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EMMA JANE UNSWORTH

ANIMALES

TRADUCCIÓN DE SILVIA MORENO PARRADO

BARCELONA    MÉXICO    BUENOS AIRES    NUEVA YORK

ÍNDICE

 

 

 

CUBIERTA

PORTADA

ÍNDICE

DEDICATORIA

PIPÍ CLARO, BIEN; PIPÍ OSCURO, MAL

LA CHICA CONTRA LA NOCHE

EL REGRESO DE JIM

HOGAR, NO HOGAR

ES MI PUTA BODA

LA BOÑIGA Y EL PSIQUIATRA

UN ENCUENTRO ESTIMULANTE TRAS EL CUAL NUESTRA HEROÍNA ACABA DURMIENDO BAJO UN ARBUSTO

LA IMPORTANCIA DE LAS PREGUNTAS

¡RUMBO A LONDRES!

SEMIMUERTE EN UN BAR SUBTERRÁNEO

PRIMERA LUZ

DOS AMIGAS

EL VERMÚ SE TE VA DE LAS MANOS

LADRONES

MÚSICOS CALLEJEROS

EL ARTE DE LA EVITACIÓN

LAURA Y TYLER HUYEN AL NORTE

PUEDO SOPORTARLO TODO EXCEPTO LA METAFICCIÓN

EL INFINITO SE EXTIENDE EN TODAS LAS DIRECCIONES

VIEJA ERA LA NOCHE

PARODIAS CRUELES

RODAMIENTOS DE BOLAS

SEIS MESES DESPUÉS

AGRADECIMIENTOS

NOTAS

CRÉDITOS

COLOFÓN

 

 

 

Para Alison

PIPÍ CLARO, BIEN; PIPÍ OSCURO, MAL

 

 

Lo típico. Sábado por la tarde. Te despiertas y no puedes ni moverte.

Parpadeé y las motas que flotaban sobre mis ojos se apartaron para dar paso a Tyler que se asomaba a la puerta vestida con su kimono andrajoso.

—A ver —dijo con un vaso en una mano y un cigarrillo encendido en la otra—, a las tías nos atan a la cama por dos motivos: sexo y exorcismo. —¿En tu caso qué ha sido?

Me miré el brazo derecho, que parecía estar levitando, pero no, aquello no era nada tan glamuroso. La pulsera de plástico que llevaba en la muñeca derecha se había colado por un barrote del cabecero durante la noche, con lo que la mano se me había quedado enganchada y el brazo, colgando sobre la almohada. Me retorcí hacia arriba para soltarla, pero sólo conseguí avanzar unos centímetros hasta que una sensación extraña, como elástica, tiró de mí para atrás. Miré hacia abajo. Las medias o, mejor dicho, la pierna izquierda, porque en la derecha aún la llevaba hasta medio muslo, en una imagen un poco zorril, se habían liado en torno a un boliche de la cama. Di un tirón. Mala idea: el nudo se apretó más.

—Ayúdame, anda —grazné.

Tyler había cruzado la habitación y ahora estaba apoyada en el armario. En su armario. Su habitación.

Habíamos salido. ¡Me cago en la puta, vaya si habíamos salido! Una sucesión de imágenes desfiló a través de la neblina mental. Vino con burbujas, vino sin burbujas, las calles de la ciudad, cuartos de baño, movimientos de burlesque muy experimentales sobre taburetes de bar...

Tyler tardó lo suyo en encontrar un sitio donde soltar el cigarrillo. Yo sabía que estaba disfrutando de verdad con aquella escena. Pasaría a engrosar nuestro creciente almacén de anécdotas; otra más que desempolvar, exagerar y saborear en noches futuras que, sin duda, acabarían en indignidades parecidas. «Oye, ¿te acuerdas de cuando te ataste tú sola a la cama?» Brutal.

—Bueno, ¿y tú dónde has dormido? —pregunté.

—No he dormido. Me he hecho un Amélie en el césped de atrás con un vino blanco y las gafas de sol puestas.

«Hacerse un Amélie» era como llamábamos a esforzarse por ver las cosas (o sea, las inevitables cuestiones existenciales) del mejor color diciéndose a una misma que se es una tía guay y que todo va bien. También lo llamábamos «autohechizo». Tenía un índice de éxito del 55 % en función del lugar y las condiciones atmosféricas.

—¿Qué hora es? —pregunté.

Tyler tiró del nudo, levantó una ceja y desenredó la media hasta convertirla en una recta negra que tensó tirante para enseñármela.

—Las cinco y media.

—¿A qué hora volvimos?

Me tiró la media y dejó la mano en alto. Creí que estaba diciendo que a las cinco, pero no, estaba diciendo que no. «No se va a practicar la autopsia.»

