Título: Iris

Autor: Alberto Sánchez Navarro

 

© Alberto Sánchez Navarro, 2015

© de esta edición, EDICIONES LABNAR, 2017.

 

Imagen y diseño de cubierta por Ediciones Labnar

 

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ISBN: 9788416366170

Código BIC: FA-5AQ

Primera Edición: Marzo 2017

 

 

 

 

 

 

 

Para Javi y José Vicente, los primeros en conocer a Iris.

 

 

 

1

La Guerra del Cambio

Cuando tenía seis años, unos soldados entraron en casa y me separaron de mi padre. Lo último que me dijo fue que nos volveríamos a encontrar.

Me lo prometió.

Antes de la guerra, papá y yo vivíamos en Nueva York con nuestra perrita Sulla, una golden retriever de pelo dorado, tan preciosa como cariñosa, y tan alta como yo, que formaba parte de la familia desde mucho antes de que yo llegara. Mamá la había recogido de un refugio cuando era un cachorro. Yo no conocí a mamá, pero papá me hablaba de ella, me enseñaba a tocar su piano y las canciones que había compuesto. Tocar no se me daba bien, aunque papá decía que le recordaba a ella. Le entusiasmaba tanto, que a veces tenía la impresión de que hasta yo podía recordarla.

Nuestra casa estaba en el campo, desde mi habitación en el primer piso se veían colinas, pequeños bosques y parte de la ciudad. Me encantaba ver pasar las estaciones tras la ventana. Papá decía que era como si un pintor cambiara los colores del paisaje con su pincel. Una vez pregunté si ese pintor era Dios, pero no me respondió.

En lugar de ir al colegio, papá me enseñó todo lo que debía saber en casa, no quería dejarme sola o que me alejara de él. Supongo que él sabía que el Cambio se acercaba, algo que le asustaba más que cualquier otra cosa. Solo podía salir a jugar con Sulla en el jardín. Era mi única amiga.

Papá tampoco salía casi nunca. Pasaba mucho tiempo en su despacho, mirando números y letras amontonadas en el ordenador. Aunque yo ya sabía leer, estaba segura de que eso no significaba nada. Pero papá sí lo entendía. Debía de ser algo sobre mamá porque, cuando miraba al ordenador, tenía la misma cara que cuando la veía a ella en los hologramas.

No teníamos muchos invitados. Mi visita favorita era la de Leonard Palmer, un amigo de papá al que yo llamaba tío Leo.

 

—¡Hola, Iris! —me dijo Leo un día que vino a cenar. Corrí a abrazarle, me levantó en brazos y me hizo volar—. ¿Cómo estás, pequeña? —Yo reía y reía mientras volaba. Después, cuando me dejó en el suelo, me aparté el pelo de la cara, todo revuelto por el vuelo.

—Te gusta mucho el avión, ¿verdad? —dijo papá. Yo asentí con entusiasmo.

—Te has hecho una coleta —le dije a Leo.

—Sí, ¿te gusta?

—Sí, mucho. Mira, tengo una pulsera nueva.

—¡Vaya, qué bonita! ¿Es de plata?

—Es una aleación de plata y oro —dijo papá.

—Y tiene mi nombre, ¿ves?

—¡Es verdad, ahí está! Y en mayúsculas. ¿Te la ha comprado tu papá?

—Sí, bueno… Me la ha hecho por mi cumpleaños.

—Pero si aún falta para tu cumpleaños…

—Sí, pero quiso darme el regalo antes.

Leo miró a papá, y luego a mí. Parecía preocupado de repente, pero enseguida volvió a sonreír.

—Pues cuídala, y vigila, no la pierdas.

—Vale.

—Bueno —dijo papá—, tío Leo y yo vamos a hacer la cena.

—¿Puedo ayudar? —dije.

—Sí, claro. Ve poniendo la mesa.

—Vale. La pondremos el tío y yo.

—Pero rápido, que Leo tiene que ayudarme en la cocina.

Leo hizo muchas bromas durante la cena, mientras Sulla saltaba a la mesa intentando llegar a la comida, aunque se lo impedíamos todas las veces que se apoyaba en la mesa. Después del postre, papá me dijo que ya era hora de dormir y me mandó a la cama. Le pedí que me dejara quedarme un poco más, pero no hubo manera, era tarde y quería hablar con Leo a solas.

