FUENTES Y AGRADECIMIENTOS

Rebecca Solnit ha escrito ensayos inteligentes y lúcidos sobre la empatía y el arte de narrar, sobre el poder redentor de la aceptación, sobre el amor y la fiabilidad de los lugares, el laberinto y el hielo eterno, recogidos en The Faraway Nearby. Los paisajes helados en Leningrado y sus alrededores aparecen en Anna Reid, Blokada. Die Belagerung von Leningrad: 1941-1944. (Una pequeña libertad literaria es que Maite tiene en 1990 acceso a más conocimiento de los que en realidad estuvieron disponibles hasta la abertura de los archivos tras el colapso de la Unión Soviética.) La información sobre la División Azul proviene de muchas fuentes: memorias, colecciones de fotos, bibliografía especializada, páginas web de historia militar, foros online y asociaciones. Las arias de Antonio están tomadas de las óperas Dido y Eneas, de Henry Purcell, y Eugenio Oneguin, de Piotr Chaikovski. La deportación de los republicanos españoles desde el sur de Francia en el verano de 1940 se encuentra en el libro de la película del mismo nombre El convoy de los 927, de los cineastas catalanes Montse Armengou y Ricard Belis, que está extensamente documentado. No se sabe nada de un fugitivo en Múnich, aunque los supervivientes han explicado que estaban mal vigilados y muchos habrían podido escapar. En Mauthausen bajaron 430 hombres y muchachos, de los cuales 357 tuvieron un viaje solo de ida. Fueron de los primeros prisioneros y construyeron las instalaciones fortificadas del campo. Desde Francia se deportaron más de 10.000 españoles a los campos de concentración alemanes, solo en Mauthausen murieron 6.503 de ellos. David Wingeate Pike describe la vida y la muerte de los españoles en Mauthausen en Spaniards in the Holocaust.

Leningrado es una ciudad que fue reconstruida sobre fosas comunes. El legado de la Segunda Guerra Mundial son los «paisajes contaminados», como los describe Martin Pollack para Europa central y oriental, paisajes llenos de fosas comunes ocultas que se han hecho invisibles y debían permanecer ocultas. También en España encontramos una multitud de tumbas anónimas, algunas estimaciones elevan a más de 100.000 la cifra de los desaparecidos: víctimas sin nombre, recuerdo negado, humillación más allá de la muerte. El abordaje de este legado es una cuestión política. Georg Pichler lo describe en Gegenwart der Vergangenheit – Die Kontroverse um Bürgerkrieg und Diktatur in Spanien, mientras que Kampf der Erinnerungen: Der Spanische Bürgerkrieg in Politik und Gesellschaft 1936-2010, de Walter L. Bernecker y Sören Brinkmann, contiene el primer impulso para esta novela. Clara Valverde trató el trauma de la violencia que en España se ha trasladado de generación en generación en Desenterrar las palabras: Transmisión generacional del trauma de la violencia política del siglo XX en el Estado español.

Desde el año 2000, se ha ido superando gradualmente la deshumanización de las víctimas y el anonimato de los verdugos. La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) fue fundada en 2000 tras la búsqueda y exhumación de una fosa común con 13 desaparecidos en Ponferrada, León. Desde entonces han aparecido organizaciones similares en muchas partes de España. Sobre la base de testimonios y la información de los supervivientes, los activistas identifican tumbas anónimas, investigan en archivos y, finalmente, recuperan los restos de las víctimas utilizando los métodos de la arqueología forense; un trabajo que se realiza en gran medida de manera voluntaria. En <www.memoriahistorica.org> se puede ampliar la información sobre los trabajos de la ARMH.

En noviembre de 2011, participé en una excavación en Castilla-La Mancha y no solo aprendí cómo funciona el trabajo arqueológico, sino que también conocí los espacios sociales que se abren en este contexto. René Pacheco, Marco González y Núria Maqueda me ayudaron a entrar en este mundo; David Ramírez respondió mis muchas preguntas sobre la Guardia Civil, sobre las condiciones de vida y las posibles rutas de huida. El doctor Andreas Heusler, del Stadtarchiv de Múnich, me proporcionó información importante sobre cómo un español podría haber pasado a través de la malla durante la Segunda Guerra Mundial, Serdar Kilitci y sus colegas en el Großmarkt de Múnich me dieron a conocer de primera mano sus actividades, Héctor Rodríguez me habló sobre el trabajo cultural en el Centro Español y la vida de los inmigrantes españoles en Múnich.

