El enigma de las Perseidas es una apasionante novela que comienza con una trama detectivesca, en la cual un joven psicólogo, inmaduro e inexperto, debe ayudar a resolver el caso de un asesinato cuyo principal sospechoso es precisamente el primer paciente de su corta carrera: un inusual psicópata. Sin embargo, de inmediato la narración da un cambio de rumbo cuando Juan Venturada, nuestro psicólogo protagonista, después de un insólito viaje para conocer el misterio que envuelve las últimas vacaciones de su paciente, se topa con Frontera de los Caballeros, un pueblo en el que la vida de sus habitantes parece girar, únicamente, en torno a las sucesivas lluvias de estrellas que se dan a lo largo del año.

Allí, la vida de Juan va a dar un vuelco de ciento ochenta grados.

logo-edoblicuas.jpg

El enigma de las Perseidas

Purificación Glez. Ibeas

www.edicionesoblicuas.com

Contenido

Agradecimientos

Prefacio

PARTE I

PARTE II

PARTE III

PARTE IV

La autora

El enigma de las Perseidas

© 2017, Purificación González Ibeas

© 2017, Ediciones Oblicuas

EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

08870 Sitges (Barcelona)

info@edicionesoblicuas.com

ISBN edición ebook: 978-84-16967-13-1

ISBN edición papel: 978-84-16967-12-4

Primera edición: enero de 2017

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

www.edicionesoblicuas.com

En memoria de mi padre, Juan González Ortiz; de mi primo, Francisco Sáez Ibeas; del padre Gonzalo Martínez Díez, y de Fernando, Santos Cuñado y Ventura… Todos ellos, a su modo, protagonistas de este libro. Y con un cariñoso recuerdo para mi primo José María Alonso Arnaiz, y para José Manuel Agraso Tarrio y Félix Achiaga Gómez, padres de dos de mis mejores amigas; todos ellos fallecido cuando estas líneas estaban próximas a ver la luz.

Agradecimientos

«Escribir es un camino que lleva a imaginar historias,

pero estas solo adquieren su verdadera dimensión gracias a los lector».

Quisiera que este libro reflejara mi agradecimiento a todos mis lectores, pero, sobre todo, a Idoia Barquín Allende, Manuel Glez. Pérez, Ángel C. de Frías, Emiliano Vázquez Belda, Charo Losada González, Miguel Ángel Lendínez, José L. Inés Fdez., Teresa Pola Morillas, Cristina Gómez Simón y J. Javier Ferreira Fuentes.

Y, por supuesto, para Rosa E., mi asesora lingüística.

Todos y cada uno de ellos me animan y orientan en este camino que espero sea largo.

Prefacio

Con el crecimiento exponencial en avances científicos y tecnológicos que estamos viviendo estos últimos años, cada vez se hace más importante y necesario tener la mente abierta y liberada para entender y aceptar que hay un mundo nuevo. En El enigma sobre las Perseidas se propone que busquemos, en la era digital en la que vivimos y en la que generaciones venideras trabajarán en profesiones que todavía no imaginamos, una visión diferente de la manera de ver lo conocido.

Realidad o ficción tienen cabida en un escenario insólitamente cercano a nuestras tierras, y diferente al que nos plantea Hollywood, y llama a pensar que esos mundos no están tan lejos.

Emiliano F. Vázquez Belda,

licenciado por la Facultad de Física de la USC (Universidad de Santiago de Compostela)

PARTE I

1

Parecía que no iba a cambiar nada. No es que lo esperara, pero mi obligación era volver a preguntárselo. Debía hacerlo, aunque no confiaba en lograr una respuesta diferente a la que había obtenido hasta ese momento. Ya estaba acostumbrándome; tanto, que empezaba a creer en su historia.

—Entonces, ¿sigues insistiendo en culpar a las Perseidas?

—Sí, se fue con ellas —respondió, con la mirada dirigida a esa especie de vacío que aparece ante nuestros ojos cuando no se mira nada en concreto.

«Se fue con ellas». ¿Otra vez lo mismo? ¿Acaso se estaba refiriendo, eufemísticamente, a que lo habían matado? Decidí preguntárselo directamente.

 —¿Eso significa que está muerto?

—No… Sí… Bueno, en realidad no lo sé; solo sé que desapareció —me respondió, refiriéndose a su amigo, con el mismo tono carente de emoción con el que lo llevaba haciendo desde el primer día. Un tono que no solo me había sorprendido a mí, también lo había hecho con la policía.

