Mi Noble Pirata

Sophia Ruston

 

 

 

Primera edición en digital: Mayo 2016

Título Original: Mi noble pirata

©Sophia Ruston

©Editorial Romantic Ediciones, 2016

www.romantic-ediciones.com

Imagen de portada © Nicola Genati, Yulia Tolshina

Diseño de portada y maquetación, Olalla Pons

ISBN: 978-84-945580-1-6

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

logo romantic bn

 

 

 

 

 

 

 

A mi querida madre, gracias por todo tu apoyo incondicional.


ÍNDICE

ÍNDICE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo


Capítulo 1

 

Inglaterra, 1790.

 

—¡Eso es pelear sucio!

—No te quejes tanto y defiéndete.

Le volvió a atacar con su florete y su hermano lo desvió como pudo.

—Nunca debí permitir, compartir mis clases de esgrima contigo.

—¿Y con quién ibas a practicar si no? Lo que te sucede, es que estás celoso. Soy mejor espadachín que tú.

—Porque utilizas artimañas para desarmarme. Los caballeros tenemos un código de honor y tú te atreves a ignorarlo. ¿Cómo pudiste ponerme la zancadilla?

—Recuerda hermanito, yo no soy un caballero.

—La culpa es mía, no se puede confiar en una mujer y menos en ti, querida.

Sofía Campbell volvió a atacar a su hermano Alfonso y este dio un paso atrás. Se encontraban en un prado, dentro de las propiedades de su padre, el conde de Hawsley, practicando esgrima como todas las tardes. Eran mellizos y aunque siempre estaban discutiendo, se querían con locura y se respaldaban mutuamente. Así, todo lo que había aprendido Alfonso, se lo había enseñado a su insistente hermana, tanto latín como montar a caballo, y aunque él a veces se quejaba de que a su hermana se le diera todo mejor, no podía evitar sentirse orgulloso de ella. Vivían en la casa familiar, en Cornualles, durante todo el año, sin asistir a los eventos sociales. La única que había insistido en viajar a Londres para la temporada había sido su madre Isabel, pero desde que había fallecido cuando ellos tenían diez años, ninguno había vuelto a salir de allí y el conde se pasaba ausente la mayor parte del tiempo.

El matrimonio de sus padres había sido por conveniencia y para descontento del conde, Isabel no había sido la dócil dama española de alta alcurnia que le habían prometido sus padres. En cuanto estuvo casada, no hubo fiesta a la que no asistiese y ningún hombre que se librase de sus encantos. Para disgusto de su marido, insistió en poner nombres españoles a sus hijos. Y para mayor agravio, sus descendientes resultaron ser tan indomables como su progenitora. Ambos hablaban español con fluidez gracias a la testarudez de su madre en hablar siempre en aquel idioma. Alfonso se parecía físicamente a su madre, con el pelo castaño y los ojos oscuros pero con un temperamento tranquilo, más parecido a su padre, todo lo contrario a su hermana que era impetuosa y físicamente parecida a la rama familiar inglesa, con un cabello rubio oscuro y los ojos verde jade. Aunque, aún desde lejos parecían dos caballeros combatiendo, de cerca, se podía apreciar la feminidad de la joven. Tenía su largo cabello recogido en una trenza y para disgusto de ella, los pantalones y la camisa hacían destacar más sus curvas.

Con una cinta, Sofía consiguió desarmar a su hermano, el florete salió volando y Alfonso se cayó hacia atrás.

—Ríndete y admite que soy mejor que tú —dijo apoyando en su cuello la punta del florete con el protector.

—Eso nunca.

Enredó sus piernas con las suyas y de un empujón, Sofía se encontró tumbada en la hierba al lado de su hermano.

—¡Oh Alfonso, mira quién fue a hablar de pelear sucio!

Ambos se rieron, pero se interrumpieron de pronto, al oír un ruido procedente del camino. Se incorporaron y observaron a un carruaje aproximándose a la mansión.

—¿No tenía previsto venir dentro de dos meses?

—Ya sabes cómo es padre, las fechas de sus cartas son más bien orientativas. Siempre adelanta o retrasa su regreso a su gusto.

—Al igual que los días de su estancia, pero siempre suelen ser menos de los que dice y nunca más.

—Pensé que ya habías superado esa etapa…

—Cierto, ya no soy una niña ansiando el regreso de padre para que le dé unas palmaditas en la cabeza y le diga lo bonita que es. Ahora, a mis veinte años puedo ver la realidad tal cual es, no le importamos y jamás lo haremos.

