34

Siento que el corazón me da un vuelco cuando pasamos frente a la entrada de ensueño del PranaParadise. Aparentemente todo sigue igual. El letrero de madera, el Buda… En un rato lo comprobaré todo de cerca y espero mantener el tipo porque no quiero llorar. Ya no.

—Aquí, aquí —alerto al taxista, que está a punto de pasarse el aparcamiento del Brisa.

La figura escuálida del Chimuelo asoma curiosa por la entrada de recepción al ver el taxi detenerse en la carretera. Salgo con mi maleta y a medida que camino hacia él me va reconociendo.

—¿Lady? ¿Mi lady Cocó? —pregunta incrédulo por fin, con la voz llena de alegría.

—Hola, Chimuelo —lo saludo dándole un abrazo muy fuerte. Huele como siempre, a la versión americana de Varón Dandy mezclada con cerveza. Pero también huele a algo que me hace sonreír. Huele a rancheras.

—Pero lady, ¡si creí que no volvería a verla nunca! Oliver fue a buscarla y… —El pobre no se atreve a seguir por si mete la pata.

—Chimuelo, lo sé todo. Fue a buscarme, me vio con Jaime y regresó con el corazón hecho pedazos. Me lo contó Hernán. Por eso he vuelto, porque tenías razón. No podemos vivir separados —confieso.

—Pero entonses, ¿no va a casarse con ese Jaime?

—No —niego feliz.

—¿De veras, lady? ¡No sabe la alegría que me da escuchar eso! Pero tendrá que contárselo también a lady Lola. Está bien enojada con usted —me advierte.

—Lo sé. Es que me gusta hacerla sufrir —confieso dándole un codazo.

—¡Qué bueno, lady! ¡Qué bueno que esté acá! ¡No sabe cuánto la eché de menos! Casi tanto como Oliver. Pero ¿cómo no me avisó de que venía? La hubiéramos ido a buscar al ferri —me regaña.

—Es que nadie sabe que estoy aquí.

—Tan linda ella que vino a verme a mí primero, a su chimuelito —afirma orgulloso.

—Sí. Vine a verte a ti el primero porque necesito dos cosas antes de ir a buscar a Oliver: ponerme guapa y tomarme una cerveza. ¿Tienes alguna habitación libre donde pueda cambiarme? —pregunto ansiosa.

—Para usted siempre tendré una habitasión, y si no se la pinto, lady. Véngase conmigo.

Me arrebata la maleta y me guía por las escaleras metálicas hasta el último piso, hasta la habitación en la que estuvimos Lola y yo. El pasamanos cochambroso, los desconchones en la pared, la hamaca sucia…

—¿Sabes una cosa, Chimuelo? Este es el único lugar donde siento que estoy en casa —reconozco mirando el paisaje.

—Es que esta es su casa, lady —afirma convencido mientras me abre la puerta metálica—. Lo supe en cuanto la vi.

—¿Tú crees? Chimuelo, tengo miedo.

Me mira con sus ojos británicos y sonríe con picardía.

—Le voy a desir una cosa, pero no se me vaya a poner nerviosa. Desde que Oliver regresó de España siempre tengo libre esta habitasión. ¿Sabe por qué? Porque de ves en cuando viene a pasarse la tarde aquí sentado, en esta misma terrasa. En cuanto veo a Max rondando por mi parking, agarro dos Imperiales y me subo con él. Casi nunca hablamos, pero por cómo suspira sé dos cosas: que la echa a usted de menos y que, grasias a que la salvó de Kenneth, ya se perdonó lo de Evelyn.

—¿De verdad lo crees? —pregunto nerviosa.

—Hágame caso, lady. Lo conosco bien. Arréglese si quiere y tómese todas las servesas del mundo, pero Oliver va a resibirla con los brasos abiertos esté como esté.

Una imperiosa necesidad de comprobar las palabras del Chimuelo se apodera de todo mi ser. Examino mi reflejo en la ventana de nuestra habitación. Vale, puede que no esté tan mal, pero…

—¡Ni hablar! Chimuelo, necesito veinte minutos —sentencio decidida entrando en la habitación con la maleta.

—¡Ándele! ¡Apúrese, lady!

Tras ducharme, cambiarme de ropa, arreglar mi pelo a conciencia y maquillarme para no estar tan pálida, salgo decidida a retomar mi vida donde la dejé. Bajo a recepción y me despido del Chimuelo pidiéndole que me dé suerte.

—¡Diosito me la bendiga, lady! —exclama.

Salgo a la playa y respiro profundo un par de veces. Sí, estoy en casa. Santa Teresa es mi casa. Saco mi móvil, el de Costa Rica, y miro la hora. Oliver debe de estar aún en el PranaParadise, pero debo asegurarme. Por eso le envío un WhatsApp a Lola.


COCO:

Cú, cú.

LOLA:

No me hablo contigo.


COCO:

Mira dónde estoy.


Me hago un sefie con las palmeras que esconden el Brisa de fondo y se la envío. A los dos minutos me llama entusiasmada.

—¡Coco! ¿Estás aquí? ¿De verdad?

—De verdad —confirmo.

—¿Y Jaime?

—Te manda recuerdos, Lola.

—¡La madre que te parió! ¿Por qué no me lo dijiste? ¡He estado a punto de ir a España a darte un bofetón varias veces! —me grita.

—Pues me alegro de que no lo hicieras.

—¿Has visto ya a Oliver?

—No, ¿sabes dónde está? —pregunto.

—Lo vi salir hace un rato con Max. Debe de estar en la playa. ¿Quieres que lo llame?

—¡No! No le digas nada. Voy a ver si lo encuentro, luego te llamo, ¿vale?

—Vale. Te he echado de menos.

—Y yo a ti.

—Venga, ¡cuelga de una vez y ve a por él!—me grita emocionada.

—Vale, vale, adiós.

Continúo mi camino con el corazón a mil por hora y un nudo en la garganta. La suerte está echada. Si Oliver está por aquí, Max me encontrará y entonces… Entonces espero que actúe el destino, porque yo no sé si voy a saber qué hacer.

Me quito las sandalias y camino hacia las olas. El océano está tranquilo, tibio. Aun así, me da un escalofrío cuando lo siento en la planta de los pies, y otro cuando, a lo lejos, veo dos siluetas muy distintas. Una larga y estilizada que se mueve despacio y otra pequeña que camina a su lado nerviosa, distrayéndose con cada olor que detecta en el suelo, en el aire. Me ajusto las gafas para comprobar que son ellos. ¿Me habrán visto? ¿Me reconocerán desde tan lejos? ¿Se imaginarán que soy yo?

