La política no es más que el conjunto de las razones para obedecer y de las razones para sublevarse
Política para Amador
FERNANDO SAVATER
Las historias no existen.. Lo que sí existe es quien las cuenta. Si sabes quién es, hay historia; si no sabes quién es, no hay historia
La velocidad de la luz
JAVIER CERCAS
Octavio Lepage Barreto (Santa Rosa, Anzoátegui, 1923) ha dedicado más de 60 años de su vida a la militancia en Acción Democrática. Fue testigo del breve e inicial alumbramiento democrático de 1945-48, vivió la clandestinidad, padeció la cárcel y el exilio, regresó a la patria en el mismo avión en que volvieron los militares alzados el primero de enero de 1958, se desempeñó en dos períodos diferentes como ministro del Interior –en la «Gran Venezuela» de Carlos Andrés Pérez y en la República fatigada que comandó Jaime Lusinchi–, aspiró, sin pleno convencimiento, a la candidatura presidencial y ocupó la primera magistratura por 15 días justos. Ni una hora más.
En las páginas que siguen se dibuja el tránsito de Venezuela por un buen trozo del siglo XX. Es la visión de un hombre de partido que presenció el auge democrático como consecuencia de la firma del Pacto de Punto Fijo –tan satanizado en estos años de borrón y cuenta nueva– y observó desde primera fila el declive progresivo e indetenible de la sociedad que imaginaron, en el exilio y de vuelta de tanto fracaso y tanta espera, Rómulo Betancourt –especialmente–, Rafael Caldera y Jóvito Villalba. Lepage va a fondo en la revisión crítica de los logros y de los fallos. Va a fondo, incluso, contra sí mismo.
Es una historia jalonada entre conjuras y violencias. La que sacó del poder a Rómulo Gallegos y que dio al traste con un período de florecimiento político sin precedentes, la etapa de la insurgencia extremista contra la democracia que apenas empieza a caminar, el proceso de enjuiciar por primera vez a Carlos Andrés Pérez, las intentonas golpistas en el agitado año de 1992, hasta el triunfo final de quienes –disímiles y antagónicos– juntaron rencores y ambiciones para abrir las compuertas, sin saberlo o sabiéndolo, a la Venezuela chavista. El nombre de Octavio Lepage, desde las posiciones de poder que ocupó, aparece en uno y otro trance. Al final, como su partido, es víctima de los acontecimientos.
Pero no es una víctima inocente. Acción Democrática contribuyó a cavar su propia fosa, aunque Lepage no admita la muerte de su partido; por el contrario, con una fe que administra con obsesiva prudencia, confía en su revitalización. Sus críticas se remontan a los albores del nacimiento de AD, cuando, inexperto y sin estructura, el partido se echa encima el gobierno del trienio y sucumbe, a su juicio, por la inmadurez, el sectarismo y la inflexibilidad política. A Rómulo Gallegos, por quien profesa admiración y respeto, le reconoce integridad sin sombras pero lo percibe sobrepasado por la tarea de encauzar la Venezuela democrática. Otro tanto dirá de Luis Beltrán Prieto Figueroa, en la circunstancia que lo condujo a separarse de Acción Democrática. Ambos carecían de la mano izquierda de la que tanta gala hizo Gonzalo Barrios.
En paralelo discurre su propio proceso personal. Un par de injusticias que presenció lo empujan a la política. Nada en su vida familiar, en un remoto pueblo anzoatiguense, al que había que llegar a caballo, presagiaba un futuro de ese tipo para Lepage. Los acontecimientos que se desataron a velocidad inusitada como consecuencia de la revolución del 18 de octubre de 1945 lo colocaron a la cabeza de tareas políticas de envergardura. La más exigente: ser el primer secretario general de Acción Democrática en la clandestinidad. Después, como muchos otros, siguieron cuatro años de cárcel y otros tantos de exilio. Rómulo Betancourt, que desarrollaba una incesante labor epistolar, nunca lo olvida como destinatario. Lo reconforta en el extranjero y le recuerda que hay que prepararse para el regreso.