—¿Y volverá a aparecer? —le pregunté.

—Tal vez… Aunque no le resultará nada fácil —dijo Juan Venturada, levantando el brazo derecho y señalando hacia el cielo.

¿Se refería a que estaba en el espacio? No, imposible; todos sabemos que los extraterrestres no existen. Que solo son una fantasía surgida de la imaginación de mentes calenturientas —o enfermas— que tratan de huir de algo.

Y si fuera así, ¿de qué pretendía huir mi paciente? ¿De la cárcel; de sí mismo? Lo ignoraba… Pero pretender que creyéramos su historia —que su amigo se había ido a otro planeta— era pueril. A fin de cuentas, hasta los más importantes científicos están de acuerdo en que, si no se dan ciertas circunstancias —como parece difícil que se den fuera de la tierra— no puede haber vida racional.

—En las estrella —dijo.

—Sí, ya; en las estrella —repetí, dando por sentado que sabía que no se refería al sol, a la luna ni a ningún otro planeta.

«En las estrella», había dicho.

Uno de los primeros regalos que había recibido por mi tercer cumpleaños había sido un peluche que representaba la luna; en realidad la media luna. Una de sus caras era azul y estaba triste, la otra, que tenía un bello color amarillo, sonreía. Nada más verlo me había gustaba; y por eso se había convertido mi muñeco favorito. Con el tiempo, había acabado olvidándolo… Sin embargo, Venturada me lo había vuelto a traer a la memoria. ¿Qué habría sido de él? ¿Habría tenido mi madre algo que ver en su desaparición? A fin de cuentas era ella la que había insistido en que ya era mayor para andar con muñecos…

—¿Mayor? —le había preguntado.

—Sí, cariño; ahora la pequeña es tu hermana.

—Dices que eres el pequeño —pregunté, intentando seguir con la terapia.

—Sí, el pequeño de tres hermanos.

—¿Cómo te llevas con ellos?

—Bien —me contestó, mientras apartaba con la mano algo que solo él alcanzaba a ver.

Yo, que sabía que, a excepción de su madre y su novia, ningún otro miembro de su familia había mostrado interés por él, no le creí. La relación entre los hermanos atraviesa por diferentes etapas, pero os puedo asegurar que si mi hermana estuviera en la misma situación que se encontraba mi paciente, a buen seguro que me habría interesado por ella; para algo soy el mayor de los dos, ¿no?

Me froté la cabeza, instintivamente. Este gesto sería interpretado por mi cliente como lo que realmente indicaba, incredulidad.

—¿No me crees? —me preguntó. Yo le miré, haciendo ímprobos esfuerzos por no darle importancia a su extraña mirada ambarina.

—No soy yo quien tiene que creerte —dije.

—Sí, es cierto; pero me gustaría que lo hicieras.

No supe qué decir. En todo caso, y esta vez intencionadamente, me asomé a la ventana. Fuera, el día ofrecía los últimos rayos de sol a los paseantes. En apenas unos minutos, posiblemente no más de quince, el astro rey acabaría ocultándose.

El reflejo que me ofreció el cristal indicaba que mi cliente, tal vez por culpa de mi reacción, estaba dando por concluida la cita. Efectivamente, cuando me giré comprobé que se encontraba de pie, junto a la puerta.

 —Bueno, ¿entonces nos vemos en una semana? —le pregunté, mientras abrían la puerta.

—Sí, por supuesto. —La puerta se cerró detrás de él. A continuación escuché como se alejaba por los pasillos del hospital, acompañado por el agente que se encargaba de su custodia.

¿La verdad? ¿Había dicho la verdad? ¿Acaso había una verdad diferente a la que demostraban los hechos? ¿Acaso la verdad era aquella que había salido de su boca? ¿Acaso era posible que coexistieran más de una verdad?

Salí de la habitación, después de recoger los papeles que una hora antes había dejado sobre la mesa. Estaban prácticamente en blanco, en ellos solo se podían ver dos escuetas anotaciones y un dibujo; las anotaciones hacían referencia al día y al lugar en el que nos encontrábamos, y el dibujo representaba una luna… ¿Mi luna?

2

El hospital donde estaba ingresado mi paciente está lejos de mi casa, sin embargo, decidí ir andando; así disponía de más de una hora para pensar sobre él sin que nadie me molestara… Bueno, eso pensaba, porque, cuando llevaba un rato andando —y cavilando— unos gritos, provenientes de un cercano bar, llamaron mi atención; y provocaron que girara la cabeza. Una pareja de veinteañeros, situados a mi derecha, hizo lo mismo.

