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Nova Casa Editorial

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© 2015, Emília Illamola Ganduxé

© 2015, De esta edición:Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Maite Molina

Cubierta

Vasco Lopes

Imagen de cubierta

“Solitud”, de Dolors Curell (www.dolorscurell.com)

Maquetación y corrección

Carlos Cote Caballero

Impresión

QP Print


Primera edición: Febrero de 2016



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Emília Illamola Ganduxé

Más allá del cielo azul

Nova Casa Editorial

1

Por fin amanecía, el cielo estaba despejado.

Avanzábamos a gran velocidad. Absorta en mis pensamientos, apenas reconocía los cambios en el paisaje.

Saqué el bocadillo de jamón y queso, que ya se había enfriado. A cada bocado, las bolas se me iban haciendo más difíciles de tragar. Recogí las migas que habían caído en mi regazo y las metí cuidadosamente dentro de la bolsa de plástico.

Más allá de la carretera se extendían suaves colinas y campos de labranza. Invernaderos entre casas diseminadas marcaban el fin de la zona urbana.

A medida que me alejaba, me iba reafirmando en mis razones para justificar mi actitud y la decisión que había tomado. Y me sentía entera, poderosa, casi como había imaginado.

Fijé la vista en la cortina de árboles que parecía abrirse a nuestro paso. A lo lejos destacaba el cielo azul, intenso y luminoso, contrastando con las sombras que me rodeaban.

Acurrucada en uno de los asientos del fondo, me quedé dormida.

Desperté con una sensación de vacío. De no saber en dónde me encontraba. De no recordar por qué me iba. Sin entender lo que hacía.

Por un momento me sentí perdida, flotando en una vida que ni siquiera me parecía mía.

Retrepé en el asiento, me enderecé. Estaba oscureciendo y el cristal se había empañado. Frotándome los ojos, consulté el reloj. Busqué en la bolsa. Todavía quedaba un sorbo de agua en la botella.

Pensé en volver, en abandonar aquella idea que me alejaba de ti.

Bajé del autobús. Con la mochila a mis pies, vacilé antes de tomar una dirección. Debo seguir, murmuré. Y me dirigí con paso rápido hacia el interior de la estación.

Apagué el móvil. Entré en la cafetería y pedí un café. Consulté los horarios, buscando una conexión.

Observaba a la gente que, apresurándose, seguía su camino en busca de una meta, sintiendo la determinación de sus pasos resonando en el andén.

Y pensé en dirigirme al norte. Hacia las grandes extensiones boscosas que había entre los pueblos y ciudades a las que de pronto deseaba volver.

Sentía que había cambiado el rumbo de mi vida, que en pocas horas estaba en el punto de partida que anhelaba. Y me parecía que había valido la pena.

Respiraba la brisa suave, fresca. Paseaba por los caminos, sin apenas cruzarme con nadie. La humedad del bosque penetraba a través del grueso jersey hasta mis huesos.

Me senté en un claro soleado para descansar y admirar el paisaje, recordando cuando, cogidos de la mano, paseábamos por estos mismos lugares.

Me pregunté qué estarías haciendo, si me estarías echando de menos.

Todavía no estaba preparada para abrir el móvil y llamarte. Oír tu voz a lo lejos y tan cerca, en mi oído, al mismo tiempo.

Seguí caminando absorta, me adentré en la espesura. El musgo recubría el suelo y las hiedras trepaban por los troncos de los árboles, buscando la luz. Pinos, robles, algunas encinas, es todo lo que reconocí.

Eché en falta no haber prestado más atención a tus palabras, a tus indicaciones. Para saber más y sentirme segura moviéndome a solas. Y al mismo tiempo, apartar de mí esa sensación de irrealidad.

Cerré los ojos. Me concentré en los suaves murmullos. En el crujir de las ramas, en el volar de los pájaros, en la vida que había a mi alrededor. Pensé en buscar, pero me faltó valor —tuve miedo de perderme, de hundirme, en ese mundo tan aislado— para ir hasta los rincones desde los que habíamos observado los nidos muy quietos, sin apenas hacer ruido.

Porque entonces, a tu lado, este mismo bosque me había parecido acogedor. Recuerdo que me llevaste hasta el punto más alto, que desde allí me enseñaste la hondonada donde nacía el río, al pie de las montañas, y después me indicaste el nombre de cada una de ellas, mostrándome orgulloso las imponentes cimas del círculo que nos rodeaba.

Seguía tus pasos acalorada, asintiendo a tus explicaciones, a los detalles que me ibas contando, sin poder retener toda la información, disfrutando de aquel momento de intimidad sintiendo que me abrías tu sensibilidad.