Les di las buenas noches y fui a mi habitación a ponerme el pijama, había estado calentándose en el radiador. El cristal de la ventana se había empañado. Me gustaba cómo se veían las luces de la ciudad a través del cristal empañado, era una luz difuminada, como mermelada de naranja. Hubiera lo que hubiera en la ciudad, tenía que ser precioso.

Corrí la cortina y me acosté, pero no pude dormir. Pensaba en las bromas de Leo y no paraba de reír yo sola. Me levanté sin saber bien qué hacer. El suelo estaba helado. Olvidé lavarme los dientes, así que salí de mi habitación caminando de puntillas para ir al baño, aunque nunca llegué a entrar.

—No me puedo creer que le hayas dado la pulsera. —Oí decir a Leo—. ¿Para eso me haces venir? ¿Para que vea que has estado trabajando por tu cuenta? —Cada vez gritaba más—. Joder, la verdad es que no me sorprende.

—Por favor, no grites. Iris está durmiendo.

—Iris. Pobre criatura. ¿Por qué le has dado la pulsera?

Papá no dijo nada.

—Oh, Dios. Crees que va a haber guerra, ¿verdad?

Estuve a punto de gritar, pero me tapé la boca.

—Si estás en lo cierto, puede que haya empezado ya, ¿no? Podemos informarnos. —Siguió tío Leo respondiéndose a sí mismo.

—Estás muy alarmista. ¿Desde cuándo te preocupa tanto?

—Que el trabajo sea brillante no significa que no sea peligroso. Quizás es peligroso precisamente por ser brillante —dijo Leo—. Está muy bien que sueñes con el cambio, la evolución y lo que te dé la gana, pero no lo van a consentir.

—Ya lo aceptarán, solo hay que darles tiempo.

Los dos se quedaron callados durante un momento.

—¿Y para qué me has hecho venir si no podía hacer nada? —preguntó Leo.

—Quería que lo supieras, nadie del grupo me dirige la palabra. Además, a Iris le hacía ilusión verte.

—Ya —dijo sin entusiasmo—. Bueno, me tengo que ir.

—Espera, por lo menos vamos a tomarnos una cerveza.

Leo resopló.

—Sí, vale.

Papá fue a la cocina y volvió enseguida. Le dio una cerveza a Leo, bajó un poco la intensidad de la luz de la única lámpara que había encendida y se sentó.

—Por el Cambio —dijo papá.

—Por el Cambio pacífico —dijo tío Leo.

Mientras bebían, un trueno estalló a lo lejos. Los cristales de la casa temblaron, como si se hubieran asustado, y oí ladrar a Sulla en su caseta.

—¿Ha sido un trueno? —preguntó Leo.

—No he visto el relámpago, ¿y tú?

—No. —Dejaron las botellas en la mesilla y papá se levantó—. ¿Habrá despertado a Iris?

—Espero que no.

Papá miró por la ventana. Yo me incliné hacia atrás para que no pudiera verme.

—¿Ves algo? —dijo Leo.

—Nada, ni una nube. Pero Sulla no para de ladrar, voy a ver qué pasa. Espera aquí por si Iris se despierta.

En casa no teníamos armas, así que papá cogió la escoba, su palo de metal era lo más parecido a un arma que había en casa, y salió con cuidado para no hacer ruido. Leo cerró la puerta como le indicó papá con gestos y subió las escaleras. Yo corrí hasta mi cama lo más silenciosamente que pude y me hice la dormida.

Oí los pasos de Leo antes de detenerse frente a mi habitación. Comprobó que estaba durmiendo, cerró la puerta y volvió a bajar. Escuché el tono de su móvil. Era su mujer. Estuvieron hablando de dónde se iban a encontrar y cuándo. Yo me levanté y, a oscuras, descubrí la ventana para intentar ver qué estaba haciendo papá en el jardín. Sulla seguía ladrando, pero no vi a papá. Había vuelto a entrar.

Al mirar otra vez por la ventana, me di cuenta de que había algo diferente en la ciudad. Me pareció que brillaba como todas las noches, pero no eran luces lo que iluminaban sus edificios y calles. La ciudad estaba en llamas, cubierta de humo y brasas.

