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Francesc Torralba

Nació en Barcelona en 1967. Estudió filosofía en la Universidad de Barcelona y teología en la facultad de Teología de Cataluña. En la actualidad es profesor de la Universidad Ramon Llull e imparte cursos y seminarios en otras universidades de España y de América del Sur. Enseña Historia de la Filosofía contemporánea y Antropología filosófica y alterna su actividad docente con el oficio de escribir. Su pensamiento se orienta hacia la antropología filosófica y la ética. Preocupado por articular una filosofía abierta al gran público que pueda alternar profundidad y claridad al mismo tiempo, ha publicado más de setenta libros sobre temas muy variados.

En Lectio Ediciones ha publicado Un mar de emociones (2013) y Correr para pensar y sentir (2015).

Francesc Torralba

LA VIDA SECRETA DE LA ORACIÓN

Para Francesc Torralba la oración es una experiencia cotidiana plena de sentido y espiritualidad. En este texto tan personal, el autor reflexiona sobre el proceso de abandono y silencio que conlleva la oración y sobre la búsqueda de sentido en el diálogo con lo trascendente.

«La oración sin transformación interior y exterior, es pura palabrería.»

«Llega un día en que la hoja de roble se desprende de la rama y cae sobre el río. […] No se pregunta adónde va, no se pregunta si se hundirá o flotará sobre el río hasta llegar al mar. Sencillamente, se abandona al río.»

«La oración es un ejercicio espiritual que todo ser humano, independientemente de lo que crea, puede hacer. […] La oración es la respiración del alma.».

LA VIDA SECRETA DE LA ORACIÓN

 

Título original: La vida secreta de la pregària

Autor representado por IMC Agencia Literaria

© de la traducción: Mariano Veloy

© de la imagen de portada: Florian Albeck

lectio@lectio.es

Producción del ebook: booqlab.com

Francesc Torralba

LA VIDA SECRETA DE LA ORACIÓN

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Índice

Entrada

I. LAS SIETE ESTACIONES DE LA VIDA ESPIRITUAL

1. La mímesis inconsciente

2. El egocentrismo y la instrumentalización

3. La indignación autocéntrica

4. La oración como acto de escucha

5. La súplica del ser finito

6. La gramática de la gratitud

7. Abandono, desprendimiento, balbuceo y silencio

II. EL PADRENUESTRO EXPLICADO AL INCRÉDULO QUE HAY EN MÍ

1. Padre y madre

2. ¿Qué cielo?

3. Santificar el nombre

4. Que venga su Reino

5. Vuestra voluntad

6. El día de hoy

7. Nuestras culpas

8. La grandeza del perdón

9. Las tentaciones

10. La liberación

Notas

Bibliografía

ENTRADA

Barcelona, 4 de febrero de 2015

Me encuentro sentado en la terminal 2 del aeropuerto de Barcelona. Ante mí un hombre inmenso duerme plácidamente abrazado a su maleta. La terminal se ve dejada, lúgubre, le falta luz. De hecho, salen pocos vuelos desde aquí, aunque eso tiene una ventaja: hay pocos pasajeros y, por lo tanto, pocas esperas. Todo fluye más ágilmente que en la terminal 1. El control de seguridad es más rápido y también el acceso al avión.

Acaban de avisar por los altavoces de que mi vuelo hacia Roma sale en veinte minutos y se forma la clásica cola para embarcar. Me gusta quedarme sentado mientras la fila humana se estira cada vez más. No tengo prisa por levantarme; llevo poco equipaje y prefiero quedarme sentado mientras observo cómo estudiantes y turistas se agrupan ante la puerta de embarque.

Hoy ha nevado ligeramente en la cima de Collserola. Se han empolvado algunas calles del norte de Barcelona y la carretera de las Aguas. El colapso circulatorio de primera hora de la mañana ha sido intenso y temo que haya algún retraso en mi vuelo. Hay que reconocer que no estamos preparados ni para la nieve ni para las bajas temperaturas. Barcelona es una ciudad meridional y, cuando la nieve hace acto de presencia, se convierte en un caos.

Dentro de la terminal 2 se está bastante bien. La temperatura es agradable, ni demasiado frío ni demasiado calor. Dispongo de tiempo para escribir, reflexionar, para tratar de aclarar aspectos de mi vida interior.