Regresé lentamente. Otoño, cuando la naturaleza languidece y se renueva. Me afectaba, sentía que me afectaba, como si yo misma lo estuviera provocando al desear entrar en ese mismo proceso.

Me di cuenta de que tenía los ojos húmedos cuando llegué al refugio.

Recostada en la cama, contemplaba la oscuridad de la noche, sin luna, sin estrellas. Y con la mente en blanco, en algún momento me pregunté si estaría nublado, o si era yo misma que me negaba a ver lo evidente.

Pensé en llamarte, en decirte que te quería, que deseaba estar a tu lado, y también en buscar un pretexto, preguntarte por el nombre de aquellos pájaros y el de los árboles del bosque, para que notaras el vacío que sentía en mí sin ti. Para que supieras dónde estaba, para que corrieras a mi lado. Y todo volviera a ser como antes, de verdad, entre nosotros.

Me trabó la duda. La duda de no saber si estarías contrariado. De si interpretarías mis palabras de una forma que no esperaba. Y de que con tu respuesta, perturbaras la paz de mi precario equilibrio.

Me daba cuenta de que había tomado una decisión que iba a tener consecuencias imprevisibles. Pero un orgullo largo tiempo reprimido, que me reforzaba, estaba creciendo en mí.

Que no iba a permitir que me vieras lloriquear, pensé, que ya era mayor para eso. Y de pronto, me volví a sentir segura.

Nunca imaginé mi vida así, lo confieso. Pensé que sería más fácil alcanzar los sueños. Sin embargo, ahora considero un tanto absurdo aquel convencimiento de mi soñar. Y me pregunto si acaso vivía fuera de la realidad. O incluso en qué clase de realidad, sin saber la respuesta.

Nunca hasta entonces había sido consciente de lo difícil que sería alcanzarlos. Imaginaba que formaban parte de mí, que estaban a mi alcance. Y no temía que pudieran hacerse realidad.

Pero al cuestionarme lo que había vivido —y cómo lo había vivido—, todo me parecía confuso, difícil de aclarar. Y buscaba en esa dificultad una manera de madurar para diferenciarme de ti y conseguir de nuevo que te fijaras en mí.

Desperté de madrugada. Me parecía oír aún el eco de tu voz como si hubiéramos estado hablando y, respirando profundamente, sonreí sin abrir los ojos, pensando que estabas a mi lado.

Me recreé en la luminosidad del sueño, en la sensación de sentir mi mano en la tuya. En aquella cena, que no había tenido lugar, que solo estaba en mi mente. Y me sentí feliz, plenamente feliz, por un momento.

Me di la vuelta hacia la ventana, intentando distinguir las sombras. Cerré los ojos para conciliar el sueño de nuevo, pero, de pronto, me sentía desvelada. La incertidumbre me podía y negros pensamientos que me abrumaban llenaban mi mente.

Deseaba dormir, desconectar. Avanzar por aquel momento difícil sin tener que tomar decisiones que me hicieran sufrir. Que llegara el alba y con ella la luz de un nuevo día, su claridad. Y deseaba que aquel cambio que tanto había soñado, se hubiera producido ya.

Me pareció que estaba entrando en un proceso de duelo. Mi parte racional, lúcida y consciente, se peleaba con esa otra parte, emocional, que se negaba a aceptar, intentando alterar para mejorar aquella realidad que se me hacía insoportable.

Caminé hasta el pueblo. Necesitaba ropa de abrigo. No había tenido en cuenta que estaba entrando el frío, que el tiempo ya no era apacible.

Y deseaba desesperadamente un café de verdad.

Además, me apetecía un cambio de ambiente.

El refugio estaba poblado de seres solitarios como yo, de adolescentes y de familias enteras que alborotaban todo el día. Una combinación en la que no me sentía con ánimo de participar.

Me aislaba y me alejaba de todos, para controlar mi pulso interior, deseando mantener mi propio yo. En aquel nuevo ambiente —en el que no me podía escudar en el trabajo, ni agarrar en las rutinas diarias—, me sentía al descubierto.

Y tenía esa extraña sensación, placentera, de saber que se había roto por fin aquel círculo que me rodeaba, que me atosigaba y me protegía a la vez, que tantas veces me había impedido moverme.

Al entrar en el bar, me saludó Aurora. Me preguntó por ti y alabó mi aspecto, como de costumbre. Me senté en la barra, junto a ella, para seguir el tono alegre de su conversación mientras me servía el café.

Siempre me he sentido a gusto con ella. Y en ese momento, acompañada por un fondo de conversaciones intrascendentes y desde mi soledad, me sentí con fuerza para tomar la decisión que había pospuesto durante tanto tiempo.

