1. Viaje por mar

Por mucho que lo intente, no hay hombre que se escape
de su primer amor, no importa ella quien fuese.
Oh, ¿puede nunca un marino elegir libremente
quedarse donde sea si no es junto al mar?
1


No había dejado Europa por ninguna otra razón que descubrir el sol, y corrían rumores de que podía darse con él en Egipto.

Pero no había comprendido qué más me encontraría allí.

Un barco de la P & O2 nos sacó de Marsella. Un serang de lascars,3 con silbato, pañuelo de cabeza y ondeante uniforme azul, trabajaba en la cubierta del equipaje. Alguien la pifió en el cabrestante. El serang lo llamó con un nombre que en sí mismo no era amable pero despertaba recuerdos deliciosos en el oyente.4

—Oh, serang, ¿este hombre es estúpido?

—Lo es, y mucho, sahib. Viene de Surat. Solo viene por la comida.

El serang sonreía; el surti5 sonreía; el cabrestante volvió a funcionar, y las voces que gritaban: «¡Más abajo! ¡Parad!» eran familiares como el olor amistoso de la cocina de los lascars o los chasquidos de pies descalzos en la cubierta. De no haber sido por el paso impertinente de unos pocos años,6 de buena gana hubiese ido sin dudarlo a compartir su arroz. Los serangs solían ser muy amables con los niños blancos por debajo de la edad de las castas.7 Lo más familiar de todo era el barco mismo. Había resbalado fuera de mi memoria, y no había nada en las tarifas para recordármelo, que todavía quedaban barcos de hélice única8 en el lucrativo negocio del tráfico de pasajeros.9

Unos pasajeros del Atlántico Norte acostumbrados a los barcos de verdad hicieron el descubrimiento, y estuvieron contentos como si fuesen turistas americanos en Stratford-on-Avon.10

—¡Oh! ¡Venid a ver! —exclamaban—. Tiene una hélice... ¡una sola! ¡Oíd, oíd el ruido que hace! Y, ¿habéis visto el granero viejo que tienen como sala? ¿Y la biblioteca de oficiales? Está abierta durante dos medias horas al día entre semana, y una sola en domingo. Dejas un dólar y cuarto en depósito por cada libro. No nos hubiéramos perdido este viaje por nada del mundo. Es como viajar con Colón.

Vagaban por aquí y por allí, parlanchines, atónitos, y felices, porque desembarcaban en Port Said.11

Yo también exploré. Desde los manteles mal planchados, los vasos de vidrio grueso de cepillado de dientes para las bebidas y el desaseado despliegue de víveres en las comidas hasta las incómodas instalaciones del camarote sin cortinas donde, a la hora de tumbarse en el camastro, todavía no habían llegado las bandejas para el té matutino, el tiempo y el progreso no habían hecho mella en la P & O. Seamos justos: había ventiladores eléctricos en los camarotes, pero los ventiladores te los cobraban aparte; y circulaba el rumor, no comprobado, de que podías comer en cubierta o en tu camarote sin tener certificado médico. Todo lo demás respondía al viejo lema: Quis separabit, «Esto está muy separado del resto de las líneas».12

—A fin de cuentas —dijo un angloindio13 a quien yo contaba cosas sobre los viajes oceánicos civilizados—, no les quieren, a ustedes, los visitantes de Egipto. Con nosotros van sobre seguro,14 porque... —y me dio muchas razones convincentes relacionadas con los permisos, la economía, la ausencia de competencia y la propiedad de la franja costera de Bombay.15

—Pero es absurdo —insistí—. La empresa entera está anticuada. Hay en mi cubierta un aviso que prohíbe fumar y usar cerillas, y un lascar no sé qué hace con el cierre de una escotilla, delante de mi camarote, con una vela dentro de una linterna.

A todo eso, nuestra bañera de hélice única traqueteaba cautamente hacia Port Said, porque no llevábamos correo a bordo16 y el Mediterráneo, exhausto después de un grave ataque de histeria en febrero, parecía una balsa de aceite.

Charlé un poco con un contramaestre escocés que se quejaba de que los lascars ya no eran como antes por su costumbre (pero era la que habían tenido siempre) de enrolarse por clanes o familias: toda clase de gente a la vez.

El serang decía que, en cuanto a él, no había observado ninguna diferencia en veinte años.

