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Simon Scarrow

PRETORIANO

Traducción de Montse Batista

PRETORIANO

Índice

Portada

Dedicatoria

Agradecimientos

Personajes

Capítulo 1

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

Capítulo XXX

Nota del autor

Créditos

Para Carolyn

Como siempre, mi primera deuda de gratitud es para mi esposa Carolyn, que revisó cada uno de los capítulos completados a medida que se escribía la novela, y que me aguanta cuando me meto absolutamente de lleno en el relato.

Personajes

En la Guardia Pretoriana:

Tribuno Balbo: a cargo del convoy de la plata.

Centurión Cayo Sinio: un hombre ambicioso que ataca a traición.

Tribuno Burro: comandante de la tercera cohorte de pretorianos.

Centurión Lurco: prácticamente comandante a tiempo parcial de la sexta centuria de la tercera cohorte.

Optio Tigelino: el subordinado frustrado de Lurco.

Guardia Fuscio: un recluta que se cree un veterano.

Prefecto Geta: comandante de la Guardia Pretoriana.

En el Palacio Imperial:

Emperador Claudio: un gobernante justo, aunque no siempre coherente.

Agripina: su esposa y sobrina, y madre de Nerón.

Nerón: un chico agradable con ambiciones artísticas.

Británico: el hijo de Claudio, inteligente pero frío.

Narciso: secretario imperial e íntimo consejero de Claudio.

Palas: otro íntimo consejero del emperador y la emperatriz.

Séptimo: un agente de Narciso.

En Roma:

Cestio: el jefe de una banda de delincuentes, cruel y despiadado.

Vitelio: seductor empedernido hijo de un senador, antiguo enemigo de Macro y Cato.

Julia Sempronia: la encantadora hija del senador Sempronio.

Capítulo 1

Tras diez días de camino, el pequeño convoy de carros cubiertos cruzó la frontera y entró en la provincia de la Galia Cisalpina. Ya habían caído las primeras nieves en las montañas del norte, que se alzaban imponentes por encima de la ruta y cuyos picos nevados relucían brillantes contra el cielo azul. El invierno temprano había tratado bien a los hombres que marchaban con el convoy, y, aunque el aire era frío y vivificante, no había llovido desde que habían abandonado la casa de la moneda imperial en la Narbonense. Una helada glacial había endurecido el suelo, y las ruedas de los carros pesadamente cargados avanzaron por él sin complicaciones.

El tribuno pretoriano al mando del convoy iba en su caballo a una corta distancia por delante, y, cuando la ruta llegó a la cima de una colina, refrenó a su montura y le hizo dar la vuelta. El camino se extendía frente a ellos en una larga línea recta que ondulaba sobre el paisaje. El tribuno veía con claridad la población de Piceno, situada a unos pocos kilómetros de distancia, y donde debía encontrarse con la escolta montada enviada por la Guardia Pretoriana de Roma, el cuerpo de élite de soldados cuyo cometido era proteger al emperador Claudio y a su familia. La centuria de tropas auxiliares que había escoltado a los cuatro carros por el camino desde la Narbonense marcharía entonces de vuelta a sus cuarteles, en la casa de la moneda, y dejaría que los pretorianos, con el tribuno al mando, protegieran al pequeño convoy durante el resto del viaje hasta la capital.

El tribuno Balbo se dio la vuelta en la silla para mirar al convoy que marchaba cuesta arriba, tras él. Los auxiliares eran germanos, reclutados de la tribu de los queruscos, unos recios guerreros de aspecto feroz, con barbas desaliñadas que asomaban por entre las carrilleras de sus cascos. Balbo les había ordenado llevar el casco puesto mientras atravesaban las montañas, como precaución contra cualquier posible emboscada por parte de las bandas de salteadores que atacaban a los viajeros incautos. No era muy probable que los bandidos se arriesgaran a atacar un convoy como aquél, Balbo lo sabía perfectamente. El verdadero motivo por el que dio la orden fue para cubrir cuanto fuera posible el pelo barbárico de los auxiliares, y así evitar alarmar a los civiles que encontraran a su paso. Por mucho que agradeciera que a los auxiliares germanos, quienes debían su lealtad directamente al emperador, se les pudiera confiar la vigilancia de la casa de la moneda, Balbo sentía un desprecio muy romano por aquellos hombres reclutados de las tribus salvajes del otro lado del Rin.

–Bárbaros –masculló para sí, y meneó la cabeza.

