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1/ En el link de mi página web se recoge el hecho con el título «El fantasma de Villa Verdi: un misterio sin resolver».

2/ Años más tarde, el padre Agustín Fernández se salió de la Orden y se casó, residiendo hasta su fallecimiento (2009) en la localidad madrileña de Moralzarzal. Por fin, el año 1996 publicó el libro Tesoros de los remedios secretos de Conrad Gesner.

3/ Para los fans de «Guillermo Brown» y de su creadora Richmal Crompton, existe una página web: www.justwilliamsociety.co.uk

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Alonso Ibarrola

VIAJES PARA MITÓMANOS

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© Alonso Ibarrola

© de esta edición:

Laertes S.A. de Ediciones, 2011

C./Virtut 8, baixos - o8o12 Barcelona

www.laertes.es

 

Fotografía cubierta:
Cortesía de Blanca Berlín

Diseño cubierta y composición:

JSM

 

ISBN: 978-84-7584-844-0

 

 

 

 

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A mis hijos Iñigo y José Manuel

 

 

 

INTRODUCCIÓN

Mitómano,na: Dícese de la persona dada a la mitomanía.

Mitomanía: Tendencia morbosa a desfigurar, engrandeciéndola, la realidad de lo que se dice// Tendencia a mitificar o a admirar exageradamente a personas o cosas.

Fetichista: Perteneciente o relativo al fetichismo.

Fetichismo: Culto de los fetiches// Idolatría, veneración excesiva// En psicología, desviación sexual que consiste en fijar alguna parte del cuerpo humano o alguna prenda relacionada con él como objeto de la excitación y el deseo.

(Diccionario de la Lengua Española.

Real Academia Española. XXII Edición)

No estoy de acuerdo con aquellos que sostienen que el fetichismo literario y la mitomanía conducen inevitablemente a la decepción. Mi pasión por la Literatura y el Cine han provocado siempre en mí el deseo incontrolado de conocer los «lugares» en que se sitúa la acción, en que se mueven los personajes o donde el artista creó su obra. Esto es, lo asumo, mitomanía dura y pura, fetichismo sin excusas, pero reconozco que mis viajes me han colmado de felicidad, aunque otros, como el escritor Mario Vargas Llosa, se sintieran defraudados.

Precisamente, la primera vez que leí la expresión «fetichismo literario» fue al citado Vargas Llosa en su precioso libro La orgía perpetua: «Practico el fetichismo literario, me encanta visitar las casas, tumbas, bibliotecas de los escritores que admiro, y si además pudiera coleccionar sus vértebras, como hacen los creyentes de los santos, lo haría con mucho gusto». Escribía estas líneas el escritor a raíz de su primer viaje a París en el verano de 1959 «con poco dinero y la promesa de una beca». Lo primero que hizo fue comprar un ejemplar de Madame Bovary y devorarlo en un hotelito cercano al museo de Cluny. Había nacido un «flaubertiano» que se decepcionó cuando visitó Rouen y Crosset, pero también había nacido un novelista que años más tarde conseguiría el Nobel de Literatura. Curiosamente, ahora, en su Perú natal, han creado una ruta fetichista en torno a su persona.

En un modesto parangón yo también llegaba a París ese mismo verano de 1959 y en un hotelito de la rue des Écoles, también cercano a Cluny, devoraba el primer tomo de los siete que componen A la búsqueda del tiempo perdido, de Marcel Proust. Al mismo tiempo descubría a los pintores impresionistas, entonces en el museo Jeu de Pomme, especialmente a Paul Gauguin. Años más tarde, convertido en «escritor de viajes», me situaba en París ante las respectivas casas que exhiben las placas de nacimiento de esos dos ilustres parisinos e iniciaba sendos recorridos por los lugares donde transcurrieron sus existencias, recorridos que he incluido en esta selección.

Pasado el tiempo, en el año 2003, y por escasas semanas, no coincidí con Vargas Llosa en la isla de Hiva Oa, allí en el Pacífico, donde está enterrado Gauguin. Él estaba preparando una novela que titularía El Paraíso en la otra esquina, y yo estaba escribiendo una Guía de Tahití y sus islas.

No me ha resultado fácil componer este libro, ya que para un autor resulta difícil seleccionar una veintena entre cientos de trabajos publicados a lo largo de medio siglo. Razón por la cual, el lector podrá encontrarse ante algún anacronismo respecto a lugares y nombres; ello se debe simplemente a que he mantenido en lo posible la escritura tal y como la hice en su momento. Todos los trabajos que aquí aparecen fueron publicados en prestigiosas revistas y diarios, acompañados de magníficas fotografías, pues he tenido la inmensa suerte de haber viajado con excelentes profesionales de la cámara. Ahora son simplemente los textos los que cobran protagonismo. Es mi pequeña revancha.

 

Alonso Ibarrola

www.alonsoibarrola.com

ITALIA MÍA

Digo «Italia» y ya estoy en ella, con ella. Como un amor furtivo, secreto. Como una pasión, siempre correspondida. Me gustaría poder definirla con brevedad. «Italia es...»