Lepage lo hace el propio 23 de enero de 1958. En el ajetreo de aquellos días conoce a Verónica Peñalver, con la que se casará y formará una familia. La implantación de la democracia enfrenta enemigos decididos. La lucha guerrillera, en la que participan excompañeros de partido –la generación de relevo amasada en la resistencia contra Marcos Pérez Jiménez–, es dura e intensa, plagada de excesos en uno y otro bando. Lepage afirma que la juventud de su partido había sido «colonizada» por las ideas marxistas y el ejemplo romántico de los barbudos de Fidel Castro. AD resentirá para siempre la pérdida de una generación señalada para mejores destinos. «El país también la perdió», precisa Lepage.
AD sufrirá después, al final de la década del 60, la escisión que da lugar al Movimiento Electoral del Pueblo. Se va Prieto Figueroa, el «Maestro», hombre de una sola pieza. Lepage es el jefe del comando de campaña de Gonzalo Barrios, que pierde por menos de 30.000 votos contra Rafael Caldera. La democracia supera sin trauma el primer traspaso de mando a un partido de la oposición. El partido blanco apoya a Caldera en la política de pacificación para reinsertar en la vida democrática a quienes se habían ido a las montañas. El régimen insaturado en 1958, victorioso frente a tantas conspiraciones, tiende la mano a los vencidos. Es quizás el momento de su madurez política. Pero, a la vuelta de la esquina, esperan los primeros signos, tal vez imperceptibles, de la crisis –o la sucesión de crisis– que se avecina.
Octavio Lepage va a tener una figuración de primer orden en el gobierno de Carlos Andrés Pérez. En 1975 será nombrado ministro del Interior, el segundo cargo en importancia del Ejecutivo. Aparece con nitidez el fenómeno del bipartidismo. AD y Copei concentran casi 90 por ciento de la votación. La izquierda, que regresa de las catacumbas, tiene una presencia testimonial, reducida a los sectores profesionales medios y los ámbitos intelectuales. El pueblo llano y vasto está con Acción Democrática. El sistema luce robusto, sano, sin fisuras.
La Gran Venezuela de CAP, de sorprendentes y espectaculares realizaciones, endeuda al país, desata la corrupción e insufla un aire de facilismo que contagia el tejido social. La izquierda, reacia a la pacificación, se hace sentir con una acción vanguardista de alta proyección. Lepage duerme en su despacho, atento al desenlace de lo que será el secuestro más largo de la historia política venezolana. Vivirá sus horas más sombrías en la administración pública. El colofón de aquel gobierno descubre, a la distancia, las celadas que se urdían tras bastidores. Pérez se salva por los pelos. Lepage admite que su partido –entrampado en la lucha anticorrupción– perdió de vista los tentáculos de una conspiración en ciernes.
A finales de 1978, Venezuela se había ahogado en el chorro petrolero. Los «petrodólares» resultaban insuficientes para financiar la acelerada industrialización de la Zona del Hierro en Guayana. El endeudamiento, ampliamente justificado en su momento, se convirtió en un lastre sobre el futuro del país. Octavio Lepage reconoce que aquella situación nunca se superó. A la par, comenzaron a crecer las capas de sectores al margen de los beneficios de la renta petrolera. Flota aún hoy la frase de Luis Herrera Campins al asumir su mandato en 1979: «Recibo un país hipotecado». La chispa popular, que nunca se apaga, haría en poco tiempo un juego con las iniciales del Presidente: La Hipoteca Continúa.
El país comenzó a percibir –entre chanza y resignación– que a un gobierno malo lo seguía otro peor. Las rectificaciones prometidas fueron vagas o de escaso calado. La deuda y la marginalidad siguieron incrementándose, la corrupción propició un combate tras otro entre los principales partidos y apareció, con fuerza, desde los medios de comunicación, la antipolítica como un nuevo factor de desequilibrio. Lepage volvería al poder en el gobierno de Jaime Lusinchi, otra vez era el segundo hombre en importancia en el Ejecutivo. Sectores de la sociedad, con peso específico, exigían más apertura política y menos injerencia de los partidos en la vida diaria de comunidades, universidades, en la administración de la justicia e, incluso, en el organismo electoral. Reticentes, los partidos abrieron con timidez la puerta a los cambios políticos con la creación de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (Copre), que adquiriría mayor relevancia en el segundo mandato de Carlos Andrés Pérez.
