cover

LA LEGIÓN

SIMON SCARROW

LA LEGIÓN

Traducción de Montse Batista

Índice

Portada

Dedicatoria

Agradecimientos

Cadena de mando del ejército romano

Organización de una legión romana

La marina imperial romana

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

Capítulo XXX

Capítulo XXXI

Capítulo XXXII

Capítulo XXXIII

Capítulo XXXIV

Capítulo XXXV

Capítulo XXXVI

Epílogo

Nota del autor

Créditos

Para Ahmed (el líder de los Ángeles) y Mustafá (el Elegido)

Como siempre, deseo expresar mi agradecimientos a mi esposa, Carolyn, por revisar el texto mientras trabajaba en la novela y soportarme cuando yo estaba completamente inmerso en el libro. También quiero dar las gracias a mi padre, Tony, por colaborar en la revisión del borrador definitivo. Muchos detalles ambientales son el resultado de varios viajes de investigación que he realizado a Egipto y por el Nilo. Doy las gracias, finalmente, a Ahmed y Mustafá por compartir sus conocimientos sobre su fascinante país, del que tan orgullosos están. Y con razón, pocas naciones hay que tengan una herencia tan rica y antigua como Egipto.

Cadena de mando del ejército romano

Organización de una legión romana

La Vigesimosegunda legión constaba de unos cinco mil quinientos hombres. La unidad básica era la centuria de ochenta hombres dirigida por un centurión y con un optio que actuaba como segundo al mando. La centuria se dividía en secciones de ocho hombres que compartían un cuarto en los barracones, o una tienda si estaban en campaña. Seis centurias componían una cohorte, y diez cohortes, una legión; la primera cohorte era doble. A cada legión le acompañaba un contingente de caballería de ciento veinte hombres, repartido en cuatro escuadrones, que hacían las funciones de exploradores o mensajeros. En orden descendente, los rangos principales de la legión eran los siguientes:

El legado era un hombre de ascendencia ecuestre en lugar de senatorial, como era de costumbre en el ejército que operaba fuera de Egipto, y se encargaba de dirigir la legión durante varios años con el propósito de hacerse un buen nombre y mejorar así su posterior carrera política.

El prefecto del campamento era un veterano que previamente había sido centurión jefe de la legión y se encontraba en la cúspide de la carrera militar.

Seis tribunos ejercían de oficiales de Estado Mayor. Eran hombres de unos veinte años que servían por primera vez en el ejército para adquirir experiencia en el ámbito administrativo antes de asumir el cargo de oficial subalterno en la administración civil. Caso distinto era el del tribuno superior, quien estaba destinado a altos cargos políticos y al posible mando de una legión.

Sesenta centuriones se ocupaban de la disciplina e instrucción que estructuraban la legión. Eran celosamente escogidos por su capacidad de mando. El centurión de mayor categoría dirigía la primera centuria de la primera cohorte.

Los cuatro decuriones de la legión estaban al frente de los escuadrones de caballería y aspiraban a ascender a comandantes de las unidades auxiliares de la misma.

A cada centurión le ayudaba un optio, que desempeñaba la función de ordenanza con servicios de mando menores. Los optios apuntaban a ocupar una vacante en el cargo de centurión.

Por debajo de los optios estaban los legionarios, hombres que se habían alistado por un período de veinticinco años. En teoría, un voluntario que quisiera entrar en el ejército tenía que ser ciudadano romano, pero, cada vez más, se reclutaba a habitantes de otros territorios a los que se les otorgaba la ciudadanía romana al incorporarse a las legiones.

Los integrantes de las cohortes auxiliares eran de una categoría inferior a la de los legionarios. Procedían de otras provincias romanas y aportaban al Imperio la caballería, la infantería ligera y otras armas especializadas. Se les concedía la ciudadanía romana una vez cumplidos veinticinco años de servicio.

La marina imperial romana

Los romanos se estrenaron en la guerra naval un poco tarde y no establecieron una armada permanente hasta el reinado de Augusto (27 a.C.-14 d.C.). El contingente principal estaba dividido en dos flotas, con base en Miseno y Rávena, y contaba con el apoyo de flotas más pequeñas con base en Alejandría y otros grandes puertos del Mediterráneo. Además de mantener la paz en el mar, la armada tenía la tarea de patrullar los grandes ríos del Imperio tales como el Rin, el Danubio y, por supuesto, el Nilo.

Cada flota estaba al mando de un prefecto. No era necesario tener experiencia naval previa y el puesto era en gran medida de naturaleza administrativa.

Por debajo del rango de prefecto, es evidente la enorme influencia de la práctica naval griega en las flotas imperiales. Los comandantes de escuadrón se llamaban nearcas y tenían a sus órdenes diez barcos. Estos nearcas, al igual que los centuriones de las legiones, eran oficiales superiores de cargo vitalicio. Si lo deseaban, podían solicitar el traslado a una legión con el rango de centurión. Al nearca superior de la flota se le conocía como Navarchus Princeps; cumplía la misma función que el centurión superior de una legión y ofrecía asesoramiento técnico al prefecto cuando era necesario.

Los barcos estaban al mando de los trierarcas, quienes, como los nearcas, procedían de la tropa y tenían la responsabilidad de dirigir cada una de las embarcaciones. Sin embargo, su papel no se correspondía al de un capitán de barco moderno. Si bien se encargaban de la navegación del barco, llegada la hora del combate era en realidad el centurión a cargo de la dotación de infantes de marina de la nave quien actuaba como oficial superior.

Por lo que respecta a los barcos, el tipo de embarcación más común era la pequeña galera patrullera normalmente denominada liburna. Éstas eran impulsadas por remos o velas y contaban con un pequeño contingente de infantería de marina. A la misma clase pertenecía el birreme, un poco mayor y más capaz de resistir en batalla. Los buques de guerra más imponentes, los trirremes, cuadrirremes y quinquerremes, eran más bien una rareza en la época en la que está ambientado este libro, reliquias de una era pasada de guerra naval.