El viaje es siempre una ocasión para la introspección, para tomar distancia de las rutinas cotidianas, de las liturgias del día a día e interrumpir el ritmo con un paréntesis liberador. Cuando estamos en tierra de nadie parece que es más fácil pisar nuestro propio suelo, el mundo interior, visitar aquellas latitudes de nuestra vida personal que permanecen inexploradas, ignoradas, extrañas para uno mismo.

Pronto cumpliré cuarenta y ocho años. El tiempo de hacer balance ya ha pasado. He tenido ocasión de examinar la primera mitad de mi vida, tomar conciencia de los errores y de los aciertos. He tenido ya la oportunidad de explorar si la vida que llevo me llena, si realmente soy aquello en lo que me quería convertir.

La madurez se abre camino con dolor y he llorado amargamente muchos episodios de mi vida, pero este texto que ahora estoy tejiendo no tiene como finalidad pasar cuentas, ni examinar los vínculos afectivos, la vida profesional, las aventuras y desventuras vividas y sufridas durante cuarenta y siete años. No es una descarga de conciencia ni una venganza.

Hay episodios que solo yo conozco y que guardaré en secreto, celosamente, hasta la tumba. Hay deseos que solo sufro yo y que ningún sismógrafo es capaz de registrar y de verificar objetivamente. Los secretos del corazón nos acompañan toda la vida y, con mucha frecuencia, los enterramos con nosotros y nadie más sabe nada de ellos. Tampoco quiero exhibir lo que creo, ni lo que siento, ni cuáles son los valores fundamentales que inspiran mi vida.

Poco o mucho me he referido a todo ello en otros libros de carácter eminentemente autobiográfico. He escrito sobre lo que da sentido a mi vida, he descrito la fe que apuntala mi ser y los valores que me mueven. Este tipo de escritura, introspectiva, es muy liberadora, porque, por un lado, me permite aclararme a mí mismo, ordenar mi mundo interior en categorías, conceptos, nociones que, como es obvio, siempre son insuficientes para mostrar la riqueza insondable que atesora el interior del hombre.

Por otro lado, es un ejercicio que, al mismo tiempo, se convierte en un descubrimiento. A medida que un ser humano se adentra en su propia interioridad y descorre un velo detrás de otro, descubre tesoros que ignoraba cuando se contemplaba a sí mismo desde la exterioridad.

Ahora me levanto, tengo que entrar en el avión. Trataré de continuar el relato una vez esté instalado en mi asiento. Ya están repitiendo por el altavoz: Last call for passengers to Roma.

Ya estoy sentado en el avión: 9 C. He tenido suerte, porque no hay nadie a mi lado, ni a derecha ni a izquierda. Por un momento he pensado que tendría a aquel hombre inmenso como compañero de viaje. Me veía enclaustrado entre la ventanilla y él. No ha sido así. No es que sea un misántropo, pero tengo las piernas largas y, si estoy solo, en la fila de asientos tengo más margen para explayarme tanto a derecha como a izquierda e, incluso, puedo echar una cabezadita invadiendo los asientos de al lado.

Ahora empieza el segundo momento en la liturgia del despegue. Es el momento de la azafata de vuelo.

Se trata de una chica joven, esbelta, como es propio de esa tribu. Por el color de la piel y del cabello diría que es nórdica, quizá danesa o noruega. Se planta en medio del pasillo y solicita la atención de los viajeros, pero nadie le presta atención, salvo un niño que la observa con los ojos abiertos como los de un búho y un ejecutivo que la mira de reojo, sin que se note, repasando las curvas de su bella silueta. El caso es que la pobre chica mueve los brazos arriba y abajo y nos enseña, con una sonrisa dibujada en los labios, las indicaciones para saltar del avión en caso de emergencia. Nadie presta atención.

No es que nos sepamos la lección. Es, sencillamente, pereza, dejadez, cansancio. La liturgia de la azafata es una canción repetida, que ya sabemos cómo termina, pero que nunca nos hemos detenido a estudiar. Sabios de todo el mundo nos han repetido que vivimos en la sociedad del riesgo, que todo se aguanta por un hilo, que los sistemas más seguros son vulnerables y, no obstante, vivimos y volamos como si todo estuviera bajo control. Quizá gracias a este grado de inconsciencia podemos transitar por la vida con más comodidad, con más tranquilidad.

Recupero el hilo de mi relato. El avión está en lo alto del cielo. Prácticamente no hay sacudidas. Puedo escribir sin ningún miedo. Me refería, un instante antes de entrar en el avión, al carácter liberador que tiene el texto introspectivo, pero no he subrayado las trampas que comporta elaborar un texto de esta naturaleza.

