1. Preparativos

Estoy horrible, lo sé. Es completamente intencionado. Acostumbrada a llevar el pelo suelto, lacio y un tanto rebelde en las puntas, curvadas con cierto desorden al rozar los hombros, no me reconozco con la melena engominada y recogida hacia atrás. No tengo expresividad en el rostro porque el moño está tan tirante que ahora mismo necesitaría un entrenador personal para conseguir parpadear dos veces seguidas. Además me he puesto unas gafas sin graduar, las más feas que encontré en un bazar chino, me he maquillado potenciando mi palidez, con las ojeras más acentuadas y he añadido algún granito extra para despistar... Me siento delante del fotomatón y permanezco seria. El resultado es horroroso, justo lo que necesitaba. Se parece más a un cartel de «se busca» que a una foto para solicitar un visado. Pero entrego esta foto, porque lo que pretendo es no parecerme en nada a cualquier imagen mía a la que las instituciones norcoreanas puedan tener acceso.

—Entrar en Corea del Norte es fácil —me aseguran mis intermediarios—. Si certificas que no trabajas en ningún medio de comunicación, que no te dedicas a la fotografía y que no has publicado ningún libro, no tendrás ningún problema.

En una máquina tragaperras, esto sería el premio gordo. Tres de tres. Trabajo en un medio de comunicación, he publicado un libro y he realizado algunas exposiciones fotográficas. Deduzco que las personas acostumbradas a preguntar, observar y difundir pequeños detalles no son bienvenidas. Para mí se convierte en un reto personal. Para Pau, mi compañero de vida, se convierte en una aventura. Si me dicen que sí, se viene conmigo. Para algunos de mis seres queridos es una preocupación. Para el resto del mundo, una locura.

Entrego toda la documentación casi seis meses antes del viaje, pero no importa la antelación, me comunicarán si puedo entrar o no al país cuatro días antes de mi llegada. Los intermediarios me recomiendan comprar los vuelos hasta Pekín con derecho de cancelación, o que me plantee un plan B por si al final no se me concede el acceso a Corea del Norte. A partir de este momento, solo puedo cruzar los dedos y esperar que en la embajada a nadie se le ocurra poner mi nombre en Google. Por eso he adjuntado la peor de mis fotos, así, si tienen dudas, siempre podré decir que esa chica que sale en Internet no soy yo, sino una que, qué casualidad, se llama igual.

Decidimos ir a Pekín con tiempo, una semana antes de la entrada en Corea del Norte. Una vez allí, sabremos si podemos pasar o no. Si no es posible, emplearemos nuestras vacaciones en recorrer China. Ese será nuestro plan B.

La reacción de la gente cuando indicamos nuestro destino es confusa. Casi nadie sabe mucho sobre Corea del Norte. Algunos conocen su estricto sistema político y a veces recuerdan algo que han oído en las noticias relacionado con el eje del mal, las armas nucleares o la estrambótica dinastía estalinista pero, por lo general, se sorprenden cuando detallamos algunas de las particularidades que tendremos que asumir. Por ejemplo, un turista no puede ir solo por la calle. No está permitido. Tiene que hacerlo acompañado de dos personas norcoreanas que serán sus responsables durante todo el viaje. El extranjero no puede salir del hotel a dar una vuelta, no puede comprar un billete de tren, no puede utilizar el transporte público, no puede subir a un taxi, no puede reservar alojamiento y tampoco puede elegir un restaurante donde comer... Todo, absolutamente todo, lo tiene que hacer previamente una agencia norcoreana autorizada. Es su manera de mantener al país aislado. Ellos te asignan un vehículo privado, un chófer y un mínimo de dos personas que te recibirán en el aeropuerto y pasarán a convertirse en tu sombra permanente hasta el final del viaje. Quieras o no quieras. Es imposible moverse por cuenta propia y es mejor no intentar comprobarlo. Son algunas de las recomendaciones que recibimos antes de llegar.

—¿Y qué hay en Corea del Norte? —me suelen preguntar.

Bien, no lo sé. Precisamente por eso quiero ir. No voy a hacer fotos a monumentos, aunque las haga. No voy a tomar el sol, no voy a relajarme. Voy a ver qué hay en Corea del Norte, o más concretamente, qué me dejan ver. Soy consciente de que el recorrido excluirá lo que el gobierno no quiera mostrar, tal y como pasaba con la China de Mao, el Japón de los años 40 o el Bután actual, donde tampoco está permitido viajar por libre. Pero quiero verlo. Quiero vivirlo. Quiero saber encontrar la belleza en un lugar aparentemente hostil. Y quiero saber responder esa pregunta a mi regreso.

Una vez en Pekín tratamos de ponernos en contacto con la embajada de Corea del Norte, sin éxito. Faltan cuatro días y aún no sabemos si tenemos o no tenemos visado. Nos dicen que volvamos al día siguiente, que el responsable al que estamos buscando no está disponible. Lo hacemos pero al día siguiente tampoco nos atienden. Ni siquiera nos dejan entrar en el edificio. Nuestros intermediarios insisten en que debemos volver una vez más a la embajada, pero solo nos queda un día para que salga nuestro vuelo. Y todavía no sabemos nada.

