruido general, algunos golpes y el sonido habitual de cuando se rompe una botella o unos vasos. Acto seguido, vio que alguien abría la ventana de un golpe, y varios hombres salieron por ella, perdiéndose en la oscuridad. De inmediato se corrió la voz de que habían matado a alguien y la taberna se vació al momento. Cuando se acercó a la esquina en la que se había producido el tumulto, se encontró al Cebolla tirado, boca arriba, con la cabeza medio apoyada contra la pared y con un corte en el cuello por el que sangraba a borbotones. No lo dijo, pero según les había informado el forense, debió de pasar cerca de cinco minutos desangrándose entre pequeñas convulsiones. Para justificarse, afirmó que se veía que ya no había nada que hacer y tampoco quiso tocarlo, por si se metía en algún lío. Al cabo de un rato, llegaron ellos. Acerca de los que acompañaban al Cebolla no pudo decir gran cosa. Aquella noche el local estaba abarrotado y por la mesa en la que jugaba había pasado mucha gente a lo largo del día. Pero, aunque no estaba seguro del todo, era probable que Canedo fuese uno de los que jugaba en el momento en que lo mataron. Los demás podrían ser arrieros o gente de paso por la ciudad porque no recordaba ninguna cara concreta.

Con alguna variante, el resto de testigos repetían más o menos esta versión nada concreta y llena de todas las dudas de las que ya partían; salvo uno, R. V., quien, bien por miedo o por una sinceridad inhabitual, se atrevió a afirmar que estaba sentado justo a la mesa más cercana a la del Cebolla -la situada a continuación de la ventana por la que el grupo había huido-, aunque, por desgracia, solo, de espaldas a ellos y después de haberse pasado en la taberna desde la 6 ó 7 de tarde, comiendo y bebiendo, por lo que no se podía afirmar que en aquel momento estuviese sobrio. Por suerte, hacía tiempo mientras se decidía a volver a casa y, aparte de sus pensamientos, de los que, decía, no quería ocuparse demasiado, no tenía otro entretenimiento que lo que había a su alrededor. Les confirmó que, como afirmaban el resto de testigos, por la mesa de Balbino habían ido pasando muchas caras a lo largo de aquellas horas, saliendo o entrando, como era costumbre en función de la mejor o peor fortuna, en las partidas de cartas que se sucedían sin descanso, pero que casi no tenía ninguna duda de que uno de los que formaban parte del grupo en el momento de los hechos era Canedo. Antes de la pelea en sí, que lo cogió por sorpresa, la conversación se había vuelto agresiva. No recordaba qué se decían en concreto pero era evidente que, además de las cartas y el alcohol, vertían sobre la mesa una puya tras otra, de todos hacia todos y en todas direcciones, hasta que, en un momento determinado, alguien, no sabía quién, insinuó que si el Cebolla tenía dinero aquella noche y no paraba de ganarlo era porque lo había robado y seguía robándoselo a sus compañeros de timba. El Cebolla se revolvió verbalmente, afirmando que por lo menos su dinero no venía de dejarse empalar por otros invertidos. A partir de entonces la conversación se sucedió casi entre dientes, inaudible para él, como si masticasen las palabras. Y de repente se pusieron todos de pie, tirando la mesa y las sillas en las que estaban sentados. Ya solo pudo entrever lo que ocurría. El resto de los que ocupaban la mesa rodearon a los dos que se habían enzarzado. Uno de ellos era el Cebolla, al que pudo ver, de frente, entre los hombros de los que cerraban el grupo; pero el otro le daba la espalda así que no pudo identificarlo. El Cebolla se defendió con el cuello de una botella que había roto a la vez que se levantaba y, antes de que le rajaran la garganta, lanzó dos tajos que debieron de herir al que tenía enfrente. Pero quien fuera el otro no le dio opción. Se echó sobre él como una fiera, aseguraba, y lo derribó contra la pared. Solo cuando ya se habían escabullido por la ventana, sin que hubiera alcanzado a ver la cara de ninguno de ellos, pudo acercarse y observarlo, en el suelo, desangrándose, con la mirada perdida y como tratando de no ahogarse.