Me quedé mirando el fuego. No podía dejar de mirarlo. En internet, todo parecía pequeño, inofensivo… Como si no tuviera importancia. Nunca había visto algo tan peligroso que fuera real. Corrí las cortinas y abrí la puerta muy despacio, lo justo para poder seguir escuchando:

—Voy a sacar el coche —dijo papá—. ¿Puedes avisar a Iris, por favor?

—Sí —respondió Leo con un tono apagado y se quedó callado—. Me ha llamado Martha.

—Me lo imaginaba. Si quieres irte ya…

—No, puedo bajar a Iris y así me despido de ella, pero nada más.

—Gracias.

Leo subió a por mí, así que corrí hasta la cama de nuevo. Sonó una explosión extraña, como en una pesadilla. Fingí que me despertaba cuando Leo me tomó entre sus brazos.

—¿Qué pasa? —dije.

—Papá y tú tenéis que iros.

—¿Por qué?

—Luego te lo explicará él, duérmete.

—No me quiero ir. —Me daba miedo lo que pudiera haber fuera, sobre todo después de ver el nuevo color de la ciudad. Quería quedarme en casa, allí me sentía a salvo, estaríamos bien. Al menos, eso creía.

—Venga, pórtate bien.

—¡No quiero!

Ya en el jardín, papá se bajó del coche, vino hasta nosotros y me cogió en brazos, tapándome la cara para que no viese el fuego. Pero ya era demasiado tarde para eso.

—¿Qué pasa? ¿Por qué gritas?

—No me quiero ir.

—No te comportes como una tonta, ¿no has oído los truenos? ¿Quieres que caigan en casa mientras estamos aquí? —No dije nada. Estaba acostumbrada a que papá ganara las discusiones—. A mí tampoco me gusta, pero hay que irse.

—¿Por qué no nos podemos quedar?

—Porque es peligroso, cariño. —Me subió al coche.

—Bueno, vale.

—Ya lo creo que vale, acuéstate y duerme —dijo, y se volvió hacia Leo—: Gracias. Voy a hacer las maletas, tú haz lo que tengas que hacer.

Los dos se dieron un abrazo y papá entró en casa. Sulla aún ladraba sin parar, mientras que el fuego se veía más grande desde el patio. Sin duda, había crecido.

—Me voy, cariño —dijo Leo—. Pórtate bien y hazle caso a tu padre.

—¿Vas a venir a vernos, tío?

—No creo que pueda, tengo que ocuparme de mis hijos y su mamá.

—¿Y si voy con papá a tu casa?

—Ya veremos. —Sonrió.

—Bueno —dije, poco convencida—. ¿Me haces el avión?

—Claro. —Me tomó las manos para hacerme volar una última vez. Creo que algo volvió a explotar, aunque no lo oí bien. Si fue una bomba, Leo no se asustó, pero volvió a meterme en el coche—. Eres muy especial, ¿lo sabes? —Me avergoncé—. Me voy ya. Vigila mucho, y cuida de tu padre.

—Vale —dije, aunque no sabía cómo iba a cuidarle. Él me cuidaba a mí, no al revés. Nunca.

Leo se despidió y fue hasta su coche, y papá salió de casa. Estuvieron hablando, pero no sé qué dijeron, porque había cerrado la puerta para no congelarme. Cuando Leo se marchó, papá subió las maletas al coche.

—Acuéstate, cariño.

—¿Y Sulla?

—Ahora la traigo. Acuéstate.

Oímos otra explosión cuando Sulla se subió a mi lado. Ella ladró, y la acaricié para calmarla. Eso nos tranquilizó a las dos. Luego me lamió la cara y la abracé. El coche ya salía del jardín.

—¿Adónde vamos? —dije.

—A Washington, papá tiene otra casa allí. ¿Te acuerdas de dónde está Washington?

—No.

—Pues ahora vas a saber dónde está y vas a vivir allí. ¿Qué te parece?

—¿Falta mucho?

—Sí, vamos a tardar al menos dos días. Por eso quiero que descanses.

—Pero no tengo sueño. ¿Por qué nos vamos? —Me sentía mal por haber escuchado lo que decían papá y Leo, pero pensé que quizá no les había oído bien, puede que el miedo me hiciese imaginar cosas.

