HERMANOS DE SANGRE

 

 

 

SIMON SCARROW

 

Traducción de Ana Herrera

Título original: Brothers in Blood

Diseño de la sobrecubierta: Salva Ardid Asociados

Primera edición impresa: noviembre de 2015

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

© Simon Scarrow, 2014

© de la traducción: Ana Herrera, 2015

© de la presente edición: Edhasa, 2015

Avda. Diagonal, 519-521

08029 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: info@edhasa.es

Avda. Córdoba 744, 2°, unidad C

C1054AAT Capital Federal, Buenos Aires

Tel. (11) 43 933 432

Argentina

E-mail: info@edhasa.com.ar

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-3506-289-3

Producido en España

CAPÍTULO XXXVI

–Un resultado excelente, prefecto Cato –sonrió Otón, sentado a la mesa en la tienda del cuartel general. Fuera, la oscuridad se iba tragando lentamente la luz del día. El día había sido sofocante y la noche se preveía similar, cálida y quieta. Los insectos se arremolinaban para alimentarse con la sangre de los hombres que tanto habían sudado con las pesadas armaduras todo el día.

Tras la derrota de los rebeldes y la liberación de la reina Cartimandua, Cato había ordenado a las tropas auxiliares que permanecieran en el fuerte a disposición de la reina. Los legionarios habían retirado a muertos y heridos del fuerte, el bastión y las laderas de la colina. Los primeros habían sido transportados de vuelta al campamento, y ahora esperaban en largas filas junto a la puerta principal, mientras se construían piras funerarias para el día siguiente. Los heridos, por su parte, habían llegado en carros y carretas para que los cirujanos asignados a la columna los atendieran. A Cato también lo habían atendido; en cuanto le hubieron limpiado y vendado la herida de la mano, había mantenido una breve conversación con Macro, a quien envió a hacer un recado, y entonces se había dirigido al cuartel general.

–Ya tenemos a Carataco en el bote, y hemos aplastado cualquier posible sentimiento antirromano entre los brigantes. El cuerpo del druida fue hallado entre los muertos, y la reina Cartimandua nos debe mucho, y lo sabe. Como he dicho, un buen resultado en conjunto.

Cato contuvo una sonrisa triste al oír que el tribuno usaba ese «nos». Otón había pasado el día sano y salvo en el campamento, y apenas había actuado como espectador de la dura lucha para tomar el fuerte. No había padecido el calor, el cansancio y el terror de la batalla. No había luchado contra el enemigo, ni había sufrido ninguna herida, y sin embargo se arrogaba el mérito del resultado. No era difícil imaginar que el informe final de la misión a Isurio que entregaría Otón al legado Quintato sólo albergaría un parecido muy ligero con la realidad.

–Hemos concluido la tarea que nos confiaron al venir aquí –accedió Cato–, aunque nuestro éxito ha tenido un coste alto. –Hizo una pausa para recordar las cifras de bajas que Macro le acababa de presentar poco antes de dejar Isurio para volver al campamento–. Además de la muerte del prefecto Horacio y del centurión Estatilo, la Séptima Cohorte ha perdido a sesenta y ocho hombres, y otros noventa y dos han quedado heridos, incluyendo a dos centuriones y un optio. La Primera Centuria de la cohorte de Macro ha perdido a veintiuno, y tiene catorce heridos. Las otras unidades han salido mejor paradas. La Octava Cohorte, seis muertos y dieciocho heridos, y los auxiliares, diez muertos y quince heridos. Sólo uno de los Cuervos Sangrientos ha resultado herido. Lo han tirado de la silla mientras perseguía a uno de los fugitivos del fuerte.

Otón asintió con sobriedad.

–Una triste pérdida de vidas. Pero a veces no se puede hacer una tortilla sin romper unos cuantos huevos, ¿verdad?

–¿Huevos? No estoy seguro de que se pueda hacer semejante comparación, señor.

–Era una forma de hablar, prefecto. Por supuesto, nuestros muertos serán honrados, y Roma se sentirá muy entristecida por la noticia, a la vez que muy agradecida de que estuviéramos dispuestos a hacer el supremo sacrificio por el bien del imperio.

–Sí, señor.

Hubo una pausa y Otón entonces se aclaró la garganta y continuó.

–Ahora que ha terminado la operación militar, no hay motivo para que el mando de la columna no vuelva a mis manos.

–Cierto, señor –afirmó Cato–. Según las órdenes del legado Quintato, te devuelvo de inmediato el mando de la columna.

Otón suspiró rápidamente, aliviado.

–Gracias, Cato. Puedes estar seguro de que te llevarás todo el mérito por el papel que has representado en nuestra victoria de hoy.

Cato inclinó la cabeza ligeramente.

–Entonces sólo queda preparar la columna para levantar el campamento y regresar a Viroconio –dijo Otón, animadamente–. Confieso que no me pesará volver a las comodidades civilizadas que permite la base del ejército, la verdad. –Hizo un gesto hacia el manchado uniforme de Cato y el vendaje que rodeaba su mano–. Podrías darte un buen baño, prefecto, y cambiarte de ropa. Me atrevería a decir que estás exhausto. Te sugiero que te dediques a ti mismo las próximas horas, ahora que ya no tienes sobre los hombros la pesada carga de la responsabilidad.

–Gracias, señor. Pero antes deberíamos ocuparnos de un último asunto... –Cato sentía una cierta ansiedad al abordar aquel tema–. Un asunto que se refiere a la rebelión de Isurio, así como a la huida de Carataco de nuestra custodia en Viroconio.

–No debes dejar que pese sobre tu conciencia el hecho de ser responsable de su huida –dijo Otón, con amabilidad–. Después de todo, tus hazañas anteriores, y ciertamente las posteriores, han compensado perfectamente lo que pasó.

–Yo no fui responsable de esa huida, señor. La responsabilidad fue de otra persona.

–¿De quién?

Cato no quería identificar al culpable antes de justificar su acusación.

–Señor, recordarás que los hombres que custodiaban a Carataco fueron asesinados antes de que pudieran reaccionar a su atacante.

–Sí. ¿Y qué?

–Creo que, o bien conocían al atacante, o bien no tenían motivos para suponer que se hallaban en peligro.

–Supongo que sí. ¿Y qué pasa entonces?

