J.P. Naranjo

FUERZAS DE LA NATURALEZA

La luz de la vida

Ediciones Labnar

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para las chicas de mi vida.

Las que dan sentido a la palabra familia.

Las que siempre me han cuidado.

Las que siguen amándome.

 

Para mi pequeña, María.

 

 

 

 

El primer día, Dios inició una guerra interminable, la lucha más antigua, la pugna entre luz y tinieblas. El Creador favoreció al día y condenó a la noche, pero entonces creó al hombre y éste abrazó la oscuridad.

Para restaurar el orden, dotó al ser humano de alma y le proporcionó el control de su destino. Le concedió el dominio sobre los elementos, su creación. En la dicha y en la fatalidad, para bien o para mal, los hizo dueños del mundo, responsables de su destrucción.

Pero las almas no se desvanecen ante nada, siguen intactas bajo las sombras, listas para brillar e iluminarlo todo.

En la noche más oscura o en la desmesurada tristeza, busca tu luz interior, encuentra el significado de tu vida.

Somos creados por un acto de amor, el odio nace de nosotros mismos.

“Apólogo del Origen”

Libro del Conocimiento

 

 

 

 

 

 

 

Primera Parte

 

 

 

Velocidad

El turismo que conducía Javier pasaba a escasos centímetros de los demás usuarios de la autovía. Con los nervios controlando todo su ser, adelantaba a los vehículos por cualquier hueco posible. El lateral del Audi dejó marcado el guardarraíl para siempre con el color gris de la carrocería, al esquivar por el arcén a un camión de mercancías que le precedía.

Con la vida de todos pendiendo de su dominio al volante, el hombre no dejaba de mirar hacia atrás a cada instante midiendo visualmente la distancia que le separaba del vehículo de la Hermandad.

En el asiento trasero, Julia y Gabriel cruzaban los dedos con la esperanza de abandonar la autovía y perderles de vista cuanto antes.

Junto al conductor, Carla informaba sobre las indicaciones que su hermano Enrique le daba por teléfono. Javier sabía que en las vías rápidas, y con afluencia de tráfico, tenían las de perder, pero nada indicaba que les fuera a ir mejor por otro camino a las afueras de Madrid.

Una patrulla de la Guardia Civil de Tráfico se percató del “juego” entre los dos vehículos y, creyendo que se trataba de una peligrosa competición entre jóvenes, se unió a la carrera.

Los miembros de la Hermandad solo distaban un par de coches tras ellos. En un tramo sin resquicio alguno de paso, se adelantaron y envistieron el coche de Javier dejando restos del paragolpes trasero sobre la vía.

Julia comenzó a desesperarse y pensaba en actuar de un momento a otro si aquella situación no cambiaba.

Como el que recibe una mano al borde de un precipicio, Gabriel indicó una salida hacia un polígono industrial a unos mil metros.

Durante el kilómetro más largo de sus vidas, el vehículo “cazador” volvió a golpear a su presa haciéndoles girar sobre sí mismos a más de ciento cuarenta kilómetros por hora. Cualquier automóvil no hubiera soportado aquello sin acabar hecho un amasijo de hierros y plásticos, pero en el interior de aquel iba una Naturana. Una Naturana muy especial.

Sin esfuerzo alguno, Julia dominó pequeñas ráfagas de aire para controlar los giros del coche y restaurar su estabilidad sobre la carretera, consiguiendo que continuara la marcha sin más problemas que un desgaste excesivo de los neumáticos.

Los refuerzos de la Benemérita se incorporaron justo antes de que abandonasen la vía rápida para entrar en una zona industrial dividida por sectores y calles.

Con intención de tomar un camino apartado, lejos de la vista de cualquiera, Javier cruzó la avenida principal del polígono imprudentemente rápido. Los trabajadores y vehículos, soltaban algún improperio y tocaban el claxon al ser rebasados a toda velocidad por los participantes en la persecución. Las sirenas de las patrullas resonaban en las chapas de las naves amplificando su volumen a niveles desquiciantes. Las luces azules de sus puentes de señales quedaban anuladas por el radiante sol que el mes de diciembre dejaba brillar inusualmente.

En respuesta a sus ruegos mentales, Javier respiró un poco más tranquilo al ver el camino rural que partía al final de aquella travesía. Sin frenar apenas, se lanzó contra el piso de tierra como un lobo sobre un cervatillo, creando una estela de polvo digna de un motor a propulsión. Todo el circo de luces y motores que les seguían desaparecieron dentro de la nube de tierra en suspensión.

Era el turno de la Naturana:

—Adelante preciosa, no te cortes. Ten cuidado con los agentes —demandó Javier mirando a Julia a través del espejo retrovisor.

Siguiendo los consejos de su tío, Julia alzó decenas de columnas de tierra, de diferentes alturas y en distintos lugares del camino, distribuidas de manera que fuese imposible de esquivar con un coche.

