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Publicado por

www.novacasaeditorial.com

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© 2015, Antonia Serrano

© 2015, De esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación Editorial

Carlos Cote Caballero

Portada

Francisco Rivas

Maquetación

Verónica Gallo

Impresión

QP Print

Revisión

Begoña Esteban Prieto

Joan Adell i Lavé

Verónica Gallo

Primera edición: Abril del 2015

ISBN: 978-84-16281-73-2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

Antonia Serrano

La herencia

Nova Casa Editorial

A Francisco

A mi hija María por su inestimable ayuda.

A Begoña Esteban Prieto por su colaboración desinteresada en la corrección.

CAPÍTULO 1

La mañana era gélida, y a pesar de ser casi mediodía, la niebla con la que había amanecido aún no se había disipado del todo. Aunque habíamos salido con tiempo suficiente, para llegar a tiempo a la cita que habíamos concertado en el despacho de abogados, donde me reuniría con mis hermanas, el tráfico era tan lento a causa de la poca visibilidad, que llegábamos tarde.

—Espero que no seamos los únicos que llegamos con retraso —le dije a mi marido.

—Con esta niebla, no creo que nadie llegue puntual a la reunión. Es posible que hasta los abogados lleguen tarde y seamos nosotros los que tengamos que esperar. Son imprevistos con los que no se cuenta.

—A ver si tenemos suerte y encontramos un aparcamiento cerca.

—Eso será muy difícil en esta zona, y a esta hora es misión imposible. Será mejor que te deje en la puerta y vayas subiendo, mientras yo busco donde aparcar. Nos encontraremos arriba.

—De acuerdo, es una buena idea.Juan paró el coche frente al bufete de abogados, bajé y tras cerrar la puerta del vehículo, este arrancó de nuevo, desapareciendo tragado por la niebla.

Llamé al timbre del bufete y le dije a la recepcionista que contestó al interfono quién era. Me abrió la puerta y cuando entré en el vestíbulo vi a Pilar y a Lola esperando frente al ascensor.

—Hola, llego un poco tarde, pero veo que vosotras también acabáis de llegar.

—Sí hija, con esta niebla el tráfico está fatal. ¿Has venido sola?

No, Juan me ha dejado en la puerta y ha ido a aparcar. A estas horas es imposible encontrar aparcamiento cerca.

¿Y vosotras?, ¿no han venido Pedro y Manolo?

—Sí, pero se han quedado en la cafetería de la esquina a tomar un café mientras nosotras estamos reunidas con los abogados. Dicen que esto es un asunto nuestro y que ellos quieren mantenerse al margen.

—Pues subid vosotras, que yo me quedo a esperar a Juan para decirle dónde están Pedro y Manolo, seguro que preferirá unirse a ellos. Él también es de la opinión que esto es asunto nuestro. ¿Sabéis si ha llegado Adela?

—No, pero si ha venido directamente después de dejar a Jorge en el colegio, seguro que estará arriba.

Llegó el ascensor y se dispusieron a subir. —Hasta ahora, nos vemos arriba. En cuanto llegue Juan estoy con vosotras. No creo que tarde mucho.

Esperé casi diez minutos a que llegara Juan.

¡Si que has tardado!

—Ya te lo he dicho, esta zona está fatal para aparcar; he dado dos vueltas y al final lo he tenido que dejar dos manzanas más abajo. ¿Cómo es que aún no has subido?

—Te esperaba para decirte que Pedro y Manolo están en la cafetería de la esquina, por si quieres reunirte con ellos.

—Pues sí, no es mala idea. Allí os esperamos hasta que acabéis. Mientras me tomaré un café a ver si entro en calor.

Mientras hablábamos, había llamado al ascensor que acababa de llegar, justo cuando Juan salía.

—Hasta luego —le dije mientras abría la puerta del ascensor—. Entré y presioné el botón de la tercera planta. La puerta del bufete estaba abierta y la recepcionista me indicó la sala donde estaban reunidos. Allí, sentados alrededor de una gran mesa, estaban todos esperándome. Tal como habían dicho Pilar y Lola, Adela había llegado la primera.