Asentí. Los efectos del autohechizo del día eran estables, pero precarios. No pensar en los finales. No bajar la mirada. Había ciertas reglas que obedecer para asegurarse una resaca sin horrores: nada de noticias, nada de conversaciones telefónicas con los padres, un poco de aire fresco si se podía mantener la verticalidad. Comedias en la tele. Hidratos de carbono.

Me pasé la lengua hinchada por los dientes sin lavar. Olor a granja. Algo peludo.

—¿Cómo estás? —preguntó.

—Como si tuviera una familia de mapaches dentro de la cabeza.

—¿Mapaches? ¡Qué suerte, hija! Yo tengo dos elefantes marinos follándose una bolsa de carne.

Me incorporé. ¡Uh! Un vértigo licuante. El edredón se había resbalado hasta el suelo; sus entrañas colgaban entre los botones que le faltaban a la funda de algodón a rayas. Miré a Tyler de reojo. Metro sesenta, pelo corto rizado. La cara de un querubín caído. Matadora. Sujetó el cigarrillo entre los dientes mientras se abría el kimono para apretárselo más. Llevaba bragas, pero no sujetador: toda una osadía para andar por el jardín en marzo. Se quitó el cigarrillo de los dientes y exhaló:

—Ya sé que esto te va a aturdir aún más —dijo—, pero me estoy emocionando con los Juegos Olímpicos.

Me sujeté la cabeza con una mano y me apreté las sienes con los dedos.

—¿Los Juegos Olímpicos? ¡Coño! ¿En qué mes estamos?

—En marzo.

—Gracias a Dios.

Mi paranoia no era tan paranoide si tenemos en cuenta la vez que nos acostamos un sábado y no nos despertamos hasta el lunes por la mañana. En aquella ocasión, al levantar la cabeza vi a Tyler frenética quitándose el kimono delante de la cómoda.

—¿Pero qué haces, loca? ¡Que es domingo!

—¡Los cojones, domingo! ¡Es lunes y llego tarde, coño! —dijo sacudiendo la gorra del uniforme para quitarle una colilla de dentro.

—¿Qué tienes en el ojo?

Se miró en el espejo y suspiró.

—Es lápiz de ojos barato de alta definición.

—Es rotulador permanente.

—¡Me cago en la puta! Parezco salida de La naranja mecánica. ¡Ay, ay, ay! ¿qué hago?

En el kimono aún quedaban manchas de vino tinto de aquella noche a pesar de haber pasado ya varios meses. Le dio otra calada al cigarrillo.

—Y el rover ya casi ha llegado a Marte, sólo faltan unos meses para ese aterrizaje de neuróticos que tienen preparado. Este verano va a pasar un montón de cosas. No puedo soportar tantas expectativas. Acaban de poner un anuncio de los Juegos Olímpicos con un dibujito animado de un hombre tirándose al agua desde un acantilado. Me ha impresionado.

—Los dibujos animados pueden ser muy conmovedores.

—¿Por qué me emocionan más los dibujos animados que las noticias?

—Pues porque eres perversa. Y americana.

—Bueno, muy poco ya. Americana, digo.

—No me hagas ponerte a prueba con la pronunciación.

Tyler llevaba diez años en Inglaterra y aún conservaba el acento; había algunas palabras que me encantaba oírle decir. Llegó de Nebraska con su madre, profesora de literatura, que había decidido divorciarse y solicitar un puesto en la Universidad Metropolitana de Mánchester. Los Johnson eran una familia pudiente, sobre todo por los beneficios que daba la actividad ganadera de la rama paterna. Tenían un rancho en Crawford, con establos y pavos y un porche con balancín, pero, a pesar de todas las ventajas, Tyler decía que aquello era como vivir en medio de un plano geométrico: un paisaje llano hasta lo espeluznante, distribuido uniformemente en cuadrados de cultivos amarillentos. Sólo tú y el horizonte, esperando. Más en concreto: llenando las horas. Tenías que decirte a ti misma que estabas esperando porque, si no, no tenía ningún sentido desayunar ni cambiarte de camisa.

—Estaba pensando en poner unos lacitos a hervir —dijo Tyler—. ¿Te ves capaz de comer?

—Puede ser.

Miró el reloj.

—Según mis cálculos, este prodigio de la alta gastronomía podría estar listo dentro de unos quince minutos. ¿Necesitas ayuda para levantarte?

—No. Y no seas amable conmigo que me echo a llorar.

—Vale, lo pillo.

Recuperó el cigarrillo del borde de la cómoda y salió de la habitación dejando un rastro de humo tras de sí. El kimono tenía en la parte de atrás el logotipo de un club de muay thai de Salford, el Pendlebury Pythons, junto con su eslogan, en letras doradas entrelazadas: «Victoria o muerte».

Me quedé quieta un momento, pensando qué hacer. Necesitaba un protocolo. Levantarme. Lavarme los dientes. Buscar el teléfono.

Teléfono.

Jim.