Aunque sirvió para interceptar a los patrulleros de la Guardia Civil, los miembros de la Hermandad de la Luminiscencia ya contaban con la presencia de algún hecho semejante. El copiloto, y más anciano de los cuatro ocupantes, usaba su mano derecha para abrir paso entre la niebla amarillenta que desprendía el coche de Javier y atravesar sin inconveniente los pilares levantados por la joven Naturana.

Sin apenas tiempo para reaccionar, Javier se adentraba en estrechos y mal señalizados caminos, llegando incluso a pisar los sembrados colindantes en algunos giros de volante.

A través del móvil, Carla intentaba indicar a Enrique por dónde iban pasando para que el padre de Julia les buscara una salida:

—¡Habla más alto Enrique, no te oigo! —gritaba la madre de Iván aferrándose al asiento—.¿Un canal? ¿Dónde? Acabamos de pasar una hacienda enorme.

Julia seguía intentando parar el vehículo que amenazaba tras ellos. La joven lanzaba ráfagas de aire que los Naturanos de la Hermandad controlaban antes de que impactaran contra el coche. Creaba profundos surcos en el camino que volvían a cubrirse de tierra al instante. No jugaba contra novatos.

—Ahí, a la derecha. Enrique dice que ve un canal de riego en las imágenes de satélite de internet —informó la tía de Julia colgando el teléfono.

Javier avisó de un brusco cambio de dirección y tomó el camino de la derecha. A unos cien metros, un pequeño canal les acompañaba en paralelo por su izquierda.

—Julia, ¿por qué no pruebas con eso que hiciste con el agua cuando estuvimos entrenando? —propuso Gabriel agarrando la mano de su chica.

—¿Te refieres al tornado de agua?

—Exacto —confirmó él.

Julia se centró directamente en el canal de riego y elevó sin esfuerzo una gran cantidad de agua. Lo dejó casi seco. El líquido comenzó a alborotarse hasta formar un devastador cono transparente que colocó tras ellos en el camino. Entonces, lo empujó hacia sus perseguidores.

El vehículo de la Hermandad chocó contra el torbellino y se elevó dentro del agua siguiendo el giro del elemento.

Gabriel y Javier no cabían en sí de alegría.

Pero, durante el momento de júbilo, Julia observó a lo lejos como el coche recuperaba la estabilidad y se posaba de nuevo en el suelo. El tornado acuático se deshizo en una corriente que volvió a su cauce.

La Hermandad seguía tras ellos.

La joven Naturana no sabía qué hacer para acabar con aquello sin provocar una catástrofe. Miró de nuevo a los que hacían que su vida peligrara desde hacía unos tres meses, se frotó la tripa hinchada y susurró:

—A grandes males, grandes remedios.

Comprobó los campos y terrenos que les rodeaban y se dirigió a su tío con una decisión inquietante:

—Tío Javi, tira por el campo de trigo —ordenó señalando con el dedo.

—Julia, podemos reventar alguna rueda, o volcar. Y aquello es centeno, no trigo —advirtió él.

—No te preocupes, confía en mí.

—¿Estás segura? —cuestionó Gabriel a su derecha.

Julia asintió severamente y cerró los ojos.

Javier se percató que, a unos metros, su sobrina había creado una bifurcación en el camino que se adentraba directamente en un campo de centeno enorme. Para asegurar el giro, la joven cerró el camino con una pared de tierra dejando solo la posibilidad de entrar en la plantación. Javier así lo hizo.

El cultivo comenzó a abrirse al paso del vehículo, lanzando espigas y granos al aire. Para facilitar la conducción, Julia allanó el terreno con un golpe de mano.

Cuando los miembros de la Hermandad entraron en el sembrado, la joven Naturana comenzó a contar en voz baja y volvió a cerrar los ojos. Al alcanzar el número diez, alzó las manos en el interior del coche y el campo entero comenzó a arder. Javier casi pierde el control del susto, Gabriel no pudo evitar alejarse de la ventana al ver arder la hierba a su alrededor, y a Carla se le escapó un grito de terror.

El fuego se elevaba hasta alcanzar unos tres metros de altura. Perdieron de vista el coche que les seguía. Frente a ellos, un corredor libre de llamas les indicaba por dónde debían ir.

La persecución había terminado.

En cuanto abandonaron el centeno en llamas, Julia extinguió el incendio dejando en su lugar un terreno yermo y oscuro. Cenizas, humo. Entraron en otro camino.

—Espero no haberle causado un daño irreparable al dueño del sembrado, pero era la única manera de librarnos de ellos —se lamentó la joven.

—Lo primero es la familia —dijo el joven acariciando el vientre de Julia.

—Tranquila, sobri. La naturaleza te lo da y la naturaleza te lo quita —comentó Javier al verla afligida.

Nadie volvió a decir una palabra hasta que alcanzaron la nacional cuarta.

—¿Dónde está Quique? —preguntó Javier rompiendo el silencio.

—Me ha dicho que nos esperaba en un hostal de Navalcarnero —respondió Carla recuperando el ánimo desde lo del incendio.