Él estaba acostumbrado al orden y el aseo de las cohortes pretorianas, y le había molestado que le ordenaran ir a la Galia a hacerse cargo de la última remesa de piezas de plata de la casa de la moneda imperial. Tras muchos años de servicio como soldado de la guardia, Balbo tenía una idea muy clara del aspecto que debía tener un soldado, y, si lo hubieran destinado a una cohorte de auxiliares germanos, lo primero que hubiera hecho habría sido ordenarles que se afeitaran esas malditas barbas para que parecieran soldados de verdad.

Además, echaba de menos las comodidades de Roma.

El tribuno Balbo era un ejemplo típico de su rango. Se había alistado en los pretorianos, había servido en Roma y había ido ascendiendo hasta que aceptó un traslado a la Decimotercera legión en el Danubio, en la que sirvió como centurión varios años más, para solicitar después su reingreso en la Guardia Pretoriana. Unos cuantos años más de servicio constante lo habían llevado a su nombramiento de entonces, como tribuno al mando de una de las nueve cohortes de la guardia personal del emperador. Dentro de unos cuantos años más, Balbo se retiraría con una generosa gratificación, y aceptaría un puesto administrativo en alguna ciudad de Italia. Él aspiraba a que fuera Pompeya, donde su hermano menor poseía unos baños y un gimnasio privados. La ciudad se hallaba en la costa, tenía unas vistas magníficas a la bahía de Nápoles y contaba con un conjunto decente de teatros, así como una buena arena; además, había un buen número de tabernas que vendían vino barato. Existía incluso la perspectiva de alguna pelea con hombres de la vecina ciudad de Nuceria, pensó con melancolía.

Detrás de las primeras cinco secciones de auxiliares, venían los cuatro carros, unos vehículos pesados tirados cada uno por diez mulas. Un soldado iba sentado en el banco junto a cada uno de los carreteros, y tras ellos se extendían las cubiertas de piel de cabra, fuertemente atadas por encima de los cofres cerrados que descansaban en el lecho de los vehículos. Había cinco cofres en cada uno de los carros, y cada uno de ellos contenía cien mil denarios recién acuñados; dos millones en total, suficiente para mantener a una legión entera durante todo un año.

Balbo no pudo evitar un breve momento de especulación sobre lo que podría hacer con semejante fortuna. Pero apartó de inmediato aquella fantasía. Era un soldado. Había jurado proteger y obedecer al emperador. Su deber era procurar que los carros llegaran a las dependencias del Tesoro, en Roma. Apretó los labios al recordar que algunos de sus compañeros pretorianos entendían el concepto de deber de un modo un tanto más flexible.

Hacía menos de diez años que los miembros de la Guardia Pretoriana habían asesinado al anterior emperador y a su familia. Cierto era que Cayo Calígula había sido un tirano que estaba loco de atar, pero a Balbo no se le ocurría un compromiso más solemne que un juramento. Él seguía desaprobando la eliminación de Calígula, aun cuando el nuevo emperador, elegido por los pretorianos, había resultado ser bastante mejor gobernante. El tribuno recordó que el ascenso de Claudio al poder había sido un asunto confuso. Los oficiales que habían asesinado a su predecesor habían intentado devolver el poder al Senado romano. Sin embargo, en cuanto el resto de sus compañeros se dieron cuenta de que sin emperador no había Guardia Pretoriana, con todos los privilegios que acarreaba el empleo, se apresuraron a buscar un sucesor al trono, y Tiberio Claudio era el mejor situado. Endeble y tartamudo, tal vez no fuera precisamente la figura ideal para representar al mayor imperio del mundo conocido, pero hasta el momento había demostrado ser un gobernante justo y efectivo, admitió Balbo.

Desvió la mirada hacia las últimas cinco secciones de auxiliares germanos, que marchaban detrás de los carros. Tal vez su aspecto no fuera el de unos soldados como era debido, pero el tribuno sabía que eran buenos en combate, y su reputación era tal que sólo los bandidos más temerarios se atreverían a atacar el convoy. En cualquier caso, el peligro, aunque fuera poco, había pasado cuando el convoy descendió hacia el amplio y llano valle del río Po.