–Luego está la cuestión de quién le dijo a Venucio que el general Ostorio había muerto. Eso ayudó mucho a provocar el derrocamiento de la reina Cartimandua. Sólo un puñado de personas sabíamos que el general había muerto aquella noche, y accedimos todos a mantenerlo en secreto y no decírselo a los brigantes hasta que nos hubieran entregado a Carataco.

Otón asintió, pensativo.

–Tú, yo y el centurión Macro, además de mi esposa. No sospecharás de mí, ¿verdad? Y si yo no soy, y obviamente tú tampoco, nos queda el centurión Macro. –Hizo una pausa–. Creo que sois muy amigos. Habéis servido juntos durante años. No sospecharás de Macro, ¿no?

–No, señor. Confiaría mi vida al centurión Macro. Nunca sospecharía de traición por su parte.

–Entonces tuvo que ser otra persona. El soldado que nos trajo el mensaje. Haré que lo interroguen.

–No fue él. Abandonó el fuerte poco después. Tuvo que ser otro...

Todo rastro del buen humor anterior había desaparecido del rostro del tribuno al captar lo que Cato intentaba decir.

–¿Qué estás diciendo, prefecto? ¿Me estás acusando, acaso? ¿Cómo te atreves...?

–A ti no, señor.

–¿Cómo? –Otón parecía confuso–. Entonces... ¿mi esposa? ¿Popea? ¿Estás loco?

–No, señor. Sólo decepcionado conmigo mismo por no haberme dado cuenta antes.

La expresión del tribuno se ensombreció.

–Si es una especie de broma, no me hace ninguna gracia.

–¿Dónde está tu esposa, ahora mismo?

–Descansando en mi tienda personal, pero a ti no te importa.

–Señor, por favor, un momento. –Cato se levantó, caminó muy tieso hacia los faldones de la tienda y miró hacia el exterior. Macro esperaba a cierta distancia con Séptimo y el centurión Lebausco, tal y como habían acordado Cato y Macro un poco antes. Ambos admiraban la nueva cota de malla que éste había obtenido como trofeo en el bastión. Cato les hizo señas y los tres hombres se reunieron con él en la tienda.

Otón le miró, suspicaz.

–¿Qué significa todo esto?

–Eso mismo me estaba preguntando yo –dijo Séptimo, mirando a Cato. Enarcó una ceja–. ¿Deseáis quizá, buenos caballeros, encargarme una cantidad importante de vino para celebrar vuestra gloriosa victoria?

Cato dejó escapar un suspiro impaciente.

–Es hora de dejar tu representación.

–No sé lo que quieres decir, honrado prefecto.

–¿Qué narices está pasando aquí? –exigió Otón–. ¿Por qué has traído aquí al comerciante de vinos?

–No es ningún mercader de vinos, señor. No se llama Hiparco, sino Séptimo, y es un agente imperial enviado por Narciso para desenmascarar una conspiración contra el emperador. Su misión era exactamente la de identificar a un traidor, es decir, a tu esposa, enviada a Britania para socavar nuestros esfuerzos por pacificar la provincia. Y no sólo eso, sino que dicho traidor también debía encargarse de que desapareciésemos el centurión Macro y yo mismo. ¿Verdad, Séptimo?

Por un momento el agente imperial se quedó callado, inexpresivo. Al final asintió. Otón lo miró, sorprendido.

–¿Un agente imperial enviado aquí para espiar a mi esposa? ¿Sí? ¡Es un ultraje! Popea es inocente. Es absurdo sugerir lo contrario.

–¿Lo es, en realidad? –preguntó Cato–. Quizá sea lo que parece. ¿Quién sospecharía de una mujer de alta cuna, esposa de un tribuno importante? Ciertamente, no los dos hombres que fueron asesinados para poder liberar a Carataco. Ni yo tampoco, ni siquiera después de la batalla, cuando según creo ahora, intentó darme a beber vino envenenado en la tienda del comedor de oficiales. Y lo más importante de todo: tú tampoco, su propio esposo, que te sentías tan feliz de permitirle que te acompañase en una misión crucial hasta la capital de los brigantes, donde ella revelaría la muerte de Ostorio a nuestros enemigos. Y eso me recuerda que te pregunte algo: ¿le pediste tú a Popea que viniese, o insistió ella? En realidad, ¿de quién fue la idea de que ella te acompañara a Britania?

El tribuno se quedó con la boca abierta al escuchar las palabras de Cato, y negó con la cabeza.

–No es cierto. No puede ser. Popea, no. ¿Qué pruebas tienes?

–Ella ha sabido cubrir sus huellas muy bien. Excepto en el asunto de pasar la noticia sobre Ostorio. Ahí se arriesgó, pero tenía que hacerlo para poder proporcionar a Venucio un arma para perjudicar a la reina. ¿Qué otra persona podía haberlo hecho, señor? ¿Tú? ¿Yo? ¿El centurión Macro?

–¿Por qué no tú, o tu amigo?

–Porque nosotros sabemos dónde está nuestra lealtad. Hicimos un juramento, el de servir al emperador. Somos soldados, no agentes secretos. Por eso.

–Cierto, maldita sea, nosotros no fuimos –exclamó Macro, con énfasis.

El tribuno Otón le dirigió una mirada furiosa, y luego se volvió a mirar a Cato.

–Repito, ¿qué pruebas tienes? Sin pruebas concretas, ¿por qué debería creerte?

Cato se rascó la barba incipiente que poblaba su mandíbula.

–No dudo de que Popea se hará la inocente y representará muy bien el papel. Después de todo, ha estado muy convincente siendo la esposa consentida de un aristócrata. Tenía que haber sospechado antes de ella. Ya no puedo hacer nada, aparte de informar de todo esto a Narciso cuando volvamos. Me atrevería a decir que se mostrará muy dispuesto a interrogarla cuando tenga la oportunidad. Y si resulta que Popea confiesa que ha estado trabajando para Palas, se hallará en grave peligro, igual que cualquier persona asociada estrechamente con ella.

La sangre desapareció del rostro de Otón.

–No pensarás...

Cato pensó un momento y negó con la cabeza.

–Quizá yo no, pero él, con toda seguridad, sí que lo haría –señaló a Séptimo–: ¿no es así?

El agente imperial esbozó una sonrisa escuálida, sin humor alguno.

–Sí, tribuno. Es mi deber proteger al emperador, y nada se interpone en ese camino.

