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CAPÍTULO 38

De repente creí oír las palabras de un niño en mi oído. Intenté no despertar y seguir durmiendo; pero alguien a mi lado me rogaba y requería mi atención y a medida que regresaba del sueño su insistencia era cada vez mayor. Al fin me vi forzada a abrir los ojos y me encontré primero presionada y rodeada por los brazos de Pol, que me empujaban a levantarme y a moverme hacia no sé qué lugar; y después aquel aeropuerto que hervía de ruidos, gentes, altavoces ensordecedores y maletas que parecían correr solas y, cómo no, mi esposo y su familia que me pedían explicaciones de cómo había sido capaz de dormir tan plácidamente en medio de aquel caos.

En cuestión de segundos volví a la realidad; quizá una parte importante de lo soñado, o todo, no era real.

Que los recuerdos fueran exactamente como los había soñado, poco importaba, pero necesitaba que alguien me confirmara que Moo seguía en el hospital o había desaparecido a cualquier lugar del planeta; me dirigí entonces a la primera persona que encontré de mi familia y le pregunté:

—¿Dónde está Moo?

Ella, como sorprendida, me respondió tajantemente:

—Ya sabes dónde está Moo. ¿Para qué me lo preguntas?

El Port de la Selva

29 de septiembre de 2008

Rosa Cava

MOO Y EL CAZADOR DE MARIPOSAS

editorial laertes

Primera edición: diciembre 2008

Diseño cubierta: Duatis Disseny

© Rosa Cava

© de esta edición: Laertes S.A. de Ediciones, 2007

C./ Virtut 8, baixos - 08012 Barcelona

www.laertes.es

ISBN: 978-84-7584-745-0

Fotocomposición: Jacob Suárez Miret

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A mi esposo, hijos, nietos, hermanas, amigos

y a mi maestro José Casán Herrera.

CAPÍTULO 1

Aquel día de invierno, en el pueblecito asturiano de Luanges, la mañana se había despertado radiante. En la escuela, los niños sentados en sus pupitres, con sus batas a rayas, esperaban impacientes a que sonara el timbre que indicaba el final de clase y el comienzo de las vacaciones navideñas.

Lo que sucedía allí parecía un milagro: ninguno de los niños llevaba reloj y tan sólo unas décimas antes de que sonara el timbre ya se habían erguido y en cuestión de segundos las mesas y las sillas quedaban completamente vacías. Los dos hermanos, apretujados en el pasillo entre aquella vorágine de niños, se buscaban con la mirada mientras intentaban a partir de codazos y puntapiés ser los primeros en cruzar la puerta de salida al patio. Se reencontraron, como era habitual, en un extremo de la calle y emprendieron juntos el regreso hasta su casa. Su hermana se quedaba hasta más tarde, ayudando a la limpieza de la escuela.

El hermano mayor siempre andaba por delante. El pequeño se rezagaba por cualquier motivo: de hecho, le tenía miedo. Miedo de que ante cualquier pequeña distracción, ya fuera al ir a cruzar una calle o contemplar un escaparate, su hermano le arreara un guantazo.

Todo el mundo en el pueblo, pero sobre todo las personas más allegadas, conocían la gran diferencia de carácter que había entre ambos hermanos. Unos lo achacaban a la edad; otros, a que lo normal es que uno herede el carácter del padre y el otro el de la madre. Pero la hermana mayor se limitó a aceptar estas circunstancias con resignación. Esto la hizo fuerte ante las adversidades y al mismo tiempo, instintivamente, se sintió también responsable de proteger a su hermano menor: ya fuera a la hora de rebañar comida de la mesa, preservar sus juguetes, o incluso defenderle ante cualquier agresión. Ella creía que el mundo era inamovible e incomprensible y que ni su madre, ni la educación, ni los rezos iban a servir para que sus hermanos cambiaran lo más mínimo.

No obstante, un día la niña le preguntó a su madre cómo era posible que su hermano fuera peor que el mismo diablo y aun así siempre le disculpase, le creyese sus argucias y mentiras y estuviese siempre de su lado.

Ella se limitó a responder mientras seguía ocupada con las tareas de la casa:

—Tu hermano es fuerte y astuto: él triunfará en la vida. Si lo defiendo es porque él es el único que puede ayudaros en el futuro.