Continúo caminando con los nervios a flor de piel. Sí, son ellos. Oliver se agacha para coger un palo y lo lanza lejos, en la dirección en la que estoy yo. Max corre feliz a buscarlo pero, cuando llega a él y lo captura, se queda muy quieto. Creo que ya me ha olido. Lo sé porque suelta el palo de pronto y viene corriendo hacia mí a toda velocidad. Es la típica escena de culebrón en la que el galán y la protagonista corren por la playa el uno hacia el otro. Solo que esta la protagonizamos Max y yo.

—Max, para, ¡para! —le advierto cuando lo veo acercarse sin ninguna intención de frenar. Y no frena. Se abalanza sobre mí y rodamos por la arena como en un anuncio de desodorante.

«¡Coco! ¡Coco! ¡No me puedo creer que estés aquí! ¡Qué contento estoy! ¡Qué contento estoy!», lloriquea sin parar, pisoteándome. A la porra mis preparativos previos al encuentro.

—Hola, cariño, ¿cómo estás? —le digo intentando acariciarlo, pero se mueve tanto que no hay manera.

«¿Dónde estabas? Te he echado de menos, tonta. Mira que no llamarme ni siquiera…», gime limpiando mis lágrimas a lengüetazos.

—¡Max! —la voz de Oliver acercándose lo alerta. Corre hacia él.

«Mira, jefe, mira qué nos ha traído la marea», gime saltando a su alrededor.

Aprovecho la ocasión para levantarme y sacudir la arena de mi vestido, de mi pelo, de mi piel… Y aquí está. Plantado frente a mí, a unos pasos, mirándome asombrado con esos ojos verdes con los que no dejé de soñar ni un solo día desde que me fui. El corazón se me arruga cuando descubro sus ojeras y mi pañuelo atado en su muñeca. Me acerco a él con cautela, como si pudiera esfumarse. Oliver no se mueve, ni siquiera parpadea hasta que se fija en la cicatriz de mi brazo. La observa como si le doliera a él. Levanta la mano para acariciarla, pero la mía sale a su encuentro. Es entonces cuando nuestras miradas se cruzan. Me lanzo a su cuello y él me abraza fuerte. Sigue oliendo como recordaba, y su voz…

—Coco, fui a buscarte —murmura.

—Lo sé.

—Te vi con Jaime.

—Habíamos quedado para decirnos adiós. Si hubieras hablado conmigo, si me lo hubieras preguntado…

—Dijimos sin preguntas —susurra en mi oído, casi burlándose.

—Eso se acabó, lisensiado. Ya no necesito que me quiera sin preguntas, así que hágamelas todas ahora, por favor —le suplico.

—¿Puedo preguntarte todo lo que quiera?

—Sí —contesto nerviosa.

Me suelta para poder mirarme a los ojos. Una lágrima se me escapa y Oliver la borra con una caricia.

—¿Pensabas casarte con él?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque no quisiste entrar en mi habitación —reconozco con tristeza—. Te fuiste.

—Coco, no pude entrar porque tuve miedo de morir de dolor si te veía —me explica abrazándome—. No sabes lo que sentí cuando te vi con el cuchillo en el brazo. Porque todo fue culpa mía, por decirte aquellas cosas. Fue como…

—Fue como revivir lo de Evelyn.

—Fue mucho peor —admite.

—Lo siento, de verdad —me disculpo.

—¿Me echaste de menos?

—Mucho.

—¿Dónde está tu maleta? —me pregunta de pronto.

—En el Brisa.

—Vamos a buscarla —propone soltándome y tirando de mi mano.

—No, espera. ¿Eso es todo? ¿No quieres preguntarme nada más? ¿No hay más preguntas? —insisto.

—Solo una —afirma acercándose para darme un beso.

—¿Cuál? —pregunto nerviosa.

—¿Quieres casarte conmigo?

***

Tengo que reconocerlo: estoy impresionante envuelta en mi nuevo vestido de novia. Y cuando digo impresionante quiero decir atractiva, espléndida, radiante, encantada, feliz… En dos palabras: estoy enamorada.

—¿Ves? Esta es la cara que tiene que tener una novia —afirma Lola mirándome a través del espejo.

—Sí —admite Loreto guardando sus pinceles—. Es la primera vez que maquillo a la misma novia dos veces, y espero no tener que hacerlo una tercera, así que ya puedes ponerte las pilas y comer perdices todos los putos días de tu vida. ¿Está claro?

Chris, Lola y María se echan a reír.

—No se disen groserías —la regaña Juan indignado.

—Lo siento, Juan. Es que si no las digo no me hacen caso. ¿Te vienes conmigo? Tu madre tiene que ejercer de madrina y yo quiero ver esta boda sentada junto a un hombre de verdad —le propone Loreto al pequeño.

Cuando abren la puerta de la habitación, aparecen Unai y el Chimuelo vestidos con guayabera y pantalón blancos.

—¡Coco! ¡Qué guapa estás! —dice Unai sin ni siquiera mirarme, yendo directo a abrazar a Lola.

—Gracias —contesto riéndome.

—A ver, ¿dónde está esa novia que quiere que la lleve al altar? ¡Oh! ¡Lady! ¡Quién tuviera veinte años menos! —exclama el Chimuelo sonriendo con sus dientes nuevos. El mismo día que fui a pedirle que fuera mi padrino pidió hora para que el dentista le arreglara su aspecto de una vez.

—Guau, ¡tú sí que estás guapo! —le digo asombrada.

—Señorita, deberían salir todos. Parese que el novio ya está esperándola —nos avisa María asomándose por la ventana.

—Sí, vamos saliendo —propone Lola tirando del brazo de Unai.

Chris se acerca a mí con una caja en las manos.

—¿No te falta algo importante? —me pregunta misteriosa.

—Algo como… No, no caigo —reconozco. Organizar una boda en menos de dos meses te obliga a delegar ciertos detalles que después ni te acuerdas de supervisar.

—Tu ramo, Coco —suspira Chris abriendo la caja.

Miro en el interior y me encuentro un ramo de flores blancas de lo más normal, pero tiene algo que lo hace especial. Tres hibiscos rojos formando un triángulo.

—Chris, ¡qué bonito! —exclamo.

—Los hibiscos los ha elegido Oliver esta mañana. ¿Te gusta?

—¡Me encanta! —exclamo dándole un abrazo.

—¿De verdad? ¿Estás contenta? ¿No te da algo de pena que papá y mamá no hayan venido? —me pregunta.

—¡No! Mamá habría puesto el grito en el cielo desde el minuto uno y papá acaba de recuperarla. Déjalos que disfruten. Además, ¿te imaginas todo esto lleno de paparazis?