Lepage cuestiona la política que se siguió para refinanciar la deuda externa, proceso inevitable pero que estuvo lejos de ser «el mejor del mundo», como se intentó vender. Pero es aun más severo con su propia decisión –o indecisión, porque nunca se autoconvenció– de aspirar a la candidatura presidencial de Acción Democrática, contra Pérez, en la que resultaría derrotado. Más cuidadoso es al referirse a la injerencia de Blanca Ibáñez en el manejo del poder desde el Palacio de Miraflores, capítulo polémico sobre el que privan los lazos de la amistad con Jaime Lusinchi. Lepage es un hombre de lealtades, cimentadas durante décadas de brega política, de sinsabores, de desprendimientos. También de éxitos. Sin embargo, tal condición no lo inhibe de expresar su juicio.
Llegado Pérez por segunda vez a Miraflores, Lepage regresa al Congreso, que preside. Se pone en ejecución el programa del Gran Viraje, «el paquete», en el argot popular, que bautiza el Caracazo y despide la conjura civil, inadvertida, donde se juntan, entre otros, personas con facturas por cobrar. En el intermedio, dos intentonas golpistas que socavan a un gobierno que se quedó sin partido, sin aliados, con los medios en contra y los cuarteles incendiados. Lepage cree, sin ninguna clase de duda, que al liquidar a Pérez se intentaba liquidar también a Acción Democrática. Y deja ver que no le alcanzará el tiempo para arrepentirse de haber permitido, junto con la dirigencia adeca, que Pérez fuera a juicio.
Él sustituirá, en un brevísimo interinato, a su compañero de partido. Se muda a La Viñeta con su familia, va todos los días a Miraflores, despacha menudencias y hace llamados a recomponer la vida nacional. Su paso por Palacio es efímero. Él afirma que siempre lo concibió así, como demandaban las apremiantes circunstancias. Al final, la vuelta a un partido golpeado, deteriorado, sin liderazgos vigorosos, que será incapaz de enfrentar, siquiera, la aspiración presidencial de Hugo Chávez.
Las fuerzas, sin embargo, nunca lo han abandonado, para reivindicarse sin pena alguna como un producto de la Cuarta República. Por el contrario, destaca la obra realizada y el régimen de libertades instaurado en el país. Se atrinchera en el legado indudable de Acción Democrática para avizorar nuevos y mejores tiempos.
© Javier Conde, 2012
© Editorial Alfa, 2012
© alfadigital.es, 2016
Primera edición digital: julio de 2016
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ISBN Digital: 978-84-16687-77-0
ISBN Impreso: 978-980-354-334-1
Diseño de colección
Ulises Milla Lacurcia
Corrección ortotipográfica
Carlos González Nieto
Conversión a formato digital
Sara Núñez Casanova
Fotografía de portada
Lisbeth Salas
En Santa Rosa, estado Anzoátegui, donde nació Octavio Legape e hizo las primeras letras, sus padres –Ramón Felipe Lepage y Bárbara Barreto– conformaban una familia de ganaderos. Son tierras áridas, de escasa fertilidad, duras, sobre las que llueve poco y cuando llovía almacenaban el agua en lagunas artificiales. Los Lepage poseían cerca de un millar de hectáreas. En el pueblo había un matadero pequeño y la familia vendía queso, además.
Fueron seis hermanos, tres hembras, tres varones. Ellas –Delia, que murió, Emily y Rita– se casaron mientras hacían el bachillerato. Octavio es el mayor de los varones; Ramón se hizo ingeniero agrónomo, fue funcionario del Ministerio de Agricultura, también falleció; y Orlando, el menor, es veterinario, vive en Maturín. La casa familiar sigue en Santa Rosa, pero nadie atiende las tierras. El abigeato liquidó el ganado.