El señor Dong sale del taxi en Pekín como si fuese un agente de bolsa, algo atosigado, vestido con demasiada ropa para el calor que hace y sin dejar de hablar por el móvil. Lleva una carpeta mal cerrada llena de papeles que sobresalen y el pin reluciente con el rostro de Kim Il Sung. Es el primer norcoreano que veo en persona. Hasta ahora eran como una leyenda. Sabía que existían, que tenían que llevar el pin con el rostro de su amado y eterno presidente por obligación y algunas peculiaridades más, pero nunca había visto uno en persona. Es un detalle que me hace reflexionar. Cuando viajas a otros países es normal que hayas conocido antes a sus gentes que a su tierra. Cenar en un restaurante indio, comprar en una tienda de chinos, entablar conversación con unos pakistaníes, cruzarte por la calle con rumanos, senegaleses, angoleños, marroquíes, rusos o ecuatorianos, indicar una dirección a unas turistas italianas, o ver un espectáculo folklórico de músicos de Mali, por poner algunos ejemplos, son cosas cotidianas que todos hemos podido hacer sin salir de nuestra ciudad, pero... ¿Quién ha hablado con un norcoreano?

Dong cuelga el teléfono y se acerca a la puerta lateral de la embajada de Corea del Norte en Pekín. Allí permanecemos Pau y yo, que hemos sido los primeros en llegar, junto a algunos de los que serán nuestros compañeros de viaje. Dong pregunta por nuestros nombres y empieza a buscar la documentación correspondiente con sus manos sudadas. Saca papeles, los cambia de sitio, vuelve a meter algunas hojas, cambia de carpeta... Lo hace con la torpeza propia del que tiene prisa. No sé si ponerme a organizar su lío de papeles para terminar cuanto antes o quedarme inmóvil observando la escena. Mi cuerpo decide por mí, me paralizo cuando veo nuestros visados. Ya los tenemos. Mañana volamos a Corea del Norte.


10. El festival

—Lo que vamos a ver es el festival Arirang —comienza a relatarnos Kang en el autobús.— El nombre significa: ¡Oh, pobre Ri Rang!, y proviene de la trágica historia de amor entre un chico llamado Song Bok y su amada llamada Ri Rang. Cuenta la leyenda que la joven pareja de novios vivía feliz en una aldea norcoreana muy humilde. Ellos apenas tenían dinero para comer, así que un día Song Bok acudió a pedirle ayuda al más rico de la aldea para conseguir algo que llevarse a la boca, pero el hombre rico era muy avaricioso y se negó a ayudarles. A los pocos días, unos soldados enemigos arrasaron la aldea y los dos amantes tuvieron que esconderse en las montañas para sobrevivir. Cuando Song Bok vio su aldea destruida, quiso luchar por su tierra, le pidió a su amada Ri Rang que le esperase escondida en el bosque el tiempo que hiciera falta, y se alistó en el ejército dispuesto a vengarse de los que habían quemado su aldea. Los días pasaban y Ri Rang tenía dificultades para encontrar comida. Y entonces, el hombre rico que se había negado a ayudarles, vio a la joven pasando hambre y frío en la montaña y, prendado por su belleza, decidió ayudarla. Él quiso enamorarla, y empezó a agasajarla con piropos, pero Ri Rang tenía el corazón ocupado y respondió que siempre sería fiel a su amado Song Bok. Le contó su historia de amor y el hombre rico, enternecido ante un amor tan firme, decidió que esta vez sí que les ayudaría. Le propuso a Ri Rang trabajar para él para poder ganar algo de dinero, y le facilitaría también techo y comida en abundancia a cambio de ayudarle en las tareas del hogar. Cuando Song Bok volviese de la guerra, también le facilitaría un trabajo en las tierras que poseía, y de esta manera los dos amantes podrían vivir de nuevo su intenso amor sin dificultades. Ri Rang aceptó y se puso a cocinar para el hombre rico. Fue en ese momento cuando Song Bok volvió de la lucha, y pasó al lado de la cabaña del hombre rico. Ver a su amada Ri Rang cocinando para aquel que les había negado la ayuda fue un golpe tan duro que preso de la rabia, sin decirle nada a Ri Rang, entró sigilosamente en la casa y mató al hombre rico, antes de escaparse lejos para siempre. La joven volvió a quedar sola en el bosque, vagando, sin comida, y gritando constantemente el nombre de Song Bok, su querido amante que no regresaba. El eco desgarrador de sus gritos llegó a oídos de Song Bok y le hizo reflexionar. Se dio cuenta de que había cometido un error, se había precipitado y decidió volver a la montaña para recuperar a su fiel amada. Pero la encontró muerta. Ella misma se había clavado un cuchillo por no poder estar con su amado. Y por eso la gente, al conocer la historia, no dejaba de decir ¡oh, Ri Rang! ¡Pobre Ri Rang! Esta leyenda es la que veremos reflejada esta noche, junto a la historia de Corea plasmada en los diferentes números de baile. Espero que disfrutéis del espectáculo. Es en honor a nuestro Amado Líder Kim Il Sung. De verdad que vale la pena.