—Bueno, voy a decirle a todo el mundo que te espere sentado. El protocolo siempre será el protocolo —sonríe burlona.

La veo alejarse y me recuerda a la niña que era antes del divorcio. Hemos tardado mucho en lograrlo y seguimos siendo peculiares, pero supongo que volvemos a ser una familia, como ella quería.

—¿Nos vamos, lady? —me dice el Chimuelo ofreciéndome su brazo.

—No. Espera un momento —le digo mirándolo con picardía.

Abro el mueble bar y saco las dos Imperiales que tenía preparadas. Las destapo y le ofrezco una al Chimuelo:

Lady… —susurra emocionado cuando me ve levantar mi botella hacia él.

—Por ti, Chimuelo. Por las rancheras que llegan al alma con acento inglés —brindo.

Chocamos las botellas y, tras dejarlas por la mitad de un trago, salimos de la habitación cogidos del brazo.

Cruzamos el jardín del PranaParadise hasta la playa. Allí, bajo un arco improvisado y con el atardecer de fondo, María, Oliver y Max me esperan sonrientes. Confieso que me pongo un poco triste. Albergaba la esperanza de que Oliver estuviera esperándome con su sonrisa fantástica, la que tenía el día de su boda con Evelyn, cuando le hicieron aquella foto. Pero supongo que hay huellas tan profundas que son imposibles de tapar.

—Cuídemela bien, Oliver. Esta lady es una joya —le advierte el Chimuelo cuando llegamos a su lado, antes de soltar mi brazo.

—Gracias, Chimuelo —susurro dándole un beso.

—No puedo creerlo. ¡Oléis a cerveza! —exclama Oliver.

—¿Nosotros? ¡Nooo! —mentimos al unísono.

La ceremonia transcurre con normalidad. Tal vez con demasiada normalidad. Hasta podría decirse que está siendo de lo más aburrida. Pero no. Justo cuando le toca a Oliver darme el «sí, quiero», Max lanza un ladrido con todas sus fuerzas.

«¡Claro que quiere!», grita a los cuatro vientos.

—¡No, Max, tiene que decirlo tu dueño! —exclama el sacerdote haciéndole una carantoña.

Cuando las carcajadas cesan, la voz de Oliver se clava en mi corazón.

—Sí, quiero —dice mirándome a los ojos.

En vano, el sacerdote trata de seguir adelante con la celebración.

—Coco, ¿quieres a…

El móvil de Hernán empieza a sonar a nuestro lado a todo volumen.

—Lo siento —se disculpa mirando la pantalla.

El sacerdote lo reprende con la mirada y vuelve a la carga.

—¿Coco, quieres a.…

—¡Qué! ¡Un momento, por favor! —suplica Hernán acercándose a mí con urgencia—. Coco, está aquí. Acaba de llegar.

Sé a quién se refiere y no, no puede esperar. Sin mediar palabra dejo a Oliver y al sacerdote con la boca abierta y cojo el teléfono.

—¿Sí? (…) No, llévala junto a la piscina, nosotros vamos para allá.

—Coco, ¿qué pasa? —me pregunta Oliver histérico.

—Será un momentito, de verdad. Por favor, que nadie se mueva, volvemos enseguida —suplico a los invitados cogiendo al Chimuelo del brazo y arrastrándolo hacia el jardín.

Hernán se acerca a Oliver y cuchichean algo. Supongo que le estará contando qué ocurre.

Lady, pero ¿qué le pasa? ¿Adónde vamos? No me vaya a desir que le entraron las dudas porque me pongo a cantarle rancheras hasta que la convensa —me dice.

—No, Chimuelo, no tengo dudas. Es que… No sé cómo decirte esto —murmuró muy nerviosa tirando de su brazo, obligándolo a caminar—. ¿Te acuerdas de la ranchera que me cantaste en el hospital? ¿Dos almas?

—¡Cómo no me voy a acordar, lady! ¿Quiere que se la cante? —me pregunta sorprendido.

—No, a mí no. A ella —le digo señalando una pequeña figura que espera con José junto a la piscina y a la que reconoce enseguida, a pesar de los años.

—Matilde —susurra el Chimuelo casi sin voz.

—Sí, es Matilde. Hernán y yo la hemos estado buscando. Nos costó mucho dar con ella, pero cuando dos almas no tienen más remedio que estar juntas, ya sabes lo que pasa —le explico con un nudo en la garganta.

—¿Y el canalla? —me pregunta nervioso dando un paso atrás.

—Matilde lo dejó cuando se enteró de lo que te había hecho. Le dijeron que te habían matado. Por eso nunca te buscó —le explico.

Una lágrima que me parte el alma recorre su mejilla, después otra, y otra.

—Vamos, mae —lo anima Hernán dándole una palmada en el hombro. Él y casi todos los invitados se agolpan detrás de nosotros para ver qué pasa.

—Chimuelo, ¡vamos! Ha venido hasta aquí porque nunca pudo olvidarte —lo animo, pero no hay manera.

—¡Que vayas con ella, coño! —le grita Loreto de pronto al oído.

Ahora sí, el Chimuelo reacciona. Se limpia las lágrimas, me quita mi ramo pronunciando un peculiar «permiso» y aprieta el paso hasta fundirse en un abrazo con Matilde. Su Matilde.


UN AÑO MÁS TARDE…

—¡Doctor Chancla! Deja de decirme que empuje o en cuanto me desaten te salto a la yugular —grito fuera de mí.

—Coco, tranquilízate, por favor —suplica Oliver, sin saber que pedirle a una parturienta que se calme es más o menos lo mismo que invocar a todos los demonios del infierno.

—¿Que me tranquilice? ¿¿Que me tranquilice?? Llevo cinco horas intentando traer a mi hijo a este mundo. ¡¡¡No quiero tranquilizarme!!! —grito enfurecida notando que viene una nueva contracción.

—Eso es, Coco, aproveche ese enojo y empuje bien fuerte. ¡Ahora! —me anima el doctor Chancla.

Le hago caso. Aprieto los dientes, los músculos y la mano de Oliver con verdadero coraje. El cuerpo me pide darme por vencida, pero no lo hago. Ya no puedo más, por eso aprieto todo mi ser al máximo sin ceder ni un segundo, ni siquiera cuando oigo crujir los dedos de Oliver entre mis manos.

—¡¡¡Ahhh!!! —grita el muy blandengue.

—¡No te quejeeeeees! —le grito echando todo mi cuerpo hacia delante para acompañar el empujón.