—Alguna movida con el fútbol —dijo la mujer, guiñándome el ojo.

Yo sonreí y asentí. Sabía que a esas mismas horas se estaba jugando un partido decisivo para dos de los principales equipos de segunda.

—Hay quien no soporta ver cómo pierde su equipo —dijo el hombre, lanzándome una furibunda mirada, y cogiendo a la mujer, repentinamente, del brazo.

Me sentí ofendido; la mujer era guapa, desde luego, pero yo no creía haber hecho nada para provocar la reacción del hombre.

El sonido de una bocina me devolvió a la realidad. Apreté contra mí la cartera que llevaba en la mano. ¡Como si alguien pudiera estar interesado en robármela!. Apenas si había utilizado dos folios del paquete que había comprado días antes; y únicamente había dos tristes anotaciones, que eran el fruto del trabajo de todo aquel día… No importaba, tenía grabadas en mi pequeño magnetofón cada una de las palabras que había pronunciado Venturada; aquel pequeño aparato me permitía enterarme de todo lo que decía sin perder de vista sus reacciones ¡Lástima que no dispusiera también de una cámara de video! Pero mi economía no daba para tanto.

—Suelo grabar todas las conversaciones que mantengo con mis pacientes —le había dicho en nuestra primera reunión, cuando, en realidad, él (Juan Venturada) era uno de los primeros que tenía en mi vida—. ¿Le molestaría que grabara las nuestras? En cualquier caso, y para su tranquilidad, debe saber que todo lo que diga es confidencial.

—Sí, si es necesario y su uso queda limitado a nosotros.

—Por supuesto; la confianza es parte fundamental de la relación entre terapeuta y paciente —dije. A continuación añadí—: Entonces procederé a grabar todo lo que se diga desde este mismo momento.

En realidad, era gracias a esas grabaciones que podía comprender mejor lo que me decía; aunque, como ya he dicho, si hubiera podido, habría grabado también sus gestos.

Una molesta ráfaga de viento revolvió un montón de papeles y hojas secas que había delante de mí, formando un pequeño remolino con él. Mientras lo esquivaba, decidí tomar algo. Retrocedí sobre mis pasos y me acerqué al café donde, apenas unos instantes antes, había oído discutir a varias personas. Me senté en una mesa cercana a la barra, sonriendo al recordar la reacción que había tenido el compañero de la joven con la que había comentado el incidente. Lo que son las cosas, la misma reacción que me había molestado minutos antes —por irracional— ahora era capaz de sacarme una sonrisa.

—Un descafeinado, por favor —le pedí al camarero, que me miró, desde el otro lado de la barra, con cara de hastío. Debía de llevar ya varias horas trabajando, porque no se le veía muy dispuesto a complacer a la clientela más allá de lo estrictamente necesario.

Miré a mí alrededor, buscando algo de comprensión por parte de los otros parroquianos; nada. En las otras mesas varios grupúsculos de hombres y mujeres, y algunas solitarias parejas, pasaban las últimas horas de la tarde entretenidos en sus cosas; algunos hablaban, otros estaban jugando a alguno de esos juegos de mesa que nunca llegaré a dominar…

¿Cuál de entre todos ellos había sido el responsable de los gritos?, me pregunté. Era difícil saberlo, pero tampoco me interesaba demasiado. Me concentré en mis pensamientos.

—Su café —dijo el camarero, dejándolo en barra.

Ahora estaba claro que no tenía muchas ganas de trabajar, pensé, levantándome de mi sitio, y cogiéndolo; sin duda debía de estar a punto de acabar su turno. Mejor para él, pero podía estar seguro de que no iba a recibir ni la más mísera de las propinas… Por lo menos, de mi parte.

—¿Cuánto es? —pregunté, intentando que no se me notara lo que pensaba de su modo de trabajar.

—Ochenta céntimos —contestó, serio.

Estaba claro que tampoco era muy simpático, me dije, sacando un euro del bolsillo. Cuando me dio las vueltas, las cogí; de haber sido más amable, se las hubiera dejado de propina, con algún céntimo más, pero, en este caso, no pensaba hacerlo.