Mi prometido (aunque los dos odiábamos esa palabra) estaba en Nueva York dando un concierto de piano en una barcaza, en Brooklyn. Habíamos hablado la noche anterior, cuando iba a hacer la prueba de sonido. «Ve con cuidado», me dijo. Me conocía, sabía cómo me ponía la noche, sabía cómo nos animábamos mutuamente Tyler y yo. «Claro», respondí. En aquel momento yo estaba fumando «con cuidado» delante de un bar de Oxford Road mientras Tyler estaba dentro copiándose «con cuidado» el número de un camello en el antebrazo con perfilador de labios antes de que se le agotara la batería del móvil. El resto fue... bueno, no exactamente una historia, más bien, una sucesión de acontecimientos que contribuyeron al mismo dolor de cabeza, al mismo monedero vacío, al mismo día siguiente perdido, pero al menos habíamos conseguido llegar a casa. (Cuando te aferras a los subterfugios miserables del autohechizo te felicitas por los crímenes que has evitado.): Oye, había sido capaz de contenerme, volver a casa y más o menos meterme en la cama. La semana anterior habíamos acabado en una casa de Stretford con un controlador aéreo de cincuenta años llamado Pickles que nos había invitado a una copa (estrictamente amistosa) para acabar descubriendo que sólo tenía la dieciochoava parte de una botella de ginebra en el armario de la cocina. «Se me escapa cómo pudo haber sobrevalorado la situación hasta ese extremo —dijo Tyler—. Sólo por eso ya no deberíamos volver a montarnos en un avión.»

Miré a un lado y vi un vaso que de algún modo había tenido el acierto de llenar y poner ahí antes de derrumbarme. Lo alcancé y le di uno, dos, tres sorbos. El líquido se volvía crema al pasar por mi boca pastosa. Me costaba tragar. Bebí agua como si fuera una tarea que cumplir, unas prácticas no remuneradas en mi propio Ministerio de Sanidad interior (corrupto hasta la médula). Me costó mucho bebérmelo entero. El agua quiso salir en cuanto estuvo dentro de mí. Corrí por el estrecho pasillo hasta el baño, seguida por la media izquierda. Cerré de un portazo.

Qué maravilla, el frío de los azulejos bajo mis pies. El baño era la mejor de las habitaciones. Sabías que, pasara lo que pasara dentro, todo iba a ir bien. Tenías un lavabo, un váter, nada de mobiliario blando y, por lo general, ningún público. Me bajé las bragas y me senté. Un rayo de pipí cayó en picado y el resto fue saliendo en chorrito.

La pared que tenía enfrente estaba llena de agujeros —una sucesión de heridas causadas por distintos portarrollos, toalleros, estantes y, aunque esto sólo podía imaginármelo, puños y dedos— que los inquilinos anteriores habían enmasillado y pintado chapuceramente de un empalagoso color amarillo claro. Por el otro lado, mi rodilla se apoyaba sobre el endeble lateral de una bañera de fibra de vidrio. La más leve presión podía abollar la bañera hacia dentro y hacia fuera. A veces lo hacía por diversión, lo de empujar hacia dentro y hacia fuera con la rodilla (durante horas, en ocasiones). Todo un paisaje urbano de cosméticos en proceso de cuajarse ocupaba el borde de la bañera y luego, a los pies, el guiño del lavabo, al que le faltaba el cabezal del grifo del agua caliente. De un clavo situado sobre el lavabo pendía una larga cadena con un corazón de metal rojo, polvoriento, hueco y con agujeritos en forma de media luna, al lado de un espejo de tocador extensible que Tyler usaba para pintarse la raya del ojo. Junto al lavabo había dos billetes doblados, secándose en equilibrio sobre un aro del toallero. Me puse de pie y miré la taza antes de tirar. Recordé lo que siempre decía una antigua compañera de trabajo: «Pipí claro, bien; pipí oscuro, mal». Orwelliano en su visceral simplicidad. El líquido que acababa de mandar a la taza del váter era casi ocre. Nada bueno, no, no, no. Había que beber más agua.