Aquel mediodía, el radiante sol que había lucido durante toda la mañana empezó a deshacer el hielo. El camino estaba mojado y resbalaban en cuanto forzaban la marcha. El hermano mayor fue el primero que torció por la calle que conducía directamente a su casa, junto a la ribera del río. Mientras andaba absorto golpeando con un palo todo lo que encontraba a su paso llegaron a la charca rodeada de juncos. Allí, mientras se entretenían cortando los más largos, oyeron voces. Más que voces eran gritos, chillidos, lloros...

Se miraron fijamente y el mayor ordenó por señas al menor que dejara cuanto tenía entre manos y le siguiera.

Asomaron despacito la cabeza por la ventana de la casa que daba al comedor, sólo hasta la altura de los ojos para asegurarse de que nadie les viese, y pudieron observar cómo el padre tenía cogida a la madre por el pescuezo y le pegaba una y otra vez mientras la insultaba y le llamaba mentirosa y puta.

Sentado en el suelo, su hermano de pocos meses gateaba libremente entre una maraña de objetos rotos.

La mujer, arrodillada a los pies del marido, pedía clemencia y le prometía entre sollozos que jamás volvería a mentirle. Por fin el padre soltó a su presa y le ordenó:

—¡Levántate! Dime de una vez por todas adónde has ido esta tarde.

La mujer, llorando desconsoladamente, seguía arrodillada en el suelo frente a él y con las manos juntas le suplicaba una y otra vez:

—Perdóname si he llegado tarde y la comida no estaba lista, pero me he entretenido hablando con mi hermana. Te prometo que jamás volverá a repetirse, te lo juro por nuestros hijos, pero no me pegues más.

De su frente brotaba un reguero de sangre fino y constante que se deslizaba por su mejilla hasta caer gota a gota sobre su abrigo.

El hermano pequeño, atónito, se separó de la ventana. Con todo, siguió oyendo perfectamente la tragedia que tenía lugar en el interior. Así, incapaz de soportar un segundo más los sollozos de su madre, tiraba una y otra vez de la chaqueta de su hermano, como indicándole que debían ir a socorrerla.

Pero su hermano, paralizado, tenía la mirada fija en aquella escena, parecía que, para él, el espectáculo no había hecho más que empezar y le respondió con voz muy baja:

—Aún no, espera.

Y siguió con la frente pegada al cristal.

El pequeño dejó por un momento de oír los gritos, de ver otra cosa que no fuera la expresión del rostro de su hermano: sus ojos no parpadeaban, su boca esbozaba una singular sonrisa, parecía extrañamente complacido con aquel espectáculo y, por supuesto, dispuesto a aguantar un poco más.

De repente su padre se dirigió a la cocina y volvió con un rodillo que levantó solemnemente sobre la cara de la mujer. Durante unos segundos que parecieron eternos mantuvo el instrumento en lo alto y cuando decidió bajarlo fue para asestarle un golpe seguro que resultó definitivo.

La mujer dejó de gemir, de llorar, de suplicar y se desplomó. El silencio invadió la escena, hasta que el padre volvió a gritarle una y otra vez y cada vez con más furia:

—Levántate o esta vez será peor.

Por supuesto, no podía imaginar ni someramente que no habría ninguna otra próxima vez. Cuanto más inmóvil estaba ella, más gritaba él. De repente empezó a darle puntapiés como si fuera un pedazo de carne amorfa que se adaptara a sus golpes.

El hermano menor echó a correr al interior de la casa y abrió la puerta justo en el momento en que el bebé empezaba a llorar. Se echó encima de su madre, pero todos los abrazos y cuidados no fueron suficientes para devolverle la vida. El hermano mayor también llegó demasiado tarde.

Enterraron a la difunta dos días después y el padre, rodeado de sus cuatro hijos, ocupó la primera fila de duelo, llorando desconsoladamente y recibiendo el pésame de todo el pueblo, incluidas las fuerzas vivas del mismo: el alcalde, el párroco y los maestros.

Únicamente los dos hermanos conocían la verdad de lo sucedido. Únicamente el mayor pareció comprender las extrañas razones que pueden impulsar a un hombre a matar con una maza a una pobre mujer.

Los otros no lo comprenderían jamás.

CAPÍTULO 2

La tarde y con ella la lluvia había caído sobre el arrecife.

