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Golpes de gracia

Joxemari Iturralde

 

 

Prólogo de Ignacio Martínez de Pisón

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Índice

 

 

 

Cubierta

Portada

Índice

Prólogo

1. Mireille

2. Simone

3. Rosarito

4. Cecilia

5. Joaquina

6. María

7. Nicolasa

8. Hadley

9. Mary

10. Julia

11. Maritxu

12. Clara

13. Tina

14. Lucinda

15. Áurea

16. Elena

17. Kitty

18. Rosario Inés

19. Irene

20. Rosamunde

21. María, la hermana

22. Celia y Beatriz

23. Lola

24. Yoseline

25. Soledad

26. Rosario

Créditos

Colofón

Prólogo

 

 

 

Tras la muerte de Franco, las principales iniciativas para la renovación de la literatura en lengua vasca orbitaban en torno a una revista llamada Pott. Aunque modesta y de efímera existencia, la revista dio nombre a la Banda Pott, un grupo de jóvenes escritores sin los que difícilmente podría entenderse el posterior florecimiento de la literatura euskalduna. El núcleo principal de aquella cuadrilla de amigos estaba integrado por Bernardo Atxaga, Joseba Sarrionandia, Jon Juaristi, Ruper Ordorika, Manu Ertzilla y Joxemari Iturralde.

Han pasado casi cuarenta años desde entonces, tiempo más que suficiente para hacer un balance provisional de los muy diferentes destinos que la vida tenía reservados a cada uno de sus miembros. Bernardo Atxaga, seudónimo de Joseba Irazu, no necesita presentación: desde la publicación de Obabakoak en 1988, es considerado el más universal de los escritores vascos. Joseba Sarrionandia, también conocido como Sarri, protagonizó una famosa fuga de la cárcel de Martutene (donde cumplía condena por pertenencia a ETA) y, aunque permanece en paradero desconocido desde 1985, ha seguido publicando con regularidad. Jon Juaristi inició tempranamente una evolución política que (como sabrá cualquiera que haya leído El bucle melancólico, acaso su ensayo más celebrado) lo llevaría a convertirse en auténtico azote del nacionalismo vasco. Ruper Ordorika, consolidado enseguida como uno de los principales cantautores vascos, ha grabado una veintena de discos. Por su parte, Manu Ertzilla, con un ritmo de producción más pausado, ha publicado dos poemarios y dos novelas.

El miembro restante de grupo es el tolosarra Joxemari Iturralde, también conocido como Jimu. Autor casi secreto fuera del País Vasco, es sin embargo uno de los grandes de la literatura en euskera. Viajero impenitente, en ocasiones se ha valido de sus propias novelas para trasladarse en el tiempo y el espacio. En Euliak ez dira argazkietan azaltzen (Las moscas no salen en las fotos, 2003) iba y venía entre un Londres y un Bilbao envueltas en una atmósfera de novela negra. En Hyde Park-eko hizlaria (El orador de Hyde Park, 2010) se establecía nuevamente en Londres para escuchar las viejas historias de un exiliado vasco. En Vida del auténtico Andy Bengoa (2010), el único de sus libros escrito en castellano, rastreaba las andanzas por medio mundo de un aventurero norteamericano de raíces vascas. Y en Ilargi horia (Luna amarilla, 2012) viajaría al protectorado español de Marruecos y a los paisajes desolados del Desastre de Annual...

Su novela Golpes de gracia (que en vasco se titula Perlak, kolpeak, musuak, traizioak, es decir, Perlas, golpes, besos, traiciones) es también un libro viajero. De Guipúzcoa al mundo: siguiendo la pista de los boxeadores Paulino Uzcudun e Isidoro Gaztañaga, el lector conocerá multitud de escenarios repartidos por Europa y América. Uzcudun y Gaztañaga nacieron respectivamente en Régil y en Ibarra, localidades ambas próximas a Tolosa. La antigua capital guipuzcoana se erige en centro de un pequeño universo que por circunstancias diversas (la seducción de la bonne vie parisina, los circuitos deportivos internacionales, la experiencia del exilio) acaba ampliando su perímetro hasta abarcar continentes enteros. En el centro de ese pequeño universo tolosano están los viejos amigos del club GU, patrocinadores primero de los dos púgiles, testigos después de sus caprichos y arbitrariedades, víctimas finalmente de no pocos desmanes.