Mi hermana Adela tiene 45 años y es la más joven de las cuatro. Tiene dos hijos, una chica en la universidad y un niño en edad escolar.

—Buenos días. Siento haber llegado tarde, el tráfico es caótico. Adela, creo que eres la única que has llegado puntual.

—Sí, he llegado incluso antes que los abogados. Cuando he visto tanta niebla, he pensado que el trafico estaría complicado. Con tan poca visibilidad, puedes incluso encontrarte con algún accidente. Así que, después de dejar a Jorge en el colegio, he venido directamente hacia aquí.

—Bueno señoras, ante todo les trasmito mi más sentido pésame por el fallecimiento de sus padres. Habrá sido un duro golpe para ustedes, perder a ambos, en tan corto espacio de tiempo.

—Gracias —contestamos.

—Entonces, ahora que están presentes todas las partes interesadas, si les parece bien, daremos lectura a las últimas voluntades de su madre, que a la muerte de su padre, pasó a ser la heredera de este.

—Sí, por favor, puede dar comienzo —dijo Pilar, mi hermana mayor, que era la portavoz.

Leyó el testamento, no hubo ninguna sorpresa. Mi madre antes de morir, ya nos había dicho que quería que sus pertenencias, se repartieran a partes iguales entre las cuatro hermanas.

Mis padres no poseían ninguna fortuna, solo el piso en el que vivían y algo de dinero en el banco, que gracias al trabajo de mi padre y a la buena administración de mi madre, habían logrado ahorrar, con el objetivo de poder pagar una persona que les cuidara cuando fueran mayores, sin tener que recurrir a nosotras.

Nunca quisieron ser una carga para sus hijas, ni física ni económica. Solo en caso de máxima necesidad, como cuando ingresaron a papá con un ataque de corazón, o le operaron de la hernia y de cataratas, acudieron a nosotras. Mi hermana Pilar, a la que ya se le habían casado los hijos y tenía espacio suficiente para alojarlos en su casa, siempre les decía:

—Pero mamá, ¿por qué no os venís a mi casa? Tú y papá os estáis haciendo mayores y no tenéis por qué estar solos. Y yo tengo sitio de sobras.

—No hija, no. Nosotros estamos bien aquí. Las personas mayores vamos a nuestro ritmo, y tenemos nuestras manías y rutinas. No nos adaptamos bien a los cambios, y no debemos imponeros a vosotros una alteración en vuestra forma de vida.

—Pero mamá, yo estaría más tranquila si estuvierais en mi casa.

—Podéis estar tranquilas tú y tus hermanas, estamos bien. La señora Amparo es un ángel y nos cuida muy bien.

—Sí, durante el día, ¿pero y si os pasa algo durante la noche y no atináis a llamarnos?

—Si nos ocurriera algo de noche, utilizaríamos el medallón de la Cruz Roja, que nos trajo Gloria. Solo tenemos que presionarlo, y enseguida se ponen en contacto con nosotros. Ellos os avisarían. Además, nos llaman tres o cuatro veces a la semana, casi siempre a la hora de irnos a dormir, para saber cómo estamos. Esto es un gran servicio, porque en el caso de caernos y no poder acceder al teléfono, con solo presionar el botón del medallón, contactan en seguida.

—Ya veo que lo tienes todo controlado. Si preferís estar en vuestra casa, no insistiré más, pero que sepáis que siempre podéis venir a mi casa si algún día lo necesitáis, o cambiáis de opinión.

—Gracia hija, tú ya estas bastante liada con tus nietos. Vosotros vivís lejos y nosotros tenemos los médicos aquí; sería un trastorno para vosotros cada vez que tuviéramos que ir al médico, que por cierto, es bastante a menudo.

—Mamá, podemos cambiaros el médico a nuestro municipio.

—Sí, ya lo sé, pero estamos acostumbrados al nuestro. Hace un montón de años que le conocemos y le tenemos mucha confianza.

Mi madre era consciente de la complejidad de la vida actual. En su generación, el rol de la mujer era el de ama de casa y el cuidado de la familia, especialmente de los niños y de los mayores, que eran los más vulnerables. En las casas, convivían dos o tres generaciones, con lo que los abuelos y los niños siempre estaban atendidos por la mujeres de la casa.