—¿Te acuerdas de lo que es la guerra?

—Sí.

—Pues va a producirse algo así, cariño.

—¿Por qué?

—Porque parece que no hay otra forma de hacer las cosas. —No entendí lo que quería decir—. Perdona, no quería…

Miré hacia atrás buscando la casa, pero ya no se veía, solo había oscuridad. Aun así, seguí intentándolo.

Llevábamos un rato sin decir nada, Sulla estaba casi dormida y las únicas luces a nuestro alrededor eran las del coche.

—Cariño, ¿me prometes una cosa?

—¿El qué?

—Tío Leo y yo teníamos un lema cuando trabajábamos juntos. ¿Sabes lo que es un lema?

—No.

—Es como… un dicho. No, mejor, es como una promesa, y Leo y yo teníamos que cumplirla. Quiero que la memorices, por si algún día… —No pudo o no quiso terminar—. Da igual, es una tontería. ¿Sigues sin tener sueño?

—Bueno, ahora sí tengo un poco.

—Venga, pues duerme, cariño.

—¿Puedes poner música?

—Sí, ahora busco algo, pero échate. ¿Estarás cómoda con Sulla ahí?

—Sí. —Había sitio de sobra. Aunque no estaba tan cómoda como en mi cama con mi almohada, me quedé dormida enseguida.

Desperté más cansada aún, solo había dormido dos horas. Todavía era de noche, la música ya no sonaba, y papá estaba fatigado, noté que le costaba mantener los ojos abiertos. Estaba tan agotado que parecía haber envejecido durante el trayecto.

—¿Qué haces, cariño, ya estás despierta? Pero si no has dormido nada, hija…

—¿Pones música?

—No hay música, cariño, solo hablan de la guerra. Y con las prisas olvidé coger algo de música, perdona. —Creo que tenía ganas de gritar, porque golpeó el volante con rabia, enfadado.

—Da igual. Tengo sueño.

Iba a echarme otra vez cuando un ruido, que provenía del bosque a nuestra derecha, nos llamó la atención. Era un sonido sordo y vibrante, como rocas cayendo ladera abajo, que hacía temblar el suelo bajo el coche. De repente, una manada enorme de animales cruzó la carretera delante de nosotros. Papá detuvo el coche a tiempo de evitar que chocáramos contra ellos y dio marcha atrás. Sulla se despertó con la estampida y ladró enfurecida. Tuve que abrazarla para que se calmase.

—¿Son ciervos?

—Sí. —Papá miraba al frente sin pestañear mientras los veía pasar—. Van al sur.

—Como los pájaros. —Pensé en cuántos pájaros estarían volando sobre nosotros, huyendo.

Papá seguía callado. No dejaban de pasar ciervos, había cientos, y tan juntos que parecían un solo ciervo sin final. Cuando los vi en internet por primera vez me parecieron preciosos, pero en ese momento me aterraba que embistiesen el coche.

Cuando la estampida cesó, y seguimos adelante, papá miraba hacia el lugar de donde habían huido los ciervos. No se veía nada, pero pensé que seguro que había algo peligroso si los ciervos habían huido.

Sulla volvió a dormirse, pero yo no podía. Me preocupaba lo que pudiéramos encontrarnos en la carretera. Como el coche que encontramos un poco más adelante. Apareció frente a nosotros, como un fantasma, de color blanco y muy viejo. Tenía las luces apagadas y estaba parado.

—¿Y ahí qué pasa? —dijo papá. Paramos junto al coche y papá sacó una linterna de la guantera—. Voy a ver. No te muevas, ¿me oyes? —Asentí. No pensaba salir del coche para nada.

Papá, que era una sombra tras la luz de la linterna, se acercó con cuidado al coche. Había chocado con la pared de tierra del borde del camino y estaba rodeado de cristales rotos que brillaban en el suelo. Papá apuntó la linterna a los asientos de delante. Había dos personas inmóviles, y les salía sangre de sus bocas. Me tapé los ojos y me escondí en el suelo del coche. Ojalá me hubiera quedado dormida, como Sulla. Me dije que tenía que ser valiente, igual que papá. Me lo dije tantas veces que no oía nada más, pero no quería volver a mirar. Tenía miedo, mucho miedo.