No sé qué decir, lo reconozco. Y me consta que tres palabras bastarían. Quizás cuatro... ¿Cuántas Italias hay? Tantas como turistas... Cada uno conserva en el recuerdo su Italia particular, según como le fue. Pero Italia es algo más que un país a visitar. Es un escenario vivo, permanente, en el que sus habitantes son parte integrante, no meros comparsas, coro o paisanaje de fondo de una ópera. Cesare Zavattini, el gran escritor, soñó un día con mostrar a los italianos y al mundo entero, una Italia diferente, una Italia compuesta de italianos, con nombres y apellidos, con señas de identidad, y escribió un libro, un bellísimo libro titulado Un paese, primero de una colección que no prosperó y que llevaría por título Italia mía. Él habla de su tierra, de su país, de sus gentes... de algo que palpita y vive. Y yo estoy con él, porque un país no es sólo paisaje, monumentos y piedras históricas. Un país es su gente y hay que conocer a la gente. Son parte de nuestra propia existencia. Si no lo ha hecho todavía, empiece ahora, nunca es tarde. Solamente es preciso decir «basta» por unos días a las cosas que nos arruinan la cotidiana existencia y plantarse en el escenario siempre dispuesto, en verano o en invierno, en primavera o en otoño... No me pregunten dónde comienza la visita a Italia, ni dónde termina. Hay que sorprenderla, sin más.

Mi Italia, la Italia mía, está plena de anteriores lecturas itinerantes y literarias, de previos visionados cinematográficos o televisivos y de posteriores confrontaciones, jamás desilusionadas. Mi vida está jalonada de añoranzas y nostalgias, revividas, como todos los turistas, en el sofá hogareño de nuestras habituales frustraciones. No se puede decir impunemente «te quiero», en Venecia, sin que resuene durante años en nuestras vidas.

Yo he visto en Venecia la niebla invernal cubriéndolo todo, y oído el resonar de los pasos de los transeúntes anónimos. Acababa de salir de una representación operística en «La Fenice» y era de noche. Por aquellas callejuelas, creí ver a Alida Valli, y oír el «fru-fru» de su falda almidonada, corriendo en busca de su amado, de Farley Granger, bajo el ojo atento de Luchino Visconti, mientras rodaban Senso. Porque Venecia es, además de su famosa «regata histórica» septembrina o de sus carnavales de febrero, un gran plató cinematográfico, un inmenso plató.

De aquí zarpó Marco Polo, aquí vino a morir Ricardo Wagner —lo vio todo el mundo en una serie televisiva— y también «el profesor Aschenbach», en aquel maravilloso film del siempre recordado Visconti, Muerte en Venecia. Pero éste fue «un muerto de celuloide», maravillosamente incorporado por el actor británico Dirk Bogarde. También he visto, al atardecer, en el Lido veneciano, a bañistas, frente al famoso Hotel Des Bains. Creí entrever a Tazio, el muchacho rubio que inventara Thomas Mann para escarnio y tormento del «profesor». Me pareció ver a Florinda Bolkan y Tony Musante, cuando rodaban en la Giudecca, el film Anónimo veneciano, cuyo «Adagio» del Concierto en do menor de Marcello, quedó para siempre grabado en el recuerdo de millones de espectadores que creen en el amor y luego van a Roma, a arrojar su moneda a la Fontana de Trevi. No saben que más tarde, de madrugada, unos barrenderos se disputan el tesoro cotidiano. Yo los he visto, desde un hotel modesto, el Albergo Fontana, que se yergue justo enfrente. Nunca el amor fue tan agradecido.

En cierta ocasión, un tren me condujo más hacia el norte, pasando por Bassano del Grappa, Asiago, Trento y Bolzano —todavía por estas tierras descubren, hoy día, restos de caídos en la Primera Guerra Mundial, esqueletos que en vida cantaron en las trincheras «El Piave murmuró: no pasa el extranjero», una contienda ya olvidada por las nuevas generaciones. Un anciano, en el compartimento del tren, me decía «yo estuve en Monte Nero» y me parecía que hablaba con una reliquia venerable. Por la noche, llegué a Cortina d’Ampezzo. Madrugué para ver los primeros rayos de sol sobre las Dolomitas y dije: «ya no me importa quedarme ciego». Más tarde, en Trieste, creí ver a James Joyce dirigirse a la academia de inglés, para impartir sus clases. El autor de Ulisses vivió aquí, y también otro maravilloso escritor, Italo Svevo, y sus novelas —Una vida, Senilidad— tomaban vida para mí cuando recorría las calles y plazas triestinas.

He visto, o mejor dicho, creí ver en Ferrara, desde Venecia y hacia abajo se llega pronto, a Micol y sus amigos en el jardín de los Finzi-Contini, porque para mí Ferrara es Giorgio Bassani y siempre recordaré el maravilloso y desesperado final de su libro: «Y como éstas, ya lo sé, no eran más que palabras, las habituales palabras engañosas y desesperadas que sólo un verdadero beso hubiera podido impedirle proferir, sean ellas, precisamente y no otras, las que sellen aquí ese poco que mi corazón ha sabido recordar»...

Un poco más abajo está Ravena —sus mosaicos pueden retenerle a uno, toda una vida— y pasando el Rubicón —ríos como éste configuran la existencia del mundo— se llega a Rímini, famoso centro de vacaciones indefectiblemente ligado al gran cineasta Federico Fellini y su Amarcord. Sí, yo también recuerdo, me imagino en una barca alejándome de la playa, intentando localizar ese maravilloso transatlántico que nos llevará a otros mundos, pero que nunca termina de llegar... y la nave va.