–Nada –repitió Cato–. Como ves, Otón, tu mujer está jugando a un juego muy peligroso. No sólo está arriesgando su propia vida, sino que también arriesga la tuya. Hay hombres en Roma, como Séptimo, que están dispuestos a deshacerse discretamente de los enemigos del emperador. Créeme, no desearías ser uno de ellos si algún día llaman a tu puerta.

El tribuno se derrumbó en su silla y abatió la cabeza, sujetándola entre las manos y murmurando:

–No puede ser cierto... mi Popea, no...

–Es cierto –insistió Cato–. La cuestión es, ¿qué hacemos al respecto? Está claro que no se le puede permitir que permanezca con el ejército. Popea debe volver a Roma de inmediato. Si fuera mi mujer, yo me aseguraría de que ella comprendiera que debe dejar de lado inmediatamente sus juegos antes de que la conduzca a algo fatal. –Cato hizo una pausa momentánea–. Señor, si amas a tu mujer, entonces por su bien debes hacer que abandone su vida secreta.

Otón se quedó callado un momento, con la cabeza agachada sobre el escritorio, mirando al suelo horrorizado ante aquellas revelaciones sobre su esposa

–No puedo creerlo...

–Confía en mí, todo lo que digo es verdad. Si quieres que viva, debes asegurarte de que deje de trabajar para Palas y abandone sus conspiraciones para siempre. ¿Me comprendes?

Otón levantó la vista, con una débil expresión de esperanza en su rostro.

–¿La dejarías vivir?

–Sólo con la condición de que haga lo que te pido. Si no, otros tomarán la decisión sobre su destino.

–¡Espera un momento! –interrumpió Séptimo–. Es una traidora. No deberíamos mostrar misericordia con ella. Mi padre no lo admitirá.

–Tu padre no está aquí –dijo Cato, inexpresivo.

–No, pero se enterará de todo esto. Entonces tendrás muchos problemas, prefecto Cato.

–Calla –respondió Cato, cansado–. Cierra la boca.

–¿Cómo? –se adelantó Séptimo–. ¿Te atreves a desafiar a mi padre? ¿O a mí? ¿Qué crees que dirá Narciso cuando averigüe que la has dejado ir? Tu vida estará en peligro. Será mejor que dejes que yo mismo lleve a Popea de vuelta a Roma para interrogarla.

–Creo que no –repuso Cato–. Además, dudo de que se la llevaras a Narciso. Lo más probable es que se la devolvieras a Palas.

Séptimo miró boquiabierto a Cato, y luego preguntó:

–¿Qué quieres decir con eso?

–Esto lo aclararemos dentro de un momento.

Otón se levantó de su silla e hizo ademán de abandonar la tienda.

–¡Espera! –Cato le bloqueó el paso–. Hay algo más.

–¿Qué más puede haber? –replicó Otón, con frialdad–. Ya has dicho bastantes cosas.

–No lo suficiente. Siéntate.

Otón dudó, pero luego volvió a su silla y se dejó caer en ella.

–¿Bien?

–Deberías saber que tu esposa no actuaba sola. Tenía un cómplice. Alguien que fue enviado a Britania algo más tarde para presentarse ante ella y ayudarla en sus planes.

–¿Y quién podría ser?

Cato se apartó y señaló a Séptimo.

–Él.

–¿Yo? –El agente imperial se sobresaltó–. ¿Qué mierda es ésta?

Cato se acercó a él y lo miró a los ojos.

–Trabajas para Palas, ¿verdad?

La frente de Séptimo se frunció, y se echó a reír nerviosamente.

–Estás de broma. Sabes que trabajo para Narciso. Lo sabes muy bien.

–Eso era cierto, hasta hace poco. Hasta que te diste cuenta de cómo iban las cosas en la lucha de poder entre Palas y Narciso. Tú veías que Narciso estaba perdiendo influencia sobre el emperador. Y en cuanto desaparezca Claudio, y su mujer, Agripina, se asegure de que su hijo se convierte en emperador, Narciso estará muerto, y sus seguidores con él. Y entonces decidiste que era hora de cambiar tu lealtad hacia su enemigo, Palas. Así que cuando Narciso te mandó aquí para frustrar la conspiración, nunca sospechó que de hecho harías todo lo posible para asegurar su éxito. Fallo mío. Tendría que haberlo adivinado todo mucho antes.

–¡Mentira! –bufó Séptimo–. Es una locura. Narciso es mi padre. ¿Crees que traicionaría a mi propio padre? ¿Mi carne y mi sangre?

Macro lo fulminó con la mirada.

–Narciso es una serpiente intrigante. Apostaría un buen dinero a que su progenie ha heredado las mismas características que él.

–¡Bah! –Séptimo se volvió contra Cato y lo señaló con un dedo–. ¿Y dónde están las pruebas? No tenías ninguna contra Popea, y lo mismo te ocurre conmigo. No puedes probar nada.

Cato sonrió apenas.

–En eso te equivocas, Séptimo. Has cubierto bastante bien tus huellas. Excepto una. Sabíamos que Venucio necesitaba un tesoro para comprar apoyo para su rebelión. Sin él, estaba indefenso. Y de repente, Venucio tiene acceso a una fortuna... Encontramos un baúl de monedas recién acuñadas en el fuerte. Monedas como ésta. –Sacó el denario de plata que se había guardado antes, y lo sujetó en alto para que los demás lo vieran–. Romano. Tú se lo diste. De la pequeña suma de plata que trajiste contigo desde Roma para comprar los servicios de cualquiera que pudiera ayudar a la causa de tu amo. Le diste a Carataco una pequeña fortuna en plata con la esperanza de que eso le permitiera comprar a Venucio y sus seguidores y sabotear nuestros esfuerzos de traer la paz a Britania.

–Más mentiras –se mofó Séptimo–. Está claro que esa plata la ha sacado de algún otro sitio. De Popea, probablemente, dado que todos sabemos que es una traidora.

–Sí, eso es lo que yo pensaba al principio –admitió Cato–. Pero entonces me he preguntado cómo habría podido ella entregar la plata y ponerla en manos de Venucio. No se me ocurre cómo. –Tendió la moneda al tribuno Otón–. Aquí la tienes, señor. Examínala de cerca.

Otón frunció el ceño, apartando sus pensamientos de la traición de su esposa. Levantó la moneda y la examinó a la escasa luz de la lámpara de aceite. Se encogió de hombros.

–Es un denario como cualquier otro.

–No como cualquier otro –respondió Cato–. Huélelo.