Seguiría, sí, seguiría hasta el final esta vez.

De pronto comprendí que estaba en tu territorio, que no había sido el azar el que guiaba mis pasos. Y empecé a comprender lo que me estaba ocurriendo.

Necesitaba respirar, volar, para poder afianzarme de nuevo.

Mientras regresaba, sentí que mi tono había cambiado. Como si se hubieran abierto nuevas posibilidades, que no había tenido en cuenta.

Dudaba, y ya no veía tan clara mi posición.

Me senté en el borde de la enorme circunferencia que había dejado el corte de un árbol centenario. Acariciando sus anillos, observé la gran diferencia que había entre los años buenos comparando el grosor con el de los años difíciles —que se alternaban—, en la que los insectos habían logrado penetrar, buscando refugio y alimento.

Que no se podía contar la historia de aquel bosque sin tener en cuenta el tronco de ese árbol, me habías dicho, y aunque muerto desde hacía años, su raíz era un testimonio vivo aún.

Saqué el cuaderno, pensando en dejar constancia de aquel momento, de lo que había a mi alrededor y de lo que me evocaba. Me sentía pequeña, insignificante. Reparé en la hilera de hormigas que se desplazaban bordeando el tronco, ajenas a mi presencia.

Siguiendo el rumor del viento alcé la vista, emocionada, hacia las altas copas que llenaban de verde mi horizonte, en el suave movimiento de sus ramas. Y pensé, no sé… en nada. No pensé en nada, súbitamente impresionada por tanta belleza.

Mientras bajaba por el sendero que se abría a mi derecha, agarrada a la barandilla, me pareció oír voces, risas. Y me apresuré.

Me senté entre las piedras, para observar los insectos que volaban de rama en rama, entre los arbustos. Me descalcé y dejando las botas a un lado, me acerqué hasta el agua cristalina y hundí mis pies en ella.

Diminutos remolinos transparentes nacían y desaparecían a mis pies, al caminar hasta la otra orilla. Al alzar la mirada, para contemplar la inmensidad verde que destacaba sobre el fondo azul, reparé en el vacío que había dejado, con su muerte, aquel árbol de la memoria.

Pensé solo en andar. En continuar. Me calcé las botas y recogí todas mis cosas. La tarde era tan oscura que parecía haberse terminado el día.

Comprobé el correo. Las llamadas. Nada. Nada.

Un vacío que me impedía tomar decisiones prácticas —era lo que realmente me complacía—, que debían dar sentido a lo que estaba haciendo, se estaba apoderando de mí.

Estuve largo rato con tu dirección de correo abierta pensando, sin decidirme. Sin encontrar la palabra, ni un pretexto, para acercarme a ti.

Me parecía que en esos pocos días se había abierto un abismo tal entre nosotros, que mi vida se había desligado completamente de la tuya, y que flotaba perdida en la nada.

Como si mi vida junto a ti hubiera sido una vida soñada, que había desaparecido dejando solo un rastro en la realidad, ese dolor que sentía.

Sí, me parecía que era el dolor lo que daba de verdad realidad a mi vida y, aunque fuera contradictorio, tenía miedo de no poder desprenderme de él y de que, quizás, si seguía hurgando, me hundiría todavía más en la soledad.

Mientras me revolvía furiosa conmigo misma, daba vueltas a lo injusto que era no saber cómo sacar partido de mi situación. Y me esforzaba. Para aprender, para aprender de una vez, a vivir lejos de ti. Sin ti.

¡Pero era tan pequeño mi mundo que ni siquiera yo misma había sabido encuadrarme en él! Porque mi mundo, era un mundo formado solo por ti.

Y desde que nos habíamos conocido, me había estado moviendo a ciegas todo el tiempo, entre la aprobación y el rechazo, sin comprender qué era lo que tenía que hacer para que fueras feliz. Y poder ser feliz a mi vez.

Porque sabía, y lo sentía aunque me hubiera alejado, que aún eras tú todo mi mundo, no me iba a engañar.

Y anclada en ese momento de rebeldía y lucidez en el que estaba luchando, deseaba ampliar mi horizonte, para estar a nivel. A un nivel, que yo misma me había marcado y que me exigía.

Había nacido como una necesidad, de manera inocente, se había ido desarrollando sigilosamente y, de repente, me había obligado a tomar conciencia.

Y me apoyaba en ella —en esa lucha, sin saber de verdad a dónde me iba a llevar— para avanzar.

De pronto comprendí que no había vuelta atrás, que tenía que emprender aquel viaje. Y esa idea que me había rondado, me arrastraba, dominándome completamente.