Actualmente, las familias no comparten vivienda y con la incorporación de la mujer al mundo laboral, cada vez es más complicado que el cuidado de los niños y de los mayores lo asuma la familia. Los niños van a la guardería y los abuelos a la residencia para la tercera edad.

No es que sea mejor o peor, simplemente es diferente. La vida evoluciona y todo cambio tiene sus ventajas y sus inconvenientes. La mujer ha logrado su independencia, desarrollando roles que en generaciones anteriores eran exclusivamente para los hombres, ganando así su propia autoestima, sustento e independencia. Nadie es realmente libre, si depende económicamente de otra persona.

Antes, si un matrimonio no funcionaba, a la mujer no le tocaba más remedio que aguantar. ¿Dónde iba?, ¿de qué vivía? Dependía económicamente del marido. Algunos, conscientes de su supremacía y con una arraigada cultura machista, muchas veces sometían a las mujeres, casi a la categoría de sirvientas, sin voz ni voto para decidir. Las decisiones importantes las tomaban ellos. Para eso eran los hombres de la casa, y en el peor de los casos, si el marido era una mala persona, podía convertirse en un tirano y hacer que la vida de su mujer fuese un verdadero infierno.

Al menos ahora, se está más en igualdad de condiciones. Claro que aún no se ha logrado la igualdad total. En algunos hombres, el machismo está tan enraizado que les cuesta asumir según qué papeles... Y a pesar de que la mujer aporte a la familia la misma cantidad económica, y esté en el trabajo la misma cantidad de horas que el marido, la mayor parte de las tareas del hogar, siguen recayendo sobre en ella. Hay hombres que se vanaglorian de ayudar a sus esposas en las tareas de la casa y el cuidado de los niños. No es ayudar, lo correcto sería compartir. Solo desde la igualdad puede existir justicia.

También la mujer ha contribuido en buena parte a alimentar el machismo. Las madres, no educaban igual a los hijos que a las hijas. Y no me refiero solo al servilismo, que eso estaba más que asumido. En la casa donde había hermanos de ambos sexos, las chicas se convertían en criadas de los hermanos varones. Esto podía estar justificado mientras las mujeres permanecieron en casa. Pero eso se mantuvo a lo largo de los años. Después de que la mujer empezara a trabajar fuera, en fábricas, comercios o servicios domésticos, que era a lo único a lo que tenían acceso, porque la preparación superior también estaba reservada al hombre, se seguía sirviendo al varón como si fuera el rey de la casa.

También en los derechos y libertades, había dos raseros distintos para medir la moralidad del hombre y la de la mujer. Las madres daban total libertad a sus hijos para entrar y salir. Nunca se criticaba a ningún chico porque volviera tarde a casa o saliera con muchas chicas. Al contrario, esto parecía aumentar más su hombría. En cambio a las hijas, se les controlaba la hora de entrada y salida, y si una chica volvía tarde a casa o salía con algunos chicos, era criticada por las propias mujeres, que la trataban de mujerzuela o en el mejor de los casos de casquivana.

La emancipación de la mujer no ha sido gratis, nada lo es, y el precio lo pagamos todos. Nuestros mayores, que después de una vida de trabajo y sacrificios para criar a sus hijos en tiempos muy difíciles, ahora se ven privados del cariño y cuidados de sus familiares, pasando al cuidado de manos asalariadas, que a pesar de ser personas preparadas profesionalmente y hacer una gran labor social, no es lo mismo que estar en casa. Se les aparta de su entorno y se sienten desarraigados.

También los niños y sus madres pagan un alto precio. Las madres, tienen que dejar a sus bebés al cuidado de otras personas, renunciando a veces a la lactancia, y perdiéndose una de las etapas más bonitas de sus hijos. Y estos a su vez, no pueden disfrutar de los cuidados de sus mamás, pasando a formar parte de un colectivo.