Otón dudó y luego la olisqueó precavidamente.

–Huele a... un poco... ¿a vinagre?

–A vinagre no, a vino barato. Séptimo había almacenado las monedas en sus jarras de vino. Las mismas jarras que yo le vi entregar a los hombres de Venucio ayer.

El tribuno olió de nuevo y bajó la moneda, mirando a Séptimo.

–¿Es eso cierto?

–¡Claro que no! Puede oler así por cualquier motivo. Está mintiendo.

Macro dio un golpe repentino y duro a Séptimo en el estómago, dejando sin aliento al hombre.

–No te atrevas a acusar al prefecto de mentir, traidor de mierda.

Séptimo cayó al suelo a cuatro patas, jadeando en un intento de respirar mejor. Los demás lo miraron en silencio un momento y luego Cato siguió hablando:

–Tendría que haberme dado cuenta mucho antes. Desde el momento en que escapó Carataco. Era alguien que inspiraba confianza a los dos guardias, de modo que él, o ella, pudieron acercarse lo suficiente para matarlos rápidamente. Un trabajo rápido para alguien que supiera usar un cuchillo. O tú, o Popea. Lo más probable es que ella dijera que quería echar otro vistazo al prisionero, y que tú fueras a su lado, ofreciéndoles una degustación de tu vino. En cuanto estuvisteis lo bastante cerca, usasteis el cuchillo. Entre los dos, la cosa se hizo en un instante. Después de sacar a Carataco del recinto, planeaste apartarlo del campamento en tu carro. Por supuesto, tenías que fingir que te habían golpeado y dejado sin sentido, y que habían huido con tu carro y tus mulas. De ahí el golpe que tenías en la cabeza, y lo de dejar caer deliberadamente tu bolsa de monedas en mi tienda, para tener un buen motivo para estar allí cuando huyese Carataco, y que así la historia resultase creíble.

–Pero sí que me dieron un golpe...

–Tenía que resultar convincente. Pero el golpe era bastante ligero. Eso es lo que dijo el cirujano en la enfermería. –Cato se lo quedó mirando y sacudió la cabeza tristemente–. Ya no me queda ninguna duda, Séptimo. Tú trabajabas para Palas desde antes de salir de Roma. Asesinaste a dos de los hombres de Macro, ayudaste a huir a Carataco, y le proporcionaste la plata que desestabilizó la nación brigante. La cuestión es, ¿qué vamos a hacer contigo ahora?

–Sí, ¿qué vamos a hacer con él? –preguntó Macro.

Cato se aclaró la garganta y respondió con voz inexpresiva:

–Tiene que desaparecer. Igual que sus víctimas de Roma. Le diré a Narciso que murió durante la lucha con Venucio. No tenemos nada que ganar contándole la verdad sobre su hijo.

–¿Por qué no contárselo? –preguntó Macro–. Se merece saber qué tipo de criatura ha engendrado.

Cato negó con la cabeza.

–Narciso no tiene futuro. Está condenado. No veo motivo alguno para añadir más tormento al que ya sufrirá a manos de sus enemigos.

–¿Ah, sí? –bufó Macro–. Entonces eres un hombre mejor que yo.

–No. No lo creo, amigo mío. Además, la influencia de Narciso puede estar menguando, pero todavía es lo bastante poderoso para venir a por nosotros y vengar a su hijo.

–Entonces, ¿qué hacemos? –interrumpió Lebausco. Dio una patada a Séptimo que lo hizo caer despatarrado–. ¿Qué hacemos con este mierda?

Cato respondió sin dudar:

–Matarlo. Matarlo ahora mismo. Macro, ponlo de pie.

Los ojos de Séptimo se abrieron mucho, llenos de terror, e intentó arrastrarse hacia la entrada de la tienda, pero Macro lo cogió al instante, lo puso de pie, y luego le sujetó los brazos a la espalda.

–Lebausco... –hizo un gesto Cato–. Mátalo.

–Con mucho gusto –gruñó el centurión. Sacó la espada y se acerco al espía, que se retorcía. Inclinándose hacia delante, gruñó–: Esto por los chicos que han muerto hoy.

–¡Espera! –chilló Séptimo, desesperado–. No podéis...

Lebausco bajó la espada y colocó su punta en un ángulo agudo. Luego introdujo la hoja entre la túnica de Séptimo, a través del estómago y hacia las costillas. Séptimo echó la cabeza hacia atrás, contra el hombro de Macro, y su boca se abrió en un dolorido jadeo. Lebausco rechinó los dientes, retiró la hoja y la volvió a clavar de nuevo, retorciéndola en las entrañas del hombre por si acaso. Otón contemplaba aquella ejecución horrorizado.

–No... –jadeó Séptimo, como si sus protestas pudieran salvarlo–. No...

Lebausco retiró la espada y se apartó de él. La parte delantera de la túnica de Séptimo ya estaba empapada de sangre, y cuando Macro soltó su presa, cayó al suelo y rodó hacia un lado, luchando por respirar. Sus pulmones se habían llenado de sangre, y ésta brotaba también por sus labios. Se convulsionó unos instantes y, al fin, se quedó quieto. Lebausco se inclinó y usó la túnica del hombre muerto para limpiar la sangre de su espada.

–¿Y ahora qué? –preguntó Macro–. ¿Nos deshacemos de él?

Cato negó con la cabeza.

–No. Dejémoslo aquí. Creo que el tribuno necesita recordar lo peligroso que resulta conspirar contra el emperador. Esta vez ha sido Séptimo. La próxima vez podría ser muy bien su esposa, o cualquiera que esté cerca de ella... Vayámonos.

Cato se dio la vuelta y empezó a caminar cuando, de repente, oyó que alguien le daba el alto muy cerca. Una figura había aparecido a la entrada de la tienda.

–¿Tribuno Otón?

–Sí –Otón intentó recuperar la compostura–. Soy yo.

–Un mensaje del legado Quintato, señor. –El hombre entró en la tienda, cubierto de polvo y suciedad por llevar varios días de camino desde Viroconio. El mensajero se detuvo al ver el cadáver y miró a los oficiales. Como nadie reaccionaba, buscó en sus alforjas y sacó un tubo de cuero que llevaba el sello del legado. Se lo tendió al tribuno y esperó firme, junto a la mesa.

Otón sujetó el tubo en la mano y miró al recién llegado intentando serenarse.

–Puedes tomar algún refresco. Que uno de mis escribientes se ocupe de tus necesidades.