A todas estas personas les estoy muy agradecida. La responsabilidad por cualquier error en el texto es solo mía.

CERO Agosto de 2004

Allí yacen siete. Enseguida los van a sacar.


Se hace el silencio. Ha llegado el momento de hacer un descanso. Ahora suben los arqueólogos con sus cajas de cartón y entonces la fosa vuelve a quedar vacía.


También para ella ha llegado algo parecido a un final. Está muy tranquila. Se pone en cuclillas y se deja llevar por el agotamiento. El cielo tan grande, la tierra tan poderosa. La mirada se desliza sobre el secarral del paisaje, ve cómo se levanta polvo del suelo y siente cómo quema el sol, escucha cómo se agota el tiempo.


Un ramo de claveles yace con una foto en el fondo de la fosa. Cuando suben la primera caja, alguien entona una canción, a la que se unen poco a poco todos los presentes, la tonada devuelve la vida a los muertos. Este momento es el ojo de un remolino temporal, que abarca desde el big bang hasta el final de todos los tiempos. Estos sesenta y cinco años durante los cuales los asesinos pudieron ocultar su injusticia no serán nada más que un temblor, una sacudida en el rostro de la tierra.


Vibra el teléfono que lleva en el bolsillo del pantalón. Lo toca a través de la tela y rechaza la llamada.


No se ha inscrito en el libro de huéspedes, que se encuentra sobre una mesa destartalada, ni se ha dejado filmar en vídeo. Debe encontrar otras palabras, otro lugar. Cuando hayan terminado aquí, llamará. Quizá sea bienvenida, se siente esta noche a su mesa, encuentre las palabras.


El teléfono vuelve a vibrar de inmediato. Se levanta y se traslada bajo la sombra de la encina y allí reconoce el número de sus padres en Valencia. Duda demasiado tiempo. Casi no se acuerda de sus voces. Vuelve a la fosa y se pregunta dónde habrán conseguido su número.


Si en su casa le preguntan qué ha estado haciendo aquí, les va a contestar que hemos desenterrado a vuestros muertos. Que han celebrado la vida de los que yacen aquí y de los otros, los que han seguido viviendo. Aquí se ha ensuciado las manos y al final ha cumplido con su deber. Ha llegado el momento de reservar el terreno y construir su propia casa. Él deberá cargar personalmente con su culpa. Tiene la sensación de que se ha vuelto más permeable. Los callos han reventado, un trabajo de rodillas, posiblemente por eso está tan cansada. Ella forma parte de esta historia. Se ha abierto paso a través de ella.


Vibra por tercera vez. Se aleja de los vivos y de los muertos. Bajo la encina responde a la llamada. A la sombra se apoya en el tronco, se masajea el tobillo sensible a los cambios de tiempo y contempla cómo la mariposa tatuada bate las alas ante la voz de su hermana.

Es mal momento.

La voz en la línea salta, ahogada por las lágrimas, pero aun así cortante: contigo siempre es mal momento. Pero en la vida no se trata solo de ti, ¡cabrona!

Su hermana ha aumentado su vocabulario, debe ir de caza por territorios ajenos.

Y entonces lo sabe.


Se mira la mano, se le ha roto una uña. Se ha ensuciado las manos y ya es demasiado tarde. El viento mece las flores, levanta polvo, recorre las páginas del libro de huéspedes y se lleva las palabras. Él se ha ido.

LA SITUACIÓN DEL PAÍS Marzo de 1939

Lo que queda: dinamita, munición, fusiles defectuosos. Todo al hoyo. Tres hombres arriba, dos abajo. Rápido. En silencio. Descargar las cajas de los carros tirados por burros. A tientas en la oscuridad. Sacar las cajas de los carros, siete pasos, ocho, entonces arrodillarse y con mucho cuidado hacerlas descender. Las cosas deben estallar, pero no antes de tiempo.