Sí, debía hacerlo, para retomar el que habíamos empezado juntos, y que yo había sido incapaz de terminar.

Calculé mentalmente el tiempo que me separaba de aquel momento. Lo sabía de memoria, por supuesto, pero me recreé en él y en la sensación de fracaso que desde entonces me acompañaba.

Sin comprender bien aún, a estas alturas, qué me había pasado, qué había motivado el desacuerdo, ni encontrar una explicación coherente a por qué había abandonado.

Recuerdo, no, siento, aún tu mirada triste mientras te alejabas. Y tus palabras, que no ocultaban la decepción que te había causado.

Y también el peso de aquella decisión, que había modificado la realidad entre nosotros. Porque rompía la confianza que tenía en mí misma, de saberme capaz de estar a tu lado y mantener el nivel que me exigía.

Coge el avión, me habías dicho, y lo hice, sí. Para llegar cuanto antes a casa, pero ¿por qué? Sin embargo, llegué en un tiempo récord, el mismo tiempo récord que, sin saber cómo, sentía que te alejabas emocionalmente de mí. Y no, no tenía la respuesta aún.

Pero en aquel momento, sentada en la baranda fría del puente de piedra, en el mismo punto en donde lo dejé y desde donde te vi marchar, esa idea de empezar de nuevo se abrió paso con fuerza y llenó mi mente.

Y entre la oleada de pensamientos elementales que desencadenó, un deseo primario e irracional, irrefrenable, de recuperar el tiempo perdido deseando que fuera ese camino el que nos volviera a unir, brillaba intensamente, al final del túnel.

2

Recuerdo que estuve esperándote desde el mismo momento en que nos separamos. Ya en el avión de regreso, contaba los días, las horas que faltaban para volver a verte. Y aquel tiempo me dolía, como un vacío que no podía llenar.

Pendiente del teléfono y del correo, no fui capaz de moverme, de entrar en las rutinas cotidianas, sin ti. Iba hasta la buhardilla acristalada donde teníamos los libros y repasaba los títulos, sin decidirme.

Me sentaba en la gran mesa de la cocina con la mirada perdida y la mente centrada en ti.

Y la música, que tanto me gustaba, me producía una emoción que no podía soportar estando a solas.

A veces, desde la ventana, me fijaba en cómo el viento zarandeaba las ramas de los árboles, en el jardín, mientras contaba distraída, al oír el ruido lejano del motor, los coches que pasaban.

Ya desde la mañana, esperaba con ilusión que llegara la noche, porque me parecía que sería el momento en que ibas a llamar, en que iba a saber de ti.

Primero oscurecía y después venía la hora de la cena. Apenas cocinaba, no tenía apetito. Y absorbida por aquel silencio que se había instalado en casa —del que me sentía responsable—, contemplaba el paso de las horas, sin interés.

Nunca unas vacaciones me habían parecido tan largas, tan crueles. Me sentía castigada injustamente por el curso de los acontecimientos. Y no lograba entender qué los había desencadenado.

Para cuando se hacía evidente que no ibas a llamar, que había terminado el día y debía ir a la cama, se me hacía imposible conciliar el sueño. Y completamente desvelada, daba vueltas y más vueltas al pensar si estarías bien, al por qué guardabas silencio.

Sin atreverme a tomar la iniciativa.

Sé que me faltó valor para llamarte y hablar. Para aclarar las cosas y, tal vez, minimizar la distancia que se había creado entre nosotros.

Se acercaba la fecha de tu llegada y al final tuve que salir, para llenar la nevera. Jamón, quesos, foie, verdura, carne, pescado, leche, pan tierno…, para dar una imagen de normalidad, para que no descubrieras en la miseria que había estado viviendo aquellos días, sin ti.

Para ocultar mi dejadez, mi falta de ilusión y mi completa desorientación para enfrentar la vida.

Supe que todo había cambiado entre nosotros, que se había roto el fino equilibrio que nos unía, en el momento en que cruzaste la puerta sin mirarme apenas esa mañana, inesperadamente.

No me habías llamado, ni me habías pedido que fuera a recogerte.

Entonces comprendí el porqué de mi angustia, de mi miedo. Al ver que se habían hecho realidad mis peores presagios. Y me sentí abandonada.

No pude remontar, porque no supe retomar el camino que me había conducido hasta ti. Y desde entonces, el miedo a perderte me había paralizado.

Saqué el libro de la bolsa y lo abrí cuidadosamente. Más que información, lo que necesitaba era releer y mirar las fotos, evocar aquellos preparativos que recordaba llenos de ilusión.