De entrada, hay que vencer el pudor. Revelar áreas de la propia intimidad no es un ejercicio fácil, menos todavía hurgar en el baúl de las creencias. Como mínimo no lo es para mí. No solo porque nadie sabe, al escribir, quién se entretendrá con sus pensamientos, sino porque tampoco sabe qué valoración hará.

Salir afuera, expresarse, mostrar los estratos de la vida interior es un ejercicio de alto riesgo, pero también permite establecer puentes, construir pasarelas con personas que participan de la misma circunstancia y con las que raramente nos llegaríamos a conocer a fondo si uno no diera el paso de revelar lo que secretamente guarda en su corazón.

Me dispongo a lanzar una mirada retrospectiva y centrarme en una actividad espiritual que, desde que soy niño, hago asiduamente. Me refiero a la oración.

No soy el único. Muchos rezamos. Lo confesemos o no. Rezamos en espacios sagrados y profanos, en medio de la ciudad o paseando por los bosques, a primera hora del día o al volver a casa derrotados después de una jornada de trabajo. Lo hacemos antes de cerrar los ojos o nada más abrirlos, cuando todavía nos quitamos las legañas. Rezamos a Dios o a la madre naturaleza, a Alguien que creemos conocer o a un interlocutor desconocido que creemos que está ahí y que nos escucha, pero a quien no queremos llamar Dios. Lo hacemos repitiendo una estrofa que aprendimos de pequeños cuando nos la enseñó nuestra abuela o bien mediante un profundo suspiro.

La oración se dice de muchas maneras. Es un juego de lenguaje, por decirlo con Ludwig Wittgenstein, que se puede articular de maneras muy diversas. No es un ejercicio unívoco; tampoco es, necesariamente, público, ni pertenece, exclusivamente, a quienes nos etiquetan como creyentes.

La oración es una actividad que me acompaña, que me define, que no me avergüenza decir que practico con frecuencia. No me propongo, sin embargo, escribir un tratado sobre la oración, ni siquiera un ensayo erudito. Quiero escribir en primera persona del singular, quiero responder qué es para mí rezar, cómo he aprendido a rezar y qué poder tiene la oración en mi persona.

Tampoco pretendo convencer a nadie de los beneficios emocionales, mentales, sociales y espirituales del ejercicio de rezar. La mayor parte de mis amigos no reza nunca o, al menos, dice que no reza, que no es exactamente lo mismo, porque la oración tiene una vida secreta que solo conoce cada uno.

Existe la oración visible que vemos ejercitar en los templos de todas las confesiones. Es la oración que los fieles realizan conjuntamente, siguiendo unas pautas y unos cánones establecidos; pero existe también la oración secreta, oculta a la mirada exterior, que cada uno articula ya sea de manera consciente o inconsciente, dirigiéndose a Dios o bien a una fuerza cósmica. Es la oración que espera una respuesta que trascienda al eco de la propia voz.

Existe la oración que se articula en los espacios profanos, la oración laica, que tiene lugar en los hospitales, en las largas noches de espera en las salas de urgencias; también en las cárceles, cuando el recluso rompe a llorar y suplica a Dios borrar su pasado. Existe la oración en los aviones, en los campos de batalla, en las salas de examen, pero también la que se practica en medio de los campos de amapolas, en las cimas de las montañas nevadas o bien lejos de la costa, en alta mar.

La oración es un ejercicio espiritual que todo ser humano, independientemente de lo que crea, puede hacer. Escribe Romano Guardini: «La vida de la oración tiene que ser sencillamente sana, simple y fuerte. Ha de mantener una relación con la realidad y no debe tener miedo a decir las cosas por su nombre. El hombre, en la oración, ha de encontrar una vida plena. También es necesario que la oración sea rica en pensamientos e imágenes vigorosas, ha de tener un lenguaje adulto y bien dominado, de construcción clara y diáfana, que el hombre sencillo pueda entender y que el instruido encuentre motivadora y refrescante. Tiene que estar empapada de una cultura para nada cargante, sino más bien de aquella que se encuentra dentro de la amplitud del campo visual del espíritu, en la moderación interna del pensamiento, de la voluntad y de los efectos del alma».1

No me propongo hacer una apología de la oración ni tampoco un discurso crítico mostrando la inconsistencia y la esterilidad que muchas veces siento después de rezar. Me he sentido, a veces, inútil cuando rezaba; he experimentado la soledad cósmica e, incluso, me he sentido ridículo rezando, pero la oración no es un hilo, sino más bien una cuerda hecha de nudos y de segmentos alargados, de episodios de sufrimiento, de abandono y de desesperación, pero, al mismo tiempo, de episodios de una inmensa plenitud, de una experiencia tan honda de unidad que difícilmente se puede articular en palabras.