Y de pronto, ya está. Todo cambia. No hay más tensión, ni dolor. Siento algo húmedo en mis bajos, oigo un chillido agudo y la voz de Manuel anunciando:

—¡Es una niña!

—¿Una niña? —preguntamos Oliver y yo a la vez.

—Sí, creo que me equivoqué. ¡Enhorabuena! —se disculpa el doctor Chancla acercándose a nosotros con el bebé envuelto en una sábana.

La cogemos en brazos y nos quedamos mudos. Es como una sorpresa. Manuel nos dijo que era un niño. Nos lo aseguró. Por eso pintamos de azul la habitación nueva cuando ampliamos la cabaña, le compramos ropa de niño y lo íbamos a llamar Hernán. Y ahora una preciosa niña gimotea y revuelve la sábana que la cubre con movimientos tan involuntarios como encantadores. ¿Quién es? ¿Cómo va a llamarse?

Nuestra pequeña abre los ojos. Me mira un segundo y, después, se queda extasiada observando a Oliver.

—Te está mirando —le digo.

—Sí, ¿verdad? Hola… Ehhh… Humm… ¿Inés? —dice dudando.

—¿Inés? —repito—. ¡Sí! ¡Inés!

Oliver me mira y ahí está. Su sonrisa fantástica.


Agradecimientos

Cuando visitas un país casi por casualidad pero te gusta tanto que regresas; cuando el avión despega y sabes que dejas allí algo más que a dos de tus seres queridos; cuando descubres en sus playas, en su gente y en sus paisajes que te estás equivocando de vida, entiendes al fin el significado de aquello que decía John Steinbeck: «Las personas no hacen viajes, son los viajes los que hacen a las personas». Por eso me vais a permitir que empiece los agradecimientos por Costa Rica, un país que siempre querré.


A Eva Olaya y todo el equipo de Versátil Ediciones... ¡GRACIAS! No hay chocolatinas en el mundo para compensar lo bien que me habéis tratado.


Gracias infinitas a todos mis amigos de Facebook, Twitter, Instagram, que con tanta paciencia seguís mis posts, y a los bloggers, clubs de lecturas, cafés literarios y administradores de grupos por la labor que hacéis defendiendo lo que más nos gusta: los libros. Permitidme que nombre a mis Cotorras Lectoras Madrileñas, por los ánimos, por vuestro apoyo, por las risas y... por los jacuzzis. #osquiero


Y cuando digo que el número ocho es mi número de la suerte, lo digo por algo. Este año tengo que dar las gracias por haber encontrado a ocho personas muy especiales a las que debo no haber tirado la toalla en más de una ocasión: Carlos Álvarez, María Jesús Valls, Cova Galena, Mara Mornet, Mari Luz Guillén, Beatrice Pinto y mis chicas Tatiana Davidova y Silvia Hernández.


Gracias a mi familia por los ratos que os robo, a los seis abuelos intergalácticos por cuidarnos a todos y a mis tres generaciones de primos favoritos, "los poyos", por el entusiasmo con el que celebráis cada paso que van dando mis historias.


Y por último, gracias de corazón a todos mis amigos. Tengo suerte de que seáis muchos y muy buenos, por eso, para no alargarlo mucho, esta vez solo voy a nombrar a una persona especial a la que espero ver cumpliendo su sueño muy pronto: Vane.


Pura vida.

Bienvenida, Mario Benedetti


Se me ocurre que vas a llegar distinta

no exactamente más linda

ni más fuerte

ni más dócil

ni más cauta

tan solo que vas a llegar distinta

como si esta temporada de no verme

te hubiera sorprendido a vos también

quizá porque sabés

cómo te pienso y te enumero


después de todo la nostalgia existe

aunque no lloremos en los andenes fantasmales

ni sobre las almohadas de candor

ni bajo el cielo opaco


yo nostalgio

tú nostalgias

y cómo me revienta que él nostalgie


tu rostro es la vanguardia

tal vez llega primero

porque lo pinto en las paredes

con trazos invisibles y seguros


no olvides que tu rostro

me mira como pueblo

sonríe y rabia y canta

como pueblo

y eso te da una lumbre

inapagable

ahora no tengo dudas

vas a llegar distinta y con señales

con nuevas

con hondura

con franqueza

1

Tenía que reconocerlo: estaba impresionante envuelta en mi vestido de novia. Y cuando digo impresionante quiero decir perfecta, magnífica, regia, divina, deslumbrante… En una palabra: tremenda.

Un repentino silencio se apoderó de la habitación y todos me miraron con la boca abierta. Reflejadas en el espejo, examiné las caras de asombro de las quince personas que habían obrado el milagro a base de horquillas, alfileres y cosméticos. Hasta la chica gótica con la cara llena de piercings que me había maquillado, una tal Loreto Neri, parecía emocionada de verdad. Sin embargo, nadie se atrevió a decir nada hasta que mi madre, la editora de moda más poderosa del momento, confirmó el éxito.

—¡Guau! —exclamó.

Todos respiraron aliviados.

—Querida, ha sido un placer vestir un cuerpo que merece mi talento —aseguró Dado Caruzzi.

Para ser un diseñador con apenas un año de carrera, su autocomplacencia era desmedida, pero la promesa que le había hecho mi madre de llevarlo a la fama a cambio de un maravilloso vestido gratis había desatado su vanidad.

—¡Coco, estás preciosa! —exclamó mi hermana Chris. Sí, ambas teníamos nombre de diseñadores de alta costura muertos y recordábamos la crueldad de nuestra madre cada vez que enseñábamos el DNI.

—Eso parece —murmuré, intentando reconocerme en aquella figura ideal que me miraba desde el espejo entornando los ojos.

—Voy a cambiarme —anunció mi madre al salir de la habitación.

—Y yo. ¡Vamos, equipo! Todos a mi cuarto —gritó Dado de pronto, lanzando palmadas al aire—. Yo también quiero brillar hoy.

En menos de diez segundos Chris y yo nos quedamos solas.

—Cuando te vea Jaime se va a caer redondo. Estás guapísima —afirmó frente mí.

—¿Tú crees? No estoy segura. Hay algo que…

—¿Bromeas? ¡Mírate bien, tonta! —exclamó apartándose a un lado.

Obedecí. Me miré de frente, de un lado, del otro, de espaldas a lo Elsa Pataky… Me miré de todas las formas posibles. Estaba espectacular, pero algo fallaba y no conseguía averiguar el qué. Tal vez fueran las lentillas. Las usaba tan poco que seguía sin acostumbrarme a ver el mundo tras ellas. Bajé del pedestal sobre el que me habían obligado a subir para retocar el vestido y fui directa al baño.