Y lo cierto es que jamás he visto un espectáculo igual. No hay olimpiadas, ni discursos presidenciales, ni encuentros políticos, ni exposiciones universales, ni carnavales, ni espectáculos circenses a bombo y platillo que se le parezcan. Tampoco hay fotos ni videos que sean capaces de reflejarlo fielmente, verlo y oírlo en persona es algo indescriptible, algo capaz de dejar boquiabierto al más escéptico.

Ya en los alrededores del estadio se observa el ir y venir de la gente, los artistas, los turistas, el público... Hay una fuente hermosísima que juega con el ritmo del agua y los colores al compás de la música. El estadio está iluminado por fuera, tiene 207.000 metros cuadrados y una capacidad para ciento cincuenta mil personas. Es el estadio más grande del mundo. Desde el aire, parece un paracaídas o una magnolia con los pétalos medio abiertos. Es sorprendentemente bonito.

Oigo unos impactantes gritos de coordinación por parte de los artistas. Algo así como «¡un, dos, tres, media vuelta!», o algún tipo de indicación similar. Impresiona. A veces todos —y son más de cien mil— dan un golpe con el pie a la vez, y se me ponen los pelos de punta con el estruendo. Buscamos nuestros asientos con el espectáculo en marcha. Hay decenas de miles de bailarines uniformados que plasman la historia de Corea y la leyenda de los jóvenes amantes que nos contaba Kang, a través de movimientos, acrobacias y saltos en masa, tapizando el césped del estadio con elaborados dibujos humanos y respaldado por una enorme pantalla que ocupa la tercera parte del graderío. Pero no es una pantalla cualquiera, es, en realidad, una pantalla formada por veinte mil norcoreanos que sujetan grandes cartulinas de colores a modo de píxeles, y que van cambiando con una coordinación extrema, para formar mosaicos con el fondo más adecuado a cada escena. Mirar esa pantalla humana es hipnotizante.

En los laterales del campo, miles de norcoreanos vestidos completamente de blanco y con unas alargadas banderas verticales de color azul, delimitan la zona del espectáculo y sirven como punto de referencia para los artistas que esperan su turno fuera de pista, y que también se cuentan por miles. Llegamos a nuestros asientos. Kang se ha sentado detrás de mí, y de vez en cuando se acerca para traducirme alguna consigna o para decirme que lo que va a salir a continuación me va a gustar. El estadio está lleno de bailarinas vestidas de amarillo, verde y rosa, mientras en la pantalla de píxeles humanos se ve una puesta de sol escondida en un paisaje rocoso. Las cartulinas de colores van cambiando, y el sol se va levantando segundo a segundo, como si fuera un vídeo, y se transforma en una frase escrita en coreano: ¡Marquemos los latidos del corazón y ajustemos el paso de avance con la marcha forzada que emprendió Kim Il Sung, patriota sin par! Las bailarinas de rosa se mueven en una dirección, las de verde en otra y las de amarillo en otra, formando vistosos dibujos en el césped. La pantalla se transforma en el skyline de Pyongyang subrayado por un slogan coreano. ¡Abramos la «era de prosperidad de Pyongyang» de la época del Songun creando la nueva velocidad de Pyongyang en la construcción de la capital! La época del Songun es la derivada del lema «El ejército primero», que antepone las cuestiones militares sobre cualquier otro aspecto del país, y que puso en marcha Kim Jong Il a finales de los años noventa. Mientras unos pañuelos gigantes de varios colores se lanzan al aire y caen como si fueran paracaídas. Las bailarinas se agrupan por colores, ahora en círculos, ahora en líneas serpenteantes. Es espectacular. Ahora los que están en el césped deslizan unos pañuelos azules que al moverlos imitan las olas del mar. La pantalla es una nueva puesta de sol y, mientras avanzan los rayos píxel a píxel, los pañuelos que forman el mar cambian el azul por el rojo, y me parece estar frente a una postal del tamaño de un estadio. Desaparecen los pañuelos y aparecen las bailarinas disfrazadas de flores de loto, dos movimientos y se transforman en la bandera del país. Es el momento de los militares, desfilan y tocan la trompeta con la pantalla humana dibujando un revólver, sí, hay una constante apología de las armas: ¡Logremos en el nivel más alto el armamento de todo el pueblo, la fortificación de todo el país! Y llega el delirio colectivo. El revolver se transforma en ¡el rostro de Kim Il Sung! La evidencia asusta. Es el retrato oficial, el rostro sonriente que está en todas partes. El estadio grita con más fuerza, los norcoreanos aplauden, el mosaico del rostro del presidente está mejor hecho que cualquier otro dibujo, sin separaciones entre cartulina y cartulina. Visto desde lejos, cuesta imaginar que haya veinte mil personas debajo formando la imagen. Impacta la precisión.