Hay montañas y valles en la vida secreta de la oración, porque tiene una existencia ondulante y discontinua, como la vida misma, que está hecha de cortes y de incomprensiones, de proximidad y de distancia, de una alegría exultante y, al mismo tiempo, de una tristeza sorda y lúgubre. Nada más alejado de mí que la pretensión de demostrar que mi camino espiritual es el camino. Hay tantos caminos como personas.

Tengo muy presente la humildad de Teresa de Ávila cuando dice: «No es mi intención ni pensamiento que será tan acertado lo que yo dijere aquí que se tenga por regla infalible, que sería desatino en cosas tan dificultosas. Como hay muchos caminos en este camino del espíritu, podrá ser que acierte a decir de alguno de ellos algún punto. Si los que van por él no lo entendieren, será que van por otro».2

Miro por el retrovisor y me doy cuenta de que mi forma de rezar y de concebir la oración ha experimentado profundas metamorfosis desde los tiempos en que era solo un niño. No soy capaz de anticipar qué será de mí en el futuro inmediato, mucho menos en un futuro lejano.

Puedo constatar, ahora y aquí, que he rezado y que rezo, pero no sé si rezaré en el futuro y, en caso de hacerlo, tampoco puedo aventurarme a decir cómo lo haré. Las formas, en el lenguaje y las articulaciones que adopta este juego de vida que es la oración, son muy diversas. Cada persona traza su propia historia, y en cada oración hay contenida, condensada, la secreta historia del corazón.

Escribe Romano Guardini: «En la oración se decide el combate de nuestra vida. Quien reza bien es también quien comprende toda su vida en su amplitud y profundidad, quien encuentra el equilibrio entre el infinito y lo limitado. Rezar quiere decir amarrar la voluntad creada en la voluntad de Dios».3

Hay quien reza por la mañana; hay quien reza al anochecer. Hay quien reza mañana y tarde, pero también quien hace del conjunto de su vida una oración, que entiende la totalidad de su existencia como una ofrenda a Dios, como un don que regala a Dios, de manera que todas las operaciones que hace en la vida cotidiana, desde las más simples, como respirar, caminar o reír, hasta las más complejas, como deliberar, pensar o calcular, son formas de expresar una misma oración en la que integra el cuerpo, la mente, la imaginación, el alma y el corazón.

Me pregunto qué es rezar. Me cuestiono a mí mismo por qué rezo. Podría no rezar. Podría haber dejado de rezar como han hecho la mayor parte de las personas de mi generación.

¿Por qué rezo yo? ¿Qué quiero decir cuando digo que rezo?

La oración, tal y como la concibo ahora, es un diálogo y no un monólogo, un ejercicio de descentramiento, de salida de uno mismo, incluso de olvido de uno mismo. Tal como ahora la vivo, incluye dos movimientos que se relacionan secuencialmente: rezar es vaciarse para llenarse; es purgar el espacio interior para poder acoger a Dios, para hospedar su Palabra.

Lo expresa, nítidamente, Romano Guardini cuando dice: «Rezar es la última palabra del hombre que busca. Aquí termina el camino del hombre; la voluntad humana siente el roce de la voluntad divina entre miedo y temblor, entre un consuelo que abre la puerta y un fortalecerse que libera».4

La oración es la respiración del alma. Consiste en estar atento, en escuchar la Voz de Dios, su Palabra, pero también en rezar. En la oración del corazón tiene lugar una transición: del él al tú. La oración se nutre de la Palabra de Dios y culmina en el silencio del don y del acogimiento de Dios.

Pero vayamos por partes.

Me propongo describir la vida secreta de la oración en siete estaciones. Son las edades del homo orans que soy. Para comprender el ahora es esencial reconstruir las estaciones del laberinto, lo que he sido, el modo cómo he concebido y vivido la oración hasta el día de hoy y cómo he cambiado y variado en el modo de ejercerla.

Entiendo que este camino, como todos los de la vida, es un itinerario de madurez que, necesariamente, exige pasar por noches oscuras, zonas de sombras, desiertos interiores. La madurez nunca llega por casualidad, tampoco es una fatalidad que vaya ligada al paso del tiempo cronológico.