He recorrido la Umbría y visitado Asís, en un atardecer coloreado, quizá por Giotto, y me maravillaba de lo fácil que resulta aquí hablarle al hermano sol y a la hermana luna. Hay paisajes que configuran vocaciones. San Francisco es el mejor ejemplo... y Verdi.

En cierta ocasión, quizá la culpa la tuvo Bernardo Bertolucci con Novecento o con La estrategia de la araña, no lo sé, el hecho cierto es que, desde Milán, me lancé a recorrer las tierras «verdianas». El pequeño caserío de Roncole me decía que allí había nacido un campesino, como tantos otros. Pero Giuseppe Verdi tenía talento y un apellido que se convirtió en un grito de independencia, de unidad italiana. ¡Viva V.E.R.D.I! era un viva clamoroso y encubierto a un rey llamado Vittorio Emanuele, rey de Italia. Y con los sones del «Va pensiero» de Nabucco, recorrí Busseto y Parma y las tierras ribereñas del Po, tierras feraces, fértiles, donde la gente canta, come, bebe y ama la vida. Cerca de Busseto, se puede visitar Villa Verdi, donde el gran maestro realizó su sueño burgués: una casa con jardín, vacas y confort.

Antes, en Milán, había visto la bella y pequeña «Madonina», en la famosa catedral del Duomo. La vi de cerca porque subí a los tejados, repleta de agujas pétreas que se yerguen hacia el cielo. Aquí discutían su existencia los protagonistas de Rocco y sus hermanos, del inevitable Visconti, y por los cielos pasaron en sus escobas los «pobres» de Milagro en Milán, el maravilloso film de Vittorio de Sica, rodado en una periferia, hoy inundada de casas de gente acomodada. Sí, es bonito pasear por la «Galleria» milanesa y terminar echando una ojeada al «cartellone» del Teatro de La Scala. Ante sus puertas, unos pugnan por cantar y otros, la mayoría, por conseguir una entrada. En el interior, cuando se inician los primeros compases de una ópera, el silencio total y contenido les antecede.

De Milán a Bérgamo hay escasa distancia. Los bergamascos tenían costumbre, a principios de siglo, de fotografiar al familiar agonizante y más tarde muerto. Tengo todavía clavada en mi mente la imagen de una anciana, gruesa como un barril, con los ojos abiertos como platos. Vi las fotografías en una exposición, abierta en la misma plaza de la Catedral, bellísima. Allí está enterrado mi adorado Donizetti, el compositor de Lucia de Lammermoor y de Elixir de amor, donde el enamorado Nemorino canta «Una furtiva lágrima». Cuentan que el gran tenor navarro Julián Gayarre recibió un telegrama antes de salir a escena, en La Scala de Milán, informándole que su madre había muerto. Cantó la romanza maravillosamente y me pregunto si algunos directores de escena no jugarán con ventaja... Por tierras bergamascas rodó el director de cine Olmi su maravilloso film El árbol de los zuecos, y zuecos calzaban algunos muertos, vestidos con sus trajes de los domingos, en las fotos aquellas...

Hay dos lagos italianos en mi vida: el de Garda y el de Como. Un día es suficiente para verlos. El primero es el más grande de los lagos italianos. En sus orillas, unos pueblecitos maravillosos, y en una de ellas se yergue el «Vittoriale», la finca donde viviera aquel gran poeta, loco, visionario, polémico y presuntuoso llamado Gabrielle d´Annunzio. El otro lago, el de Como, me trae recuerdos de Manzoni y sus desventurados novios. Subí en funicular al Monte Bré y quisiera que en un futuro la arteriosclerosis no me traicionara y me hiciera olvidar el recuerdo que conservo de aquella visión sin par, con Italia y Suiza a mis pies. ¿Cuántas muchachas de tirabuzones rubios no habrán aporreado al piano, en desesperados intentos, la popular composición El lago de Como? Al igual que las rosas, es mejor no tocarla... que diría Rubén Darío.

De Bérgamo a Mantua, en coche, lo justo para oír el preludio y primer acto de Rigoletto. En su bellísimo Palacio Ducal no esperen encontrar rastros del maldito jorobado ni de su bella hija Gilda, ni del duque de Mantua. Si no hubiera sido por la censura, Verdi hubiera contado una historia francesa, concretamente parisina. De todos modos, los mantovanos se han inventado una «Casa de Rigoletto» para los locos del «bel canto». Ahora bien, la verdadera locura «bel cantista» alcanza su máximo esplendor en Verona, con obligadísima visita a la «Arena», en plaza Bra. Vi, en su escenario, al tenor que declaraba su amor a la dulce Aida. «Celeste Aida, forma divina...». Me parecía estar viendo al actor Jacques Perrin en éxtasis, contemplando a Claudia Cardinale en el film La muchacha de la maleta, de Valerio Zurlini, bajando por las escaleras de su casa. Luego llegaron los esclavos, la trompetería, los camellos, los guerreros, los sacerdotes y aquello era un tumulto. También los veroneses se inventaron la «Casa de Julieta», porque Shakespeare puso la cuestión muy fácil. Contemplando el balcón por el que Romeo arriesgaba la crisma, millones de parejas enamoradas comprueban que su historia personal resulta vulgar a todas luces.