Capítulo I

El comandante del centro de abastecimiento de la armada en Epichos estaba tomando su comida matutina cuando recibió el informe del optio a cargo de la guardia de madrugada. Una ligera llovizna, la primera lluvia en meses, había estado cayendo desde las primeras luces del alba y la capa del optio estaba cubierta de gotitas que parecían cuentas de cristal diminutas.

–¿Qué pasa, Séptimo? –preguntó el trierarca Filipo con sequedad al tiempo que mojaba un pedazo de pan en el garo de un cuenco pequeño que tenía delante. Tenía por costumbre hacer su ronda en el pequeño fuerte y luego regresar a sus dependencias para desayunar, sin interrupciones.

–Con permiso, vengo a informar de que se ha avistado un barco, señor. Viene hacia nosotros siguiendo la costa.

–Un barco, ¿eh? Y da la casualidad de que pasa por una de las rutas marítimas más transitadas del Imperio. –Filipo inspiró profundamente para disimular su impaciencia–. ¿Y al infante de marina de guardia le parece inusual?

–Es un buque de guerra, señor. Y se dirige a la entrada de la bahía.

El optio hizo caso omiso del sarcasmo y continuó rindiendo informe con la misma voz monótona que había empleado desde que el trierarca había asumido el mando del puesto avanzado hacía casi dos años. Al principio, Filipo había estado encantado con el ascenso. Con anterioridad había comandado una elegante liburna de guerra en la flotilla de Alejandría y había terminado realmente harto de la asfixiante falta de oportunidades que conllevaba el hecho de ser un oficial subalterno al mando de una pequeña embarcación que rara vez se aventuraba más allá del muelle este del puerto. El puesto en la pequeña base naval de Epichos le había proporcionado independencia y al inicio Filipo se había esforzado para que su centro de abastecimiento fuera un modelo de eficiencia. Sin embargo, fueron transcurriendo los meses sin que hubiera ni rastro de emoción y los hombres de la base tenían muy poco que hacer aparte de abastecer a los buques de guerra o paquebotes imperiales que, de vez en cuando, aprovechaban su recorrido por la costa de Egipto para entrar en el pequeño y bajo puerto. La única otra obligación con la que tenía que cumplir consistía en enviar con regularidad una patrulla al delta del Nilo para recordar a los nativos que vivían bajo la mirada vigilante de sus amos romanos.

Así pues, Filipo pasaba los días comandando media centuria de infantes de marina y otros tantos marineros, además de un viejo birreme, el Anubis, que una vez sirvió en la flota que Cleopatra había llevado para apoyar a su amante, Marco Antonio, en su guerra contra Octavio. Tras la derrota de Antonio en Actium, el birreme pasó a formar parte de la armada romana y sirvió con la flota de Alejandría hasta que al final lo enviaron a terminar sus días en Epichos, varado delante del pequeño muro de adobe que daba a la bahía.

Si se ponía a pensarlo, el destino que le había tocado era más bien desalentador. El litoral del delta del Nilo era bajo y monótono y gran parte de la bahía estaba ocupada por manglares en los que acechaban los cocodrilos, que permanecían inmóviles como troncos de palma caídos a la espera de que alguna presa se acercara lo suficiente para lanzarse sobre ella. Él vivía siempre con la esperanza de aventuras, pero sabía que lo más cerca que estaría de vivirlas aquel día era supervisando la carga de galleta, agua y cualesquiera suministros de cordaje, vela o palos en la nave recién llegada. No era algo por lo que mereciera la pena interrumpir su desayuno ni mucho menos.

–Un buque de guerra, ¿eh? –Filipo tomó un bocado de pan y masticó–. Bueno, probablemente esté de patrulla.

–No lo creo, señor –dijo el optio Séptimo–. He comprobado el registro de la base y hasta al menos dentro de un mes no está previsto que entre ningún barco en Epichos.

–Pues lo habrán enviado en misión destacada –continuó diciendo Filipo sin darle importancia–. El capitán habrá decidido recalar para coger agua y raciones.

–¿Ordeno a los hombres que se pongan sobre las armas, señor?

Filipo levantó la mirada rápidamente.

–¿Por qué? ¿A cuento de qué?

–Del reglamento vigente, señor. Si se avista una embarcación desconocida debe ponerse a la guarnición en situación de alerta.

–Pero no es una embarcación desconocida, ¿verdad? Es un buque de guerra. Somos los únicos que operamos con buques de guerra en el Mediterráneo oriental. Por lo tanto no es un barco desconocido y no hay ninguna necesidad de preocupar a los hombres, optio.

Séptimo se mantuvo firme.

–Según las reglas, el barco es desconocido a menos que haga una escala programada, señor.

–¿Las reglas? –Filipo hinchó los carrillos–. Mira, optio, si hay cualquier indicio de hostilidad entonces podrás llamar a la guarnición. Mientras tanto, informa al intendente de que tenemos una visita y su personal tiene que estar preparado para reabastecer al buque de guerra. Y ahora, con tu permiso, voy a terminarme el desayuno. Puedes retirarte.

–Sí, señor. –El optio se cuadró, saludó, dio media vuelta y se alejó con paso resuelto por la corta columnata hacia la salida de los aposentos del comandante.

Filipo suspiró. Se sentía culpable por haber tratado a ese hombre con desprecio. Séptimo era un buen oficial subalterno, eficiente aunque no muy perspicaz. Había tenido razón al citar el reglamento, las mismas normas que él había redactado cuidadosamente al inicio de su nombramiento, cuando el entusiasmo por su nuevo destino todavía gobernaba sus actos.