Recorrí el pasillo hasta la cocina y dejé atrás los abrigos, sombreros y bolsos que colgaban de los ganchos como los vaporizados de 1984. El piso era de Tyler (su padre había apoquinado el dinero —no sólo la fianza, ¡cuidado!, sino todo el dinero— poco después de que se mudara) y en teoría yo debía darle cien libras al mes por mi cajita de cerillas sin muebles, pero ni yo las tenía ni ella me las pedía nunca. El piso formaba parte de una cooperativa de viviendas de madera y cromo que se había construido en Hulme, al sur del centro, a finales de los noventa. El bloque tenía un patio central común, con un trozo de césped y unos cuantos parterres en alto en los que la gente con el tiempo y la capacidad de organización necesarios cultivaba sus propias verduras. En algún momento, unos vecinos habían intentado criar allí pollos («atrapadas en la puta Ciudad de los Pollos», decía Tyler parafraseando a John Cooper Clarke)[1] en un pequeño cobertizo de madera sostenible que habían cortado ellos mismos o algo así, pero no habían durado mucho, por los zorros. La propia Zuzu había traído arrastrando cuatro gallinas a través de la gatera, ya con la cabeza caída y primorosamente perforadas, las había dejado despatarradas en mitad del suelo de la cocina y nos había mirado como diciendo: «Esto lo he cazado yo, cabronas, lo mínimo que podéis hacer es desplumarlo y cocinarlo». A nuestro alrededor vivían sobre todo jipis, pijijipis los llamaba Tyler («limpiador de baños ecológico y cincuenta jerséis de marca...»). En la zona comercial de la planta baja había una cafetería vegana a la que Tyler y yo íbamos a comer cuando se nos olvidaba hacer la compra (a menudo): allí nos llevábamos nuestro jamón y nuestra miel, que añadíamos a la comida por debajo de la mesa para darle un poco de vidilla; lo segundo, porque a) a Tyler le gustaba endulzar las tostadas y b) una vez la regañaron cuando les preguntó si tenían miel. Estaba segura de que le contestarían que sí. «Me miraron como si acabara de sacrificar a un orangután delante de ellos —me contó— y era miel. ¡Pero si es un producto natural! A las abejas les encanta fabricarla. Nadie las obliga. ¿Cuándo va a terminar esta locura?»

Estaba en la cocina cortando en rodajas un montón de salchichas alemanas de bote con Zuzu, expectante, enroscada en sus tobillos. Zuzu estaba cachas, parecía más un vehículo militar que una gata. Salió disparada pasillo arriba y pasillo abajo y me hizo daño al pisarme. Tyler se acercó al fregadero, escurrió la olla y volcó la pasta en un bol. Unos cuantos lacitos grasientos se cayeron por los lados y se deslizaron, humeantes, por el escurridero.

—Capitán, nos va a hacer falta un barco más grande.

Se puso a dar vueltas por la cocina en busca de una fuente más grande y al final acabó encogiéndose de hombros y volcando la pasta otra vez en la olla.

—¡A tomar por culo! Eso es para ti, por cierto.

Miré a la encimera de enfrente y vi un vaso grande de agua fría y dos ibuprofenos. Me los tragué y la rodeé para rellenar el vaso en el fregadero.

Tyler echó las rodajas de salchicha a la olla, añadió un chorreón de kétchup por encima y lo mezcló todo con el mango de una paleta para pescado oxidada.

—Pues Tom me ha mandado un mensaje.

Solté el vaso de agua y la miré.

—Jean se ha puesto de parto.

Jean era la hermana de Tyler. Vivía en Londres. Trabajaba en algo relacionado con la financiación de museos. O, al menos, a algo así se dedicaba en su vida anterior.

—Mierda.

—Sí. Está dilatando. Y dice que todo es culpa de él. Ya sabes cómo van estas cosas.

Hizo una mueca al decirlo. Tyler y Jean estaban muy unidas, tan unidas que, cuando Jean se quedó embarazada, aquello supuso una traición enrevesada habida cuenta de que, con veintiocho, Jean tenía un año menos que su hermana. «¡Otra más que perdemos para diez años!» fue la reacción inicial de Tyler, acompañada de un movimiento de la manga del kimono, como un emperador romano que declarara la clausura de los juegos.

—¿Está bien? —pregunté—. ¿Qué...?

Era difícil saber qué preguntar sobre alguien que estaba de parto. ¿Cómo está aguantando el perineo? ¿Ya se ha cagado encima?

Jeannie Johnson. La misma a la que una vez le había salido ardiendo el vello púbico por subirse desnuda a una mesa con velas. Nos había dado mil vueltas a todas. ¿Y dónde estaba ahora? Soltando clichés, con los pies en unos estribos.

—Sí —dijo Tyler—. Tom llamará cuando haya noticias.

Me pasó el cuenco y una taza, un tenedor y una cucharilla y fue caminando delante con la olla entre las manos. Se detuvo en la puerta de la cocina y se giró. Ojos de animal nocturno, negros y brillantes.

—¿Quieres vino?

Nos quedamos mirándonos unos instantes, sopesando los diversos deseos y dudas que se agitaban en nuestro interior. Después de todo, la primera norma de la borrachera era la compañía. Si te emborrachas con alguien más, tienes una fiesta; si lo haces sola, tienes un problema. Noté la sequedad de mis entrañas, los conductos crujiendo y resoplando.

—No sé, ¿tú vas a tomar?

—No lo sé.

—Bueno, ya que está allí, podemos tomar algo.

—¡Sí! —dijo Tyler, bailando con la olla—. ¡Bebamos como auténticos montañeros!