He visto Bolonia con lluvia, y bajo sus pórticos, esas dos torres, las Sinelli y la Garisenda, distantes, pero muy juntas al mismo tiempo, como un matrimonio viejo. En Modena interrumpí al guía local, mientras mostraba la maravillosa catedral medieval, para decirle, como un Woody Allen cualquiera, «Perdone, quisiera saber dónde nació el famoso tenor italiano Luciano Pavarotti...».

En Turín, llegué hasta la colina de San Mauro, donde se quitó la vida Emilio Salgari, el hombre que me hizo, que nos hizo, soñar con Sandokán y una Malasia que jamás conoció. Me emocioné viendo una placa en la casa donde vivió. Es una maravilla pasear por las plazas porticadas de Turín y con lluvia, mejor —los limpiabotas de la estación de Turín son los mejores del mundo—, pero no a todos los turinenses les gusta la lluvia. Yo diría más bien que están hartos. Por eso, los que se jubilan se van a vivir a la «ribera de las flores», San Remo, Bordighera, y un interminable etcétera de pueblos junto a la orilla del Tirreno, hasta llegar a Génova, parada obligatoria para seguir más tarde hacia Roma, pasando antes por esa maravilla llamada Pisa.

Subí a la torre inclinada y el vértigo me traicionó. «Un día se caerá», pensé, agarrado a una columna, pero todos pensamos que ese día está muy lejano. Lo mismo pensarían los habitantes de Pompeya y Herculano, pero el Vesubio no perdonó. Impresiona subir al cráter. Lo hice a pie con un buen amigo italiano que jamás había acometido la experiencia. Pudimos haberlo hecho en un telesilla, pero el guardia nos dijo retadoramente «se tarda en la subida de veinte a treinta minutos». Lo hicimos en veinte y nos abrazamos emocionados. Se disipó la niebla y el espectáculo resultó incomparable: la bahía de Nápoles, con Capri, Sorrento, etc. Estuve en Sorrento, en sus balconadas construidas sobre los acantilados y me dije que volvería algún día. Capri es otro sueño con su gruta azul. Pero hay otras grutas, con otros colores en Italia.

Puede que sea un tópico, pero en Nápoles he comido la pizza en Santa Lucía y me han cantado «quanno sponta la luna a Marechiare». Dice la canción que «en Marechiare hay una ventana...». No la había, pero la construyeron a todo correr, tras el éxito de la canción. Los napolitanos son así. Otro gran escritor, Curzio Malaparte, cuenta que, durante la Segunda Guerra Mundial, del puerto de Nápoles desapareció un barco de guerra de los norteamericanos. Es la leyenda, una leyenda que inventan los propios napolitanos.

Amo sus canciones y su pasión por la vida. En el Trastevere romano, en un inevitable mesón turístico, llamado «Mea Pataca», un cantante me pidió le diera el título de una canción, la que quisiera, que la cantaría. «Santa Lucía luntana» dije. Con esa canción y algunos vasos de vino blanco, soy capaz de llorar en breves minutos.

He visto Roma desde la cúpula de San Pedro en el Vaticano. Y por la noche, desde el Gianicolo. Esas cosas no se olvidan jamás. Y he paseado, hemos paseado, por la plaza Navona, por la plaza de España, Trinitá dei Monti... ¡Qué bella eres Roma! En via Veneto no hay artistas de cine, porque todos los paseantes quieren parecerlo. Pero sentado en una de las terrazas de sus cafés más renombrados y entornando los ojos, quizá vean pasar a Anita Ekberg, o Marcello Mastroianni..., depende también del alcohol ingerido. Los americanos para estas experiencias son únicos. Desembarcaron en Salema, en Anzio, y jamás se fueron. Aman esta tierra, como la amamos todos. Los británicos son otra cosa. Aman, sobre todo y ante todo, Florencia. En el recinto de la capital florentina se yergue un antiguo cementerio inglés con muchos nombres ilustres. Hay un famoso refrán italiano que dice: «Ver Nápoles y después morir». Pero los británicos lo entendieron mal o quizá no lo comprendieron. El caso es que prefieren Florencia. Aquí, junto a la orilla del viejo río Arno, Dante vio, por vez primera, a Beatriz. Un flechazo. Un amor «a primera vista», dicen los italianos. Florencia es una maravilla. Con Florencia no ha podido jamás el Arno. Los florentinos adultos recuerdan todavía la gran avalancha de agua y fango que asoló la ciudad el año 1966. Las aguas pasaron por encima del viejo puente. Pero la ciudad renació y ahora está más bella que nunca. Desde una maravillosa terraza, desde el Belvedere, en la plaza de Miguel Ángel, la vista es increíblemente bella. Hay muchas Florencias y conservo el recuerdo de los personajes del novelista Vasco Pratolini, esas calles que acogieron a los pobres amantes y ese barrio que cobijara a las muchachas de San Frediano y las miserias, ya superadas, de unos personajes que sufrían la postguerra. Todo aquello ya pasó y quedan ahora los libros, los maravillosos libros.