Acabó el último bocado de pan, apuró el vino con agua y se levantó para dirigirse a su dormitorio. Se detuvo frente a los colgadores de la pared, de los que cogió el peto y el casco. No estaría de más recibir formalmente al comandante del barco y asegurarse de que fuera servido con eficiencia para que así se transmitiera una buena opinión de él a la flota en Alejandría. Si tenía una buena hoja de servicios, siempre cabía la posibilidad de que lo ascendieran a un puesto de mando más prestigioso y pudiera dejar atrás Epichos.

Se ató el barboquejo, se ajustó el casco a la cabeza y, tras pasarse el tahalí por el hombro, salió de sus aposentos. El fuerte de Epichos era pequeño, de apenas unos cincuenta pasos cada lienzo de muralla. Los muros de adobe medían unos tres metros y medio de altura y suponían un obstáculo muy pequeño para cualquier enemigo que decidiera atacar la base de suministros. En cualquier caso, las murallas ya estaban resquebrajadas y se desmoronaban, por lo que podrían derribarse con facilidad. A decir verdad, no había ningún peligro de ataque, pensó. La armada romana dominaba los mares y las amenazas más próximas por tierra eran el reino de Nubia, situado a cientos de kilómetros al sur, y las diversas bandas de bandidos árabes que de vez en cuando asaltaban los poblados más aislados a lo largo del alto Nilo.

Las dependencias del trierarca se hallaban en un extremo del fuerte, flanqueadas por el granero y el almacén de suministros navales. Seis barracones bordeaban la calle que recorría el centro del fuerte hacia la torre de entrada. Un par de centinelas se cuadraron sin prisa al ver que se acercaba y presentaron sus lanzas mientras pasaba entre los dos y abandonaba el fuerte. Aunque el cielo estaba despejado, una fina bruma se cernía sobre la bahía y se espesaba al posarse en los manglares de manera que la maraña de juncos, palmas y arbustos adquiría una forma vagamente espectral que a Filipo le había resultado un tanto inquietante cuando llegó por primera vez. Desde entonces se había sumado con frecuencia a las patrullas por el río y había acabado acostumbrándose a las nieblas de primera hora que a menudo cubrían el delta del Nilo.

En el exterior del fuerte se extendía una larga franja de playa que rodeaba la bahía hacia el manglar. En la otra dirección daba paso a una faja de tierra rocosa que describía una curva hacia el mar, creando así un magnífico puerto natural. Justo enfrente del fuerte se encontraba el birreme varado, que iba con el puesto de mando. El jefe de carpinteros había dedicado muchos meses de su tiempo a la vieja nave de guerra, y con la ayuda de sus hombres había reemplazado las cuadernas gastadas y podridas, embreado nuevamente el casco y emparejado el mástil y las vergas. Los costados se habían repintado con un elaborado dibujo de un ojo en las amuras. La embarcación estaba lista para zarpar, pero Filipo dudaba que aquella veterana de Actium volviera a ver acción alguna. A un lado del Anubis, a una corta distancia, un sólido embarcadero de madera sobresalía de la costa y se adentraba unos cuarenta pasos en la bahía para que los barcos visitantes se acostaran a él y amarraran.

Aunque el sol aún no se había alzado por encima de la niebla, la atmósfera era cálida y Filipo esperaba poder terminar pronto con cualesquiera formalidades que se derivaran de la llegada del barco para quitarse cuanto antes el peto y el casco. Se desvió y recorrió el camino polvoriento que llevaba al puesto de observación. La pequeña torre estaba construida sobre un afloramiento rocoso de la franja de tierra que formaba el rompeolas natural del puerto. En el extremo de esa franja, otra torre de vigilancia más robusta guardaba la entrada. Había cuatro ballestas montadas en las paredes, así como un brasero para que cualquier embarcación enemiga que entrara en el estrecho canal en dirección al puerto pudiera ser sometida al tormento del fuego incendiario.

Al llegar al puesto de vigilancia, Filipo entró en el refugio de la base de la torre y vio a tres de sus infantes de marina sentados en un banco, charlando en voz baja mientras se comían el pan con pescado seco. Nada más verlo, se pusieron de pie y saludaron.

–Descansad, muchachos –les dijo Filipo con una sonrisa–. ¿Quién informó de la aproximación del buque de guerra?

–Fui yo, señor –respondió uno de ellos.

–Bien, pues ve tú delante, Horio.

El infante de marina dejó el pan en su plato de campaña, cruzó el interior de la torre y trepó por la escalera que llevaba a la azotea. El trierarca lo siguió y salió a la plataforma, al lado del brasero de señales, que estaba preparado y a punto para ser encendido en un momento. Un tejado de hojas de palma resguardaba parte del espacio. El centinela que había sustituido a Horio se encontraba en la desgastada baranda de madera, oteando el mar. Filipo se quedó con él y con Horio, y juntos observaron el barco que se acercaba a la entrada de la bahía. La tripulación se afanaba en aferrar la vela, una extensión de piel de cabra de color vino decorada con las alas desplegadas de un águila. Al cabo de un momento ya estaba amarrada y las palas de los remos se extendieron desde los costados de la embarcación para sumergirse en el suave oleaje. Hubo una breve pausa tras la cual se dio la orden de acometer la remada, y entonces los remos se alzaron, avanzaron y descendieron, cortando el agua e impulsando la proa de la nave.

Filipo se volvió hacia Horio y le preguntó:

–¿De qué dirección venía antes de poner rumbo a tierra?

–Del oeste, señor.