Fue trotando hasta el salón, soltó la olla en el cristal de la mesita y volvió trotando a la cocina. Regresó pocos minutos después con dos vasos mugrientos llenos de vino blanco. En la parte de arriba, donde los había enjuagado, quedaban gotas de agua. Puso uno en la mesa y bebió del otro con ganas.

En algún lugar empezó a sonar mi teléfono. Corrí a buscarlo levantando cojines y revolviendo papeles. Había libros por toda la casa, sobre todo de poesía. El año anterior habíamos hecho con ellos un árbol de Navidad: abajo los de tapa dura, luego los de tapa blanda y, para rematar, finos volúmenes de colecciones modernas (La reina hada de Spenser apuntalado en lo más alto). Lo envolvimos todo con lucecitas que, apagadas, parecían alambre de espino. Ya sólo quedaban las tres ramas de abajo. Las desmonté y las arrojé al otro lado de la habitación.

—Está en tu chaqueta, en la entrada —dijo Tyler mientras se sentaba—. Ya ha sonado dos veces.

Busqué mi chaqueta en el perchero de la entrada y palpé los bolsillos hasta notar el bulto, rectangular y delator, del teléfono. Era Jim, claro que era Jim: sólo había dos personas que me llamaban y una de ellas estaba en la habitación de al lado. Respondí.

—Hola.

—Buenas.

Pensé lo mismo que siempre: la contradicción. ¡Oh, la belleza de los teléfonos! Pero también, la insuficiencia. La voz de Jim era un bálsamo: acento del centro de Inglaterra suavizado por una sibilancia natural y el paso por una universidad del sur. Henry Higgins tal vez lo habría clavado, pero al resto del mundo le resultaba difícil de situar. El mío se identificaba al instante con Mánchester: demasiado entrecortado para Lancashire y demasiado gutural para Cheshire.

—¿Qué tal la noche? —preguntó.

Estaba agarrada al teléfono, encorvada en el pasillo, sintiéndome de pronto como un duende agazapado en la sombra. Se oía el zumbido de la larga distancia. Pensé en los labios nítidos y ágiles de Jim, en los colores del mapa político del mundo, en satélites orbitando lentamente. En el salón empezó a sonar la tele.

—Divertida —respondí.

—¡Qué bien! ¿Cómo de divertida?

—Pues divertida en plan de «a casa a dormir pero con un poquito de resaca». ¿Y tu concierto?

—Pues divertido no, aunque la gente estuvo muy bien.

Jim llevaba dos meses sin probar el alcohol, decisión que había tomado cuando de pronto se vio con tanto trabajo que, entre viajes y ensayos, apenas tenía un día libre. Al ser concertista de piano, no podía arriesgarse. Los aficionados a la música clásica estaban siempre atentos hasta el extremo.

—¿Cómo está Tyler? —preguntó.

Siempre preguntaba. Eso había que reconocérselo.

«Esnifó un chupito de tequila con una pajita. Robó un ambientador de pino de un taxi. Y además...»

—Se le rompió un zapato. Por lo demás, ilesa.

Estábamos cruzando una calle a la carrera cuando el tacón de plástico de su botín —que llevaba desde diciembre amenazando con salirse— se soltó del todo. Tyler profirió un largo y sonoro «¡mieeeeeeeeeeeeerda!» y luego empezó a canturrear, muy cursi: «Elegiste un momento estupendo para dejarme, tacón suelto...».[2]

Silencio durante una fracción de segundo. Una conversación próxima a terminar. Traté de imaginarme Nueva York, viendo la Tierra desde una órbita baja y luego descendiendo por el cielo, ampliando cada vez más el zoom sobre el mapa, hasta la habitación de hotel en la que Jim estaba sentado, teléfono en mano. La imagen se desintegró en cuanto se estrelló contra el recuerdo: la visión de Jim al salir para el aeropuerto, con el pelo de cuando Bart Simpson va a la iglesia, la raya a un lado e impecable tras la ducha, su camisa blanca y su chaleco de lana a rombos. La memoria aumentaba, en lugar de disminuir, la distancia entre nosotros.

—Ve a hacerle caso a tu novia —dijo—. Nos vemos el viernes.

—Hasta el viernes.

Espiración.