Terminé de beber rápido; la falta de simpatía del mozo, unido al olor a fritanga que impregnaba todo el local, me habían decidido a acabar lo antes posible. De nuevo en la calle volví a pensar en Juan Venturada. El hombre parecía ser buena gente, pero nunca te puedes fiar de nadie solo por la apariencia.

—A lo largo de mi vida no he hecho nada de lo que pueda arrepentirme, se lo aseguro, señor Varela —había dicho en nuestra segunda sesión.

—No es a mí a quien tienes que decírselo. Y, por favor, me gustaría que nos tuteáramos.

—Sí, por favor. —Se había callado durante unos segundos para añadir a continuación—. Me gustaría que me creyeras.

¿Creerle? Lo que contaba Juan Venturada solo podía ser producto de la mente de un embustero con mucha imaginación, o de un enfermo; y, si me fiaba de él, seguramente fuera lo último, porque nunca antes me había encontrado con alguien que insistiera tanto en la veracidad de una historia tan absurda… De todas formas, yo estaba allí para para tratar de averiguar a cuál de los dos grupos pertenecía.

Si no estaba interpretando ningún papel, lo que cada vez creía más, su locura estaba fuera de dudas; por lo menos para mí. Es cierto que debía argumentar mi opinión; pero debía hacerlo con cuidado, ya que, de equivocarme, podía contribuir a que quedara sin castigo el único responsable de la extraña desaparición de Luis Santos.

—¿No te resulta curioso que los padres de Santos se hayan negado a presentar una denuncia? —me había preguntado un colega.

—Es verdad que no es algo muy normal —había respondido con desgana, molesto por su interés—. Sin embargo ellos también dicen que no está muerto.

—¿No habrán participado? —había insistido.

—No lo creo; según parece tienen una coartada consistente. Además, sin fiambre, no hay delito.

—Las coartadas son fáciles de crear; y los cuerpos pueden hacerse desaparecer.

Sin duda, mi curioso colega pensaba que no estaba llevando el caso como era debido.

Tal vez no hubiera ningún criminal arrepentido detrás de toda la historia, y solo se tratara de una desaparición voluntaria, pero la extraña declaración de Venturada, al acudir voluntariamente ante la policía, había provocado la desconfianza de todos; y motivado el interés de la fiscalía, que necesitaba un caso brillante para limpiar su imagen después de sus últimos —y notorios—fallos en varios juicios muy mediáticos. Y todo había acabado rebotando en mí, el único psicólogo disponible de entre los cientos que hay colegiados en Madrid.

—No lo entiendo, cariño —me dijo Marta la misma noche que me contrataron—. Con la de locos que hay por la vida, ¿por qué se preocupan por la declaración de uno de ellos?

—Hay muchas cosas que tampoco entiendo… Aunque a veces los que están más locos son los que parecen más cuerdos —le respondí.

Si mi profesor de Psicopatología me hubiera oído, en aquel mismo momento habría dado por finiquitado mi futuro profesional.

3

Recuerdo perfectamente el momento en que recibí la llamada que cambiaría mi vida. Era jueves, víspera de un fin de semana que se me antojaba solitario.

—Sí, buenos días. Quisiera hablar con el señor Varela; Álvaro Varela.

—Ya está usted hablando con él; dígame, ¿en qué puedo ayudarle?

La llamada procedía de un abogado de oficio; en ella, si no había ningún inconveniente por mi parte, se me emplazaba para el martes en los Juzgados de Plaza de Castilla. Según parece, alguien había encontrado mi teléfono en el listado de colegiados del Colegio de Psicólogos de Madrid.

¡Qué poco sabía que, al final, aquella suma de casualidades me iba a cambiar la vida!

Días después de la reunión en Plaza de Castilla y, por supuesto, después de haber aceptado el trabajo, acudiría, por primera vez, al hospital donde mi paciente se recuperaba; confiando en que mi simpatía, mi carisma y mi profesionalidad —aunque esto último aún estuviera por demostrar— acabaran ganando la confianza de Juan Venturada.

4

Muchos dicen que deberíamos dar más importancia a la primera impresión. Si les llego a hacer caso, muchas cosas habrían cambiado en mi vida; pero un cliente supone trabajo, y un trabajo es dinero… Y no estaban las cosas como para dejar pasar la menor oportunidad de ganarlo.

Además, el sueldo me iba a permitir eludir algunas de las puyas de mi hermana, siempre ágil a la hora de echarme en cara que continuara dependiendo del sueldo paterno.