—Chris, ¿puedes traer mi bolso, por favor? —supliqué, retirando aquellos circulitos babosos de mis ojos con cuidado de que no se corriera el rímel.

—Toma. ¿Estás bien? —se interesó mi hermana.

—Sí, pero hay algo que…

Hurgué en mi bolso Eva de Louis Vuitton con manos temblorosas hasta que encontré mis gafas. Me las puse, volví a la habitación y me examiné de cerca en el espejo, buscando el fallo con detenimiento.

El vestido era una maravilla. Siempre me había sentido acomplejada por estar escuálida hasta rayar el mínimo aceptable por la Organización Mundial de la Salud, y odiaba cuando mi madre me recriminaba no haber aprovechado tal «bendición de la naturaleza» con una exitosa carrera de modelo, que ella misma habría dirigido. Sin embargo, aquel vestido de seda y escote palabra de honor convertía mi delgadísima figura en la de una mujer imponente.

A lo mejor el error estaba en el peinado, pero tampoco. Habían recogido mis indomables rizos negros en una trenza adornada con flores, excepto dos mechones que jugaban con gracia sobre mi frente, resaltando el encanto azul de mis ojos, que, esta vez, no podría esconder tras las gafas. En cuanto al maquillaje ¡Maldita sea! Aquella chica gótica era un verdadero genio.

Volví a subir al pedestal y di un par de vueltas observándome de arriba abajo. No había ningún fallo. Me veía sofisticada y altiva, no podía ser de otra manera. Todo lo relativo a la boda, incluida yo, debía ir acorde con el poder que mi madre ostentaba en la alta sociedad. Ella, la gran Minerva Capdeville, la reencarnación de Nerón en el mundo de la moda, la persona que decidía quién alcanzaba la fama y que con solo una llamada de teléfono podía enterrar en el olvido a quien fuera, no podía permitir que su primogénita se casara de forma discreta.

En cuanto a Jaime, Chris tenía razón. Se iba a caer redondo. Y sus amigas también. Mi futuro marido era una joven promesa de las finanzas tan atractivo que siempre éramos el centro de todas las miradas, especialmente las femeninas. Primero lo observaban a él con deseo y después me sondeaban a mí buscando el secreto, la clave del éxito, el «qué - tiene - ella - que - no - tenga - yo - para - cazar - a - un - hombre - como - ese». Cuando descubrían mi pelo rizado recogido en una cómoda coleta y el potencial de mi cuerpo de modelo envuelto en ropa tan cara como discreta, venían los gestos de mofa y los cuchicheos.

—Es la hija de Minerva Capdeville. Podría ser guapísima, pero no sabe sacarse partido. Es evidente que él está con ella por interés. ¿Sabías que es fisioterapeuta en la clínica de su padre? ¡Con la cantidad de dinero que tienen! —escuché una vez a mis espaldas.

Alcé la mano para contemplar mi anillo. Tenía tantos diamantes y era tan exclusivo que le había costado a Jaime una verdadera fortuna.

—Una pieza única para la única mujer a la que he amado y a la que amaré hasta el fin de mis días. ¿Quieres casarte conmigo?

Habría sido el momento más romántico de toda mi vida, pero las ciento cincuenta personas que esperaban mi respuesta le restaron encanto. Jaime pensó que sería fantástico sorprenderme con una pedida de mano por todo lo alto. Y acertó. Al menos en lo de sorprenderme. Me quedé tan impactada que no pude pronunciar ni una sola palabra. Jaime se tomó el silencio como un sí, me besó y todos aplaudieron. Al fin y al cabo, ¿quién en su sano juicio rechazaría a un hombre como aquel y la vida perfecta que había diseñado para nosotros? Porque Minerva y él lo tenían todo organizado y consensuado. La luna de miel por el océano Índico a bordo de un crucero de lujo, su brillante carrera en el banco de inversión de su familia y el máster en el que, ¡sorpresa!, ya me habían matriculado para que dejara de ser, al fin, la rebelde fisioterapeuta en la que me había convertido para llevar la contraria. Y no solo eso. Empezaría a trabajar en la revista de moda de mi madre que, ¡otra sorpresa!, algún día llegaría a dirigir yo misma. No, nadie podría rechazar algo así. Estaba claro que íbamos a ser muy felices. Todo nos favorecía, nos queríamos y se suponía que estábamos enamorados. Se suponía, sí. ¿O acaso alguien sabe qué significa estar enamorado?

Bajé del pedestal y me acerqué al espejo. Intenté sonreír. No pude. Asustada, di un paso atrás. Aunque todo fuera ideal, el vestido, el peinado, el maquillaje y el novio, algo fallaba. El tiempo se me echaba encima y yo no era capaz de encontrar qué era. Las manos empezaron a sudarme y mi corazón se puso a latir como loco.

—Chris —clamé.

Mi hermana se acercó con una sonrisa compasiva.

—Anda, vuelve a ponerte las lentillas. Como venga mamá y te vea con las gafas, las tira por la ventana —me aconsejó.

Obedecí en silencio. Fui hacia el baño respirando con dificultad, dejé las gafas en mi bolso e intenté ponerme de nuevo las lentillas. Temblaba tanto que tuve que pedirle a Chris que me ayudara. Ella se burló de mi tembleque y la risa me ayudó a sentirme mejor.

—¿Coco? ¿Estás aquí?

La voz de mi padre llegó con entusiasmo hasta el baño. Chris salió corriendo a recibirlo.

—¡Papi! No te muevas, siéntate y cierra los ojos —propuso entusiasmada—. Coco, ven.

Salí del baño y me coloqué frente a nuestro padre, que sonreía a ciegas sentado en una silla estilo rococó demasiado baja para su tremenda altura.

—Ya puedes abrirlos —anunció Chris.

Aunque intentó disimularlo, a papá se le llenaron los ojos de lágrimas nada más verme. Se levantó despacio y, cuando se acercó a mí para darme un abrazo, como siempre, Minerva nos estropeó el momento:

—Luis, si tocas ese vestido te denuncio —amenazó con su voz oscura, demasiado grave.

Irrumpió en mi habitación con el ramo de novia y los ojos desafiantes seguida de Pierre, su cuarto marido, un multimillonario francés que tenía nietos de mi edad.

El ambiente se tensó al máximo y mi estómago pidió a retortijones huir del campo de batalla. Chris y yo nos miramos con tristeza.

—Hola, Minerva. Estás… —No pudo seguir. Pobre papá.

—Ya. Tú también —replicó mi madre con indiferencia.

—Pierre, encantado de verte de nuevo —saludó mi padre.