El amor: qué curioso, saber que lo habías encontrado cuando lo encontrabas. No me gustaba creer en el destino, me parecía un concepto al que se aferra la gente feliz. Bien mirado, el destino era una injusticia grandiosa. A alguien le toca una mierda en la vida, pero es su destino, ¿a que sí? Ay, mala suerte: lo siento por el alzhéimer, por ese niño muerto, por el hogar bombardeado de esa familia. Lo siento, ¿vale? Es que... bueno, pues así es el destino, ¿no? Al mismo tiempo me sentía una persona afortunada por haber encontrado a alguien a quien hacer ciertas promesas, por quien sentirme alternativamente fascinada y reafirmada. Jim era firme y especial: párpados caídos, barbilla puntiaguda, pico de viuda negro, con un cierto parecido a Spock de joven e igual de lógico, inteligente y reservado. Sabía a la perfección quién era. Y no hay nada más atractivo que alguien que sabe quién es, sobre todo cuando tú eres... en fin, un puto desastre. Al final, también nuestro amor había adquirido una forma más definida: la del matrimonio. Yo nunca había sabido a ciencia cierta si estaba hecha para el matrimonio, me limitaba a decirlo como una palabra, como una idea abstracta —«cuando esté casada»— sin pensar en lo que aquello significaba, pero la idea abstracta se estaba manifestando. Era blanca y enorme, pesada y carísima, como una nevera americana de los cincuenta que apareciera a los pies de la cama, yo no sabía qué coño iba a hacer con ella.

—¿Qué tal tu cariñito? —dijo Tyler cuando volví al salón.

La miré y me di cuenta de que me estaba calando, viendo cómo había ido la conversación con Jim, enterándose de todo lo que necesitaba saber, y hablaba sólo por ganar tiempo. Desde que conocí a Tyler, estaba convencida de que podía haber una conexión psíquica entre seres humanos. La mejor palabra que tiene el inglés para ello es kinship; los franceses lo llaman une affinité profonde, que también me gusta, pero no acaba de definirlo del todo. Es ese efecto de doppelgänger que puede ir en los dos sentidos: hacia el entendimiento mutuo o hacia la destrucción mutua. Alguien es capaz de calarte hasta el fondo y al mismo tiempo percibe que tú puedes hacer lo mismo.

—Bien, gracias.

—¿Cree que somos unas salvajes? —esto último, con la boca llena, escupiendo trozos de pasta.

—Pues claro que sí. Es que somos unas salvajes. ¿Qué tal la pasta?

—Funcional.

Tyler era una cocinera espantosa y le importaba una mierda. Le gustaba la comida, pero no era fetichista, a ella le iba más la cantidad que la calidad.

—Sí, desde luego ha cumplido su cometido —dijo al tiempo que se levantaba, con unos golpecitos en la barriga—. Ahora mismo podría cagar un cadáver.

 

Nos habíamos conocido nueve años antes. Yo estaba pidiendo un café en un bar a mitad de Deansgate. Los sofás de cuero y los bizcochos de tamaño sombrero me habían resultado tentadores al pasar por delante, de camino a la biblioteca después del trabajo, que por aquel entonces consistía en estar de pie en Market Street con un portapapeles vendiendo fotos de bebés por 9,99 libras a gente con bebés. (De todos los trabajos que había tenido, aquél era el más sencillo: los padres primerizos son la población más vulnerable, la más ansiosa por proteger y preservar su legado, a la que más fácil resulta vender cualquier mierda. «¡Y lo gracioso es que os vais a morir de todas formas!», pensaba mientras me daban los billetes de diez, con los ojos inyectados en sangre, faltos de sueño, faltos de sexo, ante la indiferencia de su progenie.) La cafetería pertenecía a una cadena italiana que no llevaba mucho abierta. Tyler estaba junto a la cafetera, forcejeando con una jarra de metal —a juzgar por su aspecto, la leche no hacía bien espuma— con el ceño fruncido y haciendo mohines. Llevaba el mandil torcido, la gorra hacia atrás, como el Paperboy del videojuego, y en la chapita con el nombre ponía «Denise». Alzó los ojos y vi una mirada que yo ya había reconocido en los míos en el espejo del baño: una mirada que decía que estaba fuera, en otro sitio, corriendo. Preparó el café con la leche tal cual y vino a tomarme la comanda. Pedí un frappé y al instante dije:

—Nunca pensé que llegaría el momento en el que pidiera un frappé.

Ella señaló con la cabeza los libros que yo apretaba contra el pecho y preguntó:

—Ésa es una Moleskine como las que usaba Hemingway, ¿no?

Touché —respondí.

 

Cogí el cuenco de pasta y la apuñalé con el tenedor sin llegar a pinchar ni un solo trozo. Zuzu me miró. La gata sólo se fiaba de Tyler, exclusividad que mi amiga se había garantizado metiéndola en casa una semana que yo estaba en algún sitio de vacaciones con Jim. Cuando volví, la gata ya estaba adoctrinada según las maneras de Tyler, con el cerebro lavado para meterla en una especie de secta de un solo gato. «La he entrenado para que reconozca sólo mi cara —dijo Tyler—. A sus ojos, el resto de la humanidad no sois más que mutantes inferiores.» Zuzu soportaba algún golpecito o caricia ocasionales, pero siempre con recelo, lista para saltar enfurecida. Nunca se me subía al regazo, nunca aceptaba comida de mi mano. Tyler sentía un orgullo enfermizo por su pequeña y peluda devota.