 

Una media hora después, entraban en el pueblo buscando el lugar de hospedaje. Junto a una gasolinera vieron a Enrique fumando a las puertas de un edificio viejo y ligeramente destartalado con un cartel luminoso del que solo funcionaba dos letras.

—Cuñado, ¿vuelves a fumar a escondidas como en el colegio? —soltó Javier antes de bajar del vehículo.

—Es lo único que me calma —dijo el padre de Julia.

—Mamá te echaría una bronca de campeonato —comentó la joven saliendo del coche.

—Si es por los nervios, te habrías fumado un paquete entero este mediodía. Vaya paseo —expresó Carla nerviosa al recordar el viaje.

—¿Qué ha pasado? ¿Cómo os han encontrado? —preguntó él dirigiéndose a su hija para abrazarla.

—La Hermandad tiene informadores por todos lados. Quién iba a imaginar que una visita al ginecólogo se convertiría en una persecución de película —comentó ella perdiéndose entre sus brazos.

—Todo estaba saliendo bien, pero después de la consulta vimos a cuatro tíos salir del ascensor acelerando el paso hacia nosotros. Así que corrimos hasta el coche… —relató Gabriel estirando los músculos.

—Os dije que no subestimarais a la Hermandad, son muchos años de experiencia. O siglos, más bien. No les costó nada nombrarme miembro del Comité y mandarme lejos de las reuniones y juntas, de iglesia en iglesia. Así cumplían con la tradición de contar con las familias más importantes en el órgano y a la vez se aseguraban que no alterase la toma de decisiones. Unos cabrones, eso es lo que son —dijo Javier con cierto resentimiento.

—Maldita sea, tendría que haber ido con vosotros —lamentó Enrique lanzando el cigarrillo al suelo con odio.

—Tenías que buscar un sitio donde dormir hoy. Al fin y al cabo, no nos ha pasado nada —añadió su hermana al comentario.

—¿Y mi madre? —preguntó Gabriel.

—Está con Iván, han ido a comprar algo para cenar. Vamos a la habitación, supongo que querréis daros una ducha.

Por turnos, se fueron aseando y calzando ropa más cómoda.

Julia le comentó a su padre que la revisión del bebé resultó perfecta. El médico quiso informarles sobre el sexo, pero la criatura no dejaba de moverse.

Al salir Gabriel del baño, su madre e Iván entraban por la puerta.

—Cariño, ¿cómo estáis? —Carmen soltó las bolsas de comida y corrió hacia Gabriel.

—Estamos bien, mamá, y tu nieto también.

—¡Qué alegría! Y no es mi nieto. Es mi nieta.

—No nos han podido decir nada aún —él deseaba saberlo.

—Pues yo espero que sea macho —dijo Iván sonriendo.

—Qué burro eres Iván. No es un animal —le espetó la mujer—. ¿Dónde está Julia?

—Está descansando en la otra habitación con Carla y Enrique. Quieren que comamos allí para que Julia se eche a dormir en cuanto acabemos —manifestó Gabriel recogiendo su ropa de encima de la cama.

Estuvieron relatando todo lo ocurrido al detalle mientras cenaban. Iván describió cómo los hubiera noqueado en el hospital. Gabriel se burlaba de él. En momentos así, entre risas, Julia pensaba que era imposible que fuese más feliz en aquel momento que unos meses atrás. Antes de que todo cambiara para siempre. Sin casa, sin un hogar, sin tranquilidad alguna y sin Felicia. Era incapaz de asumir que aquel sentimiento fuera verdadero. Aunque ya no había secretos ni mentiras, echaba de menos a Felicia más de lo que hubiese pensado. No pasaba un instante sin que la imaginara allí con ellos.

Antes de quedarse dormida sobre el hombro de Gabriel, Javier entró en la habitación con el teléfono en la mano:

—Ya tengo la dirección. Lleva unos años viviendo en San Ildefonso —dijo el hombre con alegría.

—¿Dónde está eso? —preguntó Iván apurando la última cerveza.

—En Segovia. Se mudó allí después de que la encontraran los Nigrumanes —siguió informando el ex miembro de la Hermandad.

—Aún no entiendo por qué tenemos que molestarla después de lo de Felicia —comentó Julia mirando al suelo con apatía.

—Cariño, te he dicho que Feli me dijo una vez que si algún día faltaba y necesitábamos algo, acudiésemos a su hermana. Antes de la visita de Bárbara volvió a recordármelo. Creo que debemos ir a verla, me lo dice el corazón —le explicó Enrique.

—Supongo que habrá que contarle lo que le ocurrió a Feli. Debe saber la verdad —dijo Carmen sin ánimos.

 

 

 

Dorotea

Salieron a primera hora de Navalcarnero y pararon en una estación de servicios para desayunar algo:

—Papá, ¿Dorotea es alquimista también? —preguntó Julia devorando un bollo de chocolate.

—Feli nunca dijo nada al respecto, pero si sigue con vida muy normal no será.

—La familia de Felicia siempre ha estado vinculada a las ciencias ocultas. Aún recuerdo cuando me contó como la abuela de su madre conoció a Jimena, la primera Naturana de nuestra familia —aclaró su tío Javier.