Según Canedo, él se fue dando cuenta de lo ocurrido en el Chaguazoso a lo largo de las más o menos 24 horas que pasó en compañía de J. F. y E. V., conforme le iban llegando las fragmentarias y poco concretas noticias que comenzaban a circular por Auria. Nada más reencontrarse con sus compañeros de farra, se habían cruzado con una reata guiada por unos arrieros con los que se volverían a ver poco después en la taberna de Esquilacha. Uno de los tratantes se había parado a hablar con él y le advirtió, no sabe por qué motivo, de que la pareja de la Guardia Civil venía de relevo buscando a alguien («a uno») que había montado algún tipo de trifulca en una de las tabernas de la ciudad. Así constaba en la página 21 de su declaración y así se lo habían oído ante el juez de instrucción. La propia Esquilacha le dio a entender que no siguiera en compañía de J. F. y E. V. Los arrieros le habían contado a la vieja que la Guardia Civil los buscaba y ella sabía que solían parar allí alrededor de las nueve, versión que no coincidía con la de la tabernera, que aseguraba que en ningún momento lo alertó, sino que se limitó a llevar su negocio sin atender a los rumores que había oído sobre la muerte del Cebolla. También sospechó que algo grave había ocurrido cuando, después de hacer una parada en las termas, los otros dos buscaron un plan alternativo a meterse en cualquiera de las tascas a las que, en circunstancias normales, se habrían dirigido; un comportamiento huidizo que mantuvieron el resto de la jornada, en la que prefirieron moverse por las callejuelas y caminos de los arrabales. Evitaban los lugares conocidos. Era obvio. Y además, eso motivó que decidieran encaminarse al Pazo do Castelo, donde añadieron un delito más a la lista y donde, al ver el corte superficial que J. F. tenía en el pecho, le contaron que se había enfrentado con el Cebolla por una disputa entre este y E. V. El alambiquero, que les abrió las puertas de la bodega del pazo, aunque contaba el momento de forma muy distinta, había oído ya la noticia y sí le dejó entrever que sabía lo que había ocurrido. Pero fue en el momento en que intentaron que les dejasen entrar en el prostíbulo de la Monfortina cuando descubrió lo que había pasado. En medio de la trifulca con la encargada, que se negaba a recibirlos, esta le preguntó si no sabía que J. F. había dejado el día anterior a un hombre muerto en la taberna del Chaguazoso. Ya no tuvo dudas. Tampoco respecto a los motivos por los que los otros dos evitaban los locales de costumbre y las calles más próximas al centro de la ciudad. La noticia había llegado ya al lupanar de Nonó cuando entraron, y el hecho de que un funcionario del ayuntamiento, José el Cabito, los viese, cuando salía de disfrutar de las atenciones de Costilleta, motivó que la dueña, inquieta por la posibilidad de que el funcionario tomase el camino del cuartelillo para denunciarlos, les pidiese de malas maneras que se fueran para no comprometerla. Según Canedo, a partir de entonces fue consciente de que ya no le serviría de nada separarse de sus compañeros. Los habían visto juntos en demasiados lugares y corría el riesgo de que si lo cogían a él sólo, los otros escapasen y tuviese que pagar por lo que habían hecho; una situación semejante a la que, en definitiva, se hallaba.

El segundo cadáver, el último que habían encontrado hasta que Canedo se suicidó en el juzgado mientras declaraba ante el juez, era del de Socorro H., Socorrito; una pobre trastornada que deambulaba a diario por las calles de la ciudad, subsistía con las limosnas que le ofrecían —y que ella aceptaba como si fuesen invitaciones— y que había encontrado refugio en el galpón, situado en el Campo de las Bestias —el vertedero municipal—, en el que los barrenderos de la villa guardaban los carros y escobas con los que trabajaban.

Socorrito apareció tirada en una esquina del galpón, rodeada por unas veinte cunas para bebés vacías y los útiles de los barrenderos, con una puñalada en el costado y un profundo corte horizontal que le abría el abdomen desde la propia puñalada hasta el ombligo. Parte de las vísceras se habían esparcido por el suelo de tierra, sobre la mancha que había dejado el charco de sangre en el que se debió de desangrar durante las tal vez dos horas que transcurrieron entre el momento en que la acuchillaron, quizás mientras la violaban, y el momento en que los barrenderos entraron para recoger las cosas con las que salían a hacer su ronda matutina. Lo llamativo es que Canedo, en su declaración, solo insinúa que Socorro H. estaba ya muerta cuando él entró en el galpón, pero no llega a aclararlo, tal vez, es cierto, porque justo a continuación se hizo con la navaja que el juez le mostraba y ya no hubo oportunidad de preguntarle nada al respecto. Según su versión, de la página 97 en adelante, él y E. V. caminaban exhaustos en dirección al vertedero tras J. F., quien, sin dar explicaciones, había tomado la decisión de ir al encuentro de la loca, movido por la obsesión que Canedo le atribuía de querer terminar la farra con sexo. Aquella fijación explicaba el porqué de muchas de las decisiones que habían tomado y de los lugares a los que habían ido durante aquellas largas horas que compartieron.

Una vez llegaron al Campo de las Bestias, cerca de la laguna que las aguas fecales forman casi en el medio, J. F. se adentró en el vertedero en busca del galpón en que Socorrito se cobijaba y Canedo y E. V. se quedaron allí tirados, apenas capaces de dar un paso más, hasta que, al cabo de un rato, oyeron el grito de una mujer. Se levantaron y corrieron entonces a través de las montañas de basura en dirección al galpón. Y es en esta última parte donde el relato de Canedo diverge con claridad de lo que los barrenderos les describieron y de lo que ellos mismos, una vez alertados y personados en el vertedero, se encontraron: en el galpón no apareció el cuerpo de J. F., apuñalado según él por E. V., ni por supuesto este último, quien se suponía que se había ahogado en la laguna después de que la placa de hielo que la recubría se quebrase bajo sus pies en el momento en que huía tras haber asesinado a J. F. quizás movido por una especie de ataque de celos, o por sentirse traicionado. En cambio, encontraron a Socorrito, desangrada en una esquina; unas pocas onzas de oro, una anillo y unos pendientes, tirados por el suelo, y al propio Canedo, inconsciente, a su lado, con un desgarrón en la mejilla, un corte superficial, bajo la ropa, del pecho al hombro, y un corte limpio en la muñeca (que atribuía al tal E. V., quien se lo había causado cuando se zafó de él justo antes de que se abalanzase sobre J. F.) por el que había sangrado lo suficiente como para desmayarse.

A pesar de todo esto, cabía la posibilidad de que, en contra de lo que él creía, J. F. hubiese tenido fuerzas suficientes o suficiente alcohol en la sangre como para tratar de huir y recorrer algunos metros antes de desplomarse, y de que, efectivamente, E. V. se hubiese ahogado en la laguna. Una muerte horrible, sumergido en las pastosas y gélidas aguas fecales del Campo de las Bestias. Sus muertes eran una incertidumbre: los cadáveres que faltaban y que habría que sumar, en el caso de que los encontrasen, a los del Cebolla, Socorro H. y C. Canedo, suicidado según la versión oficial.