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LA DANZA DE LOS MALDITOS

Miguel Abollado

LA DANZA DE LOS MALDITOS

Bohodón Ediciones

LA DANZA DE LOS MALDITOS


Segunda edición: septiembre de 2012

© De la obra: Miguel Abollado Rego

© Fotografía de solapa: Umut Sayin

© Fotografía cubierta: Miguel Abollado Rego

© Bohodón Ediciones S.L

www.bohodon.es

Sector Oficios Nº 7

28760, Tres Cantos (Madrid)

e-mail: ediciones@bohodon.es

ISBN-13: 978-84-15377-85-6

Depósito legal: M-33266-2012

Printed in Spain

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo o por escrito del editor.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Para Marta

A Laura,

a Ana Silva (la mejor poeta del mundo)

y a Patricia,

agradecerles sus correcciones,

aportaciones, comentarios,

alabanzas y críticas.

1ª PARTE

Ya tarde, entre el ocaso del atardecer y la llegada de la medianoche,

nos refugiamos en el pórtico. Los truenos retumbaban alrededor,

mientras los relámpagos movían las majestuosas campanas

proyectando sonidos sombríos.

Parecían ser campanadas de la libertad repicando.

Repicando por los guerreros cuya fuerza es para no luchar,

y por los refugiados en el inofensivo camino de la huida;

repicando por el afable, por el bondadoso

y por el fuera de la ley a causa de un insignificante delito;

repicando por el rebelde, repicando por el libertino

y por el desdichado, por el abandonado y desamparado.

Repicando por los buscadores, en su mudo sendero de búsqueda,

por las lenguas que no tienen adónde llevar sus pensamientos,

y por todos y cada uno de los soldados perdedores en la noche,

el brillante destello de las campanas de la libertad.

Bob Dylan,

Chimes of freedom.

Madrid, 1 de octubre

Diario de la Mañana

Sale a subasta pública

un valioso manuscrito de Goya

Han sido descubiertos recientemente unos documentos, al parecer escritos por Francisco de Goya, que contienen notas sobre los últimos años de la vida del pintor aragonés y que se hallaban en posesión de un coleccionista particular.

Ha sido precisamente tras la muerte de este coleccionista, Francisco de Umbría y Solloza, cuando ha salido a la luz este valioso legado, oculto durante muchos años, y que será subastado en unas pocas semanas.

Fuentes cercanas a la familia afirman que incluso amigos íntimos y familiares del aristócrata ignoraban la existencia de tal manuscrito, y que ni siquiera fue nombrado en su testamento.

En diversos ámbitos artísticos y literarios se baraja la posibilidad de que en ese manuscrito se describan detalles importantes sobre esos últimos años, los más difíciles e intensos de la vida del afamado pintor.

No es el primer descubrimiento que se hace este año sobre el gran Maestro; pocos meses atrás, se descubrió en el Museo del Prado un boceto en el que un anciano Goya aparecía postrado en un prado. Tras descartar inicialmente que fuera obra suya, no faltan quienes aseguran que se trata efectivamente de un autorretrato.

1

ARANDA

Me despertaron las campanas de San Isidro.

Cada mañana intento imaginarme, después de haber pasado casi un año, cómo sería mi vida si hubiera hecho las cosas de otra forma. Si no hubiera roto mi relación, si no me hubieran echado a patadas de la casa en la que éramos tan felices; si me hubiera decidido a cambiar antes de que se desmoronara todo, si aquel fin de semana no hubiese hecho las cosas que hice, ni dicho las cosas que dije; o, incluso, si ese fin de semana no hubiera existido nunca.

Pero todo ocurrió tal como ocurrió.

Me convenzo a mí mismo de que a veces no es posible evitar lo que sucede; mueves ficha, tocas ligeramente alguno de los hilos que te sostienen y vas viendo cómo lo que tenías apenas un año antes, va desapareciendo poco a poco, hasta que un día todo tu mundo se derrumba por completo y deja de tener sentido. Cuando lo tienes todo, me refiero a todo lo que la sociedad impone como necesario para la felicidad absoluta, a veces no te das cuenta de la realidad, y tiendes a pensar que tu vida puede ser mejor. No sabes cómo, no sabes con quién, no sabes ni qué quieres, pero dudas de que lo que tienes sea lo que te hace feliz al cien por cien. Supongo que es porque siempre queremos lo que no tenemos: el soltero envidia la estabilidad de la familia, el calor de tener alguien siempre a su lado; el casado, la libertad y el libertinaje del soltero. Aunque no estés seguro de si vas a acertar o la vas a cagar completamente, si las cosas no funcionan hay que tomar esa decisión: hay que mover la maldita ficha. Pienso muchas veces en los momentos que tuvimos malos, de dudas, de continuas peleas, de incertidumbres sobre el futuro; de eternos silencios cuando estábamos juntos, y de deseo brutal cuando estaba con algunas otras mujeres, y sé que tomé el camino correcto. Pero otras veces, a primera hora de la mañana, cuando las campanas de la Colegiata interrumpen mis sueños idílicos y taladran mis añejos pensamientos, cuando me despierto con el regustillo resacoso y triste de otra juerga de la que no quiero acordarme y me doy cuenta de que ya no hay nadie a mi lado, mi primer pensamiento es que cometí un error.