–Sí, señor. –El soldado saludó y, echando un último vistazo al cuerpo, salió de la tienda.

Otón continuó con el mensaje entre sus manos, contemplando el cuerpo. Los otros se quedaron de pie, en silencio, y al final Otón tosió.

–¿No vas a leerlo, señor?

–¿Qué? Ah... –Otón meneó la cabeza–. No. Todavía no. Antes tengo que hacer algo. Antes de tomar el mando de la columna. Estás a cargo, Cato. Hasta que yo esté preparado para recuperar el mando... Léelo tú. –Se levantó de golpe de su silla y rodeó el escritorio, arrojando el tubo de cuero a Cato–. Léelo y actúa como creas conveniente. Si necesitas algo, estaré con mi esposa.

Cato asintió.

–Sí, señor. Lo comprendo. Me haré cargo.

Otón asintió.

–Gracias. Eres un buen hombre. Me doy cuenta.

Pasó con mucho cuidado en torno al cuerpo y se fue corriendo, rozando los faldones de la entrada y dejándolos balanceándose a su paso. Cato se volvió a Lebausco.

–Creo que la cosa ya ha quedado bien clara. Que se lleven el cuerpo. Sácalo del campamento y que lo entierren. Pero no dejes señal alguna. Como si la tierra se lo hubiese tragado. ¿Comprendido?

–Sí, señor –Lebausco saludó–. Yo me encargo.

Salió rápidamente, mientras Cato se acomodaba en la silla del tribuno y rompía el sello que cerraba el tubo. Sacó el rollo de papiro del interior y lo aplanó encima de la mesa para leer su contenido. Al rato levantó la vista y miró a Macro, que lo contemplaba expectante.

–¿Bien?

–El legado quiere que volvamos a Viroconio lo más rápido que podamos. Hay problemas con los ordovicos. Los druidas los han vuelto a sublevar. Están atacando toda la frontera. Quintato necesita a todos los hombres disponibles para contenerlos.

Macro se encogió de hombres.

–Entonces no podemos descansar...

–Parece que no. Levantaremos el campamento mañana, después de que los hombres hayan descansado un poco. Se lo han ganado.

–Y nosotros también, muchacho. Y nosotros también. –Macro sonrió–. El caso es que sé dónde hay escondido un pequeño alijo de vino que hay que beberse. Ya no está el propietario anterior. ¿Quieres unirte a mí?

Cato se levantó.

–Sí... Sí que quiero. Necesito un trago.

–Así se hace. Vamos entonces. –Macro lo dirigió con suavidad hacia los faldones de la tienda. Allá afuera, los últimos rayos de luminosidad se extendían por el horizonte y aparecían las primeras estrellas en el aterciopelado cielo nocturno. Algunos pájaros piaban en la oscuridad, claramente audibles por encima del estruendo de los ruidos familiares del campamento. Se alejaron de la tienda del cuartel general y Macro soltó una risita.

–Y, quién sabe, si tenemos suerte, igual damos con algunas monedas perdidas por el camino. Ya sabes lo que se suele decir: hasta las penas severas con plata son llevaderas...

Para mi hijo Joseph, que se ha hecho hombre.

mapa

CAPÍTULO I

Roma, febrero de 52 d. de C.

Las calles de la capital estaban repletas de gente que disfrutaba de un calor nada habitual para la estación. Era poco después de mediodía, brillaba el sol y el cielo estaba despejado. Musa tuvo la sensación de que le estaban siguiendo antes incluso de ver a su perseguidor. Era aquel instinto lo que había llamado la atención de su amo ya desde el principio, su habilidad innata para husmear el peligro. Una cualidad valiosísima, en su negocio. Se gastó una pequeña fortuna entrenándole, desde que le recogió de las calles junto al Aventino, y ese entrenamiento había aguzado su ingenio y sus ágiles reflejos.

Era tan hábil como cualquier agente del palacio imperial. Sabía acechar a su víctima y matar en silencio. Sabía desfigurar un cadáver y deshacerse de él, de modo que hubiera poquísimas posibilidades de que cualquiera de sus víctimas fuese hallada, y mucho menos identificada. Sabía encriptar y descifrar mensajes, qué venenos actuaban con mayor efectividad y no dejaban rastros. Musa sabía seguir a un hombre en medio de una multitud y por callejones prácticamente desiertos sin revelar jamás su presencia.

También le habían enseñado a detectar cuándo le seguían a él. Un momento antes, cuando se detuvo en el puesto del panadero, saliendo del Foro, cuando no parecía a ojos de todos sino otro cliente más que se limitaba a contemplar las hileras de pequeñas hogazas y pasteles que cubrían el puesto, había visto a aquel hombre: delgado, con el pelo oscuro, con una túnica sencilla de color marrón. También él se había detenido en un pequeño puesto de fruta a unos quince pasos por detrás, cogiendo una pera con indiferencia, como para examinarla.

Musa siguió manteniéndolo a la vista, por el rabillo del ojo, fijándose en todos los detalles de su aspecto cuidadosamente anónimo. Al cabo de un rato recordó que lo había visto en la calle, saliendo de la casa a la que le había enviado su amo aquella misma mañana, para transmitir un mensaje. Uno demasiado importante para confiarlo al papel, y que había tenido que memorizar antes de salir. Su perseguidor formaba parte entonces de un grupo de hombres agachados en torno a una partida de dados, y luego se levantó, se enderezó y se fue andando despreocupadamente por la calle en la misma dirección que Musa, abriéndose paso a través de la multitud. Se había fijado en aquel detalle y en ese mismo momento lo había dejado pasar, pero ya no, porque la coincidencia le parecía excesiva.

Sonrió para sí, serio. Bueno, parecía que el juego estaba en marcha... Sabía muchos trucos para desprenderse de su seguidor. Pero si éste era bueno, se daría cuenta de la mayoría de ellos al momento. Sin embargo, Musa tenía una ventaja que le daba las de ganar en el combate de ingenios que se avecinaba: había nacido en aquellas calles, se había criado en el arroyo, y durante gran parte de su juventud fue un huérfano harapiento que vivía entre bandas callejeras. Conocía cada recoveco, cada rincón de las calles y callejones de la vasta ciudad que se extendía a través de las siete colinas y atestaba las corrientes rápidas del río Tíber.