El viaje de la novela no es sólo geográfico sino también existencial, el itinerario de dos mocetones condenados desde el principio al fracaso. El diccionario de la Real Academia define golpe de gracia como «revés que completa la desgracia o la ruina de alguien o de algo». En la mejor tradición de la literatura de boxeadores (es decir, de perdedores), Uzcudun y Gaztañaga se pasan la vida dando puñetazos en el ring, ignorantes del momento en que les llegará el golpe que complete su desgracia y su ruina. Cada uno, por supuesto, fracasará a su manera, y entretanto sus historias particulares irán siendo invadidas por la Historia con mayúscula, la convulsa historia de España de los años treinta, con episodios como el engaño del estraperlo, la alarmante consolidación de la Falange, el estallido de la Guerra Civil con su secuela de sangre y barbarie...

En ese largo viaje existencial, las vidas de Uzcudun y Gaztañaga se cruzan una y otra vez sin llegar nunca a anudarse. Amigos durante un tiempo, irreconciliables rivales después, están destinados a enfrentarse en un combate definitivo. Pero ese mismo destino que se obstina en emplazarlos se obstina también en aplazarlos. El esperado combate de más que previsibles efectos catárticos queda siempre para más adelante: podría decirse, en el argot de los guionistas, que la narración progresa por una «tensión pugilística no resuelta». La estructura de Golpes de gracia tiene algo de la de Los duelistas, sólo que al revés. Si en el clásico de Joseph Conrad dos militares se enfrentan una y otra vez para reparar un leve y lejano asunto de honor, en la novela de Iturralde los dos boxeadores acumulan en cada uno de sus encuentros nuevos motivos para una pelea que ineludiblemente acabará quedando para mejor ocasión. Los dos antagonistas, entretanto, se vigilan a distancia, se admiran, se envidian, se detestan... Cada uno de ellos, en definitiva, se erige en indispensable referencia vital para el otro porque ninguno de los dos sería el que es si no fuera por su enemigo íntimo.

Libre de adjetivos innecesarios y ajeno a todo alarde retórico, el estilo de Iturralde es seco y directo como un punch de izquierda. El libro, aunque concebido como una novela, tiene también mucho de crónica histórica o periodística. Algunos de los personajes secundarios (como los miembros del grupo GU) aparecen ocultos detrás de nombres supuestos, pero por sus páginas transitan numerosos personajes reales con sus nombres auténticos, desde Ernest Hemingway hasta Lupe Vélez pasando por otras celebridades de la época, como Dolores del Río, Tina de Jarque, Clara Bow o Gary Cooper. Y, desde luego, tanto Paulino Uzcudun como Isidoro Gaztañaga fueron reales. A los profanos nos resulta menos familiar el nombre del segundo que el del primero, que siguió siendo legendario hasta su muerte en 1985. Una parte de su leyenda no podría calificarse de seductora: me refiero a su ardorosa adhesión a la Falange durante la Guerra Civil. Uzcudun participó en los preparativos para el rescate de José Antonio Primo de Rivera de la cárcel de Alicante y también, según algunos testimonios, en atroces represalias contra presos republicanos.