Había llegado el momento de seguir la misma ruta, esta era la intención de la decisión que había tomado.

Sí, había tenido una corazonada. Y me proponía seguir tus pasos, desde el mismo lugar en donde nos habíamos separado. Desde donde tú te habías alejado, y en donde, al mismo tiempo, me parecía que te había perdido.

Con la ilusión de volver a llegar hasta aquel ser que yo amaba y que sabía que estaba aún en ti.

El punto de lectura sobresalía hacia la mitad. Pero hojeé detenidamente el libro hasta las primeras páginas, para empaparme bien. No quería que nada me pasara por alto, esta vez. Quería retomar de nuevo el proyecto desde cero y que nada enturbiara mi propósito de llegar hasta el final.

Empecé a leer ávidamente. Buscando tal vez, la seguridad en imitarte, pensé. Sí, lo pensé. Pero si no estabas a mi lado, ¿cómo iba a poder imitarte?

Y entonces, mi mente se llenó con tu imagen y me parecía oír tus razonamientos, mientras yo asentía, segura.

Me di cuenta de que no era nuestro aquel libro, que era tuyo, solo tuyo. Estaba lleno de anotaciones en los márgenes, en los espacios en blanco, al pie de las fotos. Me emocioné al tenerlo entre las manos y lo apreté contra mi corazón, con lágrimas en los ojos.

Aquel libro suplía tu ausencia. Que me iba a dejar guiar por él, pensé, como si fueras tú quién me indicara qué sendero escoger, en qué albergue descansar.

Sí, ahora comprendía mi falta de madurez, lo difícil que debía de ser para ti cargar conmigo, satisfacer mis caprichos.

Encontré una foto entre las páginas. De antes, de cuando nos habíamos conocido y yo solo deseaba complacerte, hacerte feliz, sin pensar en mí. Porque me parecía entonces que tu felicidad era la mía.

¡Aunque me sentía tan lejos de ese momento!

Pero no había dejado de amarte, ni mucho menos. Solo necesitaba saber quién era yo en realidad para poder corresponderte de verdad, pero al mismo tiempo me daba miedo pensar si saberlo me iba a impedir volver contigo.

Cerré el libro, tu libro, con tristeza, al comprender que ni siquiera había sido capaz de comprar uno nuevo. Diferente, o quizás, más actualizado. Que me diera libertad para seguir la peregrinación más acorde con mis maneras.

Y una vez más, me di cuenta de que incluso en ese pequeño detalle estabas tú, sí, de que necesitaba desesperadamente tenerte presente en mi vida.

Divagaba. No lograba permanecer atenta a la realidad que me rodeaba. Y me complacía en pensar que lo que estaba haciendo tenía un fin y que daría el resultado que esperaba.

Pero cuando me descuidaba y dejaba correr mi mente, se centraba de nuevo en el dolor que me causaba esa distancia que me había impuesto.

Al llegar, me encaminé hacia el aseo, después de dejar mis cosas en la litera. Estuve largo rato bajo la ducha, a sabiendas de que otros viajeros estaban esperando a que terminara. Con los ojos cerrados, dejé que el agua caliente me relajara. Me dolían los pies y también la espalda. La jornada había sido dura.

Abrí el móvil y vi que no tenía batería. Lo enchufé, me preparé un café soluble y me senté en la terraza para mirar cómo anochecía, observando cómo el azul del cielo se tornaba rojizo y luego gris, esperando.

En algún momento me vi capaz de comprobar si había un mensaje, una llamada perdida. Mientras temblaba, con el móvil en las manos.

Y llamé. Pero no hubo respuesta.

Me calcé las chanclas y me dirigí al comedor. Me senté en la larga mesa junto a los demás y comí arroz hervido con huevo frito. Apenas hablé con nadie. El cansancio físico tenía, a veces, la virtud de inutilizar mi capacidad mental.

Volver a los 17

Y me retrasaba a propósito, observando cualquier detalle que llamara mi atención. Una flor que de pronto aparecía, alegrando el camino, un arbusto que se me antojaba bello, la gran extensión de campos que se unían con el cielo azul en el horizonte, un insecto que se me acercaba zumbando... Para saborear aquella sensación de libertad.

Porque no me había fijado un plazo exacto, ya que tu silencio me atizaba y, en cierto modo, confirmaba mis sospechas.

El sol estaba en lo más alto, quemaba. El camino transcurría por una pendiente suave entre campos.

Mientras iba contando los pasos, hasta cien. Y volvía a empezar, para distraerme. Era un juego con el que había jugado de pequeña, infinidad de veces.

Me maravillaba la gran cantidad de cosas que recordaba, de pronto.