Lepage no buscó la política deliberadamente. La imagen, que aún retiene, de unos presos muriendo de mengua; el contacto con universitarios colombianos en Popayán, en el departamento del Cauca, y, sobre todo, la agresión a Gonzalo Barrios –a quien no conocía para nada– en los azarosos días previos al 18 de octubre de 1945, lo empujaron a caminar un día hasta la esquina de Socarrás, en el centro de Caracas, para inscribirse en Acción Democrática. Una decisión que marcaría para siempre su vida.
–Santa Rosa era un poblado minúsculo, entonces de unos 800 a 1.000 habitantes. Tenía una característica que lo hacía atractivo en el tiempo en que el paludismo azotaba a Venezuela y todavía no había aparecido en escena el doctor Arnoldo Gabaldón. En Santa Rosa no había paludismo. Está situado en las estribaciones de la mesa de Ocopia y sopla brisa todo el año, en la noche aun más fuerte, de manera que los mosquitos no se acercan. Pertenecía al distrito Freites, capital Cantaura. En mi casa no había preocupación por la política. Los Lepage eran ganaderos medianos. En la época de Juan Vicente Gómez la política estaba confinada a los estudiantes, a círculos muy reducidos, y en la capital. No sé en qué época llegaron los Lepage por estas tierras, el apellido tiene un origen francés remoto. En Santa Rosa había una pequeña iglesia colonial y siendo muchacho recuerdo haber visto unas lápidas de mármol blanco donde estaba enterrada gente. Allí aparecía Ernesto Lepage, sepultado en el año de 1836. De manera que llegaron muy temprano, en el siglo XIX o antes.
–¿Ahí en Santa Rosa comenzó sus estudios?
–Había una escuela unitaria, que no tenía grados, todos ocupábamos un salón. Ahí conocí a un personaje inolvidable porque era un extraordinario maestro, Julio Rivas Natera, de Aragua de Barcelona, que preparaba a los alumnos para entrar en cuarto grado. Después había dos opciones: que tus padres dispusieran de recursos para enviarte a Barcelona o a Aragua de Barcelona, que eran los sitios donde había escuelas graduadas, o te quedabas y lo que sabías era leer y escribir. Yo me fui a Barcelona, tenía un tío allá, médico, Andrés Lepage Montes, y viví en su casa hasta llegar al sexto grado, que hice en la escuela Juan Miguel Cajigal. Después, desgraciadamente, mi tío, que era primo hermano de papá, muere y mi tía María, hermana de papá, se viene a vivir a Caracas y yo me vine con ella. Aquí estudié bachillerato en el Liceo Andrés Bello, los cuatro años, de 1937 a 1941.
–¿Con quién coincidió en el Andrés Bello?
–El director era Dionisio López Orihuela, un hombre extraordinario, después se fue por la política. Era un gran pedagogo; el liceo tenía alto nivel. Tuve profesores como Humberto García Arocha, de Biología, que después en el trienio de 1945-1948 fue famoso por el decreto 321, sobre control de la educación; Domingo Casanova, de Filosofía, un español con vocación humanística; Domingo Colmenares, gran profesor de Química; Luis Manuel Peñalver, quien años después sería mi cuñado, profesor de Castellano, y J.J. Páez Maya, de Física. Los recuerdo muy bien, porque todos eran excelentes maestros.
–¿El primer contacto con la política se produjo en ese ambiente?
–En el Liceo Andrés Bello había alguna gente que estaba vinculada con la política, pero a nivel mío no. Nosotros constituimos un grupo cultural, llamado Pasos, y publicamos una revista de la que sacaríamos cuatro o cinco números, muy modesta. Era un grupo animado fundamentalmente por Manuel Rafael Rivero, quien después fue un personaje conocido, presidente del Consejo Supremo Electoral, Contralor de la República. El financista de esa revista era Alfredo Benedetto, hijo de gente acomodada de Ciudad Bolívar; después se hizo médico. Tenía aficiones literarias.