Papá volvió poco después. Oí que metió algo en la guantera y me llamó para que saliera de mi escondite.

—Puedes salir, cariño, ya nos vamos. —Obedecí con miedo, aunque volvíamos a estar solos en la carretera.

—Los que estaban en el coche…

—Sí, estaban muertos. Lo siento mucho. —Otra vez parecía que estaba hablando solo.

—¿Cómo han muerto?

—Habrán tenido un accidente. —Ni siquiera yo creí aquello y, mucho menos, él. Papá nunca se equivocaba, era muy listo—. Aunque todo se ha ido al traste, así que puede haber sido cualquiera.

—Pero aquí no hay guerra.

—La guerra avanza muy rápido, cariño. Pero no te preocupes, no vamos a dejar que nos alcance.

Más tarde, vimos a un hombre en la carretera. Era grande, gordo y calvo, y llevaba un abrigo que parecía estar hinchado de aire. Caminaba hacia nosotros y hacía señas para que parásemos. Su coche estaba detrás de él. Iba en la misma dirección que nosotros.

—Pobre hombre, se habrá quedado tirado —dijo papá, y paró el coche—. Espera aquí, no creo que tarde demasiado.

Papá se acercó y hablaron. De vez en cuando, el hombre señalaba al coche o en alguna otra dirección. Luego, papá fue a echar un vistazo al motor, y el hombre sacó algo del maletero, pero no pude ver lo que era porque lo tapaba con su cuerpo tan grande. Rodeó el coche para acercarse a papá, y entonces lo vi con claridad. Era una escopeta.

Pude observar cómo papá levantaba las manos por encima del capó. Volvieron a hablar un instante que creí que no acabaría nunca. Les oí gritar, aunque no entendí bien lo que se dijeron. Creo que papá dijo algo sobre tener cuidado, porque le daban miedo las armas.

Los dos se acercaron despacio al coche de papá. Él iba delante, y el hombre le seguía de cerca, apuntándole con la escopeta.

—Puede quedarse el coche, pero, por favor, por favor se lo pido, deje de apuntarme. Mi hija está dentro, no quiero que se asuste.

—Dame las llaves y no habrá nada que lamentar. —Tenía una voz fea, casi no abría la boca al hablar y le costaba respirar.

—Vale, vale. —Papá abrió la puerta—. Cariño. —Vi que estaba temblando, igual que yo—. No te preocupes, tranquila.

Papá se echó hacia delante para abrir la guantera.

—¡Eh! —El hombre le dio unos golpecitos a papá en la espalda con la escopeta, y papá se dio la vuelta—. No creo que las llaves estén ahí.

Entonces, el hombre me apuntó a mí. Grité y me aparté, pero me siguió con el cañón.

—¡No! ¡Por favor! ¡No! Mire, las llaves están puestas, se lo he dicho. Coja el coche, pero, por favor, déjeme bajar a mi hija.

Los gritos despertaron a Sulla y se lanzó ladrando a por el hombre en cuanto le vio. Consiguió tirarle del coche, aunque seguía teniendo su escopeta en la mano y la usó como garrote para defenderse. Papá sacó una pistola de la guantera y apuntó al hombre. No podía creer lo que estaba ocurriendo, aunque esa noche comencé a dejar de creer en muchas cosas.

Papá parecía seguro de lo que hacía, aunque solo fuese para asustar al hombre, pues no quería dispararle. Nunca quiso hacer daño a nadie.

—¡Suelte la escopeta!

Quise bajarme del coche y correr, salvarme, pero las piernas no me respondían. Solo conseguí taparme los oídos y cerrar los ojos. Aun así, pude oír al hombre forcejeando con Sulla y a papá gritándole que soltara la escopeta. Mi padre y mi única amiga estaban en peligro al mismo tiempo, en el mismo instante, y no podía ayudarles. Me pregunté si aquello tenía que ver con la guerra o solo con haber salido de casa.

Hubo un disparo. Resonó tan fuerte que lo noté en la cabeza, como si me hubiera alcanzado algo pesado, y eso creí que había pasado. Pero entonces oí gemir a Sulla. Cerré los ojos con más fuerza y hundí la cabeza entre las piernas.

Y grité como nunca lo había hecho.