Para muchos turistas, Italia termina en Nápoles y sus alrededores... Pero se equivocan. Hay que seguir, procurando no detenerse en exceso en sus bellas playas. Hace muchos siglos, cuando el dichoso Vesubio se puso serio, los habitantes de Herculano echaron a correr hacia la playa. Allí aguardaron a las naves de Nápoles. Todo el mundo creyó que se habían salvado y ahora, hace poco, han descubierto que las naves no llegaron... Los restos de los infortunados están saliendo ahora a la luz. En Pompeya, la muerte fue más dulce. Dediqué un día a Pompeya. Recorrí sus calles, sus plazas, sus tiendas, sus jardines, me alejé de todos y me situé en un rincón. Hubo un momento en que creí oír las voces de sus antiguos habitantes, ajenos al peligro: «¡Mira el Vesubio!». «Tranquilo», decía el amigo. Todos murieron asfixiados y posteriormente sepultados por las cenizas. Hace años, la ciudad fue despojada de su manto mortal para mostrarla sin pudor a todos nosotros. Da la impresión de que por la noche, cuando todos se retiran y los guías cierran las puertas de acceso, ellos vuelven a la vida de pie juntillas...

¿Verdaderamente Cristo se detuvo en Eboli, como aquel gran escritor Carla Levi, que vivió el destierro en tierras del sur, asegura en su famosa novela? Es posible. Pero en la actualidad, Eboli es solamente un simple testigo de la fuga de los italianos hacia los azules mares del Sur, hacia las costas tirrénicas, y al otro lado, las jónicas. Maravillosas playas, recónditas, salvajes, desconocidas... Aquí vinieron los griegos y como los griegos sabían vivir, se quedaron. En Paestum y en Sibaris, sus habitantes, los sibaritas, se cansaban y fatigaban viendo trabajar a los esclavos, dice la historia; y Metaponto, que está en el golfo de Taranto. Tierras que la emigración dejó sin habitantes que marchaban al Norte, al Piamonte, a Lombardía, a trabajar. Ahora son los del Norte quienes vienen aquí a broncearse y a descansar y a amar la vida.

Y al otro lado del estrecho de Messina, Sicilia. Cuenta una leyenda que Aníbal, derrotado por los romanos, huía con sus naves del mar Tirreno al Jónico, ignorando que existiera tal estrecho, ya que no es visible hasta que no se encuentra uno cerca. Aníbal mató al piloto Peloro que le había jurado que tal estrecho existía. Minutos después, Aníbal y los suyos vieron el estrecho.

Sicilia es, ante todo y sobre todo, el Etna, un volcán que se enfadó y lo quisieron domesticar, encauzando sus ríos de lava. Se ve desde muchos lugares, pero sobre todo desde Taormina. La visión es increíble. En Sicilia, el sol es violento y suscita pasiones violentas, porque la sangre lleva siglos calentándose. Tierra de leyendas, de «vendettas», tierra que soñaba «Don Corleone», el famoso personaje que encarnaba el actor Marlon Brando en El Padrino, porque en la misma había nacido. Y aquella famosa balada del film, no era más que una balada siciliana.

Por aquí, por las calles de Palermo, de Catania, de Agrigento, parecen moverse todavía los personajes de Leonardo Sciascia, o la sociedad que pintara admirablemente Elio Vittorini. «¡Han matado al compadre Turiddu!», grita de-sesperadamente la campesina, en el último acto de la ópera Cavalleria Rusticana, la célebre obra de Mascagni, y para testimoniarlo las cámaras cinematográficas se adueñaron del pueblecito de Vizzini, muy cerca de Siracusa, para rodar en escenarios naturales el drama de amor siciliano, un drama, a fin de cuentas, prosaico, como todos los adulterios. El gran tenor Plácido Domingo era Turiddu... y aquí «murió». Antes, su rival le mordía la oreja, como mandaba la costumbre. Cerca de Sicilia hay otro grupito de islas, las Lípari, y en una de ellas, una con un volcán ahora extinguido, Estrómboli. En esta maravillosa isla se conocieron y se enamoraron la actriz sueca lngrid Bergman y el director de cine italiano Roberto Rossellini, rodando el film del mismo título. Pero todo aquello se extinguió y murió...

Marsala es famosa por su vino, dulzón y un tanto traicionero, pero sería injusto olvidar que aquí desembarcó Garibaldi y sus mil soldados cuando luchaban por la unidad italiana. Lo cuenta el príncipe de Lampedusa en El Gatopardo, y si la novela es una maravilla, el film, que se rodó en estos lugares, no desmereció. ¿Recuerdan aquel baile interminable con una espléndida Claudia Cardinale, un apuesto Alain Delon y un Burt Lancaster, con su larga bufanda blanca, que descubre ante el espejo su irremisible vejez? Todo eso ocurrió aquí. Todo eso y otras muchas cosas más ocurrieron aquí. Pero ya he llegado al final de mi particular itinerario. En Noto, muy cerca de Siracusa, junto al mar, hay una gruta llamada «Calafarina». Dicen que en las tempestuosas noches de febrero, especialmente, vagan y gimen los espíritus de los esclavos degollados siglos atrás, invocando, a grandes voces, a aquellos valientes que se atrevan a liberar sus espíritus del maleficio. Quien lo logre obtendrá un fabuloso tesoro, un tesoro que se dice lo escondieron unos piratas árabes que se sirvieron de dichos esclavos. Una vez terminada su misión, fueron liquidados en la misma gruta. Sus espíritus errantes se quedaron allí..., pero nadie osa liberarlos. Es una leyenda, pero de leyendas y misterios está tejida nuestra vida. Como la heroína de Corazón árido, de Carlo Cassola, miro a través de la ventana salpicada de gotas de lluvia y trato de escuchar los gemidos de esos espíritus. Sean estas palabras y no otras, las que sellen aquí todo lo que mi corazón ha sabido recordar.