Tras la habitual comida de tarro matutina, llega un momento en que no queda más remedio que levantarse. La noche anterior había sido dura, esta vez la excusa fue una visita de un viejo amigo. Total, otro desvarío alcohólico más, y otro día después nefasto para mi cabeza. A medida que avanzaba la mañana, iba dejando atrás esa sensación de vacío y pesimismo con la que siempre me sentía al levantarme. Era feliz al fin y al cabo, y para celebrar que era lunes, decidí cambiar los hábitos y probar un poco la luz del sol. El mejor día de la semana bien merecía una salidita, aunque fuera arrastrando mi existencia resacosa por las calles del viejo Madrid. Visitar el Rastro, cuando ya no había nadie; tomarme algo en El Bonano a solas con mi amiga Fuencisla; entrar en el mercado de la Cebada para hablar con Domingo, el viejo pescadero, sin señoras ni neopijos interfiriendo con su molesta presencia; deambular por la plaza de los Carros y la plaza de la Paja sin oír los tambores al viento de los rastas y, finalmente, tomarme unos huevos rotos en Lucio, unas tostas de setas en El Tempranillo, un rabo de toro en La Chata, o simplemente sentarme en Maxi a comer pollo rebozado y meterme un par de frascas de vino de la casa entre pecho y espalda, mientras me echo unas risas con Carlos, el camarero más colgao de todo el barrio.

Únicamente me dejaba ver los lunes por la mañana, iba a contracorriente del resto de la humanidad, todos esos pobrecitos, comunes y vulgares mortales que ahora tanto detestaba. Porque todo había cambiado mucho, no solo yo. Ahora el barrio ya no ofrecía el encanto de antes, solamente lo disfrutaba cuando lo habitaban los vecinos del barrio, cuando los fruteros, pescaderos, barmans y repartidores trabajaban a destajo intentando tener todo listo y dispuesto para que por la tarde empezara la función. Era entonces cuando aparecían los personajillos de la farándula, las niñas alternativas de marca y los treintañeros guapitos de peluquería para lucir palmito en El Viajero y en las escaleras y terrazas donde confluyen las dos cavas; y los politicuchos de tres al cuarto, o el futbolista de moda, incluso el Borbón de turno, dejándose ver los primeros, y deslizándose sigilosamente el monarca, con nocturnidad, por Casa Lucio. Toda esta función, como si de una obra de teatro se tratara, se repetía sin parar, día tras día, durante todo el año. Daba igual si hacía frío o calor; las tabernas, bares y restaurantes siempre llenos, y en la calle los Cayenes, Bemeuves o Mercedes ocupando media calle y parte de la acera; porque claro, nada de metros, autobuses o taxis, hay que lucir también los carruajes: todo forma parte de la función. Yo también formaba parte de eso. Pero ahora lo detestaba. La edad, los avatares que te van golpeando, quizá también los excesos, terminan cambiando la percepción de las cosas, de la gente que te rodea, del sitio donde vives. Ahora mi barrio lo era solo algunas mañanas; después, no salía de casa hasta bien entrada la noche. Para ser feliz solo necesitaba postrarme en el butacón de mimbre y ver pasar el tiempo desde mi pequeña terraza sobre las cavas; contemplar el sol apagándose sobre la Almudena y San Andrés, observando el reflejo de sus rayos en los ventanales de las cúpulas y a la gente moviéndose dentro y fuera de sus casas, igual que hacía James Stewart en La ventana indiscreta, pensando con nostalgia en otros tiempos mejores.

¿Ves, nena? Todo esto me pertenece.

Les decía, hace demasiado tiempo, a las damas que venían por primera vez a mi casa, normalmente rescatadas in extremis de su borrachera dominical por las tabernas de La Latina, mientras ellas flipaban con las vistas.

Diosssss, Peter, esto es maravilloso y superbonito.

Después, al ponerse el sol, me quedaba esperando a que llegara Fuencisla a El Bonano. Allí acudiría otra vez a mi cita nocturna con los brebajes escoceses, y la noche siguiente, y la otra, y así todas las noches de mi ya absurda y oxidada vida.

Si no fuera por mi creciente tendencia al alcoholismo, se podría considerar una vida más o menos normal. Claro, normal para un estudiante sin ningún tipo de atadura, o para un jubilado que se ha ganado el derecho a no hacer nada. Pero lo gracioso de todo esto es que ahí estaba yo, con mis 39 tacos, como un campeón, retirado y defenestrado, con un futuro nada prometedor por delante y con un pasado muy intenso y cada vez más lejano.