Esto es lo que había ocurrido: uno de los bombarderos italianos, que había partido de Mallorca en dirección a Valencia, sobrepasó su meta y no descargó su contenido sobre el puerto, no acertó en barcos o casas de pescadores y no le dio a la calle de la Paz, sino que llegó hasta el altiplano. Eso fue hace un par de semanas. Una historia de otros tiempos. Una bomba caída del cielo sereno. Desgarró la fina capa de hierba, hizo saltar piedras en todas direcciones. En la profundidad, una capa compacta de barro absorbió su fuerza.

Lo que absorbió una vez puede hacerlo una segunda vez. Habría sido mejor enterrarla en el bosque, pero se hubiera vuelto a tropezar con ella. Los otros lo han dejado en minoría. Las cosas tienen que irse, desaparecer por completo, de manera que acaba en un agujero en los campos, allí podrá saltar por los aires. Nadie se acercará a ella, ni los correctos ni los equivocados. Los soldados republicanos huyen ya a través de los Pirineos. Francia e Inglaterra han reconocido a Franco, en los libros de historia se fijará muy pronto otra fecha para el final de la guerra, pero en su libro de la derrota consta el 27 de febrero de 1939.


Nadie habla. Todos tienen miedo. Ya no se confía en los pastores, ni en las ovejas, ni siquiera en la propia tierra. Las ruedas crujen por el terraplén. Él se sienta bajo la encina. Las manos heladas, la camisa se le pega a la espalda. Espera hasta que puede tener la seguridad de que el burro está de vuelta en el establo y los camaradas en sus casas. Tampoco confían en él, pero estaba dispuesto a aceptar este encargo. Hace un par de noches apareció Manolo en la puerta de atrás, un amigo desde los veranos de su infancia, un amigo que necesitaba a un hombre. También él podía necesitar una aventura. Este riesgo era una venganza ante la falta de perspectiva a causa de su padre, de su hijo, de sus hermanos, de esta vida que lo mantiene aquí.

El silencio se siente como una depresión en el tímpano. Poco a poco arrecia el viento, los ruiditos de los bichos en la hierba, el crujido de unos zapatos de cuero. Una caravana de pinos y robles sobre la espalda de la montaña oscurece la superficie gris del cielo. La tierra se extiende ancha, ligeramente inclinada. Hacia arriba, el bosque. Muy abajo, una granja.

No debería estar aquí. No en este pueblo ni en esta época del año. Valencia está llena de soldados, políticos, funcionarios que tienen la esperanza de huir. Solo ellos se esconden en los montes. Sus padres no entienden que tanto la guerra como lo que la seguirá son más peligrosos en Valencia que aquí.

Aquí se creen seguros. El pueblo es el pueblo. No responden a sus preguntas sobre lo que ocurrirá con el bufete de su padre y lo que será de él. De qué van a vivir, si debe volver a cultivar viñas como sus antepasados. No creen que la gentuza de Franco vaya a encontrar su casita en las montañas y vaya a aplastarla bajo sus pesadas botas. La guerra ha provocado que su padre pierda la cabeza. Un hijo destruye en nombre de Franco todo lo que la República ha conseguido con tanto esfuerzo. El otro ha huido, como suele hacer, pero qué pueden hacer.

Ha quedado como único hijo de su padre y por eso resiste. Sueñan con París, Julia con la alta costura, él con la Sorbona. Echa de menos a sus hermanos y no consigue convencerse para huir.


Se pone en pie e intenta librarse del frío en las extremidades. Sopesa la granada en la mano como si fuera un libro pesado, pero se trata solo de una libra de nitramita. Hace tres años solo tenía libros en la cabeza. Ha conseguido pasar la guerra pensando y escribiendo, pero han tenido que enseñarle cómo se quita el seguro.