Mis hermanas Pilar y Adela vivían en otros municipios a treinta y cuarenta kilómetros de distancia, y aunque Pilar ya estaba jubilada, cuidaba de sus nietos para que sus hijos pudieran trabajar. Adela todavía trabajaba. Julia, su hija mayor, que estaba cursando el segundo año de carrera, aún no se había independizado, y Jorge solo tenía 10 años, con lo que todavía necesitaba mucha atención.

Mi hermana Lola era la que vivía más cerca de mis padres. No tenía hijos, y como su trabajo era solo de media jornada, pasaba diariamente para ver cómo estaban y hacerles un poco de compañía.

Yo vivía un poco alejada del barrio de mis padres, y además tenía una vida muy complicada. Clara, mi hija más joven, con dos niños de corta edad, tenía graves problemas de salud, que no solo le impedían trabajar, sino que provocaban que se viera imposibilitada para cuidar a sus hijos y llevar las riendas de su casa. La enfermedad de Clara, sumió a su marido en una terrible depresión, de forma que no podía atender su negocio, que era su única fuente de ingresos. Se buscó un profesional que realizara el trabajo de mi yerno. Y yo, gracias a mis estudios de decoración, asumí el de Clara. Con el trabajo en la empresa, el cuidado de ambas casas y de los niños, no me quedaba mucho tiempo para dedicarme a mis padres. Cada día hablaba con ellos por teléfono para ver cómo estaban. Y aunque les hacía una corta visita semanal, me sentía culpable por no poder dedicarles más tiempo.

Fue un periodo muy duro en el que tuvimos que tomar decisiones igualmente duras. Física y emocionalmente había llegado al límite, estaba arriesgando mi propia salud. Así que decidimos cerrar la empresa y vivir las dos familias con el sueldo de mi marido, que tuvo que buscarse un segundo empleo para hacer frente a la nueva situación, hasta que le concedieran a Clara una pensión por incapacidad.

Mis padres tenían una señora que les hacía la limpieza una vez por semana, y a la señora Amparo, que iba cada día de 9 a 2. Ella ayudaba a papá a levantarse y en su aseo diario. Les preparaba el desayuno, hacía la compra, les acompañaba al médico, les preparaba la comida y se aseguraba de que se alimentaran adecuadamente, procurando siempre hacerles una comida variada y agradable.

Cada día, antes de irse, les servía el almuerzo y recogía la cocina, pues mamá era muy ordenada y no le gustaba tener los platos sucios de un día para otro, ni la cocina desordenada.

Lola solía ir cada tarde a verles y a hacerles un rato de compañía. Pilar, Adela y yo les llamábamos a diario.

La señora Amparo, aparte de ser para ellos una gran ayuda, era una persona dulce y cariñosa, que les trataba con ternura, les hacía compañía y los entretenía. Jugaba con ellos al parchís y a las cartas, y aún que mi padre a veces se perdía, ella con una paciencia infinita, se lo explicaba una y otra vez. De vez en cuando le dejaba ganar, cosa que hacía a papá inmensamente feliz. Mis padres le cogieron un gran cariño, especialmente papá, que siempre le preguntaba a mamá qué parentesco les unía a aquella persona tan buena, que tanto les quería y ayudaba. Aunque mamá le explicó repetidas veces que no era de la familia, creo que él nunca lo entendió; la quería como a una hija. Nunca le agradeceremos bastante a la señora Amparo el amor y el cuidado que les dio.

CAPÍTULO 2

Después de un largo peregrinaje por las consultas de varios doctores, todos coincidieron en el diagnóstico: Clara tenía una enfermedad degenerativa, para la que no había tratamiento. Con una medicación adecuada y una vida más tranquila, podría experimentar alguna mejoría, pero estaba incapacitada para trabajar.

Sus abogados les aconsejaron que expusieran el caso en el tribunal médico, y solicitaran una pensión por incapacidad laboral. Los médicos que la visitaron hicieron sus informes para la solicitud de la pensión, que le fue denegada. Fueron a juicio, aportando todos los informes médicos que confirmaban la enfermedad de Clara. Evidentemente ganaron, pero la Seguridad Social lo recurrió.