Claro que mi situación no era totalmente voluntaria. Si no hubiera pasado nada de lo que pasó, habría seguido la peregrinación por la vida, con todos sus tópicos, sin plantearme nada de todo esto. Cuando estás metido a saco en la vorágine del trabajo, en la rutina diaria, a veces no te das cuenta, o no quieres darte cuenta, de si realmente es eso lo que deseas, si es eso lo que has estado persiguiendo desde siempre. Sigues adelante porque no te queda otra. Al menos a mí me quedaba el espíritu crítico de pensar que lo que tenía entonces me repugnaba. Ahora, cualquiera que me viera podría decir que mi situación actual era un puto desastre, y sin embargo, bien pensado, y momentos de bajón aparte, las cosas no me iban tan mal. En ese momento estaba viviendo una segunda juventud, y mejor todavía que la primera. El hecho en sí de no tener trabajo, lejos de agobiarme, me hacía sentir libre, y me invadía una sensación de tranquilidad tremenda: esa especie de sensación que se tiene tan pocas veces de saber que estás en el sitio adecuado, haciendo lo que realmente quieres hacer, o sea, nada, sin interferencias de ningún tipo, ni sociales, ni morales, ni familiares.

Como consecuencia de mi nueva vida, mis relaciones digamos que se habían reducido un poco, por no decir que habían desaparecido casi por completo. Da gusto ver cómo se comportan algunos amigos ante situaciones que se escapan de lo normal. Sencillamente, ellos no podían admitir mi nueva forma de ser, y se fueron escabullendo sigilosamente, encerrándose en su caparazón de rutina y bienestar. A la larga uno se da cuenta de que, de vez en cuando, esas cribas de amistades son necesarias para saber quién está contigo realmente. En ese momento te amarga, y piensas: Pero ¡cómo han podido abandonarme todos en los momentos difíciles! Y, sin embargo, eso es parte del juego. Como en una novela, los personajes aparecen y desaparecen, son protagonistas importantes de una etapa de tu vida; pero, en definitiva, no lo son de todas. Por eso se tienen tan pocos amigos de verdad, porque en el ser humano, igual en la amistad que en el amor, tarde o temprano se impone la infidelidad. Y al final, los que quedan son los mejores. Es difícil darse cuenta de esto con la frialdad necesaria, pero es necesario hacerlo para avanzar. Y si no te das cuenta de eso, si crees que es mejor tener un amigo que te traiciona que no tener nada, si tienes miedo a cortar con todo de forma definitiva por no quedarte solo, lo que pasa es que te vas consumiendo por dentro y viviendo una mentira continua. No es muy distinto a lo que pasa con las mujeres. ¿Qué hacer ante una infidelidad? Muy sencillo, pero a la vez muy duro: cortar por lo sano. Si no, a larga, el resultado es el mismo que con los amigos, peor si me apuras, ya que con tu pareja vives cada día, compartes un montón de momentos más o menos especiales; y vivir con una mentira —o muchas— termina consumiendo lentamente una relación, y también a ti mismo.

Así que apliqué mi propio cuento a mi relación sentimental. Miriam era mi chica, y resulta que también era mi jefa. La engañaba día sí día también, en los numerosos viajes a los que solía ir, y lo peor es que generalmente lo hacía con tías de la empresa. Además, no la quería, y la mentía en las dos cosas. Vivía con ella desde hacía un año. Íbamos a casarnos. Según mi teoría, tenía todas las papeletas para cagarla algún día. Así que, infeliz de mí, meses antes de la boda decidí cortar con todo, aduciendo dudas y un montón de excusas absurdas. Y se montó la de Dios. Porque alguien le fue con el cuento, el de verdad; y además de insultarme, pegarme y tirarme todo lo que encontró a su paso, me puso de patitas en la calle. Bueno, no ella, pero jugó sus cartas de la forma más vengativa de que fue capaz para perderme de vista.

Todo lo que pasó me hizo reflexionar un poco sobre mi futuro. Tenía dinero, ya que entonces ganaba mucho y porque, por perderme de vista, la indemnización se puede decir que también fue generosa. Además, mis intentos de reenganche laboral a través de mis clientes y proveedores conocidos, se fueron truncando uno tras otro, debido a que la bruja de mi exnovia y exjefa, rebuscando en su cerebro hasta el último resquicio de rencor y de venganza, movió muy bien los hilos para cerrarme otras puertas convenientemente; y yo ya no tenía ninguna gana de suplicar trabajos distintos a lo que sabía hacer. Sencillamente, no estaba preparado para empezar otra vez de cero, así que decidí tomarme un tiempo para relajarme, olvidarme de todo y pensar un poco.

Como se suele decir, Dios escribe recto con renglones torcidos; vamos, que para ir llegando a donde sea que tengamos que llegar algún día, te vas llevando unas cuantas hostias por el camino. Y desde luego, o acaban contigo o te hacen más fuerte. Yo aprendí mucho de todo lo que me pasó: sé que fue causado por mí mismo, por mi avaricia, por mi egoísmo y mi orgullo, y no me porté nada bien con ella, para qué engañarnos. Pero el caso es que después, los que creía mis amigos se dedicaron a juzgarme por lo que hice. Ya no importaba quién era, ni qué signifiqué un día para ellos, o para ellas, ahora era un renegado y un cabrón.

Fíjate en lo que le hizo a la pobre Miriam.