Chasqueó la lengua, y apretó las botas contra los flancos de su montura. El caballo soltó un breve resoplido, avanzó con una sacudida y se puso al paso, y Balbo lo dirigió de vuelta al camino, pasando junto a las filas de auxiliares que iban en cabeza y alcanzando a su comandante, el centurión Arminio, hasta que volvió a ocupar su posición al frente del convoy. Habían ido muy deprisa. Aún no era mediodía, y llegarían a Piceno en menos de una hora; allí debían esperar a la escolta pretoriana, si es que aún no había llegado a la ciudad.

Se encontraban todavía a unos tres kilómetros de Piceno cuando Balbo oyó el sonido de unos caballos que se acercaban. El convoy estaba atravesando un pequeño bosque de pinos, cuyo intenso aroma llenaba el aire frío. A una corta distancia por delante, un afloramiento rocoso ocultaba el camino más allá. Balbo recordó instintivamente su época en el Danubio, donde el truco favorito del enemigo era atrapar columnas romanas en marcos reducidos semejantes a aquél. Frenó su montura y alzó la mano.

–¡Alto! ¡Mochilas al suelo!

Los carros se detuvieron con un retumbo, y los auxiliares germanos se apresuraron a dejar sus horcas de marcha cargadas con el equipo a un lado del camino, y a cerrar filas a la cabeza y a la cola del convoy. Balbo se pasó las riendas a la mano izquierda, preparado para desenvainar la espada, y recorrió con la mirada el sotobosque en sombras, a ambos lados de la calzada. No percibió ningún movimiento. El sonido de los cascos era más fuerte y resonaba en la superficie dura del camino pavimentado y en las rocas. Al doblar el recodo, apareció entonces el primero de los jinetes que llevaba una capa roja de oficial. Su casco con penacho colgaba de uno de los pomos de la silla de montar. Tras él, cabalgaban otros veinte hombres que llevaban las capas blancas de los soldados de la Guardia Pretoriana manchadas de barro.

Balbo dejó escapar un fuerte suspiro de alivio.

–¡Descansen!

Los auxiliares bajaron los escudos y las astas de sus lanzas, y Balbo esperó a que los jinetes se aproximaran. Su jefe aminoró la marcha, puso el caballo al trote, y luego al paso, durante los últimos cincuenta metros.

–¿Tribuno Balbo, señor?

Balbo miró al otro oficial con detenimiento. Su rostro le resultaba familiar.

–¿Cuál es la contraseña correcta, centurión? –preguntó.

–«Las uvas de la Campania ya están maduras para la cosecha», señor –respondió el otro hombre con formalidad.

Balbo asintió con la cabeza al oír la frase que esperaba.

–Muy bien. Se suponía que debías esperarnos en Piceno, centurión…

–Cayo Sinio, señor. Centurión de la segunda centuria, octava cohorte.

–Ah, sí –Balbo recordaba vagamente a aquel hombre–. ¿Y bien? ¿Qué está haciendo aquí, en el camino?

–Llegamos a Piceno ayer, señor. El lugar era como una ciudad fantasma. Casi todo el mundo había ido a un santuario cercano con motivo de algún festival local. Se me ocurrió venir cabalgando a su encuentro, y al de sus muchachos –hizo un gesto en dirección a los auxiliares germanos.

–No son míos –refunfuñó Balbo.

–El caso es que vimos que se acercaban a la ciudad, señor, y… bueno, aquí estamos. Listos para escoltar los carros de vuelta a Roma.

Balbo observó al centurión en silencio durante un momento. A él le gustaban los soldados que acataban sus órdenes al pie de la letra, y no estaba seguro de si aprobaba que Sinio y sus hombres hubieran tomado la iniciativa de acudir a su encuentro allí, en el camino, en lugar de en la ciudad, tal como se había establecido. Hacía dos meses, en Roma, se habían trazado unos planes muy claros para la entrega de la plata, y todos los implicados debían obedecer las instrucciones. En cuanto los oficiales empezaban a jugar despreocupadamente con las órdenes, los planes empezaban a venirse abajo. Decidió que tendría unas palabras con el oficial al mando de Sinio cuando regresaran al campamento pretoriano, situado fuera de las murallas de Roma.

–¡Centurión Arminio! –llamó Balbo por encima del hombro–. ¡Conmigo!

El oficial a cargo de los auxiliares germanos avanzó a toda prisa. Era un individuo alto, ancho de espaldas y con un torso musculoso que a duras penas encajaba en su armadura de escamas. Miró al tribuno, su barba rojiza refulgía como el fuego bajo la luz del sol.

–¿Señor?