PIAMONTE: LOS CAMINOS SECRETOS

«Y en aquel entonces bastaba con que dijese el nombre de un pueblo para que me pareciese verlo», escribió Cesare Pavese en uno de sus concisos relatos que reflejan magistralmente las tierras del Piamonte. Esto me sucede ahora, cuando afronto el relato de un viaje increíble, orgiástico, por así decirlo, por tierras del Piamonte italiano. En el recuerdo se mezclan verdes colinas, castillos, viñedos, palacios, granjas agrícolas, haciendas vinícolas, lagos, montañas, nieve, torrentes y... gentes. ¡Pero qué gentes! Abiertos, humanos, entrañables... El piamontés rural poco tiene que ver con el turinés urbano. Ni peores ni mejores. Distintos.

El Piamonte es mucho Piamonte. Es más, hay muchos Piamontes. Administrativamente, se divide en provincias, en regiones y en comarcas. Pero referirnos, por ejemplo, a las Langas o al Cavenese, poco nos aclara.

Se hace el camino al andar y para conocer el Piamonte hay muchos caminos. Está el de los lagos, el de los Alpes, el del río Po, el de los viñedos y castillos... Y todo parte de Turín, obviamente, la capital, que ya es en sí misma, otra historia.

No pregunte dónde nace exactamente el Po, el gran Po, el río de los ríos de Italia, porque nadie lo sabe. Eso sí, es posible y recomendable acercarse al «pie de los montes», a Monviso, a Pian del Re, exactamente el lugar al que se atribuye el honor de albergar los manantiales que se van uniendo para formar una torrentera, un riachuelo, un río, al que se puede seguir a través de una ruta que transcurre por una preciosa localidad llamada Pian della Regina, a tres kilómetros de las fuentes del río, y después Crisaldo. Desde aquí, el Po se hace adulto hasta llegar a Turín, a 108 kilómetros de donde nació. Más o menos a la altura de la bella Tortona, a 27 kilómetros al norte, se despide del Piamonte para arrojarse a la Lombardía, y lo hace en un paisaje muy distinto. Y es que el Piamonte es puro contraste.

En plan romántico, Piamonte ofrece el gran atractivo de sus lagos, principalmente Maggiore, Orta y Mergozzo. En el siglo xix, la aristocracia europea, los grandes terratenientes y los incipientes empresarios iniciaron la moda de construir en torno a los mismos, su chalet, su villa, su mansión. Y todo ello coincidiendo con la llegada del «Modernismo» —Liberty para los italianos, Art Nouveau, para los franceses— que ahora vemos reflejado en los grandes hoteles y residencias particulares que circundan las riberas lacustres. Por el lago Maggiore pasaron esa pareja de enamorados, protagonistas de la famosa novela de Ernest Hemingway, Adiós a las armas, camino del drama final, la muerte de ella, de la enfermera. No podía ser de otra manera. Hemingway se inspiró en estos lares. Estuvo concretamente en Stresa, donde precisamente se encuentra el embarcadero que, montados ya en un barco de recreo, permite la visita a las islas Borromeo, Isola Bella, Isla de los Pescadores e Isola Madre, esta última casi ocupada por completo por un bellísimo Jardín Botánico. Quizás la más bella sea Isola Bella, con sus Jardines y el Palazzo Borromeo, pletórico de tesoros artísticos. Más pequeño es el lago de Orta, en cuya parte oriental se yergue un promontorio con una panorámica fascinante. Frente a Orta se yergue la isla de San Giulio, que acoge una antiquísima iglesia fundada por San Giulio en el siglo iv.

Muy cerca del lago, podemos recorrer parte de la Valsesia, el valle más verde de Italia, según un eslogan afortunado. De Varallo a Alagna experimenté uno de los mayores placeres viajeros de mi vida. A través de una serie de precipicios y barrancos, por la carretera, siguiendo el curso del río Sesia, que da nombre al valle, iba intuyendo que al fondo me esperaba el Monte Rosa, la segunda montaña de Europa. Pero antes nos detuvimos en Varallo, un pueblo tranquilo y famoso en media Europa, porque en el mismo se localiza el denominado Sacro Monte de Varallo. Fue concebido el año 1493 por el padre Bernardino Caimi como una nueva Jerusalén, como un pedazo de Tierra Santa para todos aquellos católicos que no podían afrontar el viaje a los Santos lugares. Casi tres siglos de trabajos se necesitaron para componer lo que ahora se denominaría un «parque temático» en torno al Nacimiento, Vida, Pasión y Muerte de Jesucristo. Estaríamos ante un anticipo de los «dioramas» tan de moda del siglo xx, promovidos para suscitar la emoción y la devoción de los fieles. Hoy día, es la curiosidad la que impera en la visita y también el asombro ante tan grandioso complejo artístico. La visita arranca —o debe arrancar— desde la iglesia franciscana de la Madonna delle Grazie al pie de la espectacular funivía que conduce al Sacro Monte. En la misma, el gran artista lombardo Gaudenzio Ferrari pintó en 1513 un fresco que cubre una pared entera situada en medio de la iglesia, con escenas de la vida de Cristo. Es un anticipo, un guión, de lo que veremos allí arriba, en el cielo terrenal del Sacro Monte. Cuando no existía la funivía, recientemente reinaugurada, los peregrinos ascendían a pie y bien se puede comprobar el mérito observando la altura. Luego, atravesaban —y se atraviesa en la actualidad— una severa puerta neoclásica que da paso a un recorrido de 45 capillas que acogen 800 estatuas y 4.000 figuras, pintadas al fresco, de tamaño natural, y que arrancan con Adán, Eva y la serpiente. Las hojas de parra son enormes, ciertamente. El recorrido finaliza en la basílica de la Asunción, situada en una gran plaza que reproduce la ciudad de Jerusalén. Un monumento religioso quizás demodé pero que merece la pena visitar. «La Pasión de Cristo» marca el cenit del recorrido por su espectacularidad.