–Llega a Caracas cuando concluye la dictadura gomecista y se abría un nuevo tiempo. ¿Cómo se vivía entonces?
–Yo mantenía en la retina una visión perturbadora de la Venezuela gomecista. En mis tiempos de estudiante de primaria en Barcelona, cuando en vacaciones visitaba a mis padres en Santa Rosa, era forzoso cruzar los bajos del río Curataquiche. Con asombro veía gente apiñada en cobertizos de zinc, cuyas paredes eran de alambre de púas. Aquellos eran presos comunes, encargados de hacer el «mantenimiento» de la vía. Era un espectáculo desgarrador que yo registraba con angustia. Todos esos presos comunes seguramente murieron allí, pues en los bajos del Curataquiche existía una variedad de fiebre palúdica llamada la «económica», porque no daba tiempo para gastar en médicos y medicinas. La muerte era fulminante. Yo todavía miro sus rostros. Esa situación dura hasta finales de la década del 40, cuando las petroleras construyeron la vía El Tigre-Puerto La Cruz. Tal visión, que afloraba de tiempo en tiempo, suscitaba en mi ánimo inconformidad y, a lo mejor, me fue sensibilizando por el ejercicio de la política.
–Termina sus estudios de bachillerato en el Andrés Bello y ¿qué viene después?
–Comienzo en la Universidad Central de Venezuela mis estudios de Derecho, apruebo el primer año y entonces me entró la ventolera de irme a Colombia y fui a parar en la Universidad del Cauca, en Popayán, una ciudad al suroeste del país, al sur de Cali, que no pasaría de 50.000 o 60.000 habitantes, pero una ciudad procera: no sé cuántos popayenses han sido presidentes de Colombia y muchos apellidos importantes proceden de allí. Estudié dos años, era una universidad pequeña con una buena escuela de Derecho, era una universidad pública, yo nunca estudié en un colegio privado. Mis padres me mandaban una mensualidad para pagar la vivienda y otros gastos, pero todo era entonces muy barato. En Colombia la lucha política era muy intensa, entre liberales y conservadores, una vaina ardorosa, debates permanentes, muy interesantes, de altura, a esos niveles profesionales y universitarios. Allí yo comencé a interesarme por la política. Había unos 120 estudiantes de Venezuela y fundamos un centro de estudiantes que a mí me tocó presidir. Uno de los estudiantes empezó a recibir El País, aquel órgano que se funda propiciado por Acción Democrática y básicamente por Rómulo Betancourt. En la primera página de ese periódico aparecía diariamente un pequeño editorial de Betancourt y eso me interesó y le escribí a tía María, donde yo vivía en Los Caobos, para que me suscribiera y me lo mandara. Me llegaba con mucho retraso, por correo ordinario, pero ahí empecé a sensibilizarme por la cosa política en abstracto, sin tomar partido. Tenía muy buenos amigos en el partido Conservador y en el partido Liberal. Por cierto, que cuando se produce el golpe de Gustavo Rojas Pinilla, en su primer gabinete figuraron tres muchachos que habían sido amigos míos en la Universidad del Cauca. Uno, Aurelio Caicedo Ayerbe, un tipo brillante, conservador, que fue nombrado canciller; otro, Tomás Castrillón, que fue nombrado ministro de Obras Públicas, y Reinaldo Muñoz, que se desempeñó como ministro de Educación.
–Descubre la política, pero más como preocupación intelectual…
–Exactamente, pero además en Popayán me encontré con una sorpresa muy grata y es que había un culto conmovedor por Bolívar, era un culto popular. Bolívar era para ellos lo máximo, más que Santander. Un culto más vivo que el venezolano, mucho más entusiasta. La otra cosa que conocían allí era «Barlovento», la pieza venezolana de Eduardo Serrano, y cuando fundamos el centro de estudiantes decidimos publicar un periodiquito y dijimos: «O le ponemos ‹Simón Bolívar›, que era demasiado solemne, o ‹Barlovento›, que es lo otro que conocen aquí», y con ese nombre salió.