Lúiiis —contestó mi padrastro con su manía francesa de poner los acentos en el lugar equivocado—. Tengo que hasegte una consulta después. Sigo sintiendo esos dologues en el pecho.

—Mejor pásate por la clínica. Te haremos un examen completo —le ofreció.

—Los coches están a punto de llegar —interrumpió Minerva—. En cuanto aparquen frente al hall me avisarán para que bajemos. Chris, tú y yo iremos con Pierre en el Rolls-Royce. Tu padre y Coco vendrán detrás en la limusina.

—¿Y yo? ¿En qué coche voy?

Lola, mi transgresora mejor amiga, apareció de repente con un vestido espectacular y el pelo lleno de rastas. No contábamos con ella porque llevaba un año en la India y la sorpresa de verla allí fue un alivio bárbaro. Todos la adorábamos, incluida Minerva, aunque el motivo de su cariño tenía un porqué: Lola era el eslabón perdido en una dinastía de rancio abolengo, pero tenía tanto dinero y tantos títulos nobiliarios que mi madre siempre encontraba la forma de alabar sus extravagancias.

—¡Lola! —exclamamos todos.

—¡Ló-lá! —exclamó Pierre.

—Querida, tu nuevo look es tan original ¡Estás muy guapa! —mintió Minerva, que no pudo evitar poner cara de asco cuando le acarició las rastas.

—Estás preciosa —la saludó mi padre, y él sí era sincero.

—¿Qué tal por la India? —preguntó Chris al abrazarla.

—¡Muy bien! De allí me traje estos pelos. Bueno, ¿dónde está la novia? —preguntó entusiasmada. Todos se apartaron para que pudiera verme—. ¡Coco! ¡Qué guapa es…!

Se quedó sin palabras y yo di un par de vueltas para que pudiera contemplar el vestido. Hoy sé que ni siquiera lo miró, aunque entonces me negara a reconocerlo. Plantadas la una frente a la otra, el tiempo se detuvo para nosotras, mientras el mundo y mi boda giraban a nuestro alrededor con toda su insensatez.

Lola, solo Lola, se había dado cuenta de que algo fallaba.

—¿Te gusta? —le preguntó Chris.

El teléfono de Minerva impidió la respuesta. Los coches acababan de llegar a nuestra gigantesca mansión y todos nos pusimos en movimiento con los nervios a flor de piel. Minerva daba órdenes tajantes a cada paso, recordándonos el protocolo a seguir, el orden de entrada en la iglesia, el de salida, el momento de sonreír, el de estar serios… Bajamos al vestíbulo, frente al cual una limusina infinita y el impresionante Rolls-Royce de Pierre nos esperaban. Minerva me obligó a sentarme en una postura imposible para que no se arrugara el vestido y, tras prohibirme terminantemente que me pusiera el cinturón de seguridad, me dio el ramo y cerró la puerta dejándome, por fin, a solas con mi padre. Sin mediar palabra me giré hacia él y lo abracé con todas mis fuerzas.

—Coco, el vestido —advirtió nervioso.

—Que nos demande —contesté a punto de llorar.

—Voy con vosotros —anunció Lola entrando en la limusina.

—¡Lola! No puedes estar aquí, el protocolo dice…

—Adoro a Minerva —me interrumpió—. Es tan comprensiva cuando le recuerdo que soy grande de España que hasta se pasa el protocolo por el forro.

La limusina se puso en marcha. Mi padre y yo nos agarrábamos fuerte de la mano mientras Lola se movía traviesa por los asientos laterales, saltando de uno a otro, vigilando constantemente el Rolls en el que iban Minerva y los demás.

Tras unos minutos de emotivo silencio mi padre susurró:

—Coco, estás segura de lo que vas a hacer, ¿verdad?

—Papá, es un poco tarde para preguntarme eso, ¿no crees?

Me miró con tristeza.

—No te lo he preguntado antes porque Jaime parece un buen chico y tú eres lo opuesto a Minerva, por lo que el éxito está asegurado, pero…

—Papá —lo regañé.

—No, no lo digo con acritud, de verdad —afirmó apretando mi mano aún más—. Coco, desde que tu madre me dejó he intentado rehacer mi vida mil veces y nunca lo he conseguido. ¿Sabes por qué?

—Conociendo a mamá, es posible que una cláusula del convenio regulador te lo prohíba —bromeé, y en cuanto vi una mueca de dolor en su rostro me arrepentí.

—No, no es por eso —susurró—. Nunca he podido rehacer mi vida porque, aunque he intentado olvidarla de todas las formas posibles, sigo amando a Minerva como el primer día.

El aire de la limusina se hizo tan denso que se me cortó la respiración. Hasta Lola detuvo su baile de asientos por un instante, impresionada por lo que acababa de escuchar. Éramos amigas desde los trece años y sabía perfectamente las barbaridades por las que mi madre había hecho pasar a aquel hombre destinado a llevarme al altar.

—No puedo creerlo —fue todo lo que acerté a decir.

—Sí, a veces a mí también me cuesta —confesó él con mirada triste—. De hecho, he tardado años en reconocerlo.

—Papá —murmuré.

No quería escuchar más. La pena me estaba matando y él se dio cuenta. Apretó mi mano sonriendo y dijo:

—No, no sufras por mí. Te aseguro que, a pesar de todo, me considero un hombre afortunado. Casi nadie llega a sentir jamás algo tan intenso por otra persona y todo lo bueno que he hecho en la vida: como teneros a ti y a Chris, estudiar Medicina o montar la clínica, fue fruto de mi amor por Minerva. Además, en cuanto tenga la menor oportunidad de recuperarla volveré a luchar por ella y, esta vez, estoy seguro de que lo conseguiré. ¿Sabes por qué?

—Ni idea —confesé.

—Porque estar enamorado es sentir en el otro —afirmó, con los ojos brillantes de entusiasmo.

—Y eso, ¿qué significa? —pregunté sin comprender.

—Que eres invencible, Coco, porque esa conexión es el motivo más grande por el que vale la pena vivir. Por eso quiero preguntártelo una vez más: ¿estás segura de lo que vas a hacer?

Lola se revolvió nerviosa de nuevo. Miraba por la ventanilla como si en ello le fuera la vida y no dejaba de tocarse la parte baja de la espalda.

—¿Podrías estarte quieta, por favor? Me estoy mareando —supliqué.

—Solo será un momento —aseguró Lola.

Para evitar responder a mi padre miré por la ventanilla yo también, intentando averiguar qué demonios le pasaba a mi amiga. Estábamos a punto de pasar un semáforo en ámbar. El coche de Pierre giró a la derecha justo cuando el disco cambió a rojo y nuestro chófer se detuvo.