—Somos sus hijos, no nos puede ignorar, aunque lo intente. ¿Acaso no tiene que pagar nuestras facturas?

—Recuerda que estudias en casa porque padre pensó que sería malgastar el dinero si te enviaba a una escuela y luego a la universidad con el resto de tus pares.

—Algo de lo que le estaremos eternamente agradecidos, ¿no opinas igual?

—Sí, no podría haber soportado estar lejos de ti y quedarme sola en este mausoleo.

Sofía le apretó la mano cariñosamente, volvió la vista a la casa y le sonrió con picardía.

—Te echo una carrera.

Antes de que Alfonso pudiera reaccionar, Sofía corría hacia su yegua, que pastaba plácidamente junto a la de su hermano. Subió de un salto y la espoleó. Él la imitó, pero aunque por el camino logró adelantarla, el primero en llegar a los establos fue ella.

—¿No te cansas de perder siempre ante mí?

—Déjate de bromas y ve a cambiarte antes de que te vea. No queremos poner un pañuelo rojo delante del toro, ¿no?

—Ni se daría cuenta.

—¿Tú crees? Recuerda cómo se ponía con madre.

—¡Oh, por Dios! ¡No compares! Las cosas que hacía ella eran mucho peores, ni yo las puedo justificar.

—Es mejor que seamos precavidos. Si no estás casada es porque has logrado pasar desapercibida, pero si lo enfadas en algún momento…

—¡Oh, está bien! Como si no prefiriese un vestido a esta ridícula indumentaria.

Su hermano no entendió el comentario como tampoco vio la mirada apreciativa del mozo hacia el trasero de su hermana, pero esta fue incómodamente consciente de ella.

En cuanto llegó a sus aposentos, se encontró con su doncella Elvira, que había venido con su madre de España, ya con el vestido preparado.

—Supuse que querría algo sencillo.

—Todo sea para que mi padre no se acuerde de que he crecido, como muy bien me ha recordado mi hermano, es un milagro que aún no me haya comentado nunca nada sobre el matrimonio.

— La verdad es que ya va siendo hora de que se case. Pero tampoco quiero verla casada con un hombre que elija su padre.

—Yo no quiero casarme, nunca.

—Oh, no sea mentirosa. En el fondo sé que es una romántica y solo hay que verla con los niños del pueblo. Sería una madre maravillosa. Pero usted necesita casarse por amor, está tan falta de ello…

—No necesito amor.

—Sí que lo necesita, además no quiere estar siempre sola, ¿no?

—No estaré sola, tengo a mi hermano.

—Pero el señorito no va a estar siempre a su lado. Además, una puede sentirse sola estando rodeada de gente, ¿verdad?

Sus miradas quedaron atrapadas en el espejo mientras Elvira le abotonaba el vestido a la espalda. No podía negar sus palabras, desde hacía un tiempo, notaba un extraño vacío que no sabía cómo llenar, además, sentía cierta envidia por sus vecinas y amigas que estaban todas casadas, muchas ya con hijos. En especial de su mejor amiga, la hija del vicario, la manera en que la miraba su reciente esposo… A ella nunca la habían mirado así, con lujuria sí, desgraciadamente muchas, pero con esa admiración, esa devoción, ese… amor, no, nunca.

—Y desgraciadamente aquí no abundan los caballeros, los pocos que hay, ya han pasado por la vicaría o son demasiado ancianos para usted, aunque siendo realistas, ninguno podría aspirar a casarse con la hija de un conde.

—¿Crees que mi posición los ha mantenido apartados? —preguntó con cierto tono desesperanzador, que su doncella notó e instándola a que se sentase en el tocador para peinarla, la miró con cariño.

—No se preocupe, el hombre para usted aparecerá tarde o temprano.

Ojalá que fuese pronto… Sofía contuvo la respiración. ¿Pronto? ¿Cómo podía haber pensado así por un momento siquiera? Ojalá que no llegase nunca. Tenía todo lo que podía desear, tenía más libertad que cualquier mujer, podría sobrevivir sin tener un marido e hijos a su lado.

—Pues yo espero que no aparezca, desde luego no lo estaré esperando.

Elvira negó la cabeza, no la creía y desgraciadamente ella tampoco.

Cuando bajó las escaleras, un lacayo le indicó que la estaban esperando en el estudio de su padre. Aquello le extrañó, porque su padre nunca los había hecho llamar a esa habitación en particular, era como su santuario, no permitía que invadiesen sus molestos hijos.