Conservo en la memoria la imagen del boxeador que en 1966 apareció en la película Juguetes rotos de Manuel Summers: un Uzcudun viejo, amargado, con aspecto de odiar el mundo entero para no tener que odiarse a sí mismo. Para hacer justicia al personaje conviene conocer también al joven que en algún momento fue, un muchacho de instintos primarios pero noble y sencillo, fiel a los suyos, entusiasmado por la perspectiva de abrirse camino en el mundo del boxeo. En el trayecto entre ese joven y ese viejo hay momentos en que, curiosamente, la narración de Iturralde se cruza con Nevadako egunak (Días de Nevada, 2014), el libro donde Bernardo Atxaga, mientras recrea una larga estancia en la ciudad norteamericana de Reno, aprovecha para seguir una fugaz pista del púgil vasco. Del mismo modo que Iturralde nos recuerda otros combates americanos de Uzcudun, evoca Atxaga su paso por Reno, donde en 1931 peleó con Max Baer. Iturralde y Atxaga, guipuzcoanos ambos como los propios protagonistas de Golpes de gracia, son amigos desde los tiempos de la Banda Pott. Quién les iba a decir a ellos que, treinta y tantos años después de que los reunieran las páginas de la revista Pott, iban a volver a hacerlo las páginas de sus dos novelas. Entre ellas, a través de la peculiar figura de Paulino Uzcudun se establece un fecundo diálogo sobre las grandezas y miserias del ser humano.

 

IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN

1

Mireille

 

 

 

Mireille estaba sentada sobre las rodillas de uno de los muchachos. Siguiendo el compás de la melodía balanceaba su cuerpo a un lado y a otro de forma que el chico tuviera que abrazarla con fuerza por la cintura. Con una mano levantaba la copa de champán y con el otro brazo rodeaba el cuello del joven. En una esquina del bar había un pequeño estrado donde un hombre mayor de larga barba blanca arrancaba notas a un desvencijado acordeón. A su lado, un mozalbete encorvado y flaco como un alambre rasgueaba la guitarra y, debido quizás al alcohol ingerido, apretaba los ojos con sentimiento. La melodía se perdía a ratos entre el vocerío de la gente que abarrotaba el bar, y el ruido de las sillas al moverse y el entrechocar de los vasos hacían que la voz del viejo acordeonista se difuminara entre el humo del tabaco que ascendía hasta el techo.

La Joie de Brest, en pleno centro del mercado, rebosaba de gente a esas horas del amanecer. Era bar, pero también restaurante y bal-musette, uno de los más frecuentados de Les Halles. El trasiego en la entrada era incesante. Trabajadores del mercado que se tomaban un receso para premiarse con una copa de calvados tropezaban con juerguistas y alborotadores que, procedentes de alguna boîte de nuit, se resistían a dar por finalizada la fiesta. Una larga barra servía de apoyo para los solitarios que buscaban la última copa. A un lado de la sala, sobre una tarima, estaban las mesas en las que unos desayunaban y otros sobrecenaban. Más a la izquierda estaba la zona de los bebedores y de los que se atrevían a bailar en la pequeña pista junto a los músicos. Justo enfrente, al otro lado de la calle, se encontraba el no menos famoso Au Pied de Cochon, un bistró que también permanecía abierto toda la noche y con el que La Joie de Brest compartía clientela. Acodados a la barra, los bebedores de vino y cerveza miraban hacia los músicos mientras otros, sentados en grupo en torno a las mesas, daban buena cuenta de fuentes de mejillones y botellas de champán. Robustos transportistas, fulanas que descansaban o buscaban clientes, enérgicos carniceros con delantales salpicados de sangre, mujeres elegantes y señoritos de etiqueta recién llegados de alguna fiesta, pedigüeños que iban de mesa en mesa en busca de monedas para comprar alcohol.

Mireille apuró su copa de champán y con un movimiento brusco se desembarazó del muchacho sobre el que estaba sentada. Como impulsada por un resorte, dio un salto y se dirigió hacia la puerta.

—Por fin llegas. Pensábamos que hoy no ibas a venir.

Se colgó del cuello del recién llegado y le dio un sonoro beso. Luego le cogió de la mano y le arrastró con suavidad hacia las mesas de sus amigos.

—Hombre, Ladis, por fin apareces. Siéntate. He guardado para ti estas ostras. Y ahí tienes champán. Mireille, sírvele al doctor, que viene cansado.

El doctor Goiti atacó con entusiasmo la fuente de ostras. Su amigo Arcaute, sabiendo que era el manjar que más apreciaba, le había reservado media docena. Mireille llenó hasta el borde la copa de champán y se la acercó a los labios.