Hubo un segundo juicio que se volvió a ganar. Aparte de todos los informes médicos que evidenciaban la enfermedad de Clara, lo que más peso tuvo ante el juez fue que ninguna persona con un negocio rentable, que les permitía tener una vida holgada y hasta con ciertos lujos, lo cerraría para vivir de una magra pensión.

Después de casi dos años de lucha en los tribunales, le concedieron una modesta pensión de invalidez permanente. A pesar de haber perdido poder adquisitivo y tener que adaptarse a un tipo de vida más modesta, sin el peso de la culpabilidad que les causaba depender económicamente de nosotros, empezaron a tomar de nuevo las riendas de sus vidas, y yo recuperé la mía. Aunque a veces les echaba una mano con los niños, al no ser a tiempo completo resultaba gratificante. Llevarlos o recogerlos del colegio y salir de paseo con ellos al parque, ahora más relajada, hacía que disfrutara mucho más de su compañía, malcriándoles un poco, que es lo que toca a los abuelos. Durante un tiempo, fui una abuela atípica, al tener que educarles y corregirles, labor que corresponde a los padres.

Libre del estrés y con un tratamiento adecuado, Clara experimentó una ligera mejoría. También su marido superó la terrible depresión que sufría, y empezó de nuevo, haciendo algún proyecto de obra, pero esta vez a otro ritmo.

Después de un largo periodo de problemas, mi vida entró en una fase más tranquila. Pude finalmente dedicarles más tiempo a mis padres, lo cual me hacía sentir mejor.

Mi padre, a sus ochenta y cinco años, que no los aparentaba, ya que tenía una magnifica genética, andaba bastante perdido en su mente, aunque era un experto en disimularlo. Cuando iba a visitarles, al verme, se le iluminaba la cara de felicidad. Salía a recibirme con los brazos abiertos y me abrazaba. Yo le preguntaba, «¿sabes quién soy?» y él con una sonrisa me respondía, «¿cómo no lo voy a saber?...» Pero no lo sabía porque nunca me decía «Eres mi hija Gloria». Aparte de eso, gozaba de buena salud, nada hacía presagiar su repentina muerte.

Cuando murió mi padre, disponiendo ya de mi tiempo, me llevé a mamá a nuestra casa. A pesar de vivir aún en otro barrio, al estar en la misma localidad, seguía teniendo su mismo médico y no ofreció resistencia. Creo que después de la muerte de papá, no quería seguir viviendo en el piso que habían compartido durante tantos años. Había demasiados recuerdos. Decía que sin papá no sería igual y que se sentiría muy sola. Para entonces Juan ya se había jubilado, y si yo tenía que echarle una mano a Clara o salir con los niños, él se quedaba en casa. Procurábamos no dejarla sola.

Le preparamos una habitación cerca del baño, disponía de un armario para su ropa, zapatos y cosas personales. Tenía también una mesita tipo escritorio, con un pequeño televisor para que viera sus programas favoritos, si Juan estaba viendo documentales o películas que a ella no le gustaban, y un radio, ya que por la noche le gustaba escuchar música, decía que le ayudaba a dormir. En fin, nos volcamos en hacerle la vida lo más agradable posible, pero no fue suficiente para motivarla a seguir viviendo. Un día me dijo:

—Gloria, anoche vino tu padre a verme y me preguntó que cuándo me iba a reunir con él.

—Mamá, ¡cómo va a venir papá a verte!, seguro que fue un sueño.

—No, no fue un sueño. Se sentó a mi lado en la cama y estuvimos hablando, yo le dije que pronto me iría con él. Que mi misión aquí ya había terminado y no tenía ningún sentido retrasar nuestro encuentro.

—No quiero presionarte —me dijo—. Tómate tu tiempo Mientras tú permanezcas aquí, vendré a verte y a hablar contigo cada noche.

—Mamá, seguro que fue un sueño. Además deja que cuide de ti. Durante mucho tiempo no he podido dedicaros tiempo a ti y a papá. Esto me hacía sentir muy culpable, te necesitamos, no nos dejes tú también.