El trierarca asintió con la cabeza para sí. Entonces venían de la dirección de Alejandría. Lo que era extraño, dado que no estaba previsto que ningún buque de guerra visitara el puesto avanzado antes de por lo menos un mes, cuando trajese los despachos y el cofre trimestral con la paga. Filipo se quedó mirando hasta que el barco pasó junto a la torre que guardaba la entrada del puerto y continuó surcando las aguas calmas hacia el embarcadero. Distinguía a los marineros y los infantes de marina que ocupaban los costados para contemplar la bahía. En la torreta de madera que se hallaba al frente de la embarcación había una figura erguida que llevaba un casco empenachado y que, con las manos separadas y apoyadas en la barandilla, miraba hacia el embarcadero y el fuerte situado más allá.

Un movimiento junto a la fortaleza llamó la atención de Filipo, quien vio que Séptimo y el intendente se encaminaban hacia el embarcadero acompañados por una pequeña escolta de marineros.

–Será mejor que me sume al comité de recepción –musitó. Filipo echó una última mirada a la nave que surcaba la bahía, una imagen de elegancia eficiente contra el tranquilo telón de fondo del distante manglar. Luego se dio la vuelta para bajar por la escalera.

Cuando llegó al extremo del embarcadero, el buque de guerra había aminorado la marcha y la orden de ciar llegó claramente a oídos de los tres oficiales y de los marineros que avanzaban por el amarradero para recibir a sus visitantes. Los remeros se detuvieron y la resistencia de las palas no tardó en parar el avance de la embarcación.

–¡Recoged remos!

Se oyó un retumbo sordo de madera al retirar los remos a través de las ranuras de ambos costados de la nave, que continuó deslizándose y virando hacia el embarcadero en tanto que los hombres del timón gobernaban la liburna para acostarla. Filipo ya veía claramente al oficial de la torreta: un hombre alto, de espalda ancha y de aspecto más joven de lo que él se esperaba. Se mantuvo impasible observando como su trierarca bramaba las órdenes a los marineros para que prepararan las amarras. El buque fue avanzando poco a poco hacia el embarcadero y los marineros de proa lanzaron los cabos, que serpentearon por el aire para acabar en las manos de los hombres de Filipo, quienes tiraron de ellos, acercando la embarcación hasta que el costado crujió contra los haces de juncos entretejidos que protegían los postes del amarradero. Echaron otro cable a los hombres que aguardaban cerca de la popa y, al cabo de un momento, la embarcación quedó bien amarrada.

El oficial descendió de la torreta y cruzó la cubierta con paso resuelto mientras sus marineros abrían el portalón y deslizaban una pasarela hasta el embarcadero. Un pelotón de infantes de marina había formado allí cerca y el oficial les hizo un gesto al pasar para bajar al amarradero. Filipo avanzó con decisión para saludarlo, tendiéndole la mano.

–Soy el comandante del centro de abastecimiento, el trierarca Filipo.

El oficial le estrechó la mano con fuerza y lo saludó con un movimiento brusco de la cabeza.

–Centurión Macro, destacado en la flotilla de Alejandría. Tenemos que hablar, en su cuartel general.

Filipo no pudo evitar enarcar las cejas con sorpresa y no le pasó inadvertido que sus subordinados intercambiaban una mirada inquieta a su lado.

–¿Hablar? ¿Es que ha ocurrido algo?

–Tengo órdenes de discutir el asunto con usted en privado. –El oficial señaló a los demás hombres del embarcadero con un gesto de la cabeza–. No delante de nadie más. Muéstreme el camino, por favor.

Filipo quedó sorprendido por la actitud brusca del oficial más joven. Sin lugar a dudas el hombre era un recién llegado de Roma, y por lo tanto estaba predispuesto a tratar a los militares del lugar con esa arrogancia altiva que era típica de los de su clase.

–Muy bien, centurión, por aquí.

Filipo dio media vuelta y empezó a caminar por el embarcadero.

–Un momento –dijo el centurión Macro. Se volvió hacia los infantes de marina que esperaban en cubierta–. ¡Conmigo!

Veinte infantes de marina armados cruzaron la pasarela y formaron detrás del centurión, todos ellos eran hombres robustos con un físico poderoso. Filipo frunció el ceño. Se había esperado intercambiar unas cuantas cortesías y alguna que otra noticia antes de dar la orden para que su intendente se ocupara de las necesidades del barco. No se esperaba aquel brusco encuentro. ¿Qué podía tener que decirle el oficial que fuera tan importante como para tener que decírselo en privado? Con una punzada de preocupación, Filipo se preguntó si lo habrían involucrado injustamente en algún delito o complot. Le hizo una seña al oficial para que lo siguiera y la pequeña columna se dirigió hacia la costa. Filipo aminoró el paso hasta situarse al lado del centurión y le dijo en voz baja:

–¿Puede decirme de qué va todo esto?

–Sí, en breve. –El oficial lo miró y sonrió ligeramente–. No es nada que deba preocuparle demasiado, trierarca. Sólo necesito hacerle unas preguntas.

La respuesta no tranquilizó a Filipo, que guardó silencio mientras llegaban al extremo del embarcadero y marchaban hacia las puertas del fuerte. Los centinelas se cuadraron al ver acercarse a los oficiales e infantes de marina.

–Me imagino que por aquí no pasan muchos barcos –comentó el centurión Macro.

–No muchos –contestó Filipo con la esperanza de que el otro estuviera revelando una faceta más sociable de su carácter aparentemente frío–. Alguna que otra patrulla de la marina y correos imperiales. Aparte de eso, unas pocas embarcaciones dañadas por las tormentas durante los meses de invierno, pero nada más. Epichos se ha convertido en una especie de remanso. No me sorprendería si el gobernador de Alejandría redujera la plantilla prescindiendo de nosotros algún día.

El centurión lo miró.

–¿Busca información sobre mi presencia aquí?

Filipo se volvió a mirarlo y se encogió de hombros.

–Por supuesto.