—Siempre hay hombres de toda clase, sahib. Y es así porque Dios hace a los hombres de esta manera y de aquella. No los corta a todos con el mismo patrón, no lo hace así en absoluto.

Me dijo, también, que las pagas subían, pero también los precios del ghee,17 el arroz y los curris, y era malo para las esposas y las familias en Porbandar.

—Y también esto es como es, y digamos lo que digamos no será de otro modo.

Después de Suez, el serang hubiera florecido en ropa delgada y largas charlas, pero el acre helor de la primavera lo pinchaba, del mismo modo que pensar en las despedidas recientes y en el trabajo por hacer helaba al contingente angloindio.18 Poco a poco uno iba llegando a los rasgos de las historias de siempre: una esposa enferma que se había dejado atrás por aquí, un hijo por allí, una hija en la escuela, una hija muy pequeña dejada a cargo de amigos o de asalariados, una determinada separación por tantos años y no muchas esperanzas o deleites en el futuro. No era una India simpática la que esbozaban las historias. He aquí una muy elocuente.

Había un patán,19 un mahometano,20 en un pueblo hindú, empleado del prestamista local como cobrador de deudas, y ese oficio no es popular. Vivía solo entre hindúes, y (así constaba en la acusación ante el juez de primera instancia) había descastado deliberadamente a un aldeano hindú haciéndole ingerir comida musulmana prohibida, y, cuando el piadoso aldeano lo llevó ante el jefe del pueblo en busca de una reparación, aquel impío desenvainó su cuchillo afgano, mató al jefe e hirió a unos pocos más. Las pruebas de la acusación eran intachables, tan impecables como deberían ser en los casos bien llevados, y el patán fue condenado a muerte por asesinato premeditado. Apeló y, gracias a algún tipo de arreglo, obtuvo permiso para exponer personalmente su caso ante el tribunal de apelación. Dijo, me parece, que no confiaba demasiado en los abogados, pero que si los sahib accedían a escucharlo, de hombre a hombre, se veía con muchas posibilidades.

Salió de la cárcel, pues, se presentó y, al modo de los patanes, no se contentó con exponer los hechos, sino que tuvo que empezar con el cuento de hadas de que era un agente secreto del Gobierno enviado a espiar en aquel pueblo. Después se decidió a ir al grano. Sí, era el cobrador de aquel prestamista (un persuasor de reacios, si se prefiere), trabajaba para un empleador hindú. Naturalmente, muchos estaban resentidos con él. Muchas de las pruebas en su contra eran absolutamente ciertas, pero la acusación las había retorcido abominablemente. Con el cuchillo, por ejemplo. Cierto, tenía en la mano un cuchillo tal como se había dicho. Pero, ¿por qué? Porque con aquel mismo cuchillo cortaba y distribuía un cordero asado que ofrecía a los aldeanos en un banquete. Durante el banquete, mientras él estaba sentado amistosamente con toda la gente, el pueblo entero se puso en pie a una voz de mando, lo apresó y lo arrastró hasta la casa del jefe del pueblo. ¿Cómo podía él haber descastado a nadie si todos comían de su cordero? Y en el patio del jefe del pueblo lo rodearon, armados con gruesos palos, y se animaban unos a otros a enfurecerse contra él, excitando cada cual a quien tenía al lado. Él era un patán. Sabía qué significaba aquella clase de charla. Un hombre no puede cobrar deudas sin hacerse enemigos. De modo que él los advirtió. Una y otra vez los advirtió, diciendo: «Dejadme en paz. No me pongáis las manos encima». Pero la cosa fue a peor, y se dio cuenta de que la idea era apalearlo a muerte como a un chacal en una cuneta. Entonces dijo: «Si se dan golpes, yo daré golpes, y los daré a matar, porque soy un patán». Pero los golpes cayeron, y eran fuertes. Por lo tanto, él, con el mismo cuchillo afgano con que había cortado el cordero, golpeó al jefe. «¿Tenía usted la intención de matar al jefe?» «¡Claro que sí! Soy un patán. Si golpeo, golpeo a matar. Los había advertido una y otra vez. Creo que le di en el hígado. Murió. Y esto es todo, sahibs. Era mi vida o la de esa gente. Me la hubiesen quitado al lado mismo de la carne que les ofrecía gratis. Y ahora, ¿qué me harán?»

Al final, acabó con varios años por homicidio intencionado.