Por los rasgos oscuros del hombre de la túnica marrón, Musa supuso que no era oriundo de la ciudad, sino que procedía de algún lugar del imperio oriental, o más allá todavía. No sería capaz de seguir a Musa a través del laberinto de apestosas y oscuras callejuelas de la Subura, el barrio bajo que se extendía más allá del Foro. Allí perdería a su perseguidor, y que los dioses ayudasen al hombre si se perdía intentando seguir a su presa. Los habitantes de la Subura eran una gente muy unida, capaces de oler a un extraño a millas de distancia, aunque sólo fuera porque no apestaba tanto como ellos. Sería presa fácil para la primera banda que decidiera caer sobre él.

Un atisbo de piedad cruzó por la mente de Musa, pero lo desterró al instante. No había lugar para los sentimientos. El amo de aquel hombre sin duda sería tan implacable como el suyo propio, y por tanto su perseguidor estaría igual de dispuesto a rebanarle la garganta a Musa simplemente porque se lo habían ordenado. La mano de Musa se deslizó hacia su cinturón y rozó con las yemas de los dedos suavemente el ligero bulto del cuchillo oculto bajo la amplia banda de cuero. Se sintió más tranquilo, dio un brusco giro apartándose del puesto del panadero y se dirigió a paso rápido hacia el arco que conducía fuera del Foro. No tuvo que echar ni un vistazo a su espalda para cerciorarse de que el hombre le seguía. Éste se volvió a mirar justo en el momento en que Musa empezó a moverse.

Mientras pasaba a través de la multitud, suscitando broncos comentarios y miradas asesinas por parte de algunos de los que rozaba al pasar, Musa notó que su corazón latía con mayor rapidez. Una extraña mezcla de emoción, temor y euforia le llenaba el estómago. Pasó bajo un arco en cuyo techo curvado resonaba el eco de las sandalias y los breves comentarios de los que caminaban por debajo con mayor claridad que el alboroto de la ciudad a ambos lados. Giró hacia la izquierda y atravesó casi al trote la parte abierta de un callejón que conducía hacia la Subura. A poca distancia por delante de él, un chico con una túnica sucia y unas sandalias muy gastadas, atadas con trapos, estaba agachado y apoyado contra una pared mugrienta, engalanada con burdos grafitos, mirando a la gente. Un ladrón, pensó Musa. Conocía bien a los de su calaña, y buscó en su bolsa una moneda de bronce.

–Chico, me viene siguiendo un hombre con una túnica marrón. Si viene por aquí, dile que me he ido por otro camino, por ese callejón de ahí. –Musa señaló hacia una empinada calleja que conducía en una dirección distinta. Lanzó la moneda al chico, que la atrapó en el aire y asintió. Entonces Musa entró en el callejón que conducía hacia la Subura. La siniestra calle era muy estrecha y con montones de basura acumulada a ambos lados. Por allí había muchísima menos gente, y echó a correr, dispuesto a poner distancia entre él y su perseguidor lo antes posible.

Con suerte le perdería en el arco. Si su oponente era bueno, sospecharía que Musa trataría de escapar de él en las serpenteantes callejuelas de la Subura e interrogaría también al chico que vigilaba a los que pasaban. Quizá creyera su mentira, pero, aunque no lo hiciera, la mera duda retrasaría su persecución lo suficiente como para que el rastro se enfriara cuando llegase al distrito del suburbio. Musa corrió varios cientos de pasos más, girando a derecha e izquierda al entrar en edificios de pisos medio derruidos muy elevados, casi decididos a aplastar la pequeña rendija de cielo que corría irregularmente por encima de las oscuras callejas. Entonces aminoró el paso y respiró profundamente, arrugando la nariz con asco ante el desagradable olor a comida podrida, excrementos, orina y sudor que un tiempo atrás le había parecido de lo más normal.

Musa se preguntaba cómo había podido soportar el hedor que le rodeaba mientras iba creciendo. Desde entonces se había acostumbrado al mundo perfumado de los ricos y poderosos, aunque él solo viviera en la periferia, trabajando en las sombras. Aun así, recordaba aquellas estrechas calles lo bastante bien para saber exactamente dónde estaba y cómo podía abrirse camino por el suburbio antes de reemprender su camino hacia la casa en la colina del Quirinal donde le esperaba su amo. Allí, en la Subura, acechaban otros peligros, y Musa avanzó con mucha cautela, vigilando a cada hombre o grupo de hombres con los que se topaba por la calle, sopesando cualquier amenaza que pudieran suponer para él. Pero aparte de algunas miradas hostiles, lo dejaron en paz, y finalmente llegó a la pequeña plaza en el corazón de la Subura donde una gran fuente suministraba agua a los habitantes por un ramal que procedía del acueducto Juliano.

Como de costumbre, la plaza estaba atestada de mujeres y niños cargados con pesadas jarras, enviados a recoger agua por sus familias. Muchos habían dejado de cotillear. Entre ellos se encontraban grupitos de jóvenes y de hombres que compartían odres de vino mientras hablaban o jugaban a los dados. Musa llevaba una túnica negra sencilla y, aparte del corte pulido de su cabello y su barba, no se diferenciaba de los demás. Notó que parte de la tensión se desprendía de su cuerpo y se acercó a la fuente. Se agachó por encima del borde de piedra y metió ambas manos huecas en el agua; bebió lo suficiente para saciar la sed que le había acuciado después de eludir a su perseguidor. Luego se echó un poco de agua en la cara, se enderezó y estiró los hombros con la sensación de satisfacción que suponía ver que sus habilidades le habían sido útiles una vez más.

Se dio la vuelta, apartándose de la fuente. Entonces se quedó helado.

El hombre de la túnica marrón estaba de pie a no más de quince metros de él, detrás de la gente que se agrupaba en torno a la fuente. Ya no intentaba pasar inadvertido, sino que miró a Musa directamente y sonrió. La expresión del rostro de aquel hombre le heló la sangre a Musa, mientras un montón de preguntas asaltaban su mente. ¿Cómo era posible? ¿Cómo le había seguido el hombre? ¿Cómo sabía dónde encontrarlo? Quizá sí fuese nativo de la ciudad, después de todo. Musa se maldijo por haber subestimado tanto a su oponente.