Habían entrado en el fuerte y el centurión Macro se detuvo y echó un vistazo a su alrededor. El lugar estaba tranquilo. La mayoría de los hombres se hallaban en los barracones. La guardia nocturna se estaba terminando el desayuno y se preparaba para descansar. Había unos cuantos soldados más sentados en taburetes frente a sus barracones, jugando a los dados o hablando tranquilamente. Los ojos del centurión captaron ávidamente todos los detalles.

–Aquí tiene un destino agradable y tranquilo, Filipo. Muy apartado. Aun así, supongo que estará bien abastecido.

Filipo lo confirmó con un gesto de la cabeza antes de decir:

–Tenemos grano y reservas navales en abundancia. Últimamente no hay mucha demanda.

–Perfecto –declaró el centurión Macro entre dientes. Se dio la vuelta y le hizo una seña con la cabeza al optio al mando del grupo de infantes de marina–. Ha llegado el momento de proceder, Kharim.

El optio asintió y se volvió hacia sus hombres.

–A por ellos.

Ante la mirada de Filipo, cuatro infantes de marina desenvainaron las espadas bruscamente y retrocedieron hacia los centinelas de la puerta, quienes sólo tuvieron tiempo de darse la vuelta al oír que los hombres se acercaban. Cayeron abatidos por una lluvia salvaje de golpes, sin tener siquiera ocasión de gritar antes de que los mataran. Filipo vio horrorizado que los cuerpos se desplomaban, uno a cada lado de la puerta. Aterrorizado, se volvió hacia el centurión Macro.

El hombre le sonrió. Un leve chirrido, un movimiento rápido, y el trierarca sintió un golpe repentino en su estómago, como si le hubieran propinado un fuerte puñetazo. A continuación notó otro golpe que lo dejó jadeando de dolor. Bajó los ojos y vio la mano del otro hombre aferrada al mango de un cuchillo, los últimos centímetros de una hoja que desaparecía entre los pliegues de su túnica, justo por debajo del borde de su peto. Una mancha roja se extendió por la tela ante su mirada atónita. El centurión retorció la hoja, desgarrando órganos vitales. Filipo se quedó sin aliento y agarró el brazo que sujetaba el cuchillo con ambas manos.

–¿Qué… qué está haciendo?

El centurión retiró el puñal y Filipo notó un torrente de sangre que salía de la herida. Sintió que las piernas le flaqueaban, soltó las manos y cayó de rodillas sin dejar de mirar al centurión con muda expresión de terror. A través de la puerta vio los cuerpos de los centinelas y, más allá, a uno de los infantes de marina que a grandes zancadas se situaba en lugar bien visible delante del fuerte y hendía el aire con su espada tres veces. Filipo comprendió que debía de tratarse de la señal acordada. Al cabo de un momento se oyó una aclamación procedente de la liburna y unos hombres, que previamente habían permanecido escondidos en cubierta, se precipitaron hacia el costado y bajaron al embarcadero en tropel. El intendente intentó desenvainar la espada, pero acabó arrollado por una serie de golpes de hojas relucientes, al igual que ocurrió con el optio y los marineros. Cayeron muertos antes de poder siquiera sacar las armas. Sus atacantes corrieron por el embarcadero hacia la entrada del fuerte.

Filipo se dejó caer contra la pared de la torre de entrada y se desabrochó el peto. Tiró la armadura a un lado, se apretó la herida con las manos y soltó un quejido. El oficial que lo había apuñalado se encontraba cerca de allí. Había enfundado la daga y daba órdenes a sus hombres a voz en cuello en tanto que éstos irrumpían en el fuerte y mataban a todos los oponentes que podían encontrar. Filipo siguió mirando presa del dolor. Estaban masacrando a sus marineros e infantes de marina ante sus propios ojos. Los que habían estado jugando a las cartas fuera de los barracones y los que habían salido al oír los primeros sonidos de lucha ahora yacían muertos. Los chillidos y gritos ahogados procedentes de los barracones hablaban de los que estaban siendo asesinados en su interior. Al final de la calle, un grupo de hombres que habían cogido rápidamente sus espadas intentaba resistir, pero no tuvieron nada que hacer contra sus hábiles adversarios, que pararon sus golpes y acabaron con ellos.

El centurión recorrió el fuerte con la mirada y asintió con satisfacción, tras lo cual se volvió a mirar a Filipo.

El trierarca se aclaró la garganta.

–¿Quién eres?

–¿Qué importa eso? –replicó encogiéndose de hombros–. Pronto estarás muerto. Piensa en ello.

Filipo meneó la cabeza, ya empezaba a percibir unas formas oscuras, como arañas, en los márgenes de su visión. Se sentía mareado y tenía las manos resbaladizas, empapadas de la sangre que no podía contener. Se humedeció los labios.

–¿Quién eres?

El hombre se desabrochó el barboquejo y se quitó el casco antes de agacharse junto a Filipo. Tenía el cabello oscuro y rizado y la frente y una mejilla marcadas por la leve línea de una cicatriz. Era un hombre corpulento y no le costaba ningún esfuerzo mantener el equilibrio en cuclillas. Miró fijamente a los ojos del trierarca.

–Si sirve de algún consuelo dar un nombre a la muerte, entonces has de saber que fue Áyax, hijo de Telémaco, quien te mató a ti y a tus hombres.

–Áyax –repitió Filipo. Tragó saliva y dijo entre dientes–: ¿Por qué?

–Porque sois mis enemigos. Roma es mi enemigo. Mataré romanos hasta que me maten a mí. Así son las cosas. Y ahora, prepárate.

Se levantó y desenvainó la espada. Filipo abrió desmesuradamente los ojos, asustado. Extendió una mano ensangrentada:

–¡No!

Áyax arrugó el entrecejo.

–Ya estás muerto. Afróntalo con dignidad.