En nuestra primera reunión, Juan Venturada me estaba esperando en una pequeña sala próxima a los quirófanos del departamento de neurología. En la puerta, custodiándola, un policía nacional, con cara de hastío, hacía guardia.

—Buenos días, señor Venturada —dije, extendiendo la mano, para saludar.

—Buenos días —me contestó, levantándose de su silla, sin hacer el menor ademán de querer estrechar mi mano.

Retirando mi mano, le invité a sentarse en el mismo sitio donde estaba cuando entré, e hice yo lo mismo.

A continuación, y sin esperar ningún tipo de pregunta, empezó a hablar… Aunque lo que decía, más que lógico, me resultaba una sarta inconexa de necedades… Decidí no interrumpirle, y me dediqué a observarle. Es cierto que su apariencia era, cuanto menos, extravagante, pero ni esta, ni las incoherencias de su discurso, fueron las que motivaron que nuestra primera reunión fuera corta.

El olor de los hospitales —una extraña mezcla entre formol y algún tipo de desinfectante de marca difícilmente conocida— suele provocarme alergia; cuando esto ocurre, se me seca la garganta, me lloran los ojos, me gotea la nariz… En fin, tener que mantener una reunión en aquel lugar —y en aquellas circunstancias— hizo que me sintiera inclinado a salir de allí, por lo que nuestro primer encuentro sería bastante corto; sin embargo lo importante no es el tiempo que inviertes en cada paciente, sino la cantidad de información que obtienes de él.

Mi paciente, que no debía de contar con una entrevista tan corta, me miró cuando me levanté y cogí mi chaqueta y siguió hablando durante algunos minutos más, antes de darse por enterado.

—Bueno, Luis, entonces nos vemos otro día —dije, para ratificar que me iba.

—Sí, supongo.

Al entrar de nuevo en contacto con el aire de la calle, mis pulmones volverían a recobrar la vida que parecían haber perdido. Mi cerebro, por su parte, también cobraría cierta agilidad y empezaría a darle vueltas a lo que me había dicho el hombre que en aquellos instantes seguramente descansaría en una habitación muy similar a aquella en la que le había conocido.

Lo primero que decidí fue que debía ponerme en contacto con el gerente del hospital y solicitarle que nos dejaran alguna sala más alejada de los quirófanos para nuestra próxima reunión.

—El día que me pidió que le acompañara creí que ir a su pueblo iba a ser buena idea; sin embargo, ya no lo creo —me dijo Venturada, cuando nos volvimos a encontrar; en esta ocasión, en un nuevo cuarto que el hospital puso a nuestro servicio.

—¿Por qué ya no lo crees?

—Por muchas cosas; pero no por las que pensáis.

—¿Las que pensáis? —repliqué.

—Sí, vosotros. —A continuación, añadió—: Somos energía, y él también. Lo mismo que el resto de los suyos… —Al ver mi mirada, se creyó obligado a añadir algo más—. Los perseidianos; los habitantes de Frontera de los Caballeros. Me refiero a ellos —insistió.

—¿Los perseidianos?

—Sí —dijo. Después, cogiendo mi bolígrafo, y uno de los folios que había sobre la mesa, empezó a hace un pequeño mapa. Al cabo de un rato, me mostró lo que había hecho.

Cuando lo vi, me sentí como debió de sentirse Saint-Exupéry cuando el pequeño príncipe le dibujó su planeta.

—Muy interesante —acerté a decir.

—Te lo puedes llevar —me dijo.

Mientras iba en el metro, con aquel extraño croquis que me había dibujado Venturada, me sentí más raro que de costumbre. Nunca me han gustado las pruebas proyectivas, tal vez porque no he profundizado demasiado en ellas, pero, para mí, aquel dibujo, más que el camino de acceso a ese fantástico pueblo de los frontizos —como también decía que se llamaban sus habitantes— lo que constituía era un claro ejemplo de que debería haber dedicado un poco más de tiempo a su estudio.

En nuestras siguientes citas las cosas seguirían igual; aunque ya no volveríamos a hablar del mapa, porque se lo había dejado a un compañero. Este, al cabo de una semana, me entregaría, junto con el mapa, unas cuantas hojas explicando su contenido. El mapa lo guardé en una carpeta; en cuanto a las hojas, después de leerlas y tomar alguna nota, formaron parte de un pequeño informe que acabaría en manos del abogado de oficio, como una especie de adelanto del que esperaba que le entregara.