Qué curioso es, a veces, el comportamiento humano; qué vil y cobarde es la gente cuando vienen mal dadas. Cuando más necesitas de su apoyo, más se recluyen en su mundo de fantasía de mierda, y se permiten juzgarte, como si ellos fueran infalibles. Este abandono, el de mis amistades más allegadas, fue lo que me causó mayor impacto. Una enorme decepción que no hizo más que aumentar el desprecio que sentía por la especie humana, sin distinción de sexo, color o condición social. Únicamente me fiaba de la poca familia que tenía, de algunas amistades que me quedaban del colegio y de algún que otro desgraciado que me encontraba por ahí en mis largas noches etílicas. Así que corté por completo con mi pasado, y me dediqué únicamente a salir por las noches, recorriéndome en apenas dos meses todas y cada una de las tabernas del barrio de los Austrias, y alguna otra de los alrededores. Mi situación se fue agravando cada día que pasaba. Nunca era suficiente, solo paraba cuando me caía y algún alma cándida me recogía y me llevaba a mi casa. Alguna vez que intentaba llegar por mis propios medios, acababa durmiendo en la acera, como un vagabundo.

Fue entonces cuando apareció Fuencisla. Me la encontré una noche, bueno, digamos mejor que me encontró ella, tirado en la acera de mi casa, medio muerto, después de una semana entera sin parar de beber y más cosas que no vienen a cuento contar ahora. Eso fue a los dos meses de dejarlo con Miriam. Recuerdo su mirada, una mezcla de pena y preocupación por mi estado catatónico. Me levantó la cabeza y me preguntó con un acento extraño dónde vivía. Yo le dije que ya no vivía en ningún sitio, pero que mi casa estaba allí arriba. Le indiqué el ático, aunque por su extrañeza al mirar arriba, igual debió de pensar que era al cielo adonde apuntaba. Nada más lejos de la realidad, pensé, en el infierno en todo caso.

¿Dónde vives tú, princesa?, le pregunté a duras penas.

Cuando llegué a Madrid, creo recordar que dijo ella, vivimos en casa de unos amigos, frente al Bernabéu. Poco después, tuvimos que irnos, y pasamos unos años al lado del río, frente al Calderón. Ahora vivo en Vallecas, cerca del estadio del Rayo.

Me quedé mirándola con ganas de echarme a reír, pero a la vez muy confuso. Todo era de lo más absurdo. Yo no sabía dónde estaba; suponía que estaba vivo, pero la aparición de ese ángel de la guarda me hacía pensar en lo contrario. Le toqué la cara, despacio, para cerciorarme de que ella era real, de que yo era real, y le pregunté si es que le gustaba mucho el fútbol.

O me gusta mucho el fútbol, dijo, o es que cada vez soy más pobre.

Entonces me empecé a partir el culo y, según me contó después, me di con la cabeza una leche tremenda con el quicio de la puerta, y ahí se acabaron las tonterías. Me recogió, me subió a mi casa y me cuidó durante tres días, en los cuales no pude ni levantarme de la cama. Ella era rumana, y aunque no la había visto nunca, en mi delirio etílico pensé que se trataba de Fuencisla, una antigua compañera del colegio que me tenía loco cuando tenía 15 años. A ella le hizo mucha gracia semejante desvarío. Desde entonces, siempre la he llamado así.

Durante esos tres días fui resucitando poco a poco y, a la vez, fue surgiendo una amistad que se fortalecía a medida que nos íbamos contando las penas mutuamente. Ambos estábamos en la cuerda floja. Por eso ese encuentro fue providencial. A la postre acabaría salvándonos a los dos.

Erika —Fuencis para los amigos— acababa de llegar de Rumanía, con cinco hijas a sus espaldas y con un marido al que poco o nada veía. Él mantenía más o menos a su familia, pero era idiota perdido, y además tenía la manía de irse con la primera que aparecía delante de su careto. Fuencis tragaba, porque tenía muy clara su posición dentro de ese entramado: sus hijas valían cualquier pesar o sacrificio. Pero su vida era una mierda, lejos de su tierra, lejos de su familia y amigos, en un lugar extraño, poblado por gente rica y derrochadora, hijos de papá que apenas comprendían que hubiera gente que sobrevivía en esa ciudad con apenas doce euros al día, los mismos que ellos gastaban sin pestañear cada vez que pedían cinco cañas, o una ración de preciosas croquetas en la taberna más fashion del barrio de los Austrias.

Ella me abrió los ojos, curó mi cuerpo y salvó mi alma. Se convirtió en mi única amiga, que además hacía las veces de camarada y confidente. Me descubrió un mundo totalmente desconocido para mí. Lleno de penurias y carencias, pero también con algunos valores que se me antojaban muy lejanos en el mundo que yo conocía, en el que no cabía más que el dinero, la apariencia, la belleza, la hipocresía y la superficialidad. Así que, gracias a ella, poco a poco fui recuperando la cordura. Además le conseguí el trabajo de camarera. Seguía bebiendo mucho, pero al menos lo hacía siempre en el mismo bar, donde ella me controlaba, donde todos me conocían y más o menos me querían. Y lo mejor, casi siempre tenía alguien que me llevara a casa.

Dejé las drogas, que es lo que casi me mata durante esos dos meses fatídicos, y también las mujeres, me refiero a las de Montera, Casa de Campo y Gran Vía, que eran las únicas capaces de aguantar a un sujeto como yo.