Filipo se quedó un momento inmóvil y luego bajó la mano y ladeó la cabeza, alzándola para exponer el cuello. Cerró los ojos con fuerza. Áyax echó el brazo hacia atrás, apuntó el arma justo por encima del hueco de la clavícula del trierarca y acto seguido hizo penetrar la hoja con una fuerte arremetida. Sacó la espada de un tirón, liberando así un chorro escarlata. Filipo abrió los ojos de golpe, la mandíbula le quedó colgando y emitió un breve gorgoteo mientras se desangraba y sus miembros temblaban, hasta que quedó inerte. Áyax utilizó la manga del hombre muerto para limpiar su espada y luego la enfundó con un seco ruido metálico.

–¡Kharim!

Uno de sus hombres, un asiático de tez oscura, se acercó al trote.

–¿Señor?

–Llévate a cinco hombres y recorre los edificios. Matad a los heridos y a cualesquiera que se nos hayan podido escapar. Trasladad los cadáveres a remo al otro lado de la bahía y arrojadlos al manglar. Los cocodrilos darán buena cuenta de ellos.

Kharim asintió con la cabeza, entonces levantó la mirada y apuntó con el brazo:

–¡Mira!

Áyax se dio la vuelta y vio una fina estela de humo que se alzaba en el cielo despejado al otro lado del muro del fuerte.

–Es la torre de vigilancia. Han encendido la almenara. –Echó un vistazo rápido en derredor y le hizo señas con la mano a uno de sus tenientes para que se acercara. Se dirigió en primer lugar a un nubio alto y musculoso–: Hepito, lleva a tu pelotón hasta el puesto de observación a todo correr. Mata a los hombres y apaga el fuego tan pronto como puedas. Canto, toma la torre que hay en la entrada de la bahía.

Hepito obedeció y se dio la vuelta para gritar a sus hombres la orden de que lo siguieran, tras lo cual salió corriendo por la puerta. El otro hombre, Canto, poseía unos rasgos oscuros y había sido actor en Roma antes de que lo condenaran a la arena por seducir a la esposa de un senador importante y rencoroso. Le dirigió una sonrisa a Áyax y le hizo una señal al otro grupo para que fuera con él. Áyax se hizo a un lado para dejarlos pasar y luego se dirigió a grandes zancadas hacia los escalones de madera que llevaban a la muralla del fuerte. Desde allí accedió a la torre de entrada y al poco apareció en la plataforma de la torre. Miró detenidamente el centro de abastecimiento y examinó en detalle el fuerte, la bahía y la pequeña embarcación fluvial varada en la arena a una corta distancia del manglar, donde un tramo del río llevaba tierra adentro. En la otra dirección observó a Hepito y a sus hombres que irrumpían en el puesto de vigilancia y extinguían la almenara. La estela de humo en el cielo empezó a dispersarse.

Se rascó el mentón cubierto de una barba de varios días mientras consideraba la situación. Él y sus hombres llevaban meses huyendo de sus perseguidores romanos. Se habían visto obligados a buscar bahías aisladas en la costa y otear el horizonte marino por si vislumbraban alguna señal del enemigo. Cuando las provisiones empezaron a escasear, el barco había salido de su escondite con el fin de hacerse con alguna embarcación mercante solitaria o asaltar pequeños poblados costeros. Habían visto buques de guerra romanos en dos ocasiones. La primera vez los romanos habían virado para darles caza y los habían perseguido durante una noche entera hasta que al final cambiaron de rumbo, volvieron por donde habían venido y lograron despistar a sus perseguidores al amanecer. La segunda vez, Áyax había divisado desde un islote rocoso dos barcos que pasaban frente a la cala oculta donde había escondido su embarcación atando hojas de palma al mástil para disimularlo.

La tensión de llevar tanto tiempo huyendo había hecho mella en sus seguidores. Seguían siendo leales a él y acataban sus órdenes sin quejarse, pero sabía que algunos de ellos estaban empezando a desesperar. No podrían soportar mucho tiempo una vida que transcurría con el miedo diario a la captura y la crucifixión. Necesitaban un nuevo propósito en la vida, como el que los había impulsado cuando lo siguieron durante la revuelta de esclavos en Creta. Áyax recorrió el centro de abastecimiento con la mirada y asintió con satisfacción. Había capturado un segundo barco, así como reservas de comida y equipo que durarían varios meses. Aquel puesto avanzado sería una base perfecta desde la que continuar su lucha contra el Imperio romano. Su expresión se endureció al recordar el sufrimiento que Roma les había infligido a él y a sus hombres. Años de dura esclavitud y los peligros de una vida de gladiador. Áyax decidió que había que conseguir que Roma pagara por ello. Mientras sus hombres estuvieran dispuestos a seguirlo, haría la guerra a su enemigo.

–Esto servirá de momento –se dijo en voz baja examinando el centro de abastecimiento–. La verdad es que servirá perfectamente.

Capítulo II

El centurión Macro se incorporó sentándose en el costado del catre y, tras estirar los hombros y soltar un gruñido, se puso de pie con mucho cuidado. Aun siendo un hombre bajo y fornido, tuvo que agachar la cabeza para evitar golpeársela contra las vigas de la cubierta. El camarote, metido en el ángulo que formaba la popa del buque de guerra, era muy estrecho. Tenía el espacio justo para contener su catre, una mesa pequeña con un arcón debajo y los ganchos de los que colgaba la túnica, la armadura, el casco y la espada. Se rascó el trasero a través de la tela del taparrabos y bostezó.

–¡Malditos buques de guerra! –masculló–. ¿Quién en su sano juicio se puede ofrecer voluntario para alistarse en la armada?