Hacía cuatro días que había llegado a aquella isla para visitar a mi amiga Moo. Llevábamos cerca de tres años sin saber nada una de la otra. La última vez que la vi había tocado fondo... No obstante, el viaje hasta entonces había resultado infructuoso.

La isla en el mar de las Antillas era muy frondosa y agreste; formaba parte de un rosario de islotes, algunos de ellos de tan pequeña dimensión que apenas tenían nombre en los mapas. Su contorno estaba ribeteado por altos acantilados; tan sólo una pequeña entrada, difícilmente visible desde el mar, permitía a los pescadores y navegantes entrar en una resguardada bahía y fondear allí sus barcas.

Pese a las apariencias, Moo no había ido a parar allí por pura casualidad. En ocasiones, el destino se fragua de una forma muy sutil, sin apenas ser conscientes de ello.

Diana, nuestra amiga desde la infancia, y su marido habían decidido hacía ya unos años lanzarse a la aventura de surcar todos los mares. Su único objetivo era navegar; viajaban sin rumbo fijo gracias a la fortuna de la familia de Diana, fortuna que hasta la fecha había permitido vivir sin trabajar a ella, a su excéntrico padre y a su abuelo, de profesión poeta.

Cuando Moo acudió a su encuentro tras una huida precipitada del hospital, éstos tenían un problema con el barco que les retuvo en esta isla más tiempo del que deseaban. Cuando reemprendieron la marcha, Moo no zarpó con ellos.

La casa se hallaba en la cima de una pequeña colina que se deslizaba hasta el acantilado. Desde cualquier rincón podía observarse la larga línea del horizonte, que a veces se confundía con el cielo y otras se perfilaba con un contraste de colores azules, grises o blancos. El paisaje que nos rodeaba, gracias a las abundantes lluvias y a lo templado del clima, permitía el desarrollo de una naturaleza desbordante, llena de árboles inmensos, matorrales y arbustos que constantemente invadían los caminos, metiéndose incluso alguna que otra enredadera dentro de la casa. La naturaleza, la quietud, la temperatura, la espléndida vista... todo era maravilloso. Parecía que nos encontrábamos en algún lugar del cielo.

Aquella tarde, a pesar de la lluvia, había que repetir lo que cada uno de los 365 días del año era imprescindible hacer para que en el invernáculo en forma de triángulo pudieran nacer y sobrevivir las noventa variedades de mariposas, sus huevos y sus orugas.

Nos dirigimos corriendo desde la casa, desafiando aquella torrencial lluvia, hacia el invernáculo, que se encontraba en un extremo del jardín. Para mí, entrar en él era como si me transportaran a un oasis donde la vida fuera la única protagonista.

Moo, que había sido mi mejor amiga en la infancia, llevaba tres años viviendo en la isla. Durante este período se había forjado una nueva personalidad: a los ojos de los demás se había convertido en un chico extraño y mudo. Nadie la conocía por su nombre, todos se referían a él como ‘el coleccionista de mariposas’. Solía vestir siempre unos pantalones amplios y oscuros, llevaba el pelo muy corto y unas grandes gafas de sol que impedían descifrar el color de sus ojos. Calzaba unos zapatos trenzados marrones y siempre cargaba una mochila. Los días de lluvia añadía a esta vestimenta un ridículo gorro verdoso rodeado de una amplia ala que se ataba debajo de la mandíbula.

También había conseguido vivir en paz consigo misma y se sentía libre, libre como una mariposa satisfecha de poder volar.

Sus contactos con las gentes del lugar eran más bien escasos: jamás cedía una ínfima parcela de su intimidad, que guardaba celosamente tras alguna que otra frase superficial o componía saludos o respuestas cortas, con sólo las palabras imprescindibles. Cuando se dirigía al pueblo de compras llevaba en su bolsa una hoja con una larga lista de encargos que iba cortando a pedacitos y dejándolos en las diferentes tiendas de aprovisionamiento. No se la había visto jamás en el bar de la playa, ni en el cine, ni en la iglesia: nadie reparó nunca en ella. Tan sólo unas hojas de papel clavadas en la recepción de algunos hoteles daban fe de su nueva existencia, ahora encarnada en hombre, como aspirábamos cuando éramos niñas.