–¿Cuándo regresa a Venezuela?
–Regreso en el año 1944, por ferrocarril de Popayán a Bogotá y de Bogotá a Duitama, un pueblo en el departamento de Boyacá. Desde allí no continuaba el ferrocarril y seguí en autobús hasta Cúcuta, luego otro tren que iba hasta Encontrados, en el río Catatumbo, que ya desapareció, y tomé solo, a las diez de la noche, recuerdo, una piragua en Encontrados que llegaba al día siguiente como a las 6 de la tarde a Maracaibo. Después para Caracas por tierra. No existía la Lara-Zulia, así que se iba hasta Valera para coger la carretera Panamericana. Lo hice para ir y para regresar, nunca vine en los dos años que estuve en Popayán.
Me fui a Santa Rosa, a estar con papá y mamá, y en septiembre ya vengo a Caracas para reingresar en la Universidad Central. Y me gané un año, porque los estudios de Derecho en Colombia eran de cinco años y en Venezuela de seis, y en la equivalencia de materias con lo que había cursado en Colombia me inscribieron aquí en un año superior.
–Y, por supuesto, ya era un centro de agitación política…
–Claro, ya había grupos organizados. Un buen día me tropiezo con José Cecilio Montilla, un hermano de Ricardo Montilla, que había sido mi compañero de bachillerato en el Andrés Bello y que estaba militando en Acción Democrática. Un fin de semana me convence José Cecilio para ir a El Sombrero, en Guárico, donde vivía su hermana Cecilia Montilla de Esaá. Era en plena campaña de las elecciones municipales de 1944, y encuentro que AD, en cuyo partido militaban los dos Montilla, tenía un mitin en la plaza Bolívar de El Sombrero, anunciado para ese domingo. Había unos cartelones en algunas esquinas invitando. Como al mediodía de aquel domingo, el mitin era a las 4 de la tarde, se aparece una caravana del Partido Democrático Venezolano, que era el partido que Isaías Medina había organizado desde el Gobierno, encabezada por el doctor Irazábal Ron, secretario general de gobierno en Guárico, y deciden quitarle la plaza Bolívar a AD para dársela al PDV. Aquello me pareció tan arbitrario, que trasladaran el mitin de AD a lo que ellos llamaban la plaza Páez, que era un terreno cercado de alambre de púas. Pero allí AD armó su tarantín improvisado y José Cecilio tuvo la imprudencia de llamarme a la tribuna y me puso a hablar. Yo no era de AD ni mucho menos, dije dos o tres pendejadas, que ni recuerdo. Pero aquello me molestó mucho y regreso a Caracas, en plena campaña electoral municipal, ya había reiniciado el año en la universidad y se celebra un mitin de cierre de campaña de la alianza PDV-Partido Comunista en el Nuevo Circo de Caracas. Gonzalo Barrios, que siempre se olvidaba de que estaba en Venezuela y creía que todavía estaba en París, tuvo la ocurrencia de ir al mitin. Yo ni sabía que existía Barrios, y una pandilla de jóvenes encabezada por Guillermo García Ponce lo agredió y le partió la frente de un carajazo. Eso fue un escándalo, y yo, entre lo que había presenciado unas semanas antes en El Sombrero y ese atropello, me dio tal indignación que dije al día siguiente en la universidad: «Voy ahora mismo a inscribirme en Acción Democrática», llamando al que quisiera venirse conmigo a que se viniera. Varios me siguieron y nos fuimos caminando desde la vieja universidad, en la esquina de San Francisco, frente al Capitolio, hasta Socarrás, donde estaba la casa de Acción Democrática en Caracas. Era octubre de 1944.
