Al séptimo día

Estabas solo. Perdido.

Habías dejado de hacerte preguntas después del último milenio de saltos entre dimensiones infinitas, buscando un rastro de vida que no existía en ninguna de ellas.

Te volviste loco al verte varado en aquella dimensión vacía como una cáscara. Y como a una cáscara la odiaste, porque no tenía nada para ofrecerte. Eras solo un traidor, un exiliado de la casta del dios Orom. Eras el tabú de tu especie, y como tal estabas condenado a ser un solitario.

Resignado, apagaste los motores y desgarraste el vínculo del hipersalto. Con pasos lentos entraste a las vitrinas de criocongelación, pensando en una inmortalidad indolora y alejada del recuerdo. Imaginaste que terminaba el tabú mientras te abrazabas a la última vitrina funcionable y contemplabas a aquel universo de polvo y muerte, que estaba condenado —como tú— a la inercia eterna.

Cuando el frío llegó a tus huesos, soñaste.

Cuando el frío llegó a tu mente ya habías extendido sobre el sueño un mapa azul; y sobre él hiciste a la tierra, al mar y a cada cosa viviente para que te adorara.

Todo en solo seis ciclos.

Entonces decidiste que aquel sería el principio de muchos principios.

Dormido aún sonreías, como suelen hacerlo los dioses en el descanso del séptimo día.