—Nunca os dejaré, aunque no esté aquí físicamente, esté donde esté, siempre estaré con vosotras y os cuidaré desde el más allá. Papá me esperará el tiempo que sea necesario, pero nunca se irá del todo sin mí.

Pensé que la muerte de papá la había trastornado un poco. Aunque aparte de esto, no daba muestras de demencia senil ni pérdida de facultades mentales. Su mente estaba tan lúcida como siempre. Tampoco se la veía triste. Estaba serena, incluso parecía feliz. Creo que estaba preparándose para reunirse con papá. Un día se fue mientras dormía; su muerte fue como su vida, tranquila, apacible, sin hacer ruido. Tan solo había sobrevivido a papá dos meses, creo que no sabía vivir sin él.

Fue duro perder a los dos en tan poco tiempo. Mamá estaba muy enferma, pero tenía un motivo para seguir viviendo: cuidar a papá, que empezaba a tener demencia senil y era muy dependiente. Ella no quería dejarnos esa carga y resistió hasta el final. Pero una vez que papá se fue, su misión había terminado y le siguió en su último viaje. Espero que exista otra vida, y se hayan reencontrado, es lo que ambos deseaban.

Habían pasado toda la vida juntos, eran del mismo pueblo y se conocían desde pequeños El único tiempo que pasaron separados, fueron los dos años que mi padre pasó en el servicio militar en Vilafraca del Penedès. Mi madre siempre decía que lo pasó tan mal y le echó tanto de menos, que cuando volvió y se casaron, juró que nunca más se volverían a separar. Y así fue. Por eso creo que se ha ido, para cumplir su promesa. Esta vez no quería esperar tanto para reunirse con él. Seguro que desde aquí le hizo un guiño diciéndole, “no te preocupes Ignacio, que ya voy”.

Se casaron en 1941 y al año siguiente, nació mi hermana Pilar, a la que le pusieron el nombre de mi abuela paterna. En 1944 nació mi hermano, al que llamaron Enrique, como a mi abuelo paterno. Un niño sano y hermoso que les colmó de felicidad.

Eran jóvenes, estaban enamorados y tenían una preciosa parejita. ¿Se podía pedir más? Su felicidad era completa. Pero la felicidad completa no existe. Esta siempre se ve ensombrecida con periodos de gran dolor que se van alternando a lo largo de nuestras vidas. Quique murió antes de cumplir los tres años, dejando a mis padres sumidos en la más absoluta tristeza. Parece como si a los seres humanos nos estuviera negada la felicidad prolongada.

En aquellos años, la mortalidad infantil era muy alta. Enfermedades que actualmente se diagnostican precozmente, y que bien tratadas permiten tener una vida normal, antes podían ser mortales. Ahora, después de tantos años, hemos llegado a la conclusión de que mi hermano pudo morir a consecuencia de celiaquía, una enfermedad que por entonces no se diagnosticaba. En aquellos tiempos, la lactancia era larga, cercana a los dos años y el destete no se hacía progresivamente. Se decía “la semana que viene desteto al niño”, y a partir de aquel día se le empezaba a dar papilla de harina de trigo con leche de cabra o de vaca. Tampoco existían las leches maternizadas, por lo que los niños con intolerancia a la leche no materna también podían tener problemas.

Mi madre estaba excesivamente delgada y siempre se encontraba mal. Posiblemente debido a la celiaquía que le diagnosticaron a los sesenta años.

Mi abuela le dijo:

—María, tendrías que destetar a Quique, que te estás quedando en los huesos.

—Mamá, es que todavía es muy chico.

El niño debió oírlo, porque a la semana siguiente, cuando mi madre dejó de darle el pecho y empezó a darle las papillas, se tiraba al suelo y rodando a lo largo del pasillo decía: “quiero teta que soy chico”. Mi madre tuvo que tiznarse el pecho y restregarse ajo y pulpa de tuera en el pezón, para que el niño lo aborreciera. En cuanto se le alimentó con las papillas de harina de trigo, empezó a encontrase mal. Vomitaba con frecuencia y tenía diarreas continuas. Mi madre lo llevaba al médico, quien siempre achacaba estos problemas a la dentición. Pero el niño cada día estaba peor, estaba débil, perdía peso y hasta le cambió el carácter. Pasó de ser un niño alegre y vigoroso a estar triste y llorón. Ya no jugaba con el gato, ni miraba las flores de la maceta de begonias. Mi madre lo llevaba al médico casi a diario para explicarle todos los síntomas de su enfermedad, pero el médico no le hacía caso.