Tras la aparición del omnipresente retrato, llega el bloque infantil. Varios niños realizan acrobacias con monociclo, saltan a la comba individualmente dentro de una cuádruple cuerda que agrupa a varios bailarines y los dibujos de la pantalla muestran niños jugando, cerditos que tocan música o polluelos que salen del cascarón, con el diseño y el colorido característico de los dibujos animados orientales. Los niños se mueven por el césped formando dibujos aéreos, se esparcen y se contraen. No falla nada. ¿Nada?

Una niña llega tarde para formar el cuadrado perfecto. Todos sus compañeros han llegado exactamente al mismo tiempo, ella no. Algo ha hecho que tarde varios segundos más que los demás y corre solitaria por un césped que parece interminable. Es la única nota disonante del espectáculo y, a mis ojos, la más tierna. Varias personas del público la están señalando. La niña sigue sonriendo, estoy lejos para adivinar sus ojos pero no quiero pensar en lo que pasa por su mente. ¿Miedo por haberse equivocado? ¿Rabia por no poder hacer nada? ¿Ganas de irse a casa lo antes posible? Cuando alcanza el cuadrado, todos continúan como si no hubiese sucedido nada.

Vuelven los humanos robotizados, perfectos, esta vez para hablar de la industria, píxeles formando imágenes de trenes y consignas varias mientras en el césped se forma una torre humana de cinco alturas, ¡cinco! Puede recordar a los castellers catalanes, pero a diferencia de éstos, aquí el niño que sube al quinto nivel no solo se mantiene en pie, sino que realiza varias acrobacias sujetándose solo con una mano, haciendo el pino y dando volteretas para caer de nuevo con una sola mano sobre los hombros de los del cuarto nivel. Es increíble. En el sentido más estricto de la palabra: difícil de creer.

Entran en escena los deportistas, vestidos con el traje de taekwondo, el deporte nacional de Corea del Norte. Saltan por los aires realizando patadas imposibles, podrían ser los actores de Matrix sin efectos especiales. Cuando llegan al suelo, una bandera gigante de la dprk que ocupa casi todo el césped y que sujetan los deportistas, avanza por encima de todos ellos haciendo un barrido por el estadio. Cuando la bandera desaparece, lo que hay debajo es un mapa de las dos Coreas formado por personas. El Norte y el Sur se funden en un abrazo de color blanco.

Ahora todo es negro. Un cañón de luz ilumina las acrobacias de dos trapecistas en lo alto del estadio. En pleno salto, uno de ellos intenta agarrarse a su compañero y no lo consigue. Cae al vacío. Se oye un grito ahogado. Como acto reflejo los turistas nos hemos llevado las manos a la boca, tratando de contener la respiración. ¿Qué ha pasado? ¿Se ha caído? ¿Dónde está? ¿Por qué nadie dice nada? Las luces vuelven a iluminar el estadio, y aparece el trapecista sonriente levantando los brazos sobre una red. Estaba todo preparado. La caída al vacío es parte del espectáculo, una forma de sobrecoger al público colocando a oscuras una red con rapidez asombrosa en cuanto se apagan las luces del estadio.

Continúan los hombres bala, bailes con cintas en pasmosa concordancia, la relación con China, reflejada en un espectáculo con dragones y bailarines que ondean la bandera de su único país amigo, y el momento de la apoteosis final llega con una esfera gigante del planeta Tierra y todos, ¡todos!, los participantes en escena. Un ejercicio de sincronización desmesurado. Si ya es difícil coordinar milimétricamente a cuatro o cinco personas, hacerlo con ciento veinte mil es una obra maestra descomunal.

Pienso en las horas y horas de ensayos a las que serán sometidos los bailarines. Kim me cuenta que los artistas son elegidos por el gobierno. Observan si una persona tiene talento desde su infancia y, los que destacan, pasan a formar parte del espectáculo en honor al Amado Líder. ¿Les gustará a los bailarines representar el Arirang tres meses seguidos? ¿Será un honor o un sacrificio? Cualquier deportista de élite vive unas condiciones de entrenamiento duras y estrictas pero, salvo excepciones, suele ser por decisión propia. En este caso, si de niño da la casualidad de que se manifiesta una habilidad concreta, realizará esa actividad toda la vida. Si un niño corre mucho, será atleta o gimnasta o policía o algo que potencie el talento que ha demostrado.

El festival me deja impresionada y pensativa en mi asiento. Hace que me acuerde de las obras más impactantes del hombre, la muralla china, las pirámides de Egipto, obras humanas inmensas, maravillosas y sorprendentes, hechas con sudor, sangre y muerte de esclavos. Y, a pesar de saber que el proceso no es limpio en ningún caso, no puedo evitar emocionarme al verlas. Me pasa lo mismo con este festival. El mayor espectáculo del mundo, ejecutado por obligación.

Kang y Kim me sacan de mi ensimismamiento.

—¡Vamos, vamos, el autobús nos espera! No perdáis tiempo. ¡Vamos, vamos!

Me falta algo, el aplauso final, la reverencia, las luces, algo que me indique que se acaba el show, pero el público del estadio se levanta en un momento concreto, mientras los bailarines siguen haciendo piruetas. Qué raro es todo.

La salida está cuidadosamente organizada. Nada del alboroto ibérico que se produce en cualquier evento masivo. Aquí cada uno sabe dónde tiene que ir y de qué modo hacerlo para no molestar a nadie.