Las otras, hacía mucho tiempo que habían dejado de existir para mí.

Fui retomando también los encuentros semanales con mi padre, olvidados durante mi larga etapa en el purgatorio. Habíamos vuelto a vernos con asiduidad desde hacía un par de años. Cuando murió mi madre, con mi hermana casada y viviendo fuera de Madrid, empecé a dejar de ir por casa y a perder el contacto. Así que mi padre y yo decidimos obligarnos a mantener encuentros periódicos, en un ambiente un poco más propicio a mis gustos —un bar, vamos— y a los suyos. Porque para qué engañarnos, al viejo siempre le había gustado empinar.

El trayecto hacia el viejo café de Barbieri, bajando por la calle Mesón de Paredes hasta la plaza de Lavapiés, ahora suponía para mí el momento más deseado de la semana; y creo que, tal como discurría mi vida, incluso lo deseaba yo más que mi viejo. Esta era una de las pocas zonas auténticas que quedaban, y la inmigración la había hecho todavía más interesante si cabe, con todos esos establecimientos de kebabs y comida india, pero manteniendo todavía algunas de las tabernas más antiguas y típicas de Madrid. También los locales nocturnos tenían algo especial, auténtico, algo que echaba de menos en las cavas, sobre todo últimamente.

Llegué pronto y me pedí un café. Enseguida le vi entrando por la puerta, bastante acalorado.

—Maldita sea esta ciudad, coño, esto está lleno de chinos. Me han cambiado Madrid, muchacho, ni que estuviéramos en Pekín, aquí ya no hay sitio para los de siempre —se sentó enfrente de mí, después de colgar el abrigo en el perchero de madera y saludar con el puño en alto al camarero, con el que hacía unas semanas había tenido una acalorada discusión política. Él rio y le soltó un no empecemos, Aranda, mientras le negaba con la cabeza—. ¿Te crees que voy a comprar el pan a mi bodega de toda la vida y me encuentro a un chino en el mostrador? Casi me da un pasmo. El cabrón de Andrasio les ha vendido el negocio a los amarillos, ha trincao la pasta y se ha pirao pal pueblo. Los de siempre se van, hijo mío, de Madrid solo quedamos cuatro viejos. Hay que ver cómo cambian las cosas.

—Igual cambian para bien, vamos, digo yo. Porque, dime, ¿de dónde era tu querida amiguita? —me hacía mucha gracia la manía que les tenía a los chinos. Era muy curioso que un hombre tan abierto como él, nada racista con los demás extranjeros, que habitaban en gran número en ese barrio que él había adoptado como suyo, tuviese tanta manía a los chinos. En fin, algo le habrían hecho.

—Polaca, y no es mi amiguita.

—¡Ah, claro! Vamos, Aranda, ahora resulta que los polacos son cojonudos, y los chinos no.

—No es lo mismo, hombre, no me compares. Si lo que me jode de los chinos es que sueltan la pasta a los viejos tenderos de barrio y se hacen con todos los negocios. ¿De dónde sacarán tanto dinero los hijos de puta?

Desde que tengo memoria, a mi padre todo el mundo le llamaba Aranda. No parece muy normal en un hijo llamarle por el apellido al padre, pero es que nuestra relación siempre ha sido muy poco convencional. Él tampoco fue nunca un santo, iba siempre a su bola y a mi madre le hizo sufrir mucho. La historia de Aranda, de nuestra familia, es un poco triste. Muchas veces he pensado en la parte que le tocó jugar a mi pobre madre, y mi conclusión es que no estaban hechos el uno para el otro.

Aranda siempre fue un revolucionario, también un gran lector, lo cual le abrió la mente a un mundo que en su juventud resultaba apasionante para aquellos que iban a contracorriente del Régimen. La dictadura fue su gran caldo de cultivo. Mi madre era muy diferente. Solamente compartían una gran tradición cristiana, gracias a que sus familias habían conseguido transmitirles muy bien esos valores y separarlos totalmente de cualquier ideología política. Algo muy complicado en esa época de contrastes. Fascismos y comunismos despreciaban la religión, pero el fascismo ultraconservador de nuestra dictadura se había apropiado de la doctrina de la Iglesia y la había llevado a un anacronismo que mi padre despreciaba por completo. Aunque él seguía siendo fiel a la doctrina de la Iglesia, o mejor dicho, a la doctrina del hombre, profeta o Dios en la que estaban basados sus fundamentos. Había sido capaz de mantener la fe de sus padres y, a la vez, despreciar toda la pompa obsoleta y absurda en que se había convertido la Iglesia en este país los años previos al Concilio. Eso, unido a sus amistades de universidad, acabó por perfilar una personalidad e ideología de lo más peculiar y original. Sus compañeros de la escuela fueron los primeros en salir en el 68, y le fueron poco a poco comiendo la cabeza. Así que el tío salió comunista hasta la médula.