—Jimena, Javier, Jenara, Julia… ¿Por qué esa obsesión por la J a la hora de poner nombres? —preguntó Gabriel contagiando la intriga al resto.

—Es una larga historia. Madre solía contarla en nuestros cumpleaños cuando éramos pequeños. Subamos al coche y os la cuento en el camino —les dijo Javier para apremiarles.

Con ganas de conocer el enigma de los nombres, ninguno se opuso a la idea de continuar el viaje tan pronto. Igual de apretados que unos pies en un zapato dos tallas más pequeño, se ajustaron en el interior del vehículo. Por suerte, el tamaño del coche lo permitía.

—Bien. Julia, la hija de Jimena, escapó mientras incineraban a su madre y, después de volver a esconder el Libro del Conocimiento, se ocultó en el bosque que hoy pertenece a la familia. Tras sobrevivir durante semanas comiendo lo que encontraba a su paso, la Orden de la Luz, antecesora de la Hermandad, la encontró desnutrida y casi helada entre unos arbustos. La acogieron y le dieron un hogar. Estando con los miembros de la Orden conoció a Cornelius Agrippa, un maestro de las artes espirituales y naturales. El joven escritor, filósofo y Naturano, le enseño todo sobre su naturaleza Naturana y se enamoró de ella —narró Javier al volante hasta que Iván le interrumpió.

Todos estaban como niños pequeños alrededor de una fogata.

—Pero, ¿esto es verdad o te lo estás inventando? —preguntó de manera insolente.

—Cállate, es una historia preciosa. Disculpa, Javier, cotinua —respondió Carla con ansias de saber cómo acababa.

—Como iba diciendo —miró con rencor a Iván por el retrovisor—, Cornelius se enamoró de ella. Antes de continuar con sus viajes por Europa le dio dos hijos, mellizos, Juan y Jacinta. En su carta de despedida le dejó una breve reseña sobre los nombres que debía de poner a los niños. Era algo así como, “mantén la J en los nombres de la familia, pues jamás habrá una materia más pura que nuestros descendientes, nunca se hallará en este mundo un elemento que lleve la J por nombre”. Y esa es la historia de los nombres de la familia. Se acabó —concluyó Javier.

Todos observaban en silencio sepulcral con los ojos como linternas, sin pestañear. Incluso Iván.

—Vaya, sí que es una gran historia. ¿Es cierto que ningún elemento empieza por J? —preguntó Gabriel poniendo la guinda a la historia.

—Ninguno chaval, no encontrarás en la tabla periódica ningún elemento que comience por J. Solo nosotros —guiño un ojo a Julia a través del espejo.

—Jenara nunca me contó nada de esto. Tampoco le pregunté. Es increíble —añadió el padre de Julia sonriendo a su hija desde el asiento del copiloto.

Con la admiración a bordo, siguieron el camino hasta San Ildefonso.

 

Llegaron a media mañana. Callejearon un rato en busca de la dirección exacta. Quedaron maravillados con un pueblo que parecía salido de una superproducción de Hollywood. Los edificios antiguos restaurados, los jardines perfectamente cuidados y el gran Palacio Real… Todo parecía sacado de una España desconocida para el mundo.

Al llegar a la calle de Dorotea, aparcaron el vehículo y esperaron sin saber muy bien cómo proceder con la visita. Barajaron posibles maneras de comenzar la conversación con la anciana. Incluso meditaron en presentarse frente a ella con algún regalo o presente. Lo que no pensaron es que la hermana de Felicia sabría nada más verles que su hermana había muerto. Aquella visita con Felicia ausente no tenía ningún otro sentido.

—Bueno, vamos a ir Julia, Enrique y yo. Los demás esperad en el coche. No quiero que la mujer se asuste al vernos a todos en la puerta —aconsejó Javier antes de salir del vehículo.

Todos asintieron.

A medida que avanzaban por la calle, Julia sentía un dolor enorme creciendo en su interior. No sabía si aguantaría el llanto en cuanto viese a Dorotea. La ausencia de Feli la consumía por dentro y tener que hablar con su hermana sobre su muerte le oprimía el pecho.

Se detuvieron frente al número veintitrés y, sin aviso, Javier llamó al timbre. Una voz decrépita acarició la puerta y se escurrió a los pies de los visitantes. Segundos más tardes, la puerta se abrió.

Una copia más anciana de Felicia les examinaba de arriba a abajo sin decir nada. Enrique inició el diálogo:

—Hola, Dorotea, no sé si nos recuerdas. Somos la familia…

—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó interrumpiendo al hombre.

—Fueron los Nigrumanes —respondió él sin pensar.

—Bárbara la mató —añadió Julia desde el fondo de su corazón.

Su voz sonó ahogada. Los nervios y la angustia hablaban por ella.

La mujer les abrió totalmente la puerta y, sin inmutarse lo más mínimo, se colocó a un lado para que pudieran pasar.

Les acompañó al salón, se deshizo del delantal y les ofreció una bebida.