El tiempo espiritual es distinto del tiempo exterior y no se puede medir con el mismo barómetro. Hay experiencias cruciales que propulsan un salto hacia la madurez vital, un salto que nadie podía anticipar antes de que se produjera. También en el tiempo psicológico la madurez escapa a los fáciles esquemas temporales. La muerte de un padre hace madurar a los hijos, también una grave enfermedad o una separación conyugal. Maduramos a veces, también, en la vida secreta de la oración.

Sin embargo, puedo rememorar y darme cuenta de qué era rezar para mí cuando era un niño, qué era rezar para mí cuando era un adolescente y un joven. Me propongo dibujar este recorrido, lleno de trampas, de hondonadas y de cumbres, pero no pretendo, en ningún caso, que mi itinerario sea parecido o análogo al que han vivido otros. Tampoco lo presento como modélico, todavía menos como definitivo.

Somos una obra de arte in fieri. Vivimos en gerundio, en un presente discontinuo que adopta diferentes formas. Cuando miro hacia atrás me doy cuenta de que mi vida interior se puede ordenar en siete estaciones. Me propongo recorrer en cada una de ellas las perplejidades y los sufrimientos que he vivido en cada edad espiritual. Se trata, pues, de un ejercicio de rememoración interior.

Pero antes de adentrarme en los escenarios de la memoria íntima, de investigar la composición del sedimento intangible que ha ido dejando mi vida en el fondo del espacio interior, quiero distinguir la oración de la meditación.

Ambas prácticas espirituales ocupan parte de mi vida, ambas son valiosas y liberadoras, pero, en este texto, quiero poner el foco de atención en la oración, porque es la actividad que me acompaña desde hace más años y es la que estoy en condiciones de pensar a fondo.

Medito desde hace poco tiempo y he defendido oralmente y por escrito que es una actividad espiritual que da frutos muy fecundos en la vida mental, emocional, social y espiritual. Por eso la recomiendo a todo el mundo, admitiendo que existen, como en el caso de la oración, todo tipo de modalidades y de formas, de expresiones poliédricas que cada ser humano debe encajar y adaptar a su idiosincrasia. Si tuviera que resumirlo con una frase, incluso corriendo el riesgo de la simplificación, diría que la meditación es un prólogo, mientras que la oración es un diálogo.

La meditación es un trabajo sobre uno mismo, un ejercicio espiritual y físico que tiene como centro el yo y que tiene como finalidad la liberación del ego, la presencia plena del ahora, la atención a todo lo que es, la claridad emocional y mental, la plena receptividad a todo aquello que existe.

Este ejercicio de lucidez no incluye, necesariamente, el reconocimiento de Dios, no presupone que haya Alguien que me habla, Alguien que vela por mí, Alguien que me quiere incondicionalmente. Consiste en vaciar el receptáculo de las impurezas, del ruido, de todas aquellas partículas tóxicas que dispersan la mente y el corazón y no me permiten hospedar lo que es real, el ser de las cosas. La meditación busca la plena fusión con lo que es, ser todo, ser uno con los demás, morir en el ego para permanecer en armonía con todos los seres.

La oración requiere este ejercicio propedéutico, pero presupone el reconocimiento de otra realidad distinta a mí, una realidad que se comunica conmigo, que me habla y a quien puedo hablar. Esta realidad distinta es la que llamamos Dios. Presupone una comunicación dialógica que en la cumbre de la experiencia del homo orans se convierte en una unidad sin distinción y trasciende a la dualidad entre el emisor y el receptor, entre el sujeto y el objeto, entre el tú y el yo.

Jean Guitton escribe: «Esto es la oración, en su esencia: una consciencia de relación, una efusión de intimidad, una oración-sustancia, la sustancia de mi vida y de mi consciencia todavía más… ¡Oh, Dios mío, qué bueno sois dejándome rezar así! E incluso en haber querido que esta relación con Vos se desarrolle en cierta oscuridad, como una relación de ausencia, una relación rítmica de vigilia y sueño, una relación constante. ¡Una pura relación!».5

La meditación es desligamiento, desprendimiento, y la oración también, pero en la oración, tal y como la concibo, ahora y aquí, hay una salida vectorial hacia el Tú amoroso de Dios, hay un éxtasis que sitúa el homo orans fuera de la zona de confort, en un territorio donde no sabe qué decir, ni qué hacer, porque camina a oscuras abriéndose camino entre las voces que lo ensordecen.