Le tiembla la mano. Espera que la fuerza del estallido sea suficiente para hacerla explotar, espera que no vaya a necesitar la reserva para hacer que salte por los aires la cosa, que se encuentra hundida en el lodo del agua subterránea. El seguro salta con facilidad. Desde el borde del cráter rodea un saliente en dirección hacia el bosque. Apunta y lanza.

Un estruendo, grandioso como los petardos por san José. Tres años evaporados en un solo estallido. La onda expansiva lo lanza hacia el bosque. Los árboles relucen bajo la luz de la explosión. Escucha su propio grito de júbilo.

LA PRESIÓN DE SUS MANOS Agosto de 1990

¿Vendrá? Irene, el conductor, el sol del mediodía y ella. Esperan que quiera venir con ellos. El bochorno estival es plomizo, se extiende sobre el asfalto y se licúa en los bordes. También licúa los ruidos, un coche pasa de largo dejando a su paso trozos de una canción around the world ya ya ya. Maite estira del escote de la blusa y deja que el aire le toque la piel, pero esto tampoco le proporciona ningún alivio. Casi no hay nadie en la calle. Hora de comer. Un perro mea en una palmera, los tubos de riego que rodean los troncos están secos. El conductor ha parado en doble fila y bloquea un carril. Irene ha colocado la cara ante la salida del aire acondicionado. El conductor está de pie bajo el sol y tiene las manos cruzadas a la espalda. Como Maite no se ha sentado en el coche, él tampoco se ha subido a él.

Es como siempre. Podría haber sido más fácil. Pero Maite quería que supiera que en Múnich no se iba a alojar con sus colegas españoles en el Santo Apóstol Santiago. En su lugar se ha inscrito en la ciudad universitaria. Por eso su última mañana en casa transcurría como siempre. Con la palma de la mano golpeó la mesa de manera que tintinearon los cubiertos. La voz alta de su padre y su voz chillona de hija. Irene encogió su mísero cuello entre los hombros. La mirada que le dedicó su madre, siempre a ella, y su orden: «¡Teresa! ¡Ya está!».1

Su padre tiró la servilleta en el plato, donde el lino se empapó de aceite de oliva. Se puso en pie y se fue; ella oyó el portazo de la puerta del dormitorio. Su madre sacó la servilleta del charco de un verde dorado.

Normalmente mamá no la llamaba María Teresa. María Teresa era el último nivel de alarma de su madre y lo normal en su padre, que se aferraba al nombre completo, doble y muy católico, todo el tiempo que fuera necesario. A Irene le da igual porque se ha acostumbrado a la forma acortada, de la misma manera que se puede acostumbrar a cualquier cosa. Ella se casará y pasará a la custodia de otro hombre. Su hermano mayor piensa lo mismo que su padre y, como es natural, la llama igual que él, mientras que el otro lleva tanto tiempo fuera y es tan raro que esté allí que no tiene ninguna importancia el nombre que utiliza para dirigirse a ella. Maribel no se pone del lado de nadie, sino que la llama hija mía y mi niña. Al menos mamá deja de lado a la Virgen María.

Miró a Maite con intensidad.

—¿Qué ocurre? —repitió la pregunta de Maite, como si fuera un loro.

Irene rio entre dientes. Había sacado de nuevo el cuello de entre los hombros.

—¡Y tú te callas! —El tono militar siempre había funcionado mejor con Irene—. ¿En serio? Pero ¿qué te habías creído?

—Todos los estudiantes viven allí. Como Erasmus me otorgan un alojamiento de manera casi automática. Allí viven juntos estudiantes alemanes y extranjeros. Internacional. Mucha mezcla.

Sin control. No quiere vivir en una residencia española. Cuando llegue finalmente a Múnich, precisamente en una época tan emocionante, no se va a enclaustrar en una especie de convento, donde se celebra cada día la eucaristía y la música está prohibida en las habitaciones. Para eso se podría quedar aquí.

—¿Quieres hablar alemán o mezclarte internacionalmente? ¿Eh?