Ya llevaba más de dos meses a bordo y empezaba a dudar que el pequeño contingente que habían enviado con el objetivo de dar caza al gladiador fugitivo y a sus seguidores supervivientes llegara a encontrarlos nunca. La última vez que habían avistado el barco de Áyax había sido hacía un mes, frente a la costa de Egipto. Tras divisar una vela en el horizonte, los romanos lo habían seguido, pero habían perdido el contacto durante la noche subsiguiente. Desde entonces la búsqueda de los fugitivos había resultado infructuosa. Las dos embarcaciones romanas los habían perseguido a lo largo de la costa africana hasta Lepcis Magna, tras lo cual habían dado la vuelta y puesto rumbo al este, recorriendo el litoral en busca de cualquier indicio de Áyax y sus hombres. Dos días antes habían pasado por delante de Alejandría con pocas provisiones, pero Cato, el prefecto a cargo de la misión, había decidido llevar a sus hombres al límite antes de interrumpir la búsqueda para reabastecer las naves. En aquellos momentos el centurión Macro estaba hambriento, frustrado y harto de todo aquel asunto.

Se pasó la túnica por la cabeza y subió el estrecho tramo de escaleras que llevaba a cubierta. Iba descalzo porque no había tardado en descubrir los inconvenientes de llevar botas del ejército en un buque de guerra. Las cubiertas, bien fregadas con piedra arenisca, tenían muy poco agarre cuando se mojaban y tanto Macro como los demás soldados lo habían pasado muy mal intentando mantenerse en pie con clavos de hierro en las suelas de sus botas. Se habían asignado dos centurias de legionarios a los buques de guerra para incrementar los efectivos de los infantes de marina; una medida necesaria, puesto que Áyax y sus seguidores, la mayoría de los cuales eran antiguos gladiadores como su cabecilla, estaban más que a la altura de los soldados del ejército romano, incluso de los mejores.

En cuanto el trierarca vio que Macro salía a cubierta, se acercó a él y lo saludó con la cabeza.

–Hace una mañana magnífica, señor.

–¿Ah, sí? –Macro frunció el ceño–. Estoy en un barco pequeño y abarrotado en medio de este charco y ni siquiera tengo la compañía de una jarra de vino. Esto no tiene nada de magnífico.

El trierarca, Polemo, apretó los labios y miró a su alrededor. El cielo estaba prácticamente despejado, sólo unas cuantas nubes brillantes y blancas flotaban en lo alto. Una brisa suave hinchaba la vela con un abombamiento satisfecho, como el de un epicúreo que se hubiera excedido, y el barco se alzaba y descendía con el suave oleaje del mar a un ritmo regular y cómodo. A la derecha se extendía la tranquila y estrecha franja de costa. A la izquierda el horizonte estaba despejado. A un cuarto de milla por delante se hallaba la popa del otro barco, que dejaba una estela cremosa de agua agitada. El trierarca pensó que, en conjunto, un marinero no podía desear un día mejor que aquél.

–¿Algo de que informar? –preguntó Macro.

–Sí, señor. Esta mañana se ha abierto el último barril de carne en salazón. El pan duro se terminará mañana y he reducido a la mitad la ración de agua. –El trierarca se abstuvo de ofrecer algún consejo sobre la preocupante situación de los suministros. La decisión sobre lo que había de hacerse no era suya, ni siquiera era del centurión. Le correspondía al prefecto dar las órdenes para entrar en el puerto más próximo y reabastecer los barcos.

–¡Hummm! –Macro arrugó el entrecejo.

Los dos hombres dirigieron la mirada hacia el buque de guerra que iba delante, como si intentaran leer el pensamiento del prefecto Cato. Éste había dirigido la búsqueda con una obsesión irrefrenable. Una obsesión que Macro podía comprender fácilmente. Llevaba ya varios años sirviendo con él y hasta hacía muy poco tiempo había sido su superior. El ascenso de Cato era merecido, esto Macro lo aceptaba de buen grado, pero seguía resultándole algo extraño que se hubiese invertido su anterior relación. Cato tenía poco más de veinte años y una figura delgada y fibrosa que ocultaba su dureza y valentía. También había demostrado poseer cierta inteligencia para lidiar con los peligros a los que se habían enfrentado durante los últimos años. Si tuviera que elegir un hombre a quien seguir, sin duda sería alguien como Cato. Él había servido durante casi quince años en las legiones romanas antes de ser ascendido al rango de centurión y, aunque tenía experiencia suficiente para reconocer el potencial de cada uno, en aquella ocasión, reflexionó Macro con una sonrisa afligida, tenía que admitir que con Cato se había equivocado. Al verlo entrar con paso tedioso en la fortaleza de la Segunda legión en la frontera del Rin, había pensado que no era muy probable que aquel joven flaco sobreviviera al duro entrenamiento que tenía por delante. Sin embargo, Cato había demostrado que se equivocaba. Había dado muestras de determinación, inteligencia y sobre todo coraje, y le había salvado la vida a Macro en su primera escaramuza con una tribu germana que efectuaba incursiones al otro lado del gran río que señalaba la frontera del Imperio. Desde entonces, Cato no había dejado de demostrar una y otra vez que era un soldado de primera, así como el amigo más íntimo que Macro había tenido nunca. Hacía poco se había ganado el ascenso al rango de prefecto y por primera vez era el superior de Macro. Ambos se estaban esforzando por acostumbrarse a la nueva situación.

La determinación del prefecto por encontrar a Áyax estaba motivada tanto por un deseo de venganza como por la necesidad de cumplir las órdenes. Aunque se le había encargado la misión de capturar a Áyax con vida, si era posible, y de llevarlo a Roma encadenado, Cato se sentía muy poco inclinado a hacerlo. Durante la rebelión de esclavos en Creta, Áyax había capturado a su prometida, Julia, la habían encerrado en una jaula y dejado allí vestida con harapos, soportando su propia inmundicia mientras él la atormentaba con la perspectiva de su tortura y muerte. Macro había corrido igual suerte y compartido junto con Julia la misma jaula, de modo que su sed de venganza era casi tan intensa como la de su superior.