El texto, acompañado del dibujo de una mariposa, decía:


“Excursión única:

Visite el invernáculo del coleccionista de mariposas.

Para más información contacte con el mostrador del hotel.”


Nadie sabía en la isla que Moo había regresado de la muerte.

Los autocares con turistas aparecían a las once en punto de la mañana en la puerta de su casa, cada día de la semana, fuera laborable o no, aunque esto en aquel lugar carecía de importancia. A los turistas, a cambio de pagar una módica suma, les permitía entrar en el invernáculo para ver y tocar sus mariposas y orugas.

Sólo de tiempo en tiempo algún turista entrometido se colaba en su salita y tomaba un té frío al tiempo que trataba de hilvanar una conversación. Por lo demás, el único vínculo de Moo con el resto del mundo era su ordenador: a través de internet estaba informada de todo lo relacionado con el fascinante mundo de las mariposas.

Aquella tarde llovía sin cesar. Por radio habían anunciado que la tormenta podía dar paso a un tornado muy fuerte y aconsejaban a la población que no saliese a la calle si no era imprescindible y, sobre todo, que reforzara las puertas y ventanas.

Moo carecía de ayuda en estas circunstancias. Normalmente, el viejo indio del pueblo acudía cada mañana al alba y le ayudaba en las tareas de desbrozar el jardín y cuidar de las mariposas, pero a esas horas de la tarde, cuando daban los partes del tiempo, fue ella sola quien tuvo que encargarse de arrastrar unas tablas inmensas y clavarlas en los laterales del invernadero. Me sentía incómoda contemplando su esfuerzo, por lo que intenté ayudarla, pero me resbalaba y caía. Mi torpeza no podía remediarse en cuestión de unos minutos.

Moo se rió al ver el miedo en mi cara y el fango en mi cuerpo y me dijo:

—No te preocupes, te prometo que no va a pasarnos nada. Es más, para ti será una experiencia inolvidable.

Yo le respondí secándome con un jersey y gritando lo más fuerte que pude:

—Pero, Moo, ¿no ves que el viento es cada vez más fuerte, y que en cualquier momento se llevará todo este tejadillo como si fuera una hoja de papel?

Contemplando a Moo en el arduo trabajo de tapar la entrada y reforzar aquellas frágiles paredes del recinto, pensaba que una vez más estábamos juntas luchando codo a codo contra las adversidades.

Oscurecía cuando reparamos en que no funcionaban las luces del recinto, por lo que encendimos unas velas. Mientras esperábamos la llegada de la noche y se oían los aullidos del viento y la lluvia, que cada vez se hacían más y más estridentes, descorchamos una botella de vino.

A medida que conversábamos la tormenta dejó de preocuparme.

Cuando pensaba que no había conseguido comunicarme realmente con Moo durante mi estancia en la isla, y a tan sólo unas horas para que reemprendiera mi viaje de regreso, ella me lanzó una pregunta con la intención, creo yo, de ser amable conmigo y así evitar, de paso, enfrentarse con otros posibles temas que pudieran resultarle más comprometidos.

—Me comentaste al llegar que habías estado de vacaciones en San Petersburgo —dijo—. ¿Te gustó la ciudad?

Durante muchos años, antes de trasladarme a vivir definitivamente a Barcelona, viajaba constantemente de una ciudad a otra, a causa de mi trabajo; pero mis estancias, por lo general, se limitaban a ir del aeropuerto hasta la sede de la empresa sin pisar ni siquiera una sola baldosa de sus calles. Otras veces las reuniones se convocaban en el hotel más próximo al aeropuerto, de ahí que haya muchas ciudades de las que, habiendo estado en ellas más de una, dos y tres veces, no pueda describir ninguno de sus monumentos, ni la dimensión de sus edificios, ni tan siquiera si hacía frío o calor. No obstante, en esta ocasión planeé mi viaje a San Petersburgo de forma que pudiera disponer de tiempo para conocer realmente la ciudad.

Le expliqué lo que vi y percibí de aquella teatral y suntuosa ciudad, entre otras cosas que había estado en la casa donde vivió Dostoyevski, hoy convertida en un pequeño museo. La casa se encontraba en la esquina de una calle que tenía enfrente el mercado del barrio; sin duda, debió de ser un lugar bullicioso, repleto de vida. Seguro que conoció de primera mano todas las grandezas, sufrimientos y miserias de aquella gente; debió de serle, por tanto, relativamente fácil hablar de sus vicios y virtudes en sus novelas.