En cuanto entró, notó la tensión en el ambiente. Su hermano se mantenía alejado mirando por la ventana y con los puños apretados, ni siquiera se giró cuando ella entró. El conde, en cambio, estaba sentado tras su escritorio con una copa en la mano. Ella intentó disimular su asombro al verlo. Jamás había visto a su padre de aquel modo, con ese aspecto de cansancio, de pesimismo, de abatimiento.

—Toma asiento Sofía. —Le instó su padre.

—¿Qué sucede? —preguntó intranquila.

El conde no contestó de inmediato, dio varios sorbos a su copa con la mirada ausente. Ella miró interrogante a su hermano que había dejado de mirar al exterior. Se sobrecogió al ver la mirada de furia que dirigía a su padre pero que se suavizó al mirarla a ella y se convirtió en una de tristeza. Ella se estremeció. Algo grave sucedía.

—Dentro de dos días, partiremos en barco —le transmitió su padre sin ánimo en la voz.

—¿Hacia dónde? ¿Por qué? —Sofía estaba realmente sorprendida con aquella noticia.

—No necesitas saber ningún detalle —gruñó.

—Os equivocáis, no podéis exigirme así sin más que…

—¡Solo eres una mujer y eres mi hija, puedo exigirte lo que quiera! —Su padre se puso rojo después de gritarle aquello.

Sofía se sobresaltó ante el grito furioso de su padre y miró a su hermano demandante. Este negó con la cabeza y señaló con la misma, hacia la puerta. Iba a protestar pero el “luego” que leyó en sus labios, la apaciguó.

—Está bien. Avisaré a Elvira y nos pondremos de inmediato con el equipaje.

Acababa de meter dos vestidos en el baúl, cuando apareció su hermano, quien con una señal, indicó a Elvira que saliera de la estancia y esta lo hizo al momento.

—¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué tenemos que salir con tanta premura?

—Padre se ha metido en un aprieto. Hizo malas compañías y se enteró de algo que no debía. Sospecha que al hombre que más le perjudica este secreto, cree que padre lo sabe y según él, hará todo lo posible para impedirle hablar.

—¡Oh, Dios! ¿Padre está en peligro?

—Él y nosotros, me temo. Por eso ha venido a buscarnos. Por una vez se ha acordado de nosotros, aunque podría haberlo hecho antes y no juntarse con ese hombre.

—Pero, ¿quién es él? ¿Y qué es lo que sabe padre?

—No me ha contado más y de todos modos es mejor que tampoco lo sepamos.

—¿Y por qué no avisa a las autoridades?

—No quiere arriesgarse, al parecer ese hombre tiene contactos en todas partes.

—¿Y a dónde vamos?

—A la plantación del tío Alfredo en Virginia. Quiere que permanezcamos allí un tiempo hasta que las aguas se calmen. Entonces le enviará una carta a un conocido que tiene en el ministerio de asuntos exteriores.

—¿Y por qué no se la envía ahora?

—Lo principal en estos momentos es nuestra seguridad, ¿no crees?


Capítulo 2

 

—Esto es aburridísimo.

—¿Quieres que echemos otra partida al ajedrez?

—No, por favor, en la última estaba tan aburrida, que incluso me ganaste.

—Solo son excusas, no sabes perder.

Sofía le dio una palmada a su hermano en el hombro y apoyó los codos en la barandilla, contemplando el océano.

—Llevamos solo una semana navegando y ya estás hastiada. Pobre del hombre que se case contigo.

—¿Por qué últimamente estáis tan repetitivos con eso de que me case?

—Porque ya tienes veinte años, hace años que deberías estar casada.

—También los tienes tú y nadie te insiste en que te cases.

—Ya sabes que en el caso de los hombres es distinto.

—Es injusto.

—Lo sé, pero no soy yo quien dicta las reglas.

—Me gustaría vérmelas con quién… —Se interrumpió al ver el movimiento ajetreado de cubierta. Muchos marineros se movían apresurados y Sofía notó que estaban preparando los cañones. Su hermano también lo debió notar porque la tomó del brazo, preocupado y buscó con la mirada al capitán. Este se acercó a ellos y ella pudo notar su nerviosismo y… miedo.

—Será mejor que lleve a su hermana al camarote, señor.

—¿Qué es lo que sucede?

Pero un grito del vigía contestó a la pregunta de Alfonso.

—¡El Abaddon se acerca a nosotros!

—¿Qué es el Abaddon?

Pero su hermano no le contestó, la condujo por la cubierta del castillo y bajó apresurado a los camarotes arrastrándola con él. Elvira estaba lavando la ropa cuando llegaron.