Tras las emociones religiosas, nos aguarda la Valsesia, por donde discurre el río Sesia, un auténtico paraíso para los aficionados a la canoa, a la piragua y a las bajadas fluviales. Alagna es el clásico pueblo alpino, ubicado a 1.192 metros de altura. Es el centro de esquí más importante del valle. Desde Alagna lanza uno la mirada y se topa con el Monte Rosa, una de las más bellas montañas del mundo. Cada día ofrece perspectivas y colores distintos, cambiantes, increíbles. Desde aquí parten muchos escaladores. El pueblo es encantador, tranquilo, con sus calles empedradas, la fuente pública y las típicas casas de madera estilo Walser con su peculiar construcción. Muy cerca del pueblo, en la pedanía de Pedemonte, a cuatro pasos en agradable caminata se llega al museo Walser, de obligada visita. Sobrecoge pensar cómo pudo sobrevivir la comunidad proveniente de la Suiza alemana, en los terribles y largos inviernos de esta región. La mansión, construida en 1628, recoge en sus tres plantas todos los elementos que contribuyeron a su vivir cotidiano. Utensilios de labranza, menaje del hogar, vestuario, ropaje festivo que utilizaban los «walseses», cuya cultura se ha conservado a lo largo de los siglos. Junto al Museo, se encuentra el precioso hotel del famoso guía alpino Sergio Gabbio, Montagna di Luce, contrapunto moderno a otras formas de vivir.

Tras los lagos y las montañas, la cabalgada piamontesa desciende a la llanura repleta de colinas, viñedos, cultivos, granjas, castillos y palacios, haciendas agrícolas y bodegas vinícolas... En resumen, un paraíso terrenal para los que saben apreciar la vida.

Tuve la oportunidad de conocer Alba, «la ciudad de las cien torres», que todavía conserva algunas de ellas entre los edificios de estilo románico, gótico y barroco. En el Café Vergano, los clientes saboreaban un capuccino y hablaban de trufas. Desde septiembre a diciembre la trufa es la reina del mercado de las trufas. ¡Y el Barolo! El famoso vino inventado por una mujer, la marquesa Giulia Falletti di Barolo, tiene aquí su reinado, porque las colinas húmedas y frescas producen una uva tinta, delicada y difícil, conocida como nebbiolo, es decir, «el de la niebla».

Es muy agradable pasear por los viñedos de Monferrato, región en cuyo centro se asienta la bella Asti, que en la Edad Media era más grande y próspera que Turín, que sólo era un pueblo. Su catedral es el monumento gótico más importante del Piamonte. Decir Asti es recordar al gran poeta Vittorio Alfieri, que preside la gran plaza a él dedicada con un gran monumento. También Asti tiene su «Palio», pero es injustamente menos conocido que el de Siena. Se celebra todos los años el primer domingo de septiembre. Cerca de Asti, en Mombaruzzo, tuvimos la oportunidad de degustar los famosos amaretti (mostachones) y, por supuesto, los vinos de la región, reino del Moscato y de vinos tintos espesos como el Barbera, sin olvidar el Dolcetto de Asti.

De Asti a Canelli hay escasos kilómetros. Canelli es uno de los «santuarios» mundiales del vino. Tiene un interesante centro histórico en torno a una colina en cuya cima se yergue un castillo de 1706, hoy día propiedad de la familia Gancia, y numerosas iglesias barrocas, pero todos los turistas lo que realmente quieren conocer son las famosas bodegas de Canelli, denominadas «catedrales subterráneas», y es que lo son. Aprovechando el terreno, compuesto de tufo calcáreo, en las entrañas de la colina se han llevado a cabo maravillas de ingeniería y arquitectura. Visité la Casa Contratto, con edificios que datan de 1876, y que se hizo famosa en el mundo entero con su Asti Metodo Clasicco. Tras la visita, se pueden degustar los vinos, que acompañados de embutidos y dulces, templan el cuerpo para toda la jornada.