Maribel recogió la mesa. Maite meneó la cabeza y agarró el plato. Ella siempre lleva su servicio a la cocina. Su padre se burlaba que entonces tampoco tendría que comer lo que Maribel compra y cocina, a continuación Maite escupía la comida en el plato. Ella compraba pan seco en la tienda de la esquina, aun así tenía que sentarse con ellos durante la hora de las comidas. Maribel, a pesar de tratarse de ella, no la podía entender, la llamaba tonta y le daba algo, una naranja aquí, un bocadillo allá. Mamá emitió una de sus órdenes. Desde entonces Maite come lo que se pone en la mesa, pero no deja que Maribel la sirva y lleva su plato a la cocina.

—¡No salgas corriendo como siempre! —Maite se quedó clavada con el plato y el vaso en las manos—. ¡Y no pongas los ojos en blanco! Habríamos podido hablar de ello.

Los cubiertos tintinearon sobre el plato. La voz de Maite se evaporó. Odiaba cuando perdía el control. El cuchillo se cayó del plato.

—¿Habría podido hablar contigo? Él ha dejado muy claro lo del alojamiento a través de sus contactos con el Opus o qué sé yo. ¡A mí no me ha preguntado nadie! ¡Nadie me pregunta nada!

—No se trata de ninguna conspiración, Teresa. Pero los dos sois iguales. Ojo por ojo. Ninguno habla. Los dos hacéis lo que queréis. No eres ni un poquito mejor, que lo sepas.

Ella hacía todo lo posible para no ser así. Solo reaccionaba ante sus órdenes, aunque no como él quería. A ella le habría gustado mantener la paz. Si mamá se hubiera puesto aunque solo fuera una vez de su lado… Una sola vez.

—Tú tampoco me has preguntado.

La ira empezó a subir y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Mamá le gritó a la espalda:

—¿Allí viven juntos chicos y chicas?

Maite cerró de un portazo la puerta de la cocina y se apoyó en ella. Creyó oír que Maribel chasqueaba la lengua, como si quisiera reprenderla, pero no estaba segura. Maribel siguió recogiendo la cocina. No se había detenido. Parecía que todos se alegraban de que se fuera.


—Pero ¿dónde están? —Maite no se volvió hacia Irene.

Blanca como la nieve con la boca de cereza. Los labios pintados de un rojo intenso. Se ha pintado los labios de un rojo intenso. Cuando lo hace, su padre dice que parece una puta y que se debería lavar. Maite permanece de pie bajo el sol. Entorna los ojos. Una gota de sudor se le desliza entre los omoplatos. Con la lengua desplaza el chicle hacia el otro lado. Si mira por la ventana, verá que lo está esperando.

Se abre la puerta de la casa. En lo más profundo de ese agujero oscuro, al final del vestíbulo, pasando de largo la garita del portero, subiendo por la sinuosa escalera de mármol, rodeando la jaula de metal del ascensor, tras la pesada puerta de madera pulida, que siempre cierra con tres clavijas de metal, su padre está luchando con ella.

Maite mira hacia arriba, como si pudiera ver el resultado en la ventana. Que se quede aquí. Le da vueltas a un mechón de cabello hasta que la punta del dedo se le pone morada.

—Si no viene enseguida nos tendremos que ir. ¡Vas a perder el tren!

—Su hermana tiene razón, señorita María Teresa —confirma el conductor. Después de veinte años, tan formal como el primer día.

—Te puedes saltar un par de semáforos.

Tira de uno de los rizos, se levanta el cabello en la nuca, pero no pasa aire. Escupe el chicle.


Si hubiera sido por ella, llevaría una maleta menos. Pero parece que su padre cree que Alemania es Siberia.

No tenía ni idea de lo que significaba comprar en pleno verano ropa para un invierno ruso. La vendedora de los grandes almacenes sacó una tremenda abominación del almacén, pero ningún invierno podía ser tan malo para que necesitase semejante jersey.

—Mamá, por favor.

—Nos lo llevamos.

—Mamá, por favor. Dame el dinero y ya compraré en Múnich.

—Para eso siempre estás a tiempo. No te pongas así. Solo quiere lo mejor.