—¿Qué sucede señoritos?

—Eso me gustaría a mí saber.

Abaddon es el barco del capitán Darkness.

—¿El pirata Darkness?

—¿El mismo pirata conocido por destruir todos los barcos que aborda? —preguntó su doncella con voz estrangulada.

Alfonso asintió con mirada sombría.

—No salgáis de aquí.

—Pero, Alfonso…

—No, Sofía, por una vez obedece sin rechistar.

En cuanto su hermano se fue, Elvira se acercó a ella y le tomó las manos.

—No se preocupe por el… seeñooor… noosootraas…

Sofía abrazó a su llorosa doncella que solo intentaba tranquilizarla pero estaba más asustada que ella.

—No te preocupes Elvira, todavía no nos han atacado y puede que no lo hagan.

Justo acababa de decir estas palabras, cuando oyeron un fuerte ruido, seguido de un golpe en el barco, y ambas se tambalearon.

—¡Ay, madre santísima!

Elvira se santiguó sin dejar de llorar. Sofía le pasó el brazo por los hombros y la instó a sentarse en el suelo delante de la puerta.

—Tranquila Elvira.

—¡Ay, señorita! Lo sieentoo mucho. Deberíaa ser yoo quiieen la calmase.

—No le des importancia a eso. Y no hables hasta dejar de llorar que casi no te entiendo.

Sofía intentó animarla pero vio que no surtía efecto.

—Tengo miedo. —Tal confesión de su siempre protectora y práctica doncella la aterrorizó.

Yo también, yo también pensó, pero no lo dijo en voz alta para no preocuparla más. Pasaron un tiempo abrazadas y rezando en silencio, escuchando la cruda batalla que tenía lugar en la cubierta. Ambas se sobresaltaron cuando notaron que alguien intentaba abrir la puerta pero no podía, al estar ellas delante.

—Sofía, soy yo.

Las dos se levantaron de un salto y Alfonso entró con la ropa ennegrecida, un brazo quemado y aferrando su sable con el sano. Ambas exclamaron sorprendidas al verle y Elvira se acercó a una palangana con agua para curar la herida.

—Déjalo, no hay tiempo que perder. Acompañadme.

Lo siguieron en silencio; cuando llegaron a cubierta el grito de Elvira fue atronador. El suelo estaba cubierto de cadáveres ensangrentados y el barco sufría de graves daños ocasionados por los cañones del enemigo. Los ojos de Sofía se detuvieron ante una figura conocida.

—¿Padre? ¿Está…? —dijo con voz temblorosa.

Su hermano la tomó de los hombros y la giró hacia él.

—Escucha, tenéis que meteros en el bote y remar, alejándoos lo más rápido que podáis. Pronto nos abordarán.

—Tú también vendrás, ¿verdad?

Su hermano la miró angustiado y se temió lo peor. Pero no se esperaba la reacción de Elvira, que miró el bote luego al barco pirata, aterradoramente cerca.

—¡Yo no sé nadar! ¡No quiero morir ahogada! ¡Vamos a morir de todas formas! —gritó la doncella y antes de que pudieran reaccionar salió corriendo hacia los camarotes.

—¡Elvira!

Sofía iba a salir en pos de ella, pero su hermano se lo impidió.

—Déjala, se encuentra en estado de pánico, no podrías hacerla entrar en razón. No podemos perder el tiempo.

La llevó hasta el bote y la ayudó a subir. Un marinero desesperado intentó subir y apoderarse del barco para él solo, pero Alfonso lo empujó y lo golpeó dejándolo inconsciente. Otros directamente se tiraban al agua. Se acercó a ella y de su chaqueta sacó un cuaderno.

—Toma, aquí está todo escrito, todo sobre lo que se enteró padre. No confíes en nadie. Solo en el nombre que está escrito en la última página, es el hombre que trabaja para el ministerio.

—¿Por qué me lo das? ¿Por qué me dices todo esto?

—Mientras te alejas, intentaré distraerlos.

—¡No! ¡No me dejes! ¡No puedes quedarte aquí! ¡Morirás!

Pero al mirar fijamente a su hermano vio la aceptación de su destino y la resolución de no irse con ella.

—¡No! ¡No puedes! —gritó desgarrada, con lágrimas en los ojos agarrándole de las solapas de su levita, tirando de él.

Los gritos de los piratas los alcanzaron al igual que el fuego de sus armas. Su hermano le enmarcó la cara con las manos y le besó la frente.

—Te quiero hermanita, sé valiente, como has sido siempre.