—Perfecto. ¡Vámonos! —exclamó Lola de pronto.

—¿Perdona? —murmuré.

No me hizo caso y abrió la puerta de la limusina, instándome a que saliera.

—El coche de Minerva se ha saltado el semáforo. No pueden vernos. ¡Vámonos! ¡Ahora!—insistió saltando a la calle.

Me quedé muerta.

—¿Irnos? ¿Adónde? —musité buscando en mi padre una respuesta imposible.

Lola asomó la cabeza al interior del vehículo.

—Tú, hoy no te casas. ¡Vamos! —exclamó tendiéndome la mano.

—¿Perdona? —pregunté alucinada.

—Lo que has oído —contestó mi amiga.

—¡Pero tengo que hacerlo! —afirmé con rotundidad, apretando tanto el ramo de flores que casi las dejo secas en un segundo.

Lola alargó su cuerpo pasando por encima de mí para enfrentarse, cara a cara, con mi padre:

—Luis, la respuesta es «no». No está segura de lo que va a hacer porque ni siquiera sabe quién es. Por eso debemos irnos. Díselo tú, por favor.

Me quedé sin palabras. Aquello era una solemnísima tontería. ¿Cómo que no estaba segura de lo que iba a hacer y de quién era? ¡Claro que lo estaba! Iba a casarme con Jaime porque me quería y yo era… Yo era… ¡Yo era…!

Todo se nubló por un instante a mi alrededor, el instante en que descubrí que la duda era la respuesta.

Sentí que me ahogaba y la postura rígida que debía mantener era ya insostenible. Sin embargo, no fui capaz de mover ni un solo músculo hasta que la voz de mi padre me hizo reaccionar:

—Vete. Yo me haré cargo de todo.

2

Un taxi esperaba nuevo cliente justo detrás de la limusina. Lola abrió la puerta del vehículo y entramos con tal premura que caímos en el asiento hechas una bola de brazos, seda y piernas. Deseé morir cuando mi cara se estampó contra aquella tapicería que olía a todo menos a Chanel N.º 5, pero no tuve tanta suerte.

—Al aeropuerto, lo más deprisa que pueda —ordenó Lola.

El taxista, un hombre demasiado mayor para la escena que protagonizábamos, se giró atónito hacia nosotras. Una rastafari aplastando a una novia en el asiento trasero de su coche no debía de ser algo habitual. Sin embargo, pareció extrañarle más nuestro destino.

—¿Ha dicho usted al aeropuerto? —preguntó.

—Sí, a la T4 —confirmó Lola, intentando levantarse para que yo pudiera moverme.

El hombre asintió y se aferró al volante con entusiasmo, pero algo hizo que se girarse de nuevo.

—Ese novio al que están plantando no será guardia de tráfico, ¿verdad? —quiso confirmar con cara de sospecha.

—No —contestó Lola apretujando el vestido contra mí para poder sentarse.

—¿Policía municipal? —insistió él.

—Tampoco.

—¿Inspector de Hacienda?

—¡Que no! —gritó Lola exasperada.

—Pues entonces ¡allá vamos! —exclamó emocionado.

Los coches que teníamos detrás empezaron a tocar el claxon. El semáforo ya se había puesto en verde y la limusina, junto con toda posibilidad de rectificación por mi parte, había desaparecido.

—Lola, ¿qué estamos haciendo? —musité con la voz a punto de romperse.

—Tranquila, está todo bajo control. Tengo tu bolso aquí —masculló a la vez que se tumbaba en el asiento y se metía la mano por debajo del vestido hasta llegar a su trasero.

Mi precioso bolso Eva de Louis Vuitton apareció ante mis ojos hecho un gurruño.

—¿Lo llevabas escondido en las braguitas? —pregunté.

—Peor. En el tanga. Menos mal que este me aprieta. Si no, se me habría caído.

Cuando quise recuperarlo, Lola me dio un manotazo. Lo abrió nerviosa y comprobó que dentro estaban mi pasaporte, mis tarjetas de crédito, mis gafas y mi móvil, que apagó con determinación. Fui consciente entonces de lo que acababa de hacer: huir. Abandonar a Jaime de una forma cobarde y cruel.

—¿Qué estoy haciendo? ¿Qué estoy haciendo? —me pregunté en voz alta.

—Lo correcto —aseguró Lola abriendo su cartera de fiesta.

—Jaime me estará esperando —afirmé con dificultad—. Va a hacer un ridículo espantoso y no se lo merece porque me quiere, me quiere de verdad. De eso estoy segura.

—Entonces no tendrá ningún problema en perdonarte.

¿Perdonarme? No, lo que le estaba haciendo no tenía perdón alguno. Dejarlo plantado en el altar delante de su familia, sus amigos y lo más selecto de la alta sociedad era una canallada imperdonable.

—Aún estamos a tiempo, Lola. ¡Tenemos que volver! —supliqué histérica.

Harta de mis lamentos, abandonó la cartera en su regazo, me cogió fuerte de los hombros y afirmó con rotundidad:

—Coco, escúchame. Hoy no vas a casarte porque no estás preparada. Asúmelo y punto.

—Pero… —murmuré.

El taxista intervino:

—Hágale caso a su amiga, señorita. Mi mujer y yo fuimos felices durante veinticinco años. ¡Luego nos casamos! —gritó muerto de risa.

—¡Gracias! —exclamó Lola, rebuscando de nuevo en su cartera.

—Pero… ¡Minerva me va a matar! —protesté.

—No si no te encuentra. ¡Cálmate ya!

—Claro que me encontrará, ¿es que no la conoces? —grité histérica, visto que me quedaba sin argumentos.

—¡Aquí están! —gritó Lola feliz, mostrando triunfal una tableta de pastillas—. Toma, abre la boca.

Obedecí sin pensar, sumisa, y me tragué una pastilla sin más ayuda que las lágrimas, el arrepentimiento y la angustia.

—Lola, tengo que volver —insistí.

—Pues ya no hay marcha atrás, salvo que quieras verte en las fotos de tu boda con cara de haberte fumado algo —me advirtió.

—¿Cómo? ¿Qué me has dado? —pregunté, sintiéndome una estúpida.

Me había tragado la pastilla así, por las buenas, tan acostumbrada estaba últimamente a someterme a la voluntad ajena.

—Confía en mí. En menos de una hora estarás grogui —aseguró.

—Oiga, no será una sustancia ilegal, ¿verdad? —preguntó el taxista—. Me jubilo la semana que viene y no me gustaría tener problemas ahora.

—¿La semana que viene? ¡Enhorabuena! —lo felicitó Lola, ignorando por completo mi estado de ansiedad.