—Qué bonito, ¿verdad? —pregunta Kang— Nuestros números acrobáticos provocan profunda admiración en festivales internacionales.

—No, si no me extraña, pero, ¿participa la República Democrática Popular de Corea en muchos festivales internacionales?

—¡Claro!


11. La última noche

Es nuestra última noche en Pyongyang, mañana por la mañana regresaremos a Pekín y por eso nos han preparado una cena especial de despedida en un restaurante fuera del hotel.

—Y bien —pregunta Marina antes de comenzar a cenar—. ¿Hemos sido unos buenos turistas? Comparado con otros, me refiero.

—Sí, sí, habéis sido un grupo genial —responde Kang—. Aquí vienen unos diez mil turistas al año, de los cuales más de la mitad son chinos, y los chinos son bastante ruidosos en general. Cuando comen, cuando hablan... gritan y resultan muy molestos. Los guías siempre lo comentamos.

—¿Vienen muchos españoles? —pregunta Pau.

—No demasiados, unos veinte al año. Al menos en mi empresa. Yo prefiero trabajar con ingleses, suelen ser muy educados. Y con vosotros he estado muy a gusto, lo confirmo. Mucho mejor que con cualquier grupo de chinos, que es lo habitual.

—Un honor que digas eso teniendo en cuenta vuestro odio a los americanos y contando conmigo en el grupo —agradece Jason—. Con todo lo que había leído, no sabía qué recibimiento iba a tener. Me esperaba cualquier cosa.

—Bueno, es que una cosa son los gobiernos y otra las personas —añade Sebastien—. Eso pasa en todo el mundo. Por ejemplo, Kang, puede que odies al presidente de Estados Unidos, no serías la única, pero a Jason... estoy seguro de que a Jason no le odias, ¿no es así?

Kang hace un gesto con la boca un tanto ambiguo y permanece callada.

—Oye ¡que no respondes! —ríe Jason— ¿Eso es que me odias?

—Permiso, tengo que ir al baño.

—¡Que no has respondido!

Y no lo hace. Nos lo tomamos a broma, incluido Jason, pero la verdad es que el gesto de agachar la mirada, beber su consumición y levantarse de la mesa sin dar la respuesta nos deja pensativos. Si no responde, ¿será porque es incapaz de decir que no le odia? ¿Entonces le odia?

—Me lo voy a tomar con humor porque sé dónde estoy —dice Jason mientras Kang sigue en el baño—. Sé a dónde venía y sé cómo funciona este país, aunque me cueste ponerme en su lugar.

—¿Te sentías muy incómodo con tanto antiamericanismo por todas partes? —le interroga Marina.

—No más de lo que imaginaba. Sí, a veces es un poco violento que te digan que los americanos tenemos la culpa de todo mientras te clavan la mirada, como haciéndote sentir responsable, pero, como digo, ya sabía dónde me metía. Y bueno, yo tampoco creo que mi país sea el mejor del mundo, soy el primero en criticar las cosas que no me gustan de unos y de otros.

—¿En algún momento te planteaste que ibas a correr con más desventajas que el resto?

—Lo cierto es que en ese sentido han mejorado bastante las relaciones con los turistas americanos. Yo hace tiempo que deseaba visitar Corea del Norte, pero hasta hace unos años solo se concedía un visado de tres días. Y el precio del viaje era el mismo que los que obtenían un visado de diez días. El americano tenía que pagar lo mismo y marcharse al tercer día. Además, era obligatorio ir o bien solo, o exclusivamente con otros americanos. No se podía viajar con turistas de otros países. Para no contagiar nuestra enfermedad imperialista, supongo. En eso han mejorado.

—¿Queda alguna restricción que se mantenga solo para los americanos?

—Por ejemplo, la imposibilidad de volver en tren. Yo quería hacerlo, quería regresar a Pekín en tren para ver un poco más la vida real sin guías, tal y como había leído en Internet, pero eso no es posible. El único motivo es que soy americano y eso me obliga a volver en avión, quiera o no quiera. Los turistas de cualquier otra nacionalidad pueden elegir si prefieren el tren o el avión.

De hecho, Pau y yo escogimos el tren por el mismo motivo.

Cuando Kang regresa, se sienta junto a los otros dos Kim, chófer y guía, en la mesa cercana. Nos dedica una sonrisa, extrae su teléfono móvil e inicia una conversación en coreano. No creo que sea buena idea retomar el tema. Así que seguimos hablando de cosas menos polémicas hasta que regresamos al hotel. Pero es la última noche y todos queremos alargar un poco más la despedida. En la ronda de cervezas, Kang se retira a dormir y Kim, cómo no, se queda con nosotros.