—¿Cómo ocurrió todo? —fue la segunda vez que abrió la boca.

—Bárbara quería el Libro del Conocimiento, ellos no lo tenían, yo se lo arrebaté a la chica para tener el apoyo de la Hermandad en el enfrentamiento contra Bárbara. El caso es…, llegamos demasiado tarde —explicó Javier a la vez que a Julia se le escurrían unas lágrimas por la mejilla.

—El caso es que mi hermana está muerta. ¿Qué fue de Bárbara? —continuó la anciana con el interrogatorio sin mostrar sentimiento alguno.

—La entregué en la Hermandad antes de saber que teníamos que huir de ellos. La chica está embarazada —respondió el tío de Julia sin saber que más añadir.

—Y, ¿qué ocurre con el embarazo? ¿La ha preñado el diablo? —seguía impasible, no entendía el motivo de la persecución.

—No, el hijo de Fernando Guerra Martín —contestó Enrique.

—Ya entiendo. La Profecía de la Sangre. Entonces estamos condenados —murmuró la anciana entre dientes.

—Nada de eso. La profecía está mal interpretada, mi hijo marcará la diferencia en la lucha de la luz contra la oscuridad —replicó Julia secándose las lágrimas y cambiando de actitud.

—Espero que mantengas ese espíritu cuando te alcance la Hermandad, o los Nigrumanes.

—Sentimos muchísimo la muerte de Felicia, para nosotros era una más de la familia. Ella fue quien me dijo que si alguna vez necesitábamos ayuda y ella no estuviera ya con nosotros, acudiéramos a ti —se defendió Enrique de los ataques de la anciana.

—Perdonad si no muestro más empatía, pero la amable de nosotras dos era ella. Mi hermana dejó una caja en una de sus visitas. Me dijo que si alguna vez os presentabais en mi puerta os la entregase. ¿Cómo habéis dado con mi domicilio? —volvió la interrogadora.

—Aunque me expulsaron de la Hermandad, aún me quedan algunos recursos. Hay gente que confía en mí, que confía en la familia De Santos —aclaró Javier mientras la anciana se levantaba del sillón.

—Está bien, voy a buscar la caja. Y repito, disculpad mi actitud, pero… —se marchó antes de derrumbarse frente a ellos.

—Es fría, no se parece en nada a nuestra Feli —susurró Javier.

—No acepta que Felicia fuera capaz de dar la vida por nosotros. Se parece mucho a Feli pero, a la vez, es tan diferente… La echo mucho de menos —comentó Julia con un sollozo.

—Dejemos que nos traiga la caja y nos vamos. No teníamos a nadie a quien acudir, no había otra opción para encontrar ese maldito lugar. Espero que Feli nos dejara algo con lo que poder seguir buscando —Enrique susurraba sin dejar de mirar la puerta por la que salió Dorotea.

—Cuñado, no creo que Feli pensase que algún día Julia cometería la estupidez de quedarse embarazada sin saber que dar a luz a un Naturano podría matar a la madre y al crío —insinuó Javier sin tratar de ofender a Julia.

—No fue una estupidez. Nunca lo entenderéis. Tanto como sabéis de todo esto y no pensáis en el destino…

La mujer entró en el salón con otra actitud. Parecía nerviosa, huidiza, mientras sostenía una pequeña caja de cartón marrón. La entregó a Enrique y volvió a sentarse frente a ellos. Nadie tuvo que decir que la anciana esperaba que la abriesen delante de ella. Su rostro hablaba por sí solo.

—Está bien, vamos a ver que nos dejó Feli —respondió Enrique tratando de no sonar forzado.

Abrió la caja y sacó de ella un sobre, unas fotografías, un pequeño libro y una lista con nombres y teléfonos de contacto. Enrique abrió la carta y la leyó en voz alta:

 

Querida familia:

Si estáis leyendo esto es porque me he marchado para siempre. Espero que haya sido protegiendo lo más valioso que jamás he tenido en este mundo, a vosotros. Si habéis acudido a Dorotea es que estáis en apuros, así que no hay tiempo para las lágrimas. En esta caja os dejo mis últimas palabras y consejos. Hay un libro para Julia, en él encontrará filtros y mezclas básicas y sencillas, útiles en determinadas situaciones. Cariño, recuerda que el ingrediente esencial eres tú. También os he dejado anotados unos contactos en los que poder confiar, no dudéis en buscarles si es necesario.

No juzguéis a mi hermana, su coraza es muy dura porque protege un corazón enorme. Estoy segura que después de vuestra visita no os tendrá rencor por mi muerte. Además, fue la que me enseño todo y quien me llevó hasta vuestra puerta. Las fotografías son para ella, para que nunca olvide que mi adiós fue por el motivo más importante de todos. Fue por mi amor a la familia.

Julia, crece como lo hizo tu madre, rodeada del amor de sus seres queridos. Sé que te convertirás en una persona ejemplar y aún mejor Naturana.

La familia es lo primero.

Nunca lo olvidéis.

Siempre estaré a vuestro lado.

 

Felicia.

 

Julia era un mar de lágrimas.