—¿Enhorabuena? —gruñó el hombre—. Usted no sabe lo que me espera en casa, señorita. ¡Aguantar a mi mujer todo el día! Que si no fumes, que si no bebas, que si no respires… Ojalá alguno de mis amigos hubiera hecho por mí lo que está haciendo usted por esta chica.

—Seguro que no es para tanto, hombre. —Lola trató de consolarlo.

—Sí que lo es, señorita.

—¿Y por qué no hace algo? ¿Por qué no intenta reavivar la llama? —propuso mi amiga con picardía.

—Reavivar la llama, dice —repitió el hombre con sorna—. ¡La llama del infierno es lo que se va a reavivar cuando ella llegue! Porque esa mujer va derechita al averno, eso se lo aseguro.

—Vaya, lo siento mucho —se lamentó Lola.

Al son de las penas de aquel hombre, cruzamos Madrid y llegamos al aeropuerto. A pesar de que me dio todo tipo de argumentos contra el matrimonio y de que el incipiente efecto de la pastilla empezaba a envolver el dolor en una nube, yo me sentía una rata miserable por lo que le estaba haciendo a Jaime.

—¿Acepta tarjetas? —preguntó Lola al taxista sacando de su cartera una VISA oro.

—Por favor, invita la casa —contestó el hombre sonriendo.

—No, por favor —replicó ella.

—Insisto, señorita. En treinta y cinco años que llevo al volante, ha sido la única carrera que he hecho con sumo gusto. Ha sido un placer ayudarlas —sentenció orgulloso.

—Se lo agradezco mucho, de verdad. Es usted una buena persona y le deseo lo mejor —agradeció Lola—. Vamos, Coco.

—Un momento, señorita. —El taxista retorció su columna al máximo para poder mirarme a los ojos—. El único amor verdadero es el que es libre. Ponerle ataduras es el mayor de los errores. Se lo digo por experiencia.

—Gracias —murmuré.

—Espero que sea muy feliz.

En cuanto puse un pie en la calle me di cuenta de lo mareada que estaba. Lola tuvo que abrazarme para que no me cayera, me ayudó a caminar hacia la terminal y me dejó sentada en los primeros bancos que encontró.

—No te muevas de aquí. Ahora vengo a buscarte.

Obedecí. Me quedé allí sentada sujetando como una tonta mi ramo de novia. No sé cuánto tiempo estuve esperando, pero fue suficiente para pensar en muchas cosas. Jaime, Chris, los invitados, Minerva… Pero sobre todo pensé en mi padre y en el eco triste que sus palabras habían dejado en mi corazón. «Estar enamorado es sentir en el otro». Las repetí mentalmente intentando comprenderlas. «Estar enamorado es sentir en el otro». ¡Maldita pastilla! ¿Qué demonios significaba aquello?

Me concentré tanto en averiguarlo que no reparé en que un grupo de japoneses me tenía rodeada para hacerse un sefie conmigo, hasta que Lola apareció:

—¡Hey! ¡Fuera de aquí, maleducados! ¡Venga! ¡Al imperio del sol naciente! —les gritó enfadada.

Alcé la vista con la cara llena de lágrimas.

—Lola…

—Coco, deja el llanto para después. Tenemos que irnos. Ven, siéntate aquí —me ordenó señalando una silla de ruedas que empujaba un señor muy bajito.

—¡Una novia! —exclamó al verme.

—Sí. ¿Hay algún problema? —dijo Lola preocupada.

—No, claro que no —aseguró el hombre con amabilidad. Sus ojos eran pequeñitos, pero tan expresivos que parecían tener vida propia.

Necesité su ayuda para sentarme porque, entre el mareo y el cancán, subirme en una silla de ruedas fue casi como practicar tiro con arco.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—Al puesto de control —contestó Lola.

—Quiero decir después —insistí.

—Lejos.

—¿Te estás escapando? —se interesó el señor bajito.

—No —contesté.

—¿Seguro? —me preguntó con retintín, empujando la silla.

—No —admití.

—¡Cuánto lo siento, niña! —se lamentó—. ¿No serán los nervios? El día de mi boda estaba tan asustado que casi no consigo levantarme de la cama. Pero después, cuando vi a mi novia tan bonita entrar en la iglesia mirándome a los ojos, supe que seríamos felices. Eso fue hace veinte años y ¡mírame!, sigo encantado con mi matrimonio.

Sus palabras rezumaban tanto amor y eran tan sinceras que, por un momento, me devolvieron la esperanza.

—¿Lo ves, Lola? Tengo que regresar —afirmé, tratando de levantarme de la silla en marcha.

El hombre bajito y mi amiga tuvieron que sujetarme por los hombros para que no me rompiera la crisma.

—Estate quieta —me regañó Lola.

—Sí, por favor —suplicó el hombre—, todo lo que te pase sentada en esta silla podrá ser utilizado en mi contra y estamos en plena reestructuración de personal.

—Pero tengo que volver. Tal vez mirando a Jaime a los ojos sepa si estoy enamorada porque me siento en él o si soy verdadera por ser libre —murmuré.

—¿Qué dice? —le preguntó el señor bajito a Lola.

—Tranquilo, está delirando por el calmante —confirmó mi amiga.

En silencio, llegamos al puesto de control. Pasamos por un lateral preparado para gente con carritos de bebé o sillas como la mía. Asombrada, una enorme guardia de seguridad nos abrió la cancela. Lola se encargó de todo. Me quitó los zapatos, los colocó en una bandeja con nuestros bolsos y la dejó sobre una cinta para que la engullera el escáner. Otro guardia la obligó a pasar por el arco de seguridad. Después me señaló a mí. Me puse en pie con dificultad, dejé el ramo en otra bandeja y, cuando fui a pasar por el arco, todo empezó a pitar.

—Quítese las enaguas y páselas por la cinta. Tengo que cachearla —anunció la guardia gigante en un tono tan serio que entendí que no era ninguna broma.

Lola me levantó el vestido y soltó el cancán. Lo apretujó cuanto pudo para que cupiera en el escáner y la guardia procedió a cumplir con su deber. Aunque estaba aturdida, al cabo de un rato me di cuenta de que algo extraño ocurría. Tan enorme mujer no solo me estaba cacheando, sino que acariciaba embelesada la seda de mi vestido. Lola y el señor bajito contemplaron la escena con incredulidad, especialmente cuando la mujer se agachó para acariciar su rostro con la seda. No pude evitar que me entrara una risa tan tonta como involuntaria, imagino que por el efecto de la pastilla.

—Ja, ja, ja —reí, tapándome la boca.