La pasta estaba asquerosa: pasada y envenenada con demasiada albahaca, pero me la comí. En la pequeña tele de pantalla plana de la esquina había puesto un programa chabacano de citas, el típico de los sábados por la noche, que a mí me gustaba. Tyler ponía pegas. Criada entre poesía y caballos, su lado elitista acostumbraba a montar pataletas en medio del escenario. Para mí, al contrario, el entretenimiento ligero era un alimento como la leche materna. Me relajaba, me colocaba engancharme al pezón de la tele terrestre británica. Así había sido mi infancia, en una casita unifamiliar de las afueras: comida para llevar delante de concursos y películas de miedo. (Tampoco es que quiera dármelas ahora de clase obrera; por cierto: yo fui a un colegio privado y a la universidad, pero mis primeras piedras de toque se forjaron en la carnaza estridente de la tele generalista.)

El programa era un poco como ésos de cita a ciegas, con la diferencia de que, en lugar de una pantalla y la vieja filosofía de «el amor es ciego», había treinta chicas apostadas tras una serie de atriles iluminados en color blanco y un hombre de pie frente a ellas, sometido a su escrutinio. El pobre imbécil bajaba al plató en un ascensor, el «ascensor del amor», y se dedicaba a dar vueltas como un pollo sin cabeza bajo las luces del estudio, al ritmo de la canción espantosa que hubiera elegido (en este caso, The Greatest Dancer,[3] de Sister Sledge, lo cual era un ejemplo de ironía aplastante llevada casi a su máxima expresión). Luego pasó a cagarla todavía más con un «número festivo» (malabares con plátanos) y sometiéndose al escarnio de sus amigos y familiares, que, en un vídeo grabado en un pub y editado con bastante mala leche, se dedicaban a hablar sobre su personalidad («Steve se lleva muy pero que muy bien con todas sus ex y con su madre, es un chaval estupendo...»).

Yo estaba en el suelo, limpiándome de toxinas a carcajada limpia. Tyler —el tenedor en equilibrio a la altura de la barbilla, trozos de pasta colgando— estaba horrorizada.

—Que alguien lo saque de ahí ya, ¡joder! —dijo—. A poder ser, alguien que no lo conozca.

La cosa fue a peor. La segunda parte del programa empezó con Steve atrapado en una enérgica llave de cabeza, cortesía del gracioso presentador, y la fila de chicas bailando como locas detrás de sus atriles al ritmo de la sintonía.

—La madre que me parió —dijo Tyler—. ¿Las han bañado en poppers durante los anuncios o qué?

La cámara se acercó a una chica con un vestido tan transparente que casi se le veían los pezones tras las esquinas de un rombo de redecilla negra.

—Ésta es nuestra Lou —anunció el presentador—, tiene un talento muy especial: ¡puede levantar a los hombres!

—Y debe de hacerlo en sentido literal —replicó Tyler— o no estaría metida en esta tomadura de pelo.

Tyler llevaba soltera desde que la conocía. Una vez, en una fiesta, la oí decirle a un chico: «Compartir tu vida con alguien es como las coles de Bruselas: una puta mierda». Y luego se lo trajo a casa.

En la tele, Lou salió de detrás de su atril, agarró al presentador por los muslos (con la cara en una posición de casi felación) y lo levantó sus buenos cinco centímetros del suelo ante un aplauso ensordecedor.

—Estoy seguro de que también puedes hacerlo con Steve, ¿a que sí? —dijo el presentador.

Steve tragó saliva, pero pareció animarse. «¡Que lo levante, que lo levante!», coreó el público. Steve se acercó y Lou lo levantó con la nariz en su entrepierna. Cuando lo devolvió al suelo, se puso a enseñarle los bíceps a la enfervorecida asistencia.

—¡Pero qué banda de gilipollas! —exclamó Tyler—. ¿Qué hacen? ¿Creen que la estupidez es sexi?

—Seguramente sea obligatorio someterse a una lobotomía en las primeras fases del proceso de selección.

Cuando ya sólo quedaban dos mujeres, llegó el momento de la gran pregunta decisiva de Steve.

—Me gusta regalarme flores frescas todas las semanas —declaró—. ¿Cómo garantizaríais que floreciera el amor en nuestra cita?

—Puestas de sol y amaneceres —respondió Lou, que, como era de esperar, había quedado entre las finalistas—. Así es como florece el amor.

—Dame una pistola —dijo Tyler—. Voy a pegarle un tiro a la tele y luego me voy a pegar otro yo. Con razón a la gente se le va la olla en los centros comerciales. El populacho se lo tiene merecido.

—Tendrás que llevarme para averiguarlo —contestó la otra chica, con coquetería.

Tyler hizo como que vomitaba.

—Ese pedazo de mierda es un ataque a mi esencia vital. Cada segundo que soporto de ese programa me roba milenios. Para que lo sepas.

—Anda, calla ya —respondí—. Déjate llevar.