Dorotea, una olla exprés.

La mujer dio un salto del sillón envuelta en un abrigo de desconsuelo. Entre jadeos de tristeza ninguno entendía qué trataba de decir. Farfullaba sin explicación. Se echó las manos a la boca, atormentada por algo que los visitantes desconocían:

—¿Qué le ocurre, Dorotea? Relájese mujer —le aconsejó Javier asustado.

—Lo siento. Lo siento, de verdad que lo siento —repetía la anciana una y otra vez.

—No se preocupe, entendemos que su actitud hacia nosotros sea de rechazo. Al menos nos ha…

—Tenéis que salir de aquí. ¡Marchaos! —gritó desesperada.

—¿Qué ocurre? Le va a dar algo —observó Enrique contagiado por el pánico.

—Lo siento mucho, no debí hacerlo —la anciana no dejaba de caminar por el salón—. Están a punto de llegar.

—¿Qué es lo que ha hecho? —preguntó Julia fuera de toda pena.

—Los de la Hermandad me visitaron y dijeron que Felicia murió por su culpa. Quería que pagaseis por ello —soltó la alquimista señalando a Julia—. Les he llamado para decirles que estabais aquí.

—Pero… —Julia quiso protestar por aquella traición, pero Javier tiró de ella hacia la puerta.

—Vamos, no tenemos tiempo que perder, joder —explotó Javier.

—Perdonadme, por favor. ¡Perdonadme! —rogó la mujer cayendo de rodillas al suelo.

Al abrir la puerta, un vehículo negro derrapaba para detenerse frente a la casa.

La Hermandad había llegado.

 

 

 

Contactos

El olor a goma quemada contaminó el ambiente.

Petrificados, miraban como dos miembros de la Hermandad, vestidos con uniforme oscuro, abrían las puertas del vehículo con afán de acabar su trabajo.

Javier volvió a tirar de su sobrina y el gesto la hizo reaccionar. Se soltó del agarre de su tío y miró a los recién llegados fijamente. Una fría bocanada de aire invernal empujó de nuevo a los enchaquetados al interior del coche. La misma ráfaga les cerró las puertas, manteniendo sobre ellas tal presión que impedía que los cazadores de la Hermandad las volvieran a abrir.

Julia se acercó hasta el vehículo bajo la estupefacción de su padre y de su tío. Se colocó junto a la ventana del copiloto y les hizo una peineta a sus ocupantes. Acto seguido, se giró y continuó su marcha hacia la huida.

Al llegar a su medio de fuga, Gabriel ya había arrancado el motor. Antes de subir al coche, Julia volvió a mirarles. Algo en su naturaleza despertó una extraña curiosidad en ella. Mientras Javier y Enrique llamaban su atención para poder salir de allí de una vez, la joven parecía estar hipnotizada observando a sus enemigos golpear las ventanillas y puertas para poder salir.

Sin advertencia alguna, las cuatro ruedas del coche reventaron a la vez. El sonido se esparció por las calles y provocó la mirada de algún vecino que otro.

Gabriel la apremiaba para que subiera.

Al instante, huyeron de allí.

—¿Cómo has hecho que exploten las ruedas? —preguntó Javier con la respiración agitada.

—Algo me decía que podría hacerlo. Pensé en cómo sacar el aire de sus ruedas, pero eso solo les habría retrasado. Así que recordé un experimento que hicimos en el instituto el año pasado. Llenábamos una botella de plástico con aire y, al calentarla, el gas de dentro se expandía rompiendo la botella. Solo imaginé el aire de las ruedas calentándose y ocurrió —respondió con normalidad la joven Naturana.

—Pero, Julia, no podemos alterar la temperatura del aire, tan solo manipularlo —explicó su tío.

—No lo sé, tampoco podemos crear fuego y ya sabes que soy capaz. Creo que es el bebé quien puede hacerlo, no yo —sugirió ella ignorando la importancia que le daba Javier a aquel hecho.

—Bueno, alejémonos de ellos y luego lo discutimos, ¿vale? —Iván estaba histérico.

Los nervios desaparecieron al salir del pueblo. Los ausentes a la cita con Dorotea, fueron puestos al corriente. Mientras Gabriel conducía hacia ninguna parte en concreto, Carmen, Javier y Enrique comprobaban el contenido de la “herencia” de Felicia.

—Conozco a varios de esta lista, no estaría mal llamar alguno de ellos —dijo Javier.

—Después de lo ocurrido con la hermana de Feli, yo no confiaría en nadie —insinuó Gabriel al volante.

—Tiene razón. No sabemos hasta donde llega la sombra de la Hermandad. Deberíamos continuar la búsqueda sin ayuda de nadie. Estoy harta de las sorpresas. Estoy cansada de huir —comentó Julia escurriéndose en el asiento trasero.

—Estoy con los chicos —Carmen ojeaba el libro que había en la caja.

—Ya pensaremos en algo, de momento hay que buscar un sitio donde comer —la preocupación de Enrique crecía con el paso de los días.