De las bodegas vinícolas de Canelli a las aguas termales de Acqui Terme no median muchos kilómetros y recorrerlos resulta un placer, entre colinas y viñedos. Desde los tiempos de los romanos, la gente venía aquí a rehabilitar sus vías respiratorias y someterse a tratamientos antirreumáticos. Acudían las grandes familias italianas, desde los Gonzaga a los Saboya. La belle époque de las termas de Acqui lo marca su famoso columbario neoclásico, situado en medio de la plaza de la localidad. Le llaman La Bollente y es que el agua hierve y emana a una temperatura de 75ºC. Luego, como en casi toda Europa, entre las dos guerras, los balnearios termales decayeron, pero nuevamente se han puesto de moda, modernizados y con un nuevo estilo de vida social activa, lejos de aquellos recuerdos de agüistas aburridos. Acqui Terme es algo más que un balneario. Tiene un interesante centro histórico, la magnífica catedral de San Guido y detrás el Jardín Botánico y el Museo Arqueológico; un vistoso acueducto en las afueras y sobre todo la basílica de San Pedro, más conocida popularmente como la «Iglesia de la Dolorosa». Fue una abadía benedictina hasta 1477. En 1920 se inició su restauración y hoy día es algo digno de ser visitado.

Sigo atravesando las «Langhe». Más colinas, más viñedos, bosques de avellanos, porque el chocolate es el rey de esta región... ¡Y la trufa por supuesto! Me esperaba Carrú, la «patria del Bollito», y famosa por su feria del Buy Grasso, que se celebra anualmente, a mediados de diciembre. No podía faltar un monumento al buey, en este caso dos y uncidos, en una de las plazas del pueblo, obra del escultor Raffaele Mondazzi.

Llegamos a Vicoforte Mondoví, famoso centro de peregrinación mariano, pues en esta localidad se ubica el santuario basílica Reina del Monte Real. Su construcción duró dos siglos. Su cúpula elíptica es la más grande del mundo. Es basílica desde 1935 y está situada en el centro de un gran complejo arquitectónico que comprende al sur la Palazzata, un conjunto de casas en semi-octógono, y al nordeste, el monasterio de los Cistercienses. Pudo haber sido la tumba de los Reyes de Saboya pero se ha quedado en culto a «la Virgen del Pilón», pues así la llaman. Los Saboya están en Turín, en la basílica de Superga.

Luego, me aguardaba un pueblo precioso: Mondoví. Tiene un impagable mirador que abarca una preciosa visión de los Alpes Occidentales y la Liguria. Desde aquí divisé perfectamente la cúpula inmensa del Santuario de Vicoforte. Todo el pueblo se alza en torno a la Plaza Mayor: monumentos barrocos, conventos y palacios nobiliarios. Por aquí pasó Napoleón Bonaparte y ganas le dieron de quedarse a vivir aquí, según dicen. Camino de otra maravilla de pueblo, Saluzzo, observo la inconfundible pirámide del Monviso, donde nace el Po. Saluzzo es una de las localidades de origen medieval más interesantes del Piamonte. Su centro histórico conserva los pórticos y las residencias de los nobles. Decir Saluzzo es recordar a Silvio Pellico, nacido aquí en 1789. Conspirador «carbonaro» escribió en la cárcel Mis prisiones. Su casa natal es ahora un centro de actividades culturales. La subida al castillo es obligatorio hacerla a pie. Fatigosa pero gratificante, porque está salpicada de bellos y elegantes palacios del siglo xv. También desde su emblemática Torre Cívica, que sobresale especialmente por la noche, cuando la iluminan. Muy cercanas están dos visitas imprescindibles: la iglesia de San Giovanni, que alberga auténticos tesoros, y la capilla sepulcral de los marqueses de Saluzzo. Y muy cerca, Casa Cavassa, restaurada y convertida en la actualidad en Museo Cívico. Ofrece una interesante exposición de cuadros —no podía faltar uno de Pellico— y dibujos y la famosa Madonna de la Misericordia, pintado en 1499 por Hans Clemer.

En los alrededores de Saluzzo, dos visitas obligadas: la abadía cisterciense de Santa María de Staffarda y el castillo della Manta. Este último es famoso por las pinturas al fresco de la «sala del barón». Allí están Los Nueve Valientes, las Nueve Heroínas y la mítica Fuente de la Juventud, una obra maestra del arte gótico europeo.

xviii

Tras cinco jornadas trepidantes por tierras del Piamonte, regresaba a Turín, pletórico, radiante, maravillado, pesaroso de creer que ya conocía Italia y me faltaba lo más cercano a nosotros, a nuestro país. Nunca es tarde.

Ya en Turín, quise poner punto y final a mi particular homenaje a Cesare Pavese, visitando el Hotel Roma e Rocca Cavour. En recepción pedí visitar la mítica habitación 346, escenario elegido para su suicidio. Tengo suerte, me dicen, porque no la ocupa ningún cliente y puedo visitarla. Supe más tarde que no la ponen a disposición de los clientes, aunque más de uno haya solicitado pernoctar en ella. Una camarera me la muestra. Me abre la ventana. Da a la Plaza Pietro Paleocapa. Solamente se sabe que hizo algunas llamadas, se quitó los zapatos, tomó unos barbitúricos y olvidó lo que una vez había escrito: «Los suicidios son homicidios tímidos». Por la mañana, el padre de la actual dueña del hotel descubrió el cadáver. El mobiliario de la habitación sigue siendo el mismo. Gris, mediocre, estrecho. Incluye una horrible butaca forrada de plástico rojo. Por menos, se han suicidado muchos...