Esa era la manera de hacer de su madre: él quería un jersey que abrigase, ella compraba un jersey que abrigase. Lo más probable era que ya ni siquiera se preguntase lo que debería pensar si pensase por sí misma. Ajustó el cierre dorado del portamonedas, el pintaúñas iba a juego con el color del bolso. El jersey viajó con ellas en el taxi de vuelta a casa, atravesando el bochorno de julio hasta la vivienda oscurecida, lo volvieron a doblar y se unió al resto de las prendas calientes para Múnich. Maite fue lo suficientemente lista para guardarlo y no volver a sacarlo hasta que llegase.

Así que el equipaje iba lleno de la ropa de invierno que había querido su padre. Además de los libros y el gran diccionario, cuyo nombre, Langenscheidt, había sido un trabalenguas aun después de acabar el bachillerato en el Colegio Alemán. La almohada preferida. Una caja de zapatos llena de limones, que Maribel había envuelto cuidadosamente en papel de periódico; también había prometido enviar muy pronto naranjas que estarían envueltas en papel de seda. Jamón, chorizo y butifarra. En tierra extraña un poco de patria en el paladar. Un perro con buen olfato se volvería loco.


Tiene que llamar al timbre para que al menos su madre la acompañe a la estación. Entonces suena el golpe de la puerta metálica del ascensor. El conductor abre la puerta delantera y se pone firmes. Mamá sale con rapidez por la entrada de la casa, hermosa como una diva de los cincuenta, Ingrid Bergman, no tan maquillada, el padre tampoco es Cary Grant. Al caminar se mueve su vestido floreado, un mechón se le ha deslizado del peinado. Se dirige hacia Maite. Maite sube al coche y se desliza hacia el medio.

En la entrada de la casa aparece su padre. Mira a su alrededor, entonces se mueve a un lado y al otro, como si controlase el terreno, tiene que darse su tiempo. Le hace un gesto con la cabeza a su chófer. El traje claro de verano le sienta muy bien, como si fuera realmente Cary Grant. Una arruga entre las cejas. Todo lo demás liso. Con un movimiento controlado se desliza sobre el asiento del acompañante. Desde el asiento trasero Maite le mira la oreja, vello gris, que se arremolina en la concha. Saca un peine del bolsillo y se repasa el peinado. A ella le gustaría escupirle en la nuca, darle un empujón para que se le cayera el cabello hacia delante en grandes mechones. Por el rabillo del ojo comprueba que mamá se ha apartado el cabello de la frente y siente la mano de ella en la suya. El conductor arranca.

—Como vaya a per…

El dolor es agudo. Su madre le pellizca tanto la piel con la punta de los dedos que puede estar segura de que ha conseguido que Maite se calle.


En la estación todo tiene que ir muy rápido.

—Deberías haber ido en avión.

—¡Mamá! —El miedo a volar no le hace sombra a la cantidad de equipaje—. Lo conseguiré.

—Pide un taxi cuando llegues a Múnich.

Maite juega con los rizos.

—Deja eso. —Mamá le golpea en la mano. La toma en sus brazos—. Ten cuidado, mi vida. Espero que tus sueños…

En el abrazo Maite huele el perfume, que siempre ha sido el mismo, y siente una quemazón en el cuello. Los dedos delicados y llenos de anillos de mamá, un sobre cambia de lado. Mientras Maite lo hunde en el bolsillo del pantalón, se avergüenza de las lágrimas, pero entonces surge de los altavoces la última llamada urgente para el tren a Barcelona.

Su padre aparece delante de ella. La agarra por los hombros. A la distancia de los brazos. En realidad podría ser su abuelo. Maite lo mira directamente a los ojos. Es casi tan alta como él. Ella no entiende lo que él ve cuando la mira, seguro que no se siente orgulloso. Por qué tendría que estarlo. Ella tampoco lo está.

—Ten cuidado —le dice.

Ella asiente. Por una vez sostiene la mirada.

—Aprovéchalo.

Ella asiente de nuevo.

—Date prisa.

Ella se mira los zapatos.

—Que Dios te acompañe.

Tiene que ser así. El apretón de sus manos en los hombros. Entonces la suelta.