—Pero —dije, cuando se terminó de contar la historia—, ¿por qué el juez de primera instancia aceptó la declaración del pueblo entero? Era demasiado bonito para ser cierto.

—El juez dijo que no consideraba posible que tantos respetables caballeros nativos hubiesen podido compincharse para contar una mentira.

—¡Ah! ¿Hacía mucho que el juez estaba en el país?

—Era un juez nativo —me contestaron.

Si piensan en los diferentes aspectos del asunto, se darán cuenta de que el juez de primera instancia era absolutamente sincero. El mismo juez de primera instancia, ¿no era un producto de la civilización occidental y, como tal, no iba con la mano forzada (fingiendo reflexionar de acuerdo con pautas occidentales) al traducir cada grado de la sociedad de un pueblo indio en su equivalente inglés, y al sentenciar como lo hubiera hecho un juez inglés? Los patanes y, dicho sea de paso, los funcionarios ingleses deben cuidar de sí mismos.

Hay, en este siglo, una enfermedad devastadora que se llama «esnobismo del alma». Su germen se ha desarrollado con virulencia en las culturas modernas a partir del bacilo simple aislado hace sesenta años por el difunto William Makepeace Thackeray.21 Precisamente lo mismo que el mayor Ponto,22 con sus platos dorados y su mozo de cuadras disfrazado de lacayo, se mentía a sí mismo y mentía a sus huéspedes, de modo que... pero The Book of Snobs solo podría ser actualizado por quien lo escribió.

Después intervino un hombre del Sudán (muy y muy lejos hacia el sur) con una historia sobre un juez destemplado y un preso demasiado sereno.

A los grandes bazares de Omdurmán, donde se vende de todo, llegó un joven procedente de los desiertos más remotos de una parte u otra y oyó un gramófono. La vida no tuvo para él ningún valor hasta que hubo comprado el engendro. Se lo llevó a su pueblo, y en el crepúsculo lo hizo funcionar para sus deleitados amigos. Su padre, el jeque del pueblo, acudió también, escuchó sin aliento los fuertes alaridos, porque la potente música carecía de instrumentistas, y dijo, bastante atinadamente:

—Esta cosa es un demonio. No debes traer demonios a mi pueblo. Enciérralo.

Esperaron a que se hubiese ido y pusieron otra melodía. Por segunda vez se acercó el jeque, repitió su orden, y añadió que si volvía a oír a la caja cantante mataría a su comprador. Pero la curiosidad y la alegría desafiaron incluso aquello y, por tercera vez (ya entrada la noche), pusieron disco y aguja y dejaron delirar al djinn.23 De modo que el jeque, con su rifle, abatió a su hijo según había prometido, y el juez inglés ante el cual acabó por comparecer lo tuvo tremendamente difícil para salvar de la horca aquella severa cabeza gris. La cosa fue así:

—Ahora, anciano, debes decir culpable o no culpable.

—Pero le disparé. Por esto estoy aquí. Yo...

—¡Shhh!... Es una formalidad verbal que la ley exige. (Sotto voce: Escriba que ese viejo idiota no entiende.) Ahora, cállese.

—Pero le disparé. ¿Qué otra cosa podía hacer? Compró un diablo metido en una caja, y...

—¡Silencio! Esto viene luego. No diga nada.

—Pero soy el jeque del pueblo. Uno no ha de meter diablos en un pueblo. Dije que lo abatiría.

—El asunto está en manos de la ley. Yo juzgo.

—¿Qué falta hace? Le disparé. Suponga que su hijo hubiese llevado un diablo metido en una caja a su pueblo...

Le explicaron, finalmente, que, de acuerdo con las normas británicas, los padres debían dejar que los hijos manipuladores de demonios fuesen fusilados por hombres blancos (el primer paso, ya ven, en el camino descendente del auxilio estatal), y que debía ir a la cárcel por varios meses por interferirse con un fusilamiento gubernamental.

Somos una gran raza. Hubo una vez en Nigeria un joven juez piadoso que hacía esperar varios minutos a los condenados a muerte mientras él consultaba las páginas del diccionario hausa, palabra por palabra, para poder decir: «Dios... tenga... piedad... de... tu... alma».