Se detuvieron en una venta a pie de carretera. Julia picó algo y se marchó al coche a dormir un poco. Los demás siguieron reunidos alrededor de tazas de café.

—En serio, hay un tipo de la lista que nos podría ayudar, creedme —insistió Javier una vez más.

—Javi, cada vez que intentamos confiar en alguien, Julia corre peligro y, por ahora, eso de escapar nos ha salido bien. Pero siempre por los pelos. Es demasiado arriesgado —comentó Enrique descargando los nervios en forma de meneo de piernas bajo la mesa.

El café y las circunstancias le tenían acelerado.

—Lo sé, cuñado, pero ese tal Víctor Almagro, nos vendría de perlas. ¿Sabes de quién te hablo?

—No, no lo sé, pero…

—Ese tío fue expulsado de la Hermandad por enrollarse con Bárbara. La zorra le sedujo y le convirtió en su chivato. Cuando el Comité se percató de ello, le expulsaron y arruinaron su vida. Mi querida hermana fue muy lista y aprovechó el odio del hombre hacia su falsa amante para captarle y usarle contra ella —explicó inclinándose sobre la mesa.

—O sea, que nos sugieres buscar al cabrón que provocó la muerte de mi mujer, ¿es así? —atacó el padre de Julia golpeando la mesa.

Carmen le agarró el brazo en señal de discreción.

—Quique, fue Víctor quién se la puso en bandeja a Jenara y a Fernando en más de una ocasión —terminó de decir Javier.

Enrique no supo que decir, no encontraba las palabras para responderle. Su cabeza se debatía entre la posibilidad de que aquella baza funcionara y en la responsabilidad de aquel hombre en la muerte de la madre de Julia. Miraba el vehículo a lo lejos, imaginando a su hija durmiendo plácidamente mientras su nieto crecía en su interior. Soñó por un instante con Jenara tomando la decisión de arriesgar una vez más la vida de su hija para averiguar cómo salvar a su nieto durante el Fulgor.

—Quique, jamás arriesgaría si las probabilidades de ganar no fuesen altas de cojones. Ese tío era el jefe del Departamento de Historia y Efemérides de la Hermandad. Puede ayudarnos con los Lugares de Alumbramiento —añadió Javier al verle dubitativo y distante.

—Está bien. Iremos a verle. Es lo que hubiera querido Jenara. Si ella confió en él, supongo que podemos hacerlo nosotros —decidió Enrique sin apartar la vista del coche.

Pensó en la Julia que se enfrentó a Bárbara, en como les salvó la vida a todos. Ya no era una niña. Julia había ganado en lo que su madre perdió. Su hija se había convertido, sin que él se percatarse, en una mujer extraordinaria.

—Perfecto, tenemos un nuevo objetivo, ya empezaba a preocuparme con aburrirnos —comentó Iván dando una palmada decisiva.

Volvieron a la carretera.

Mientras buscaban un lugar donde dormir, Carmen informó a Julia sobre el siguiente paso a seguir. La joven se mostró ilusionada y preocupada a la vez. Un doloroso pesar latía cada vez con más fuerza en su interior. Cuando intentaba pensar en el futuro, le atormentaba un sentimiento de tristeza y aflicción. De llanto y pérdida. De oscuridad inquebrantable. Tenía miedo por los suyos. Por el bebé.

Decidieron seguir las indicaciones de un pequeño hotel rural cerca de Sepúlveda. La noche les cayó encima al llegar.

El lugar era precioso. La naturaleza brotaba por cada rincón. La luna brillaba atravesando las ramas de los árboles como flechas de luz. Había restos de nieve entre los pequeños bungalós de madera, separados entre sí por senderos que se perdían en la noche. El humo de las chimeneas ascendía hasta enfriarse entre la oscuridad del cielo de invierno. Todos estaban encantados de haber dado con aquel sitio para descansar. La paz se respiraba, se palpaba.

Ya habían cenado por el camino, así que se acurrucaron sobre una manta frente al fuego de la pequeña casa campestre. Era la zona más amplia de la cabaña. Un par de armarios, cuatro camas y un sofá, decoraban el interior. Una alfombra enorme cubría la mayor parte del suelo. La madera de las paredes solo era interrumpida por dos grandes ventanales y las puertas, una de entrada y otra para el baño.

No querían pensar en nada que no fuese la serenidad de todo aquello. Incluso Javier dejó aparcada sus llamadas sobre el domicilio de Víctor para el día siguiente. Hablaron sobre cosas sin importancia. Pusieron decenas de nombres al bebé. Aunque Julia ya sabía cómo llamarle desde el momento en que supo de su estado.

—Se llamará Jenara si es una niña. Si es niño, Fernando —dijo la joven terminando con aquella simpática discusión.

—¿Qué pasa con la J? —recordó Gabriel con la cabeza sobre su vientre.

—Pues, Jernando —respondió ella provocando que todos rieran.

La chica lo dijo en serio.

—No puedes llamarle así. Ya puestos, ponle Ferónimo o Carncisco —comentó Iván burlándose.