Algo comunista y algo cristiano. Un caso curioso. Por eso, digamos que sus opiniones y sus ideas sobre la situación política, y sobre la vida misma, resultaban de lo más interesantes. Se había convertido con el tiempo en un gran conversador y en un lector empedernido, que le hacían mantenerse siempre muy pendiente de la actualidad. Era asombroso ver cómo, para cualquier cosa que ocurriera, él ya tenía una opinión más o menos fundada.

Mi madre siempre fue mucho menos inquieta. Pienso en ella mucho y siempre con mucha pena, porque su paradigma de felicidad era incompatible con el de Aranda. Era un ama de casa de las de siempre, una estupenda cocinera y una madre maravillosa. Nos quiso tanto, que solo de pensarlo me emociono. Quiso tener más hijos, pero la situación se volvió insostenible cuando nació mi hermana, así que ahí se paró la producción, y esa escasez de prole le pesó siempre. Aguantó todo y más de Aranda, pero le quería tanto que nada de lo que pudiera hacer, decir, o pensar podía afectarla hasta el punto de romper esa relación. A mi madre eso le valía. Le valíamos nosotros, estar con Aranda, a pesar de aguantar las infidelidades y los eternos viajes, a no sabíamos dónde, que de vez en cuando se corría mi viejo con a saber quién. Pero a mi padre esa situación le comía por dentro. Y solo cuando se separó de mi madre se invirtieron los papeles. Él empezó a ser feliz, a sentirse libre y seguro consigo mismo, con su forma de pensar y sentir; y mi madre se empezó a morir poco a poco. Hasta que un día, se murió del todo. Mi hermana nunca se lo perdonó, y no ha vuelto a tener ningún contacto con él. Yo, sin embargo, con el tiempo he ido recuperando poco a poco la relación. Mejor dicho, iniciándola desde cero. Al cabo de los años, me fue contando bien todo su pasado, la verdad de sus sentimientos; me fue deshilando finamente su alma y conseguí llegar a entenderle un poco. Mirando hacia atrás, y pensando en lo mucho que da por culo a veces la vida, comprendí que partiendo del hecho aislado de que un día se encontraran y se enamoraran un poco, las cosas no pudieron salir de otra forma. Infelicidad y desgracia cuando todo acabó, sí, pero también hubo amor, alegrías, hijos, viajes, amigos, recuerdos, durante muchos años. Algo que, de no conocerse, puede que ni ella ni él hubiesen tenido nunca. La felicidad tiene muchas caras, y no siempre las historias acaban bien. Bien pensado, normalmente las historias de amor, largas o cortas, formales o no, o son para siempre o acaban rematadamente mal, no existe término medio. Yo le había perdonado casi todo, y mi relación con Aranda era ahora de una amistad muy profunda. Había cariño, pero me costaba mucho quererle como a un padre: al pensar en los sentimientos, siempre me acordaba de mi madre. Ella se llevó la peor parte.

Y ahora estaba allí con él, tomándome unos vinos, como si fuera uno de mis colegas del colegio. Se le notaba feliz, y se redimía de los pecados del pasado con su hijo, trasmitiéndole su particular forma de ser y su extravagante modo de ver las cosas. Cumpliendo bien, aunque de forma algo tardía, su trabajo como progenitor y protector. Yo le dejaba, porque en el fondo le admiraba mucho. La mente humana es muy compleja, y algunos comportamientos difíciles de comprender, pero Aranda nunca fue una mala persona.

—Bueno, chaval —continuó, mientras me lanzaba una de sus sonrisas maliciosas—, y tú, me imagino que ni polacas, ni ecuatorianas, ni chinas, ni españolas, ni nada de nada, como siempre. A ver cuando te follas a una como Dios manda, sin pagar me refiero. Pagando folla cualquiera —casi de espaldas, dirigiéndose al camarero, levantó la mano con un dos. Eso eran dos riojas, aunque más tarde serían dos whiskies.

—Ya lo sabes, Aranda, lo que menos necesito ahora es que venga una mujer a complicarme las cosas.

—A ver, Peter, las cosas te las complicas tú mismo. Yo no me complico en absoluto, y qué quieres que te diga, estoy mucho mejor con ella que solo. Además, tampoco creo que andes muy ocupado últimamente, y no estoy hablando de mujeres, que llevas más de un año paseándote por Madrid, chico. Tendrás que empezar a funcionar algún día de estos, ¿no crees?

—Oye, no me vengas con las charlas de la abuela, que ya hemos hablado mucho de este tema. Por el momento paso de currar. Tengo pasta y no quiero líos con mujeres, lo sabes de sobra, nunca antes me había sentido más libre y relajado.

—No me extraña, solo faltaba que estuvieras estresado, cabrón. Mientras sigas leyendo, al menos no estarás perdiendo el tiempo del todo. Porque lees, ¿no? ¿O eso también te cansa?

—Me leo todo lo que me dejas, ya lo sabes. También esos malditos folletines con los que me envenenas, voy a terminar creyéndome todas esas monsergas comunistas trasnochadas.

Mira, eso estaría bien. Recuerdo que en tu anterior vida, me refiero a cuando no eras un paria y trabajabas, tenías mujer y amigos, te habías llegado a convertir en un snob detestable —dijo irónico, mientras se despanzurraba en la silla y miraba a la chica del vestido rojo que acababa de entrar por la puerta.