Sebastien y Marina hacen buena pareja. Desde donde yo estoy lo veo claro. Los dos son tan ingenuos como para preguntarle a Kim si sabe por qué hay tantos coreanos en la zona sur de Alemania. O como para enseñarle una camiseta que pone Made in Korea y estallar de entusiasmo diciendo que entonces el país no está bloqueado comercialmente, que ellos mismos han podido comprar productos coreanos en sus respectivos países. No me explico cómo aún no han comprendido que los coreanos que van a Alemania y los que exportan camisetas son los que viven en Corea del Sur, pero Kim esta curado de espanto y a todo responde con una sonrisa y un trago de licor local, lo que me hace pensar en que se va a volver a emborrachar.

En medio de las cervezas, Horacio saca un pañuelo de papel y comienza a sonarse. Kim, de repente, se parte de risa. Y no deja de señalarle.

—Pero, ¿qué haces? ¿No te estás muriendo de vergüenza ahora mismo?

—¿Yo? ¿Por qué tendría que hacerlo?

—Te has sonado delante de tooodos.

—¿Eso me debe dar vergüenza?

—Bueeeno, ¿no es de mala educación?

—Que yo sepa, no. Lo he hecho con un pañuelo. ¿Qué tiene de malo?

—Siempre me sorprendo con los turistas, sois muy extraños —continúa entre risas.

Al parecer sonarse está tan mal visto en Corea como en China, donde se considera algo escandaloso, equiparable a lo que en España implicaría lanzar alguna ventosidad. Sin embargo, esto último para ellos no supone ningún problema y se considera algo natural. Todo depende de donde hayas nacido para aceptar con naturalidad o no las diferentes costumbres humanas.

—¿Y has conocido a muchos extranjeros? —le pregunta Jason.

—Los suficientes para saber que casi todos estáis locos y hacéis cosas muy raras.

Nuestros compañeros se van despidiendo paulatinamente. A todos les acaba venciendo el sueño, pero Pau y yo estamos animados. Es nuestra última noche en Corea del Norte y Kim está contento. Al final, nos quedamos los tres solos en el bar del hotel realizando una especie de competición de refranes populares. Kim dice un refrán popular coreano y nosotros le respondemos con el primero que se nos ocurre en español.

—Más vale ver una vez que oír cien veces —comienza Kim.

—Ajá, ése es como el de una imagen vale más que mil palabras. Ahí va uno nuestro: Dame pan y dime tonto.

—Hay diamantes también en el desierto —replica Kim.

—A dios rogando y con el mazo dando —es nuestro turno.

—Marcha empezada, gran trecho recorrido.

—Dime con quién andas y te diré quién eres.

—El comercio del agua jamás conoce ruina.

—En casa del herrero, cuchara de palo.

—Con la primera cucharada no se puede saciar.

—Más vale pájaro en mano que ciento volando...

Nos reímos encontrando las similitudes entre unos y otros y los momentos en los que deben utilizarse. Kim aprovecha para ponerle más humor a la noche. La conversación deriva en chistes. Está borracho, no hay duda:

—Escuchad, ahí va uno muy bueno. Dos tipos se encuentran por la calle y se saludan. Uno le dice a otro: «¿Te has enterado? Han puesto una central eléctrica en Hamheung-si.

»Pues acabo de pasar por allí y no hay rastro de nada parecido a una central.

»Y en Kimjongsuk-Gun han inaugurado una fábrica de productos químicos.

»¿En serio? Pasé hace menos de una semana por allí y no había ninguna fábrica en toda la zona.

»Camarada, ¡deja de salir a la calle y lee de una vez nuestros periódicos!»

No salimos de nuestro asombro. ¡Chistes políticos norcoreanos! Kim sigue bebiendo alcohol y los chistes siguen fluyendo.

—¡Otro, otro! Este os va a encantar, ya veréis: «Un pesquero norcoreano se pierde en el océano en medio de una tempestad. Todos en el barco creen que van a morir, pero el radiotelegrafista les dice que no teman, que pronto llegará una lancha de policía para rescatarles. Los tipos del barco preguntan por qué está tan seguro de que la policía va a correr el riesgo de salir a la mar con semejante temporal por un simple barco pesquero. “Muy sencillo”, les responde el radiotelegrafista, “cuando mandé el sos, al final añadí: Kim Jong Il hijo de puta. Así seguro que la policía viene por nosotros.»

Pau y yo nos miramos de soslayo sin saber si reírnos a pierna suelta o contenernos un poco más. ¿Es lícito que nos ríamos de este chiste? ¿Aquí?

Pero Kim... estos chistes... ¡son muy fuertes! —indica Pau—. No es que no nos hagan gracia, es que nos puede el asombro. ¿Me quieres decir que esto lo puedes contar abiertamente y no te pasa nada? ¿Estos chistes circulan en el día a día norcoreano? ¿Se los podrías contar a un militar?

—Bueno, a ver, que yo esto os los cuento a vosotros porque sois extranjeros.

—Y porque vas borracho.

—Sí, también. A mí me los contaron en Cuba. Y yo aquí no se los he contado a nadie. A nadie. Y a un militar ni loco. Pero la verdad es que me parto de risa cuando los recuerdo. ¿Queréis uno más?

—¡Venga!