El trierarca carraspeó y dijo:

–¿Cree que hoy dará la orden de tomar puerto para abastecernos, señor?

–¿Quién sabe? –Macro se encogió de hombros–. Después del pequeño incidente de ayer no estoy seguro.

El trierarca asintió con la cabeza. La tarde anterior, los dos barcos habían puesto rumbo a una pequeña población costera para echar anclas durante la noche. Cuando se acercaron a la costa, los habitantes de aquel grupo de edificios de adobe habían huido tierra adentro llevándose consigo los objetos de valor y toda la comida que pudieron cargar. Un destacamento de legionarios había registrado la población con cautela y había regresado con las manos vacías. Allí no quedaba nadie y habían ocultado muy bien la comida. Lo único que indicaba algo fuera de lo normal era unas cuantas tumbas recién cavadas y los restos chamuscados de algunos edificios. Al no poder interrogar a nadie, los legionarios habían regresado a las embarcaciones y durante la noche fueron atacados con hondas. Macro tan sólo pudo distinguir un puñado de figuras oscuras destacando contra la mayor claridad de la playa. El seco golpeteo de las piedras contra los cascos y las cubiertas así como el sonido de los proyectiles que caían al agua se habían prolongado durante toda la noche. Dos infantes de marina habían resultado heridos, tras lo cual se ordenó al resto que permanecieran agachados. El ataque esporádico terminó poco antes del amanecer y, con las primeras luces del alba, los dos barcos habían zarpado para reanudar la búsqueda de Áyax.

–¡Ah de cubierta! –gritó el vigía desde lo alto del mástil–. ¡El Sobek está cazando velas!

El trierarca y Macro miraron hacia delante. La vela del otro barco ondeó cuando la tripulación soltó escotas para aminorar la velocidad.

–Parece ser que el prefecto quiere conferir –sugirió el trierarca.

–Enseguida lo sabremos. Acóstenos a ellos –ordenó Macro.

Se dio media vuelta y se encaminó otra vez al camarote para coger su espada y su vara de vid y calzarse las botas con el propósito de estar así más presentable frente a su superior. Cuando regresó a cubierta, su propia embarcación, el Ibis, se aproximaba a la aleta del otro barco. Vio a Cato en la popa, haciendo bocina con las manos para hacerse oír a través del oleaje.

–¡Centurión Macro! ¡Sube a bordo!

–¡Sí, señor! –respondió Macro a voz en cuello, y le hizo un gesto con la cabeza al trierarca–: Polemo, voy a necesitar la escampavía.

–¡A la orden, señor!

El oficial se volvió para ordenar a sus marineros que izaran el bote de la embarcación del soporte que se hallaba en la cubierta principal. En tanto que varios hombres tiraban de la cuerda de una polea, otros guiaron el bote por encima del costado y seguidamente lo bajaron al agua. Seis hombres descendieron a él y tomaron los remos. A continuación, Macro bajó por la escalera de cuerda, se dirigió a la popa del bote con cuidado y se sentó rápidamente. Al cabo de un momento la lancha se separó de un empujón y los marineros manejaron sus remos para impulsarla hacia el Sobek. Al aproximarse a la nave, uno de ellos dejó el remo, tomó un bichero y atrapó con él la cuerda combada que iba de un lado a otro del hueco de la barandilla del barco. Macro avanzó con torpeza, recuperó el equilibrio, aguardó a que el bote se alzara con las olas y entonces se lanzó contra la escalera que colgaba del costado de la embarcación. Trepó por ella con rapidez, antes de que la ola descendiera y lo sumergiera en el agua. Cato lo estaba esperando.

–Ven conmigo.

Se dirigieron a proa, donde Cato ordenó bruscamente a un par de marineros que fueran a popa para que nadie oyera a los dos oficiales. Macro se fijó en las facciones demacradas de su amigo y sintió una punzada de preocupación. Hacía varios días que no hablaban cara a cara y, una vez más, notó los cercos oscuros que rodeaban los ojos del joven. Cato se inclinó hacia delante y, tras apoyar un codo en el grueso madero de la amurada, se volvió a mirar a Macro.

–¿En qué situación están tus suministros?

–Podemos aguantar otros dos días si reduzco la ración de agua de los hombres a una cuarta parte. Después de eso no servirán para nada, aunque logremos encontrar a Áyax, señor.

Al oír la referencia de Macro a su rango superior, por un breve instante Cato no pudo ocultar en su rostro una dolida irritación. Carraspeó.

–Mira, Macro, puedes ahorrarte lo de «señor» cuando no haya nadie escuchando. Ya nos conocemos lo suficiente.

El centurión se volvió a mirar a los hombres que había más allá en cubierta y luego otra vez a Cato.

–Ahora eres un prefecto, muchacho, y los hombres esperarán que te trate como tal.

Sobek

Se dieron media vuelta hacia la cubierta principal y cuando estaban a punto de llegar a la base del mástil, la voz del vigía exclamó desde lo alto:

–¡Barco a la vista!

Cato se detuvo y volvió la cabeza hacia atrás.

–¿Dónde y a qué distancia?

El vigía extendió la mano y señaló más allá de la amura de babor en dirección al mar.

–Allí, señor. Más abajo del horizonte. A unas ocho o tal vez diez millas.

Cato miró a Macro con un brillo de excitación en los ojos.

–Esperemos que sea nuestro hombre.

–Lo dudo –repuso Macro–. Pero quizás haya visto a Áyax o sepa algo de él.

–Me conformo con eso. Ahora regresa a tu barco y despliega las velas. Yo me acercaré a él por el lado del mar y tú por el de la costa. Sea quien sea no podrá huir a ninguna parte.