—Aranda, Aranda, no empecemos con los pasados, que no acabamos nunca. Me leo tus libros, pero me creo lo que me da la gana —me molestaba cuando decía eso, pero porque era verdad, ahora me apreciaba mucho más que antes. En el fondo, ahora yo pensaba como él: en aquella época, me había convertido en un auténtico idiota.

—Por cierto —dijo pensativo Aranda—, ahora que hablamos de libros, sigo erre que erre con mi biografía sobre Goya. Ese maldito pintor me está volviendo loco, no hay manera de acabarla. Resulta que se ha descubierto hace poco un manuscrito realmente interesante relacionado con el pintor, y me he enterado por Paco el Varas que sale a subasta en breve, en un mes, quizá dos.

—¿Qué quieres decir con un manuscrito?

Pues una especie de diario suyo, escrito de su puño y letra.

—Si no es así, ya me dirás qué valor puede tener.

—Pues todo. Lo importante para mí no es tener los garabatos de Goya, sino saber qué hostias pasaba por la cabeza de ese monstruo al final de su vida, cuando pintó alguno de los cuadros más acojonantes de la historia del arte.

—Vale, vale, todo eso está muy bien, pero supongo que tú no estás en disposición de pujar por semejante tesoro. Así que no sé por qué te haces ilusiones.

—La cuestión es que a mí tener el manuscrito original me importa tres cojones. Lo que me importa es lo que se cuenta en él, y ese es el problema. Conozco a los posibles candidatos a hacerse con el diario y es casi seguro que se lo va a llevar el conde de Floridablanca. Y si esto ocurre, me puedo olvidar de conocer su contenido. Por lo menos, a corto plazo. Ese ancestro de la nobleza se cree heredero legítimo del pintor.

Entonces, Aranda me soltó una de sus charlas históricas con las que de vez en cuando me deleitaba, sobre todo cuando empezaba a fluir el vino por sus venas.

Al parecer, el primer conde de Floridablanca fue un abogado que vivió en el siglo dieciocho, en tiempos del rey Carlos III de Borbón. Gracias a la buena relación que mantenía con el duque de Alba y con un tal Campomanes, llegó a puestos de relevancia en la Fiscalía, empezando a consagrar sus ideas sobre el poder del Estado frente al poder de la Iglesia. Tanto es así, que fue promotor esencial de la expulsión de los jesuitas —la orden de más poder dentro de la Iglesia Católica, y en esa época se podría decir que también fuera de ella— de los territorios de la Corona española, a raíz del motín de Esquilache. Un año más tarde, compareció ante el papa Clemente para intentar que la Compañía de Jesús quedara definitivamente disuelta. Este hecho fue definitivo para conseguir el Condado de Floridablanca de manos del Borbón. A partir de aquí, no vendrían más que alabanzas y ascensos políticos: es nombrado secretario de Estado e interviene en numerosas gestiones exteriores, enfrentándose principalmente a Inglaterra para conseguir recuperar colonias como Menorca y Florida. Es en esta etapa, en 1783, cuando Goya, ya por entonces pintor de la Corte, le retrata en su famoso cuadro, que tanto orgullo proporcionaba ahora a sus descendientes.

Desde que Goya pintó a su antepasado, la familia de Floridablanca había estado unida al pintor de manera muy especial. Reunían algunos de sus cuadros en colección privada, y se había trasmitido de generación en generación una especie de veneración obsesiva por el maestro. En los círculos artísticos, se comentaba incluso que poseía algunas obras y bocetos descatalogados del pintor, aunque eso parecía más una leyenda urbana que otra cosa. Pero el conde actual había llevado esa relación mucho más lejos, la había convertido en una cruzada, negándose a publicar muchos de los diarios y documentos que poseía. Aranda mantenía un pulso personal con él. Ese oscurantismo le resultaba patético y absurdo, porque hoy en día se conoce casi todo sobre la vida y obra del pintor aragonés.

¿Te das cuenta ahora de la importancia de esa subasta? —estaba realmente excitado—. ¡Y ese maldito conde de pacotilla me va a joder el libro! Yo ya no me encuentro en condiciones de esperar mucho tiempo a que el señorito lo publique, y estoy convencido de que en ese manuscrito puede haber novedades muy importantes.

No entendí bien a qué venían esas prisas. ¿Qué más le daba conocer el contenido de esos papeles ahora o dentro de uno o dos meses? No era muy normal en Aranda esa frustración y pesimismo. Todo lo que contaba resultaba ciertamente interesante, pero de un alarmismo absurdo.

—No sé, Aranda, creo que estás un pelín alarmista con este tema. Además, yo pensaba que el Estado tenía derechos preferentes en este tipo de subastas, parece lógico pensar que pujarán por el manuscrito.

—¡Qué va! Eso podría ocurrir si se tratara de alguna de sus pinturas, y siempre en ocasiones muy especiales. La percepción general es que ese manuscrito vale lo que vale por estar escrito por el propio Goya, nada más. Además, ni siquiera es seguro que lo escribiera él. El Estado no mete la mano aquí, eso seguro. En fin —dijo suspirando. Le pegó un último tiento a su rioja y se relajó un poco, volviendo la mirada hacia la calle—, cambiando de tema, resulta que en quince días o así viene mi hermano, con esa…, ya sabes.