«Esto es una reunión entre Kim Jong Il y Vladimir Putin. Están en una oficina situada en lo alto de un rascacielos discutiendo sobre la lealtad extrema de sus guardias. Putin llama a su guardia ruso, abre la ventana y le dice: “Iván, debes saltar por aquí”. El guardia responde llorando: “Lo haré si me lo pide pero, ¿por qué me hace esto? Tengo una esposa y dos hijos”. Putin le dice que solo era una prueba y le deja que se vaya. Entonces Kim Jong Il hace lo mismo con su guardia norcoreano. Le llama, abre la ventana y le ordena que salte. El guardia no dice nada, toma carrerilla y se dirige a toda prisa hacia la ventana. Sorprendido, Putin le agarra y le dice: “¡No lo hagas! ¡Morirás si saltas!”. El guardia norcoreano se intenta deshacer de Putin y le responde: “¡Lo sé! ¡Pero es que tengo una esposa y dos hijos!”.»

Brindamos con licor de arroz por nuestra última noche juntos, por los chistes, por los momentos de inusitada sinceridad y por el buen ambiente que hemos tenido durante todo el viaje con Kim. Lo cierto es que sus conversaciones siempre nos dejan perlas dignas de reflexión. El contrabando de comida, el desconocimiento de las religiones, las películas americanas, la falta de amor por su mujer, su experiencia en Cuba... Seguiríamos muy a gusto de no ser por la hora. Es el momento de retirarnos. Estamos agotados, pero ha valido la pena el rato de las cervezas. Kim, esta vez cansado, se sube en el ascensor con nosotros y marca el piso número siete. Es curioso, porque Kang nos dijo que tanto Kim como ella se alojaban en la planta veintiocho. De hecho cuando Kang ha coincidido con nosotros en el ascensor, es el número que ha marcado en todas las ocasiones.

—¿Por qué marcas el siete?—le pregunta Pau.

—Porque es donde estoy alojado.

—Estás en el veintiocho. No hace falta que disimules. Nos lo ha dicho Kang.

Kim se queda perplejo. No sé por qué es capaz de contarnos todo lo que nos cuenta y mentirnos en el número de piso.

—A lo mejor la que disimula es Kang —responde distraídamente.

Toma ya. Esta respuesta sí que no la esperábamos. ¿Qué necesidad tiene de disimular ninguno de los dos? Si tampoco vamos a ir a su planta en ningún momento.

—Bueno... yo tengo que parar en el séptimo. Y, por cierto, Pau, ¿recuerdas lo que te comenté sobre que tú estuvieras una noche con mi mujer? Lo hablamos hace unos días, ¿lo recuerdas? Pues esta es tu última oportunidad. Una llamada y toda tuya. Te la cambio por una noche con tu novia ¿hace?

—Ni por casualidad Kim. Vaya despedida extraña que nos brindas. ¡Que descanses, loco!

En el fondo, muy, muy, muy en el fondo, la situación incluso me parece morbosa. ¿Cómo sería estar con un norcoreano en plan íntimo? Eso sí que hubiera sido un viaje fuera de lo común a Corea del Norte.


12. El regreso

Comienza el final. Nuestro último día en tierras norcoreanas. Hoy madrugamos más que el resto de compañeros porque Pau y yo somos los únicos que volvemos en tren. Cuando salimos del hotel a solas con Kang, apenas ha amanecido. El resto del grupo saldrá un poco más tarde e irá directo al aeropuerto, lo cual impide que nos podamos despedir.

El tren que nos recoge es un larguísimo convoy verde con dos vagones blancos. Ésos son los reservados a extranjeros, y los únicos que traspasan la frontera con China.

Queríamos volver en tren porque, como explicaba Jason, nos parecía una forma de ver Corea sin la presencia constante de los guías, aunque fuese a través de otro cristal. Había leído acerca de las numerosas restricciones para extranjeros que ofrecía este tren, tal y como contaban viajeros anteriores, pero constato que las condiciones han mejorado notablemente. En todos los casos que había leído, los viajeros que decidían volver en tren lo hacían completamente aislados en dos vagones exclusivos para extranjeros y sin posibilidad alguna de pasar a los otros. Pero, aunque estamos en los dos vagones blancos, no viajamos solo extranjeros. En nuestro caso, compartimos cabina con dos norcoreanos muy simpáticos que no paran de reírse entre ellos. Tenemos un departamento con cuatro camas divididas en dos literas y nuestros compañeros de viaje tratan de iniciar una conversación un poco insulsa debido a la barrera del idioma. Solo conseguimos saber que se llaman Lee y Choi y poco más. No solo comparten su comida con nosotros, sino que nos hacen partícipes de sus bromas, aunque no entendamos nada, y nos acompañan a la parte norcoreana del tren para ayudarnos a entendernos con la mujer que lleva el restaurante. Aunque su intención es muy agradecida, la ayuda se convierte en una tarea imposible porque Lee y Choi se empeñan en hacernos de intérprete con una dificultad añadida: No hablan una palabra de inglés. Así que todo lo que intentamos decir con gestos, luego se lo intentan traducir a la cocinera, que al fin y al cabo ha visto los mismos gestos que ellos, y acaban discutiendo para intentar adivinar qué hemos querido preguntar.