Y oí otra historia (esta vez sobre el canal de Suez) que insinuaba lo que podría ocurrir algún día en Panamá.24 Había un vapor volandero, cargado de explosivos de alta potencia, navegando hacia oriente, y en el extremo del canal un marinero, muy naturalmente, volcó una lámpara en el castillo de proa. Al cabo de un animado intervalo, la tripulación se internó en el desierto ahí al lado, mientras el capitán y el primer oficial abrían todas las espitas y lo hundían, no en medio del mar sino contra un banco de arena, dejando el espacio justo para que un vapor pudiese pasar apuradamente. Entonces las autoridades del canal telegrafiaron a los fletadores para saber exactamente qué había allí dentro; y dicen que la respuesta los mantuvo despiertos varias noches, porque era asunto suyo volar el barco.

A todo eso, el tráfico debía proseguir, y se acercaba un vapor de la P & O. Allí estaba el canal; allí estaba el barco hundido, señalizado por un árabe entrado en años en un pequeño bote con bandera roja, y había un margen de cosa de metro y medio a lado y lado para el barco de la P & O. El barco pasó de puntillas, porque tan solo cincuenta toneladas de dinamita pueden dar a un barco una sacudida perceptible, y el vapor volandero contenía más, muchísimas más, eso sin contar los detonadores. Por una casualidad absurda, casi la única persona a bordo que por entonces sabía alguna cosa del asunto era una pasajera ya mayor que se sentía más bien orgullosa del secreto.

—Ah —decía, mientras proseguía aquel angustiante deslizamiento—, pueden estar convencidos de que si todo el mundo supiera lo que yo sé, estarían todos al otro lado del barco.

Más tarde, las autoridades volaron el pecio con infinitas precauciones, desde una distancia de un par de millas, por lo cual ni acabó con el canal de Suez ni dislocó la tubería de agua dulce que corre a su lado, sino que tan solo abrió un hoyo de treinta o de cien metros de profundidad y desapareció de los registros de la Lloyd’s.25

Pero no había historia capaz de distraerle a uno por mucho rato ante las peculiaridades de aquella línea asombrosa que existe estrictamente para sí misma. Había un baño (ocupado) en el extremo de un corredor abierto al viento. Cuando terminó, el bañista salió.

Dijo el camarero, mientras fregaba la bañera para su sucesor:

—Ese era el ingeniero jefe. Ha tardado un poco. Debía haberse ensuciado mucho en el trabajo allí abajo, esta mañana.

Experimento una admiración inmensa por los ingenieros jefes. Se trata de unos hombres dotados de autoridad y son merecedores de todas las comodidades y todas las ayudas que se les puedan ofrecer, como, pongamos por caso, la instalación de baños para ellos solos en sus camarotes, para que puedan lavarse sin prisa.

No es justo mezclarlos con el común de los pasajeros, y no se hace en los barcos auténticos. Y, cuando un pasajero quiere tomar un baño por la tarde, en los barcos auténticos los camareros no hacen rodar los ojos como sacristanes de catedral ni dicen: «Veremos si puede arreglarse». Se alejan por el corredor y gritan: «Matcham», o «Ponting», o «Guttman», y a los quince segundos uno de estos tres veloces personajes ha llenado la bañera y ha sacado unas toallas. Los barcos auténticos no son anexos de la abadía de Westminster o del reformatorio de Borstal.26 Proporcionan un acomodo decente a cambio de un buen dinero, e imagino que los directores instruyen a sus equipos para que adopten el aire de sentirse a gusto en el trabajo.

Entre algunas generaciones anteriores es posible que existiese la idea de que la P & O era enormemente superior a todo el resto de las líneas de navegación27, de que se trataba de algo así como de un espectáculo semipontificial no susceptible de ser criticado. Hasta qué punto esa idea se la había ganado por su propia excelencia y hasta qué punto la debía al monopolio del tráfico de pasajeros, ahora resulta indiferente. En la actualidad, ni alimenta ni atiende a sus pasajeros, ni mantiene a sus barcos en el buen estado suficiente para que pueda permitirse presumir de nada. Razón por la cual, siendo la naturaleza humana como es, la compañía se envuelve de una antipática atmósfera de ritual absurdo para disimular una actuación inadecuada y hecha de mala gana.

Lo que realmente necesita es que la arrojen al mar, en marzo, en el Atlántico Norte, sin lascars,28 y tenga que nadar para salvar la vida entre un barco de la C. P. R.29 y otro de la Lloyd del Norte de Alemania, hasta que aprenda a sonreír.