—Hoy me he retrasado bastante. He tenido que ayudar al doctor Bresson en un parto de última hora. Algo inesperado y bastante complicado. Me han llamado de urgencia al hospital Enfants Malades, y un colega y yo hemos tenido que ir corriendo en su ayuda.

—Bueno, ahora relájate, mi doctorcito, y toma otro trago.

Mireille estaba ya sentada sobre las rodillas de Goiti y le alborotaba el pelo con la mano al tiempo que lo apremiaba a beber champán.

Un borracho cayó pesadamente hacia atrás desde su taburete. Una chica que pasaba a su lado lanzó un gritito que nadie más oyó. El vigilante de la puerta y uno de los mozos lo arrastraron fuera del local sin contemplaciones.

—Vamos a bailar un rato. Tenía tantas ganas de que llegaras —Mireille le chupeteaba la oreja al doctor Goiti mientras éste daba cuenta de la última ostra y se limpiaba los labios con una servilleta.

—No, hoy no, que vengo muy cansado.

—Sí, por favor, mi doctorcito. Me apetece mucho. ¡Venga, a bailar!

—Bueno, pero sólo esta java y ya está.

Con el amanecer, el sol asomó vigoroso entre los tejados de París. Aquel día de finales de junio iba a ser tan caluroso como los anteriores. Fuera ya del barrio de Les Halles, Mireille y el doctor Goiti caminaban por las callejuelas cogidos de la cintura.

—Hoy no estoy para nada. No sabes el sueño que tengo. Estoy muerto.

Sin hacerle caso, Mireille le dio una briosa palmada en el trasero y, sonriendo, le guiñó un ojo. Luego continuaron caminando en silencio. Al llegar a la calle Bachaumont, el doctor Goiti se soltó del brazo de Mireille y entró en el Hotel La Savoie.

—Espérame aquí fuera—dijo.

Nada más verle entrar en el pequeño hall, el vigilante nocturno se dirigió a él:

—¡Doctor, doctor, ahí dentro tiene a un muchacho español esperándole! Lleva sin moverse desde que llegó, ayer al atardecer. Y se ha pasado ahí toda la noche.

Sin contestar, el doctor Goiti pasó a la sala de recepción, donde un robusto joven dormía en una butaca con la cabeza colgando. Trató de despertarlo con un suave zarandeo. Al poco rato volvió a la calle. Mireille fumaba un cigarrillo apoyada en un árbol que había junto a la entrada del garaje,

—Tienes que irte. Tengo visita.

—¿Quién es? ¿Tu novia?

—Ya te dije que no tengo novia. Es un muchacho que ha llegado desde España, un conocido de mi pueblo. Hoy no puede ser. Ya nos veremos otro día.

Mireille, con gesto de enfado, lanzó el cigarrillo contra la puerta del garaje. Dio media vuelta sin decir nada y echó a andar a buen paso por el adoquinado de Bachaumont hasta que desapareció en el cruce con Montorgueil.

2

Simone

 

 

 

En el hall le estaba esperando la dueña del hotelito, madame Simone, que le dijo:

—Doctor, ¿ha visto al muchacho? El pobre lleva esperándolo toda la noche. Acaba de llegar a París. No conoce a nadie y no sabe una sola palabra de francés.

—Gracias, madame Recamier.

El doctor Goiti dio indicaciones para que le preparasen al recién llegado una de las habitaciones libres del último piso. A ser posible, una que estuviera próxima a la suya. Luego se dirigió al muchacho, que permanecía todavía adormilado en la butaca, y le dijo que cogiera la maleta y lo acompañara a su cuarto.

—¿O sea que tú eres Paulino? —le preguntó cuando llegaron a la habitación.

—Sí, señor. Me llamo Paulino Uzcudun, para servirle.

—Bueno, ¿y qué tal por allí? ¿Va todo bien?

—Sí, señor.