—Sí, tu querida Ethien.

Esa estúpida francesa, sí. El caso es que la última vez que vinieron a casa fue un desastre, estuvimos discutiendo todo el día. Sabes lo cabezota que soy, ¿verdad? —asentí sin dudarlo mucho, sonriendo levemente—. Pues ella es como un puto muro, siempre llevándome la contraria, siempre se tiene que hacer lo que ella diga, es algo insoportable —de repente, se calló durante unos segundos, mientras me miraba de reojo—. Pero Julián es mi hermano, y no sé, chico, si vienen a Madrid no quiero que se queden en un hotel, así que…, no sé…, había pensado…

Que se quedaran en mi casa. Venga, que te veo venir.

Aunque los dos hermanos se llevaban muy bien, el pobre Aranda no soportaba a la novia del tío Julián, una profesora de Francés mucho más joven que él. Julián era viudo como mi padre. La verdad es que el tío Jota era genial, siempre que nos juntábamos nos echábamos unas buenas risas. Así que no me pareció mal aceptar la propuesta. Ethien era un poco palurda, vale, y excesivamente simple para mi gusto, pero al menos yo sí la soportaba y, además, estaba buenísima.

—Tú ahora estás más libre. Me harías un gran favor.

—Venga, no te preocupes, yo me ocupo de todo. Hablo con el tío Jota, él lo entenderá.

—Gracias, Peter… Te debo una.

—Pues a ver si empezamos con los escoceses, que estás tardando.

Sonrió por fin. Esa tarde le veía más serio de lo normal. Debía de estar preocupado por algo, no sé si por el tema del manuscrito o por otra cosa. Porque lo habitual era acabar medio borrachos los dos, contando chistes y metiéndonos con Pati, la camarera dominicana, que se lo pasaba genial cada vez que íbamos por allí.

Todavía cayeron un par de whiskies más. Esta vez se estiró bien el viejo, estaba realmente agradecido. Se notaba que quería a su hermano; pero, a su edad, la intimidad para él representaba algo sagrado, y ya no era capaz de soportar a dos mujeres enredando en su casa durante una semana. Incluso le había costado mucho tiempo admitir a Nadia viviendo con él, con todo lo que la quería. A mí tampoco me venía mal un poco de diversión, romper con la rutina durante unos días. Julián era cualquier cosa menos aburrido, y la francesa tenía también su gracia, después de todo. Pensando que me iba a costar una pasta la broma —a estos dos les iba la marcha y las salidas nocturnas, pero estaban más pelaos que las gallinas—, antes de despedirnos, Aranda se ofreció a subvencionar la estancia. Así, quedábamos todos contentos.

De vuelta a casa, subiendo por la calle de Lavapiés, siempre me gustaba pasar por la plaza de Tirso de Molina. La última remodelación, por fin, había dado en el clavo, convirtiéndola en peatonal y limpiándola de los pobres desheredados que solían vagar por allí suspirando por un pico. En su lugar, ahora se alzaban jardineras, fuentes, y los pequeños puestos de madera del mercado de las flores, desafiando al pasado sucio y negro de la plaza. Era como estar en otra ciudad mucho más civilizada y serena, en Ámsterdam, por ejemplo. Ningún gato de alcurnia ni madrileño de adopción podría imaginar semejante fábula de colores en un espacio que siempre había resultado tan poco habitable y tan desalentador. El Homenajeado parecía mirar perplejo desde su pedestal la cascada que fluía ahora bajo sus pies, y por encima de don Tirso, el otro Poeta, desde su balcón de Relatores, tan acostumbrado antes a los desolados paisajes de antenas y de cables, asomaba ahora su bombín, incrédulo también, viendo el panorama que se le ofrecía ante sus ojos. Incluso las pocas viejas y vagabundos que merodeaban por allí observaban sorprendidos los puestos, desconcertados ante semejante colorido, pensando qué pintaban ahí todos esos floripondios. Sin embargo, en el contraste estaba el acierto; saliendo desde la plaza hasta Jacinto Benavente o hacia el Cascorro, te encontrabas de golpe con el bullicio y desorden típicos del centro, y enseguida te dabas cuenta de dónde estabas.

En Madrid, claro.

A mí me gustaba pararme siempre un rato para disfrutar de la tranquilidad que ahora trasmitía ese lugar, que se estaba convirtiendo uno de mis rincones favoritos de la villa.

Acabé el día tirado en la hamaca de la terraza, mirando cómo el sol languidecía, oscureciendo primero las calles, y luego, más tarde, la Casa de Campo y la sierra de Guadarrama, hasta apagarse por completo. Ahora eran la cúpula de San Andrés y la torre mudéjar de San Pedro las que iluminaban la noche. Quemé las últimas horas del día terminándome algún libro de Paul Auster —ese no era de los que me dejaba Aranda—, soñando con Nueva York, y ventilándome alguna que otra botella que encontré perdida por ahí.