—Es que no puedo creer que te guste esto —dijo—. A ti, con esas ideas tan elevadas que tienes sobre el «amor»...

Dejé de reírme.

—Eh, que eso no es amor —repliqué, señalando la tele—. Eso está en la otra punta del espectro. Es la escoria de la realidad.

Se llevó una mano al ojo.

—¿Y ahora qué?

—He perdido una lentilla. No, de verdad.

Parpadeó y se frotó el ojo. La miré.

—Ah, muy buena idea ponerte las lentillas hoy, que estás totalmente deshidratada.

—Más bien es que no me las he quitado.

—Por no hablar de lo viejas que deben de estar ya.

—Las fechas de caducidad son para cobardes.

 

Pocos días después de conocer a Tyler, iba andando por la ciudad, de camino a casa de mis padres, donde vivía por aquel entonces. Me detuve ante las vías, al final de Market Street, cuando un tranvía pitó para avisar que estaba saliendo de la parada. Mientras esperaba, miré a la parte delantera del tranvía y allí, en la cabina, en el asiento del conductor —ojo: conduciendo el tranvía—, estaba Tyler. Parpadeé. Seguía siendo Tyler. Conduciendo un tranvía. El conductor estaba de pie detrás de ella, sonriendo y saludando con la mano. Debía de ser su padre, pensé, que sería conductor de tranvía. Devolví el saludo. Pero, cuando al día siguiente le pregunté, respondió:

—No, yo estaba en el tranvía y pensé «no quiero morirme sin saber qué se siente al conducir un tranvía», así que se lo pedí al conductor y me dijo que podía probar un poquito. A eso es a lo que yo llamo «sociedad».

 

Más tarde estaba tumbada en su cama, con Tyler roncando a mi lado y Zuzu acurrucada entre sus piernas. Cuando sonó el teléfono de Tyler, le di un codazo; ella resopló y se estiró hacia la mesilla de noche.

—¿Diga? ¿Diga? —repitió, más alto—. ¿Jean? ¿Jeannie?

Se incorporó y encendió la luz. Yo también me incorporé. Zuzu entreabrió uno de sus ojos verdes.

—¡Hostia! ¡Hostia!

Era un «hostia» de los buenos. Estaba sonriendo. Le devolví la sonrisa.

—¿Qué pasa?

Tyler me miró.

—¡Una niña! Shirley.

La cogí del brazo.

—Más vino —me dijo y, luego, al teléfono—: Brindamos por ti, Jeannie, a tu salud, mi vaquita asquerosa.

Fui corriendo a la cocina y enjuagué rápido dos vasos. Teníamos una buena colección de jarras de cerveza con marca y de ceniceros de tamaño familiar que habíamos ido rapiñando con los años. (Una vez, Tyler intentó robar una silla de un bar, y no una pequeña, sino un sillón, ni más ni menos, y se quedó atrapada en la puerta, como un perro con un hueso.)

Volví con un vaso de media pinta de Kronenburg y una copa de Duvel, ambos llenos de vino. Tyler había colgado ya y estaba sentada con la espalda apoyada en los barrotes del cabecero, con una mano agarrando el boliche, resplandeciente. Las espirales de los tatuajes de adolescente que llevaba en la parte superior de los brazos se estaban poniendo verdes poco a poco, como las algas de un barco hundido.

—¡Enhorabuena!

Tyler resopló como una carraca.

—Jean sonaba hecha polvo —dijo—. Y esto no ha hecho más que empezar. Dale una semana y será como cuando le dio por las anfetas, sólo que esta vez no va a poder ocultarlo, porque tendrá que darle de comer a esa cosa.

—Shirley.

—Imagina que de pronto pierdes toda tu intimidad, todas tus esperanzas de crecer como persona. Lo pones todo en pausa. ¡Ay, los sentimientos, Lau!

Era algo que decíamos a menudo: «Qué hacer con los sentimientos». A veces te asaltaban por sorpresa. Se amotinaban. Eran legión.

—Sí, sí, vamos a beber y ya está —repliqué, y choqué mi vaso contra el suyo.

Cuando se quedó dormida, me llevé los vasos a la cocina y los puse en el fregadero sin hacer ruido. Tras la ventana, el cielo estaba oscuro, sin luna ni estrellas; la ciudad, enturbiada por los reflejos en el cristal. Encendí un cigarrillo.

Niños. No sabía qué sentir al respecto. Tenía un sueño recurrente en el que andaba por una habitación con niños sentados en el suelo, a intervalos regulares, y yo me agachaba ante cada uno de ellos, lo cogía de la barbilla y le miraba la cara. Se extendían en todas direcciones, como un caleidoscopio.

Me quedé de pie mirando por la ventana y sentí algo enorme que giraba en el supuesto Más Allá. Su llamada hizo que tuviera que agarrarme al fregadero.