–Una reacción emocional más que ideológica…
–Era como una protesta por un atropello que a mí me parecía inaceptable. Lo cierto es que era un tiempo de bastante actividad política. Ese año Betancourt era candidato a concejal por San Agustín contra Rodolfo Quintero, que era el dirigente comunista para ese momento más importante, después de Gustavo Machado. Líder sindical y político, un tipo jodido, muy agresivo. Rómulo Gallegos era candidato por Santa Rosalía, perdió; Andrés Eloy Blanco por San Juan, perdió. Son esos mis días iniciales en la militancia política. En abril de 1945 hay una convención de la seccional Distrito Federal a la que asisto y pido la palabra. Dije que «había venido a Acción Democrática por circunstancias, por esa agresión que le hicieron a Gonzalo Barrios, pero yo esperaba que en AD lo adoctrinaran a uno, y han pasado varios meses y nadie me ha ofrecido adoctrinarme». A Francisco Olivo, un líder sindical, un hombre muy apasionado, y muy jodido a la vez, aquello le pareció una impertinencia de mi parte, que era un carajito, que me atreviera a hacer esas críticas, y dice: «Al compañerito este, Lepage, yo lo propongo a él para que sea secretario de cultura y propaganda, para que ponga en práctica su idea de formación», y salí electo. De manera que antes de cumplir un año de militancia ya estaba en la dirección seccional, la más importante después del Comité Ejecutivo Nacional. En esa convención salió electo Luis Lander como secretario general en Caracas.
–Y además sin tener amistad con ningún líder.
–Con ninguno.
–¿Y a Jaime Lusinchi ya lo conocía?
–Éramos amigos desde muchachos, de Barcelona. Él estudiaba en la misma escuela que yo. Esa elección fue en abril o mayo de 1945. Y ya en AD, y en esa posición, me agarra a mí el 18 de Octubre.
Cuando apenas se estaba iniciando en la lidia diaria de la actividad partidista, Octavio Lepage tuvo que asumir, por la fuerza de las circunstancias, la secretaría general de AD. Rómulo Gallegos había caído, la dirigencia importante estaba presa o en el exilio. En los primeros meses del año 1949 comenzó su vida clandestina, moviéndose de una concha a la otra. Comenzaban diez años de resistencia.
Con la ayuda de José Agustín Catalá logró imprimir un periódico en un multígrafo que estaba escondido en Prado de María, en la casa de la madre de José Luis Rodríguez, el cantante que, cosas del destino, muchos años después encarnaría a un luchador antiperezjimenista en la telenovela Estefanía.
En uno de aquellos días de afanes, la pequeña maquinaria del partido lo muda a una casa en Bello Monte, próxima a la avenida Casanova. Y una tarde, mientras dormía la siesta, costumbre que nunca ha abandonado, lo despertó una pistola apuntándole al pecho. Lo habían delatado. No le dieron golpes; la Seguridad Nacional la presidía Jorge Maldonado Parilli. Las torturas comenzarían después, cuando el jefe era Pedro Estrada. Lepage pasaría cuatro años preso en la cárcel de San Juan de Los Morros.
¿Qué situaciones condujeron a aquel desenlace y terminaron con el breve período democrático iniciado en 1945? Lepage pone el énfasis en los errores propios, los de su partido, sin obviar la ambición que movía a sectores militares. A Acción Democrática, aún en formación, le cayó encima la responsabilidad del poder y le faltó la madurez y mesura indispensables para abrir los cauces de la sociedad democrática que se aspiraba a construir. Para él, los episodios de retaliación política en los que se incurrió desde el naciente poder marcaron la senda del fracaso.
–¿En el 18 de Octubre el fin justificaba los medios? ¿Cómo se explica que en este caso dar un golpe esté plenamente justificado? Historiadores y políticos lo admiten como una ruptura importante, fundamental.
–Primero que todo, el 18 de octubre de 1945 fue un golpe. Eso lo reconoce Rómulo Betancourt en su obra Política y petróleo, pero fue un golpe que se transformó en revolución. Fue un golpe, no una aventura golpista a la que se dejó arrastrar o en la que quiso participar Acción Democrática. Un buen día de aquel año, los militares buscaron contacto con dirigentes del partido a través de Edmundo Fernández, médico endocrinólogo, independiente, que había sido de la Generación del 28, pero que no había tenido más actividad política porque estaba totalmente consagrado a su ejercicio profesional.
–Y tenía relación con Betancourt…