—Lo primero de todo, vamos a dormir. Yo necesito echar una cabezadita y supongo que tú también. Luego ya tendremos ocasión de hablar.

Llegó el mozo con la llave de la otra habitación, que estaba enfrente de la del doctor. Le entregó una toalla y abrió la puerta.

—Bueno, Paulino, ahora a dormir. Charlaremos a la hora de comer. Ya te avisaré.

Paulino dejó la maleta junto a la puerta, se descalzó y se echó en la cama. En la incómoda butaca del hall no había conseguido dormir demasiado. Mientras llegaba el sueño trató de repasar todo lo que le había sucedido durante los últimos días. Enseguida reconstruyó el encuentro mantenido en Tolosa con los amigos del doctor Goiti. Fue en el club GU.

—¿O sea que te has decidido a lanzarte a la aventura? —le había preguntado uno de ellos.

—Sí.

—¿Y quieres irte a París?

—Sí.

—Bueno, pues has ido a parar al mejor sitio. Nosotros te pondremos en contacto con nuestro querido amigo el doctor Goiti, que es socio y sigue siendo vicepresidente de este club. Lleva tiempo en París trabajando como médico y te va a ayudar, ya lo verás. Irás a él de nuestra parte. Ya comprobarás que los miembros del GU estamos para ayudarnos unos a otros.

El club cultural-deportivo GU (que en vasco significa «nosotros») estaba ubicado en la calle Aroztegieta de la parte antigua de Tolosa. Sus socios, una veintena de amigos, eran miembros muy conocidos de buenas familias del pueblo. En el local, decorado al estilo de los clubes ingleses con maderas nobles en las paredes, sillones de cuero, pinturas de artistas renombrados y fotografías de montañas y capitales europeas, se citaban para reuniones de carácter gastronómico, pero también para festejos deportivos y veladas artísticas.

—Dejas el deporte rural, los troncos y todo eso, y quieres cambiar el hacha por los guantes, ¿no es así?

—Sí, señor. Creo que puedo tener éxito en el boxeo.

—Bien, pues vas a ir a París, que es como decir la capital del mundo, y allí nuestro amigo Ladis te va a ayudar, ya lo verás.

—Muchas gracias.

—Ahora te quedas a comer con nosotros. Sé que doña Cecilia nos ha preparado hoy un guiso de cordero, que estará para chuparse los dedos. Es su especialidad. A los postres, aquí el amigo Jeromo te escribirá en un papel todo lo que has de hacer al llegar a París. El hotel donde vive el doctor, su nombre, dirección, calle, número, todo… También te escribirá en el papel un par de frases en francés: lo que le tienes que decir al taxista para que te lleve directamente de la estación al hotel y luego lo que tienes que explicar en recepción hasta que te encuentres con el doctor. A partir de ahí, nuestro amigo te ayudará en todo. Tú no te preocupes de nada.

—Sólo de tumbar rápido al contrario en el combate, ¡ja, ja!

—Eso corre de mi cuenta.

A media tarde, Paulino y el doctor salieron a dar una vuelta por el barrio para estirar las piernas y hacer tiempo. Luego, sentados en una terraza, dejaron transcurrir aquellas horas de tarde de domingo ante unos vasos de cerveza. Hacia las siete volvieron al hotel para cenar. El doctor pidió a madame Recamier que sirviera raciones abundantes ya que era comida y cena a la vez. Paulino comía con más avidez que el doctor y repetía de cada plato. Hasta la hora de acostarse hablaron largo y tendido de proyectos e ilusiones: el futuro que el boxeo podría proporcionarle, los nuevos caminos que se le abrían. En un momento dado, el doctor le dijo:

—Si fracasas en los comienzos, siempre podrás volver a casa y retomar tu oficio con el hacha.

—No —lo cortó rápido Paulino—, eso no ocurrirá. Triunfaré como boxeador.

—Exacto. Eso es lo que quería oír. Ése es el espíritu de lucha que me gusta. Mira, hasta que te vayas abriendo camino en esta nueva profesión, tú no te preocupes de nada. Yo te iré ayudando. Te adelantaré el dinero que vayas a necesitar. Vivirás en este hotel. Yo me encargo de las facturas. Tú dedícate sólo a boxear bien.