—Estás obsesionada con el niño y te pasas todo el día observándole —le dijo.

Cuando en verano el médico se fue a tomar las aguas a Lanjarón y pusieron un sustituto, mi madre llevó al niño otra vez, y le explicó al médico suplente todos los síntomas de una enfermedad que ya duraba demasiado, y que estaba apagándolo. En cuanto el médico le vi, le diagnosticó una dispepsia.

¿Qué medicinas necesitará, doctor?

—No necesita medicinas, solo un cambio en la alimentación. Tienes que sustituir la harina de trigo por la de arroz. Pero los primeros días como tratamiento de choque, le darás harina de algarrobas y agua con zumo de limón.

—Pero, ¿se curará, doctor?

—Mire, en cuanto le cambie la dieta, le cesarán los vómitos y las diarreas y el niño empezará a mejorar. Pero está muy débil y falto de defensas, cualquier infección que cogiera sería fatal.

Tal como dijo el médico, en una semana el niño hizo un cambio espectacular. Mamá dejo de temer por su vida, pero semanas más tarde moría de meningitis.

La muerte de Quique fue un duro golpe, que sumió a mis padres y a mi abuela en un terrible dolor. Con el tiempo papá lo fue superando, pero mamá no lo superó nunca. Aunque no conocí a mi hermano, ni siquiera en fotografía, pues en aquel tiempo no había ningún fotógrafo en el pueblo, él siempre estuvo presente en nuestras vidas. Recuerdo que mamá siempre hablaba de él, ella siempre lo mantuvo vivo y a través de ella lo conocimos. Supimos que era un niño moreno, de profundos ojos negros, alegre y juguetón y que al no disponer de juguetes, el pobre gato era el objeto de sus travesuras. El animal siempre aguantó pacientemente y nunca le agredió. Fue un niño muy precoz en todo, en andar, en echar los primeros dientes, en hablar y hasta en morir. Se fue antes de los tres años.

Mamá deseaba ardientemente tener otro hijo, creía de esa forma recuperar al que se había ido. Así fue como al año siguiente de morir mi hermano nací yo. Me llamaron Gloria, como mi abuela y bisabuela materna. Mi nacimiento no cerró la herida que mi hermano había dejado en el corazón de mi madre. Para ella, fue una experiencia agridulce, que le creó un problema de conciencia. Yo no había colmado sus expectativas. Ella deseaba un niño al que llamar Enrique, creándose así la ilusión de haber recuperado al que se fue, como si se hubiera ido por un corto espacio de tiempo y hubiera vuelto. Pero yo no era un niño, no podía reemplazarle. Nadie podía hacerlo, cada hijo es único e irremplazable, pero mamá tardó muchos años en darse cuenta.

Ella estaba obsesionada, guardaba cuidadosamente toda la ropita de Quique y cuando cumplí los dos años, mamá quiso intentarlo de nuevo. Papá le dijo que no era el momento de ampliar la familia. Nuestros recursos eran muy escasos, apenas nos daban para mal vivir. Eran tiempos difíciles, no había mucho trabajo. En Andalucía había poca industria y en el campo, el trabajo era temporal y los sueldos de miseria. Nuestra familia estaba compuesta de cinco miembros, ya que mi abuela materna era viuda y vivía con nosotros. A veces teníamos que recurrir a comprar fiado para poder comer. Como mi familia era buena pagadora, la tienda les fiaba, pero en cuanto mi padre hacía algunas peonadas en el campo, y traía algún dinero a casa, este era para pagar la deuda de la tienda, por lo que volvíamos a estar sin recursos y empeñados de nuevo. Mi padre odiaba aquella situación.

—María, no podemos seguir así. Necesito trabajar cada día para mantener la familia y la única opción es la mina.