En nuestra adolescencia en casa del abuelo ambas habíamos leído algunas novelas de Dostoyevski. Nos gustaban sus personajes porque eran seres atormentados llenos de frustraciones, vicios e inquietudes y que sufrían profundamente. Por otra parte, el hecho de que a las monjas no les gustara que leyéramos aquellas novelas nos incentivaba aún más a su lectura y esto nos hacía sentirnos mayores y transgresoras.

Le comenté entonces que, pese a las vicisitudes e imprevistos que suelen surgir en cualquier viaje, esta vez todo salió a la perfección. El hotel estaba situado muy cerca de la avenida Nevski, lo que me permitía ir a pie a cualquier parte. Además, se encontraba justo al lado de la casa donde nació Vladimir Nabokov, y este simple hecho posibilitó entablar una gran amistad con mi guía, un profesor sarcástico e inteligente.

—Nabokov —me dijo Moo— es uno de mis novelistas preferidos. ¿Y sabes por qué me gustan tanto sus novelas?

Pero antes de que pudiera responderle, Moo me interrumpió bruscamente:

—Pues porque fue un gran coleccionista de mariposas. La afición la heredó de su padre y cuando emigró de Rusia, para ganarse la vida realizó toda clase de trabajos; entre ellos, colaboró en la catalogación de nuevos especímenes en un prestigioso museo americano. Su especialidad era el estudio de las mariposas azules.

—¿Tú crees entonces —le pregunté— que él abordaba la creación de cualquier historia como si se tratara de un trabajo científico y que ahí radica la precisión que encontramos en todas y cada una de sus novelas?

—Efectivamente —respondió Moo—. No obstante, él sacrificó su vocación como coleccionista de mariposas por la literatura.

—¿Y con cuál de las dos crees que debió de sentirse más satisfecho?

—Según confesó él en una entrevista, las dos aficiones le habían producido tantas satisfacciones como decepciones. Era un hombre inteligente, descreído y cáustico. Y debes saber que mientras se dedicaba al estudio de las mariposas escribió Lolita. La protagonista, vistosa, joven y atractiva, no es más que una mariposa efímera que revolotea por las páginas del libro y suscita al lector las más inquietantes pasiones. Él nos dice a su manera que lo más bello siempre será fugaz.

Jamás había pensado que esta novela pudiera asociarse al mundo de las mariposas, pero esta comparación la encontré realmente hermosa, aunque para mí Lolita representaba otras muchas cosas con relación a su autor.

Entonces, alzando su copa, me propuso un brindis. Yo esperaba unas palabras de despedida y que por fin me diera las gracias —gracias ¡por tantas cosas!—, pero en lugar de esto, dijo entre risas:

—¿Verdad que comprendes mucho mejor lo que él insinuó en su novela? ¡Brindemos por Nabokov, mi escritor favorito!

Fue como si me hubiera regalado una disertación sobre Nabokov y, con ello, hubiera saldado toda la deuda que tenía contraída conmigo.

Yo había recorrido miles de kilómetros hasta llegar a aquella isla, y sin saber muy bien por qué había emprendido aquel viaje. ¿Qué era lo que realmente me había empujado a realizarlo?... De hecho Moo estaba a salvo y ya no me necesitaba. La pesadilla, después de tantos años, había terminado... Quizá pensaba que como no existía ningún carcelero, podría ahora por fin conocer la verdadera historia de Moo: ¿Por qué había sucedido? ¿Por qué duró tanto tiempo? ¿Por qué no pudimos ayudarla antes? ¿Por qué no se había quedado en Barcelona? Quizá simplemente tenía necesidad de hablar con ella. Quizá lo que había ido a buscar era difícil de precisar. Quizá presentía que ella tenía cosas que contarme que afectaban a mi propia vida... Quizá únicamente se trataba de tranquilizar mi conciencia, de escuchar de su propia boca unas simples palabras de agradecimiento hacia las personas que habíamos estado a su lado durante tantos años, viviendo su tragedia día a día.