Una vez más deslizó la mano hacia el cinturón, buscando la tranquilidad de su arma, ahora que había algo más en juego. Ya no se trataba de escapar de aquel hombre. Ahora era muy probable que hubiese una confrontación, una perspectiva mucho más peligrosa. Musa sabía que había un callejón que llevaba desde la plaza directamente hasta la calle que subía a la colina del Quirinal, y empezó a dirigirse hacia allí, preparándose por si tenía que echar a correr repentinamente. Si no había tenido la astucia suficiente para escapar de su perseguidor, sencillamente tendría que correr más que él.

El hombre se mantuvo a su mismo nivel mientras salían de la multitud y, entonces, cuando las intenciones de Musa resultaron obvias, sonrió de nuevo y le hizo señas con un dedo. Por primera vez Musa notó una sensación de temor, un escalofrío que se le anudó en la nuca. El hombre señaló hacia el callejón y Musa miró al otro lado de la plaza, de donde vio emerger de las sombras a dos figuras robustas que interceptaron su camino.

–Joder... –murmuró para sí. Tres. Quizá más. No podía salir de aquella trampa luchando. Todo dependía ahora de su velocidad. Retrocedió hasta la multitud, donde confiaba encontrarse más a salvo de momento, y miró la plaza en torno. Había otras cuatro rutas abiertas ante él. Eligió un callejón justo enfrente de los dos hombres, alejado del primero. Recordó que corría paralelo a la calle que conducía al Quirinal. Si lo seguía el trozo suficiente, podía correr hacia la seguridad de la casa de su amo. Musa se preparó, aspiró una bocanada de aire con fuerza, y luego echó a correr, apartando a la gente de su camino a empujones. Detrás de él resonaron las airadas maldiciones de aquellos a los que había empujado, pero no les prestó atención. Surgió de entre la multitud y corrió por las mugrientas losas de piedra hacia la abertura del callejón. Oyó un grito por encima del ruido que dejaba atrás.

–¡Corred! ¡Corred tras él!

Musa alcanzó la entrada del callejón y se sumergió en la oscuridad. Durante un momento, el contraste con la luz radiante de la plaza le dificultó ver el camino, pero siguió corriendo de todos modos, confiando en no tropezar ni chocar con nadie y que sus botas no perdieran agarre en aquellas piedras del pavimento llenas de suciedad incrustada. Luego sus ojos empezaron a acostumbrarse y fue captando los detalles que tenía ante él. Los pequeños portales en forma de arco, las entradas a diminutos negocios que luchaban para sobrevivir con los beneficios que les quedaban después de que las bandas de la Subura les hubieran arrebatado su parte. Un puñado de mujeres y hombres demacrados, envueltos en trapos, le tendían la mano y murmuraban pidiendo comida o dinero, pero él los sorteaba, mientras el ruido que hacían sus perseguidores llegaba hasta él por el callejón. Musa rechinó los dientes y redobló sus esfuerzos, con una sensación de creciente desesperación.

Cincuenta pasos por delante, un intenso rayo de luz penetró en la oscuridad. El sol inundaba la calle más ancha, que conducía hacia el Quirinal, y Musa sintió un pequeño atisbo de esperanza en el corazón. Si podía mantener la ventaja que llevaba a los hombres durante unos cuatrocientos metros más, llegaría sano y salvo. Se acercaba ya el cruce y vio con alivio el resplandor radiante de la luz del sol que perforaba el mundo oscuro de los suburbios. Sólo estaba a diez pasos de la esquina cuando notó un golpe agudo en la espinilla que le hizo volar por los aires. Tendió las manos y aterrizó pesadamente en el estrecho canal que corría por el centro del callejón, lleno de asquerosos charcos de desperdicios. El impacto le había vaciado el aire de los pulmones y durante un momento Musa yació allí, jadeando, intentando respirar, notando que las costillas le ardían de dolor. Comprendió que debía moverse y se esforzó por ponerse de rodillas. El retumbar de las botas al correr llenaba el aire, y buscó su cuchillo mientras luchaba por ponerse en pie e intentaba respirar. Sacó la hoja y empezó a volverse, decidido a enfrentarse a su enemigo.

Pero, por el contrario, recibió el impacto de una bota que le dio en la mano, y el cuchillo cayó de sus dedos entumecidos. Otra bota le golpeó en el costado, derribándolo en el suelo y extrayendo de sus pulmones, con un gruñido angustioso, el poco aire que le quedaba. Musa quedó estirado en el suelo, doblado en dos, con la boca abierta, luchando por respirar mientras miraba hacia arriba. Allí estaba el hombre de la túnica marrón con uno de sus matones a cada lado, medio agachados, con los puños apretados. Musa no sabía qué era lo que le había hecho caer, y la mirada de dolorida confusión que se pintaba en su rostro hizo sonreír al hombre.

–Mala suerte, Musa, viejo. Te has esforzado mucho. Pero ya se ha acabado, ¿no? –Levantó la vista, miró por encima del hombro de Musa y sonrió–. Buen trabajo, Petulo. Puedes acercarte, chico.

Una sombra se separó de un portal hacia un lado de la calle y se desplazó hasta la luz, y Musa vio a un pilluelo andrajoso que llevaba en la mano un trozo de madera. Lo reconoció de inmediato. El chico al que había dado una moneda para que dirigiera mal a su perseguidor. Formaba parte de la persecución desde el principio. Y no sólo eso, sino que Musa se daba cuenta ahora de que le habían dirigido hacia aquel callejón en concreto, donde el chico le estaba esperando. Era una trampa muy bien montada. Tan buena como cualquiera que hubiera podido preparar él mismo. Mejor incluso. Meneó la cabeza y se dio la vuelta de espaldas.

–Cogedlo, chicos.

Unas manos rudas agarraron a Musa y lo levantaron. Una mano le agarró la barbilla y la levantó con crudeza. Vio al hombre de la túnica marrón que estaba de pie frente a él.

–Alguien quiere tener unas palabritas contigo, Musa.

Musa le devolvió la mirada, con los dientes apretados. De repente, sin previo aviso, escupió al hombre en la cara.

–Que te jodan –dijo–. ¡Y que se joda también el griego de mierda para el que trabajas!

Un breve destello de ira apareció en la cara del hombre, y luego sonrió fríamente.

–La misma mierda de la que está hecho tu amo, amigo mío.

Entonces hizo una seña y un trozo de saco oscuro cayó encima de la cabeza de Musa. Olió a olivas brevemente y después notó una explosión blanca de luz y dolor agudo. Luego todo se volvió oscuro.