Lo que tratábamos de averiguar era si, puesto que el viaje dura unas veinticuatro horas, podríamos comer algo. Pero las mesas del vagón—restaurante estaban a rebosar, no había un solo hueco y queríamos preguntar si nos podíamos llevar el plato de comida a nuestro vagón y traerlo luego. Ahora trata de explicar eso con las manos. Y el resultado son voces en coreano, eligiendo unos platos que ni hemos señalado. La mujer que cocina comida casera en el tren nos ofrece una especie de torta de judías verdes que pagamos con dinero chino y nos comemos de pie, rodeados de miradas curiosas porque allí, sí, somos los únicos turistas del vagón y nos miran sin disimulo alguno, de arriba a abajo. De abajo a arriba. Constantemente. Esto demuestra que podemos mezclarnos con los viajeros locales, algo que al parecer antes estaba restringido. Es lo que hacemos.

Pasamos de vagón en vagón sin problema. No hay literas como las que tenemos nosotros, sino asientos duros, de madera, muchos y apretados. Y abarrotados. Hay mucha más gente que asientos disponibles. Y de nuevo diferencias. Clases sociales. Los ricos se pueden permitir viajar en los vagones blancos. Los demás, en los verdes.

Mientras tanto, por la ventanilla se asoman campos de arroz, consignas en color rojo, espantapájaros, vacas y cerdos, maizales y carros de bueyes, grupos de hombres que saludan al tren cuando pasa. Niños que se acercan a las ventanillas del tren a mirarnos desde el andén en alguna de las paradas y que se parten de risa cuando les hacemos algún juego infantil, como hacer ver que yo me separo el pulgar en dos partes o que Pau me roba la nariz, sacando la punta del pulgar entre los dedos índice y corazón mientras yo me tapo la cara con las manos. Volvemos a sentirnos sorprendentemente libres. Las estaciones en las que vamos parando muestran una Corea pobre, parecida a algunos lugares perdidos de la estepa rusa. Gente sobrecargada llena de bolsas a la espalda, niñas corriendo, estaciones llenas de gente y otras semivacías, todas viejas.

En el pasillo, apoyados en la ventanilla, conocemos a Pak, otro norcoreano que viaja en el vagón blanco y que, éste sí, sabe inglés. Él nos traduce algunas de las frases que seguimos leyendo en las consignas ancladas al paisaje: ¡Hagan que el mundo admire al gran partido y a la Corea de Kim Il Sung!, ¡Defendamos con firmeza las hazañas del gran camarada Kim Jong Il! Pak no aparenta en absoluto los cuarenta y ocho años que tiene. De hecho estábamos convencidos de que era un treintañero. Tiene la cara tan delgada que se le adivina el hueso y sus ojos son irremediablemente pequeños. Al reírse, nos muestra una graciosa hilera de dientes separados y nos explica que viaja hasta la frontera por trabajo.

—Pero, ¿vas a llegar hasta China?

—No, yo me quedo en la frontera —nos cuenta Pak—. Allí tengo una reunión. Los norcoreanos ni nos planteamos cruzar la línea, es algo que solo lo hacen algunos y en ocasiones en las que es absolutamente imprescindible, como altos cargos políticos que se reúnen con diplomáticos en el extranjero, embajadores, deportistas... Pero el resto, ¿para qué? Aquí tenemos todo lo que necesitamos. Además, viajar es un tanto pesado, hay que rellenar mil papeles antes de desplazarse a cualquier sitio. Dichosa burocracia.

—¿Papeles para poder viajar?

—Sí, todos los que estamos aquí hemos tenido que rellenar una solicitud para obtener el permiso de viaje. Es obligatorio, es como nuestro pasaporte interno. Si no lo tienes es como si no tuvieras billete, no puedes subir al tren. La solicitud se debe realizar al menos con dos semanas de antelación y hay que responder un sinfín de preguntas. Cuestión de seguridad, ya sabéis.

—¿Y qué sucede si surge un viaje imprevisto, que no se puede planificar con quince días?

—Bueno, siempre hay casos excepcionales. Pero para hacer las cosas más fáciles, algo de tabaco, alcohol o dinero siempre ayuda.

—¿Soborno?

—¡Shhhhht! ¡No lo digáis tan alto! O acabaré metido en un lío.

Pak entra en nuestro compartimento en el tren y saluda a nuestros compañeros Lee y Choi. Ahora que tenemos un intérprete podemos hablar por fin con los simpáticos norcoreanos que tanto nos han intentado ayudar a la hora de la comida. Charlamos relajadamente y les pregunto por los hijos de Kim Jong Il. De nuevo, el silencio por respuesta. O no saben nada, o prefieren no saberlo. Les hablo de los hijos oficiales que tiene según la prensa occidental y me miran con indiferencia. Ni se sorprenden ni emiten ningún gesto que yo pueda apreciar. ¿Son tres? Ah, pues perfecto. ¿Cuatro? Bien también. No, oficialmente no sabemos nada. ¿El sucesor? Sea o no sea hijo de Kim Jong Il, si lo elige él, será una buena elección. Él solo quiere lo mejor para nosotros. Siempre es lo mismo.