Tenía que empezar a hurgar en su herida. Cualquier historia podía servir... Me acordé de San Petersburgo y del viejo profesor, mi guía en aquella ciudad. Él me había contado infinidad de detalles sobre la vida y la obra de Nabokov y le iba a demostrar que yo también conocía otros muchos datos interesantes de su existencia.

De repente volvió la luz y pudimos apagar nuestras velas.

Fue en aquel instante cuando, sin querer, contemplé de nuevo el rostro completamente desfigurado de Moo.

CAPÍTULO 3

Aquella noche, viendo su rostro experimenté una sensación de angustia tremenda. A pesar de que habían transcurrido cuatro días desde mi llegada, no me había acostumbrado a su nueva cara.

Cada vez que la miraba, mi mente se sentía extrañamente atraída por sus cicatrices. Intentaba no fijarme en ellas y que éstas no me afectaran, pero cuanto más ímpetu ponía en la tarea, ésta peor resultaba, y más incomoda me sentía. Creía que Moo se daba cuenta de ello y esto me exasperaba aún más.

Moo era hermosa cuando la conocí. Una belleza que siempre destacó: era la preferida de todos. Tenía una ancha frente, unos ojos violeta azulados (que no he llegado nunca a comprender qué variables, si la intensidad de la luz, el tiempo o el cansancio... los hacían más o menos brillantes), una nariz recta y afilada, y alrededor de sus labios, grandes y carnosos, aparecían siempre dos hoyuelos a la mínima sonrisa. Su largo y ondulado pelo color caoba era la envidia de todas nosotras. Moo era una chica atractiva, inteligente y de carácter alegre.

Ahora ella seguía teniendo unos ojos grandes, pero éstos apenas destacaban, ya que lo primero que se apreciaba en su cara era una nariz abultada y una gran cicatriz que cruzaba su pómulo derecho, desde la boca hasta la oreja; la cicatriz se había cerrado mal y daba la impresión de que todavía estuviera tierna.

Entonces mi pensamiento me trasladó a aquella fría noche del mes de febrero; fría no sólo porque así lo marcaban los termómetros, sino porque se produjo una serie de extraños acontecimientos que contribuyeron a ello.

¡Recuerdo con tanta precisión lo que pasó aquella noche! Eran más de las nueve cuando terminé mi última reunión, estaba exhausta. Me disponía a volver a casa cuando mi viejo coche no quiso ponerse en marcha —cuantas más veces lo intentaba, éste peor reaccionaba—, hasta que el motor quedó en silencio. Tuve que abandonarlo y llamar a un taxi.

Al llegar a casa y mientras me desprendía de mi abrigo, bolso, llaves y zapatos a lo largo del pasillo, me precipité hacia el contestador. Hay costumbres irracionales, pero jamás pasan más de unos minutos desde que cruzo la puerta hasta que pongo en marcha mi contestador. Como si las llamadas fueran a desaparecer en cuestión de unos segundos.

En el primer mensaje pude reconocer perfectamente la voz del padre de Moo.

—¡Llámame cuanto antes!... Ha ocurrido algo..., algo muy grave... ¡Llama!... ¡Llámame, por favor!

Sus palabras me paralizaron en mitad de la sala; me sentía incapaz de reaccionar aunque lo primero que pensé fue que quizá Moo estuviera muerta.

Alcancé el teléfono y marqué su número; tuve que repetir la operación varias veces: fallaban mis dedos, las teclas, la línea... Al final, después de unos interminables minutos oí su voz:

—Estamos en Urgencias en el Hospital General, ven enseguida. —Y colgó.

Sabía con absoluta certeza quién estaba ingresada y por qué.

La noche en que me sentía más cansada, más angustiada y más triste de mi vida me deparaba varias sorpresas.

Hay sorpresas que sirven de bien poco; es más, si éstas no se producen a su debido tiempo, no sirven para nada. Siempre recordaré aquel cuento que nos contaba el abuelo. Me refiero al cuento de la niña pobre que se había pasado todas las mañanas de Reyes, durante años, esperando sus juguetes y cuando éstos al fin llegaron, la niña ya se había hecho mayor y no creía, ni tan siquiera, en los Reyes Magos. A mí me sucedió algo parecido.