Se soltó de su agarre y con un suave empujón, Sofía cayó sentada en el bote. Intentó levantarse pero al momento el bote comenzó a descender y ella fue incapaz de ponerse en pie.

—¡No! ¡Alfonso! ¡Alfonso!

No dejó de gritar y llorar sintiendo su corazón romperse a medida que el bote se acercaba al agua. Temblando, cogió los remos e intentó usarlos. Se alejaba del barco muy despacio y se sobresaltó cuando un marinero intentó subir haciéndolo oscilar peligrosamente, otro movimiento más y volcarían. El hombre lo soltó de repente, sin vida. Sofía miró a su alrededor y comprobó que los marineros que habían saltado estaban flotando rodeados de sangre. Cuando una bala pasó silbando junto a ella, comprendió que los piratas les estaban disparando. Se dejó caer para que creyeran que la habían alcanzado. Ante un estruendo miró hacia el barco y vio horrorizada que la embarcación estaba ardiendo en llamas. Cerró los ojos y una parte de ella esperó ansiosa a que alguna bala le alcanzara para detener su angustioso dolor.

 

—Capitán, mira.

Scott cogió el catalejo que le pasó Sullivan, su segundo de a bordo y contuvo una maldición al ver el barco calcinado por las llamas que debían de haberse apagado bajo la lluvia que llevaba unas cuantas horas cayendo.

—Hemos llegado tarde, otra vez.

Le devolvió el catalejo y con pasos decididos se alejó furioso a su camarote. No quería pagar su ira con su tripulación. Estaba tan ofuscado que no oyó a Sullivan exclamar que veía un bote no muy lejos del barco atacado.

Cerró la puerta de un golpe, sobresaltando al gato que dormía plácidamente sobre su silla. Se acercó a su escritorio donde tenía varios mapas con varias marcas.

—Algún día encontraré tu escondrijo y seré yo el que no deje supervivientes.

Al oír el alboroto en cubierta se giró extrañado y salió para ver qué sucedía. No esperaba encontrarse la escena que tenía ante sí. Una mujer empapada hasta los huesos blandía con confianza un sable, probablemente extraído de alguno de sus marineros.

—Acercaos más a mí y os juro que no volveréis a ver otro amanecer.

Scott levantó las cejas sorprendido. Ahí estaba ella, rodeada de una docena de hombres experimentados con el doble de fuerza que ella y esta no ofrecía ni un asomo de miedo. Todo lo contrario, levantaba la barbilla orgullosa. Timothy, un grumete, dio un paso hacia ella con las manos levantadas.

—No pretendemos hacerle daño, señorita.

—Un paso más, muchacho y te corto esa lengua de pirata.

Hizo un círculo con decisión y sus hombres se alejaron de ella, asustados de que se hiciera daño a sí misma. Resoplando, cansado de aquel espectáculo, se acercó a ellos a poner orden.

—¿Qué es lo que sucede aquí?

—Capitán, por el catalejo vi algo en un bote a la deriva, sin remos, cerca del barco quemado, mandé a unos hombres a investigar y volvieron con esta… esta… mujer. —Sullivan evidentemente, no sabía cómo nombrarla.

—Parecía que estaba desmayada, capitán, pero en cuanto la subimos a bordo se puso como una fiera, desarmó a Vincent y nos amenazó con el sable —completó Timothy.

—Bien, bien señorita, nos harías un favor enorme si bajaras el arma sin causar más alboroto.

Ella dirigió la punta del sable al igual que su mirada, a él. Scott se sorprendió ante su mirada de desmedida ira, al igual que se sorprendió, de la punzada de deseo que sintió. Era una mujer realmente hermosa con aquellos resplandecientes ojos verdes y aquel cuerpo tentador, marcado perfectamente por el vestido empapado que se pegaba a su piel.

—¡No permitiré que me toquen, sucios piratas!

Ahora fue su turno de enfadarse y se acercó a ella, amenazante.

—Controla tu lengua, muchacha, no somos piratas.

—No os creo. ¿Por qué razón ibais a viajar en un buque de guerra sin bandera y vuestra tripulación no llevar uniforme? ¡Sois como ellos!

Con un brazo señaló al que probablemente era el barco en que viajaba, que ya destruido, estaba hundiéndose poco a poco en el océano.

—¡No te atrevas a compararnos con ellos!

Se acercó a ella y esquivó a tiempo su ataque. Entrecerró los ojos, estudiándola. Parecía que sabía lo que hacía.

—Sé buena chica y suelta el sable.

—Tendrá que obligarme a ello.

—Tú lo has querido.