CAPÍTULO II

–Ha sido un golpe feo. –Una voz penetró en su mente aturdida–. Espero que no le hayas roto los sesos a este hijo de puta.

Musa gimió y movió la cabeza a un lado. Abrió los ojos un poco y vio que estaba en una celda de piedra, iluminada por el pálido resplandor amarillo de las lámparas de aceite. La cabeza le resonaba con fuerza, y el leve movimiento le provocó una oleada de náuseas que le subieron desde el estómago. Por lo que notó al tocar con los dedos, estaba echado de espalda sobre una mesa de madera. Intentó mover una mano, pero le respondió el tirón de las ataduras. Pasaba lo mismo con la otra mano y con los pies, así que se quedó quieto, fingiendo que estaba todavía medio inconsciente mientras luchaba por pensar con coherencia a pesar del dolor terrible que le perforaba la cabeza. También le dolía mucho la espinilla, y se acordó del chico, con una sensación de traición mezclada con desdén hacia sí mismo por haberse dejado engañar de aquella manera.

–Sólo un golpecito en la cabeza, no le hemos hecho nada más –gruñó una voz, y Musa reconoció que pertenecía al hombre que dirigía la partida que le había atrapado–. Estará como nuevo cuando vuelva en sí.

–Se está moviendo. Musa está despierto.

Musa oyó pasos que se acercaban, y un par de manos cogieron el borde de su túnica por el cuello y dieron un tirón.

–Abre los ojos, Musa. Ha llegado el momento de hablar.

Haciendo un esfuerzo consiguió no responder y seguir haciéndose el muerto. El hombre le volvió a sacudir, y luego le dio una palmada en la cabeza.

Musa parpadeó, abrió los ojos y los guiñó un poco. Vio que el hombre que se inclinaba hacia él asentía con un gesto, satisfecho.

–Está bien.

–Entonces no perdamos más tiempo. Ve a buscar a Anco.

–Sí, jefe. –El hombre se fue y Musa oyó pasos otra vez, y luego una puerta que se abría y el sonido de unas sandalias que subían unos escalones. Volvió la cabeza y vio toda la extensión del recinto por primera vez. Era una cámara de techo bajo, por debajo del nivel del suelo, supuso, por la humedad que notaba en el aire, la falta de luz natural y el silencio. Dos soportes para lámparas colgaban del techo, cada uno con dos lámparas de aceite de latón que proporcionaban una débil iluminación. Junto con la mesa parecía que sólo había otra pieza de mobiliario: un pequeño banco sobre el cual se encontraba dispuesto un juego de herramientas que brillaban a la luz de las lámparas. Al lado de la mesa, con la cabeza escondida en las sombras, de pie, un hombre delgado con una túnica blanca limpia y botas de piel de ternera que le llegaban hasta la mitad de las espinillas. El hombre permaneció allí silencioso un momento y luego habló con una voz suave y seca, demasiado baja para que Musa la pudiera identificar:

–Antes de que se te ocurra siquiera, debería decir que por mucho que grites no te oiría ni un alma fuera de esta sala. Estamos en la bodega de una casa franca.

Musa notó que el miedo le recorría la espina dorsal. Sólo había un motivo por el cual alguien pudiera querer acceder a un lugar semejante. Echó de nuevo una mirada al banco y comprendió para qué eran las herramientas.

–Bien –continuó el hombre–. Te has dado cuenta de lo que te espera. No insultaré tu innegable inteligencia diciendo que, al final, nos vas a contar lo que queremos saber. Si tu amo te ha entrenado tan bien como yo he entrenado a mis hombres, supongo que representarás un desafío. Debo advertirte de que no hay hombre mejor que Anco en este terreno. Con el tiempo suficiente, es capaz de hacer hablar hasta a una piedra. Y tú, Musa, no eres ninguna piedra. Sólo un ser hecho de carne y sangre. Un ser débil. Tienes vulnerabilidades, como todo hombre. Anco las descubrirá. Tan seguro como que el día sigue a la noche, nos dirás lo que queremos saber. Lo único que importa aquí es cuánto rato podrás aguantar. Tenemos todo el tiempo del mundo para averiguarlo; o bien podrías hablar ahora mismo y ahorrarnos a todos esta desagradable experiencia.

Musa abrió la boca una fracción de segundo para maldecir al hombre, pero luego volvió a cerrarla y apretó los labios de nuevo. Una de las primeras cosas que le habían enseñado acerca de situaciones como aquélla era que resultaba vital no pronunciar ni una sola palabra. En el momento en que hablabas, abrías la puerta a más conversaciones y, aparte del peligro de ir dejando escapar pequeños fragmentos de información, proporcionaba al interrogador la oportunidad de establecer una relación y una forma de abrirse camino hasta tus pensamientos, aprovechando así tus debilidades. Era mejor no decir nada en absoluto.

–Ya veo –dijo el hombre–. Entonces debemos proceder.

El único sonido que rompía el tenso silencio que se había hecho entre ellos era la gota de agua constante que caía al fondo de la cámara. Mientras tanto, aquel hombre no se movió, sino que permaneció de pie, callado, con el rostro oculto. Al cabo de poco, Musa oyó el ruido distante de pasos que se acercaban, y luego el roce de sandalias en los escalones exteriores. Se abrió la puerta y entraron dos hombres, a uno de los cuales lo conocía ya, el otro achaparrado, muy robusto, con el pelo muy corto y cicatrices en la cara. Al principio Musa pensó que quizás hubiera sido un gladiador, pero luego vio la marca de Mitra en la frente del hombre y comprendió que era un soldado.

–Es todo tuyo, Anco –dijo el hombre en la sombra.

Anco se dio un golpecito en la nariz y miró a Musa.

–¿Qué quieres de él, amo?

–Quiero saber por qué visitaba la casa de Vespasiano. Y también quiero saber qué designios tiene nuestro buen amigo Palas para la campaña de Britania. Quiero los nombres de todos los agentes que pueda tener Palas en esa provincia y cuáles son sus órdenes concretas.

Anco asintió.

–¿Algo más?

–Eso bastará, por ahora.

Anco asintió, se acercó a la mesa y se inclinó hacia Musa.

–Supongo que ya conoces el protocolo. A mí me gusta seguir a rajatabla los procedimientos, así que empezaremos con los horrores, ¿eh?

Cruzó hasta el banco y examinó las herramientas de su oficio, seleccionó unas cuantas y volvió a la mesa, donde las colocó cerca de Musa.

–––––––