Los pasillos de aquel hospital estaban completamente en silencio, tan sólo se oía el taconear de mis zapatos. Al abrir la puerta de la habitación, su hermano se lanzó a mis brazos; me abrazaba con tal fuerza que a cada segundo que pasaba presentía lo peor. Fue justo entonces cuando me dijo al oído, como un susurro:

—¡Te quiero, te quiero mucho!

Y empezó a llorar como un niño.

Había soñado miles de días y noches con aquellas palabras. Me habría gustado oírlas años atrás. Por ellas habría sido capaz de recorrer todos los continentes, abandonar Venezuela, mi familia, mi trabajo... Por su ausencia mi vida anduvo sin rumbo fijo, con tres matrimonios rotos y una familia sin hijos propios. Pero llegaban demasiado tarde... y en un momento de lo más inoportuno. Como siempre Moo estaba en medio de los dos. No había ni posibilidades ni tiempo para resolver viejos conflictos.

Levanté con mi mano su cabeza, nos miramos fijamente a los ojos y sin palabras nos lo dijimos todo: era demasiado tarde, no podíamos desandar el camino recorrido y separándome de sus brazos volteé mi cara y vi a Moo. Yacía inmóvil en la cama, parecía muerta, tenía moratones por todo su cuerpo y una venda blanca envolvía su cabeza.

Las personas que estábamos en aquella habitación asistíamos desde hacía muchos años a aquel drama sin que hubiéramos podido hacer nada para impedirlo: su padre, su hermano Miguel y sus dos amigas íntimas desde la infancia: Bea y yo.

De repente Bea se puso a llorar y salió apresuradamente de la habitación por unos momentos. Creí que sus lágrimas eran sólo fruto de la sensación de impotencia que a todos nos embargaba.

Realmente me sentía furiosa frente a aquella vorágine de sensaciones y pensé, para mis adentros, que no éramos más que unos humildes actores de teatro que estuviéramos esperando nuestro turno para salir a escena. Moo, sin duda, era la protagonista.

En aquella habitación nadie se atrevía a hablar, no había palabras que pudieran ayudarnos a comprender lo que había pasado.

Recuerdo que al cabo de unos segundos se abrió la puerta y apareció el médico. Era un señor mayor de pelo blanco, su estatura era enorme y llevaba unas gruesas gafas sujetas en la punta de su nariz. Tenía un aspecto cansado y con voz autoritaria nos dijo:

—Tengo que daros una muy buena noticia: Moo se recuperará sin problemas.

Nos miramos unos a los otros como preguntándonos si ésta era una buena noticia, ya que las buenas noticias en el caso de Moo no solían durar mucho tiempo.

—¿Alguien presenció el accidente? —preguntó el médico.

—No, doctor —le respondió el padre de Moo—. Estaba sola cuando se cayó por las escaleras. Al parecer, se golpeó con una mesa de cristal.

Su padre se había limitado a seguir las instrucciones que Moo le había susurrado, cuando repleta de contusiones y con el rostro chorreando sangre los transportaban en la ambulancia al hospital.

El médico esperó unos minutos mirándonos fijamente a la cara de cada uno de nosotros y entonces añadió:

—Deberían considerar la conveniencia de impedir que puedan ocurrir más accidentes de este tipo en el futuro. Sé que lo que les planteo no es una decisión fácil, pero hay decisiones que deben tomarse con apremio, incluso, si es necesario, en contra de alguien.

Y dirigiéndose a Miguel le dijo:

—Tú eres médico y hermano de la paciente. Deberías hablar con ella para que tomara una decisión.

Después de que el doctor desapareciera nadie fue capaz de pronunciar una sola palabra. Su actuación pensé que había sido magnífica, aunque la obra de teatro no fuera a terminar aquí y todos desconociéramos cuáles iban a ser los derroteros que nos deparaba el futuro. Aquel médico con aquellas concisas palabras había depositado sobre nuestras conciencias el final que pudiera tener la historia de Moo, como si realmente ésta dependiera de su hermano o de cualquiera de nosotros.

Su padre nos invitó con un gesto a salir de la habitación; quería explicarnos algo muy importante. Al principio balbuceaba frases inconexas mezcladas con lágrimas que fluían de sus ojos torrencialmente. Una vez tranquilizado pudo comunicarnos sus temores:

—¿Creéis que la coartada de la caída por la escalera y el golpe sobre una mesa de cristal han resultado creíbles?

Todos asentimos con la cabeza.