Escribe Salvador Pániker: «Rezar es también desahogarse. Y quizás, ante todo, rezar sea escuchar. Escuchar y, a la vez, crear […]. En la hipótesis de que exista algo similar a lo que llamamos “Dios”, lo procedente no es pedirle nada. No es uno quien tiene que hablar —todo está dicho ya—. Lo procedente es que hable él. Es él quien tiene que difundir una cierta luz a través de nuestra mente. Por eso digo que rezar es escuchar».6

Este es el enigma, el riesgo, la incertidumbre ligada a la vida de la oración, pero, a la vez, también es una experiencia vinculada a la certidumbre, a la gratitud y a una tan insondable plenitud que trasciende a toda descripción.

No niego que, por medio de la meditación, pueda nacer la experiencia de una presencia, de un ser que me abraza y de una reconciliación plena conmigo mismo, con el mundo y con todos los seres de la naturaleza, pero la meditación no presupone, necesariamente, la alteridad, mientras que la oración, tal como la concibo, es apertura, descentramiento, salida hacia el Otro, otro que, al mismo tiempo, se descentra de sí mismo, se hace cercano, escucha y habla, y se convierte, de esta manera, en un Tú próximo que todavía no se puede homologar a ningún tú cercano de carne y hueso.

La oración, así entendida, es un encuentro interpersonal, un diálogo sutil, sin palabras; valga la paradoja: un acto de mutua hospitalidad que solo se puede entender a través de la dialéctica del vaciarse y del llenarse.

Dios es el huésped, porque es acogido en el corazón del hombre orante, pero también es anfitrión, porque escucha la súplica del hombre que reza. El orante es anfitrión, porque acoge la Palabra liberadora de Dios y la medita en su corazón, pero también es el huésped porque sale fuera de sí mismo, emite un mensaje que tiene como referente a Dios.

La meditación es un ejercicio de vaciamiento, un trabajo de transparencia que tiene como destino final la comunión con lo que no soy, de manera que en el acto de comunión el no yo y el yo son uno, aquello que los sabios han llamado la experiencia de la adualidad, la superación de la dialéctica entre el objeto y el sujeto.

En la oración existe un acogimiento que solo es viable si previamente ha habido un vaciamiento. Por eso entiendo la oración como diálogo y la meditación como prólogo, porque ocurre antes de la hospitalidad de la palabra y porque, en otro sentido, prepara activamente la recepción del logos.

Este prólogo, pues, no tiene un sentido meramente temporal, sino también, deliberadamente, propedéutico, catalizador. El prólogo es un género humilde, porque anticipa lo que viene después de él. La meditación es esta humildad hecha carne que abre el camino de la trascendencia.

 

 

Roma, 5 de febrero de 2015

Son las siete de la tarde. Me encuentro en la Casa General de los Hermanos de San Juan de Dios en Roma. Llueve y hace frío. He dado un paseo muy largo y con una ligera subida. Desde la plaza de San Pedro hasta la Casa General hay que cruzar bastantes calles y subir una avenida custodiada por pinos altísimos.

He disfrutado. Hacía tiempo que no paseaba sin prisa, pudiendo contemplar los escaparates, las tiendas y las librerías. Me gusta sentir la lluvia fina sobre mi capucha y escuchar retazos de conversación en italiano. Me gusta la musicalidad de la lengua de Dante y la gesticulación con la que los italianos enfatizan sus afirmaciones. Es música para los oídos, muy placentera de escuchar, aunque a veces tengo la impresión de que en su gestualidad hay un exceso de teatralidad.

En la Casa General hay mucho silencio. Se trata de un inmenso edificio rodeado de un bosque. No se oyen coches ni motocicletas. Las bandadas de turistas que colapsan calles y callejuelas en las proximidades de San Pedro del Vaticano han desaparecido. Parece que esté en otra ciudad.

Me gusta estar aquí. Antes había sido un noviciado y acogía a muchos chicos de todo el mundo llamados por el carisma de san Juan de Dios. Hoy hay pocos novicios y la mayor parte provienen de países asiáticos. El caserón, inmenso, hospeda a pocos chicos. Con todo, o bien precisamente por eso, se crea un clima fraternal que invita a la conversación distendida.

Retomo, sin embargo, el hilo de mi idea, la finalidad que me mueve a escribir este texto: la vida secreta de la oración en clave retrospectiva.

No sé qué hacen los demás cuando dicen que rezan