—Muchas gracias, de verdad. No lo olvidaré nunca.

—Bueno, ahora a descansar. Mañana por la mañana, antes de que me vaya yo al hospital, te llevaré al mejor gimnasio de box de todo París. Monsieur Anastasie es un buen amigo mío. Es el dueño, un antiguo boxeador, el que mejor conoce los entresijos de ese mundo. Él te guiará como entrenador. Verá si vales o no para este deporte. Y, si es así, él mismo te buscará los primeros combates. Los gastos de todo, como ya te he dicho, los cubriré yo. Tú, a boxear.

El señor Anastasie era un hombre de escasa estatura pero complexión robusta con los brazos musculosos y el torso trabajado. Pelo corto, negro, mirada fija de ojos como agujas. Se movía con rapidez, con un nerviosismo eléctrico que le impedía quedarse un momento quieto.

—¿Qué, Anastasie? ¿Cómo va esa espalda?

—¡Ah! Buenos días, doctor Goiti. Va mejor. Cada vez me molesta menos.

—¿Haces los ejercicios que te indiqué?

—Sí, todos los días. Me alivian mucho.

—Bueno, aquí te traigo a este muchacho. Míralo y ya me dirás qué te parece. Acaba de llegar y quiere dedicarse al boxeo.

Monsieur Anastasie llamó a gritos a un chico que bajó de uno de los tres rings que había en la sala y se acercó. Le dijo algo y enseguida trajo un par de guantes. Se los dio a Paulino y le indicó por gestos que diera unos cuantos golpes en una de las bolas de punch que colgaban del techo. Paulino, todavía en ropa de calle, dejó la bolsa en el suelo y se ajustó los guantes. Sin decir nada se acercó al punch y empezó a descargar golpes con toda su fuerza. Monsieur Anastasie y el doctor Goiti observaban en silencio.

—Tiene mucha fuerza, no hay duda. En cuanto a técnica, habrá que empezar de cero. Hay que pulirlo. Déjelo de mi cuenta, doctor, yo me encargo de él.

El doctor Goiti agradeció sus palabras y se despidió de él. A continuación se acercó a Paulino.

—Dice el entrenador que sí vales para boxear, pero que debes entrenar mucho. Así que ya sabes: a esforzarte. Desde hoy mismo. Ve a cambiarte a los vestuarios, allí. Haz lo que te diga monsieur Anastasie. Luego nos veremos en el hotel.

Al salir del gimnasio saludó de lejos a Anastasie, que había subido a un ring para dar indicaciones a dos muchachos. Anastasie le devolvió el saludo. El doctor Goiti miró su reloj y apuró el paso. Iba a llegar con retraso al hospital.

3

Rosarito

 

 

 

Aquella mañana soleada y fresca, Rosarito salió a paso rápido de su caserío, Erkizia, y aceleró mientras descendía hacia la plaza del pueblo tratando de no tropezar con ninguna piedra. Era domingo por la mañana, había una única misa y no quería entrar en la iglesia cuando hubiera empezado. A don Aniceto se le estaba agriando el carácter con la edad. Era capaz de interrumpir la misa y, sin decir una palabra, buscar con la mirada a la persona que osaba llegar tarde. Su gesto provocaba un silencio tenso que duraba una eternidad y obligaba a los feligreses a volver la cabeza de forma que el recién llegado se sintiese avergonzado mientras buscaba con rapidez un hueco en un banco.

La gente de Régil solía reunirse en la plaza del pueblo a la salida de misa. Era una plaza pequeña, casi cuadrada, rodeada de caserones con la fachada blanca o azul y el tejado rojo. Desde unos bancos las mujeres mayores y las no tan mayores vigilaban a los niños que correteaban y saltaban. Había otro banco al fondo, al lado de la casa parroquial, y otro junto a los dos bares en que los hombres se metían a beber y charlar hasta la hora de comer.