—Pues a mí me parece muy original —respondió Gabriel.

—¡Calzonazos! —Iván camufló el insulto con una tos.

Poco a poco fueron cayendo sobre la manta o sobre alguno de los dispuestos en ella. Javier confesó estar cansado de tanto viaje, se estiró hacia la derecha y apoyo su cabeza sobre Carla. Ésta no supo cómo reaccionar al principio, pero la idea de tener a Javier tan cerca la reconfortaba.

A ella, la extraña realidad le golpeó en la cara el día que la recogieron en Valladolid. Aún le costaba dormir algunas noches y, pensar en Javier, la consolaba. A su lado se sentía segura, a salvo, y nunca se había sentido así junto a un hombre. Era algo en lo que llevaba pensando unos días. Era un sentimiento que había intentado ocultar y que en aquel momento le estalló en su pecho moldeando la sonrisa que asomaba discretamente en la comisura de sus labios.

Iván no reaccionó al ver aquella expresión en el rostro de su madre mientras acariciaba el pelo de Javier, el chico se mostró complaciente con la idea de que volviera a ser feliz.

Julia se apoyó sobre la almohada que sujetaba su espalda y Gabriel sobre su chica.

Carmen fue a preparar las camas y Enrique y su sobrino siguieron charlando un rato más.

 

Al día siguiente, los carámbanos colgaban amenazantes desde cualquier cornisa, ya fuese natural o artificial. La helada de la noche hacía que todo brillara de manera especial con el sol. El aire era increíblemente puro. Y frío. La naturaleza les daba los buenos días en todo su esplendor.

Julia se sentía enérgica al estar rodeada de tales esencias. Le apetecía caminar, saltar y correr. Despertó a los demás y fueron a desayunar al comedor del complejo.

Decidieron pasar otro día en aquel lugar para realizar las gestiones pertinentes con tranquilidad. Javier se puso en contacto con el único miembro de la Hermandad en quién confiaba para averiguar la dirección del tal Víctor, pues nadie respondía al teléfono que Felicia dejó anotado en la lista de contactos. Carla y Carmen cogieron el coche para ir al pueblo a comprar comida y bebidas para el viaje. Enrique e Iván intentaban indagar sobre las personas de la lista en internet. Julia y Gabriel se adentraron de lleno en la naturaleza.

Los jóvenes caminaron durante horas por rutas de senderismo. Al principio, el frío les hizo estremecerse un poco, pero en nada de tiempo entraron en calor. Llegaron a un pequeño puente sobre un arroyo congelado. El agua helada parecía haber encerrado a las rocas y plantas en una burbuja de cristal, aunque seguía fluyendo a duras penas en su interior.

Se sentaron en el borde con los pies colgando hacia el hielo:

—¿Qué ocurre? ¿Dónde está la Julia de esta mañana? ¿La Julia feliz? —preguntó él abrazándola al notar como la chica fue abandonando la alegría con cada paso.

—No sé si seré capaz de afrontar esto sin ella, Gabi —contestó Julia con la mirada perdida en los cristales del río.

—Cariño, no importa donde estés. Tu madre siempre estará a tu lado, ya lo sabes —le besó en la frente.

—Pude soportar lo de mi madre porque la tenía a ella. La necesito. Necesito que Feli me ayude con el bebé —comenzó a llorar.

—Felicia murió luchando por su familia. Demuéstrale que su muerte no fue en vano, que se sacrificó por algo más grande que su propia vida —intentó hacerle ver Gabriel, quien también sollozaba—. Además, no estás sola en esta extraña aventura o como quieras llamarlo. No olvides que yo estoy aquí, soy parte de esa criatura. Tú y yo contra el mundo, ¿recuerdas?

—Lo recuerdo a cada segundo. Es lo que me mantiene con los pies en la tierra —respondió ella aferrándose a sus brazos.

—Aprovecha la energía que te ofrece este hermoso lugar y volvamos a seguir con lo nuestro. Todo saldrá bien, Julia. Todo nos irá bien.

—Ojalá pudiésemos quedarnos aquí para siempre y olvidarnos de todo.

—Ojalá, preciosa. Ojalá —Gabriel tuvo que ayudarle a incorporarse, la tristeza pesaba demasiado.

 

Después de comer, volvieron a reunirse junto al fuego. Javier tenía los detalles del paradero de Víctor:

—El tipo se encuentra en Zaragoza. Así que, mañana saldremos para allá —les informó.

—¿De dónde sacas toda esa información? —preguntó Carla con curiosidad.

—Es un miembro de la Hermandad en quien confío.

—Pues claro que confías en ella, estuvisteis juntos ocho años. Supongo que tendrá muy buenos recuerdos tuyos —comentó Enrique sonriendo.

—Ah, ¿una mujer? —Carla se sorprendió a sí misma con el tono de la pregunta.

—Mi mujer. En teoría aún seguimos casados. Pero nada más lejos de la realidad —respondió él.

La madre de Iván sintió como las palabras golpeaban su pecho. Agachó la mirada, disfrazó un suspiro de tos y contuvo un gemido.