¡No, eso sí que no! Acabarías enfermando de silicosis. Eso si no mueres antes aplastado en un derrumbe.

—No tendré que trabajar en los pozos, me han dicho que necesitan personal para trabajar fuera. Mañana mismo iré, porque si se corre la voz, cubrirán las plazas enseguida.

Al día siguiente a primera hora de la mañana, mi padre se dirigió a la mina a solicitar el trabajo y en contra de la voluntad de mi madre, lo aceptó, a pesar de que por la distancia que separaba el pueblo de la mina, solo podía venir a casa los domingos, alojándose el resto de la semana en unos barracones con otros mineros.

El sueldo de los trabajadores externos, era menos de la mitad de los que trabajaban en el interior de la mina, pero entrañaba menos riesgo. Aunque seguía siendo un sueldo miserable, era estable y nos permitía comer sin estar continuamente endeudados. Además, en el economato de la mina, podía comprar algunos alimentos más baratos, que nos enviaba semanalmente con Ambrosio, un arriero que hacía este servicio a los mineros del pueblo.

Papá tuvo que prometerle a mamá que sería temporal. Le escribiría a sus hermanos que estaban en Barcelona y en Madrid, para que le ayudaran a buscar un trabajo. No tenía preferencias por una u otra ciudad, aceptaría el primero que saliera.

El trabajo en el exterior de la mina solo duró seis meses, y al no haber recibido ninguna oferta de trabajo por parte de sus hermanos, aceptó trabajar en el interior de la mina, en el que permaneció dos años. Evidentemente no se lo dijo a mamá, advirtiendo a sus compañeros que guardaran silencio. El dinero que ganaba de más por el cambio de trabajo, lo iba ahorrando. Quería contar con unos recursos extra, para hacer frente a los gastos que se originaran cuando nos trasladáramos a la ciudad. Mamá, con un sueldo fijo, y lo que aportaba mi abuela de sus esporádicas limpiezas caseras y trabajos del campo, volvió a insistir en tener otro hijo.

—Mira María, tienes que aceptar la pérdida de nuestro hijo. Ningún otro que tengamos le va a sustituir y ahora no estamos en condiciones de aumentar la familia.

—Pero Ignacio, el niño no representaría un gasto extra, tengo toda la ropita de Quique y si vamos a buscarlo ahora, mientras nace y pasan los dos años de lactancia, serán tres años y en ese tiempo, nuestra situación puede haber cambiado. Para entonces, quizás tus hermanos te hayan encontrado un empleo.

—Cuando lo consiga hablaremos.

—Tienes que prometérmelo.

—Te lo prometo solemnemente. En cuanto encuentre un trabajo en la ciudad, y tengamos una estabilidad económica, tendremos otro hijo.

Aunque papá había recibido de sus compañeros de trabajo la promesa de no revelar que trabajaba en el fondo de la mina, un día en la taberna, uno que había bebido más de la cuenta, se fue de la lengua.

—No sé qué hará Ignacio con el dinero de más que gana en el fondo de la mina, porque a María no se lo da. Y lo que es en vino no se lo gasta, porque nunca viene por la taberna. Ahora que va sobrado de dinero, podía ser más generoso y gastárselo con los compañeros.

Este comentario, hecho en voz alta delante de los clientes, corrió como la pólvora por todo el pueblo, donde todo el mundo se conocía, llegando a los oídos de mi madre, que hecha un mar de lágrimas le recriminó a papá haberla engañado.

—No quería que sufrieras, por eso no te lo he dicho. Es solo temporalmente. Tarde o temprano acabará saliéndome un trabajo en la ciudad, y con el dinero que he ido ahorrando, tendremos para el viaje, sin tener que recurrir a la ayuda de mis hermanos.

—Rezaré cada día a la Virgen del Carmen, para que salgas cuanto antes del fondo de la mina. Y le prometo vestir su hábito durante un año si me lo concede.

No sé si fue por la intervención de la Virgen del Carmen, o porque la fe mueve montañas, pero el caso es que a los pocos meses, su hermano de Barcelona le mandó llamar. Le había conseguido un trabajo.