Balbo movió la cabeza en dirección a los jinetes.

–La escolta de Roma. Ellos protegerán los carros a partir de aquí. Tú y tus hombres podéis regresar a la Narbonense de inmediato.

El germano frunció el ceño y respondió en un latín con mucho acento:

–Se suponía que teníamos que hacer la entrega en Piceno, señor. Los muchachos esperaban divertirse en la ciudad durante la noche, antes de emprender el camino de regreso.

–Sí, bueno, ahora ya no es necesario. Además, dudo que a los vecinos les haga mucha gracia que los invada una pequeña horda de germanos. Sé cómo se comportan tus hombres cuando beben un poco.

El centurión Arminio aguzó la mirada.

–Me encargaré de que no causen ningún problema, señor.

–No lo harán. Te estoy ordenando que des media vuelta y marches de nuevo hacia la Galia enseguida, ¿acaso no me has oído?

El otro hombre asintió lentamente con la cabeza con evidente amargura. Entonces saludó a su superior con un brusco movimiento de la cabeza y se volvió hacia sus hombres.

–¡Recoged las mochilas! ¡Preparaos para marchar! ¡Nos toca volver a la Galia, muchachos!

Algunos de sus hombres se quejaron, y uno de ellos soltó un juramento en voz alta en su idioma nativo, lo cual provocó una brusca reprimenda por parte del centurión.

Balbo miró a Sinio y le dijo en voz baja:

–No puedo permitir que una pandilla de bárbaros peludos molesten a la gente decente.

–Por supuesto que no, señor –asintió Sinio–. Ya es bastante malo que los germanos sean los encargados de vigilar la casa de la moneda y los convoyes de plata. Debería ser un trabajo para verdaderos soldados, legionarios, o para una cohorte de la Guardia.

–Parece ser que el emperador no confía en nosotros –dijo Balbo con pesar–. Demasiados oficiales superiores jugando a la política en los últimos años. Y el resto de nosotros tenemos que aguantar con eso. De todos modos, no hay nada que podamos hacer al respecto. –Se irguió en la silla–. Haz formar a tus hombres a ambos lados de los carros. En cuanto los auxiliares se quiten de en medio, podemos proceder.

–Sí, señor. –El centurión Sinio saludó y se dio la vuelta para gritar las órdenes a sus hombres. Mientras los germanos formaban malhumoradamente en una única columna al otro lado de los carros, los soldados montados dirigieron sus caballos a sus posiciones, y las dos pequeñas fuerzas no tardaron en estar listas para separarse. Balbo se acercó al centurión Arminio para darle instrucciones antes de partir.

–Tienes que regresar a la Narbonense tan rápido como te sea posible. Puesto que no estaré para vigilar a tus hombres, no dejes que causen problemas en ninguna población por la que paséis en el camino de vuelta. ¿Entendido?

El centurión apretó los labios y asintió con la cabeza.

–Entonces puedes marcharte.

Sin esperar una respuesta, Balbo hizo girar a su caballo en la otra dirección y trotó de vuelta a la cabeza de la pequeña columna, donde le esperaba el centurión Sinio. Agitó el brazo al frente, y dio la orden para que los jinetes y los carros avanzaran. Con un chasquido de las riendas por parte de los conductores de los carros, el convoy empezó a moverse con un traqueteo y un profundo estruendo de las pesadas ruedas con llanta de hierro. El ruido de los cascos de mulas y caballos se sumó al estrépito. Balbo siguió cabalgando sin volver la vista atrás, hasta que llegó al afloramiento rocoso. Entonces volvió la mirada y observó a la retaguardia de la columna auxiliar, a unos cuatrocientos metros camino abajo, marchando pesadamente de vuelta a la Galia.

–¡Buen viaje! –masculló para sí.

Los carros, con su nueva escolta, siguieron el camino rodeando las rocas, y la ruta recuperó su dirección recta, a través de otros cuatrocientos metros de pinar, hacia Piceno. Balbo se sintió de mejor humor ahora que se había librado de las tropas germanas. Aminoró el paso de su caballo hasta situarse junto al centurión Sinio.

–Dime, ¿cuáles son las últimas noticias de Roma?

Sinio lo pensó un momento, y respondió con una sonrisa divertida:

–La nueva tortolita del emperador sigue aumentando su presión sobre el viejo.

–¿Ah sí? –Balbo frunció el ceño al oír la tosca referencia a Agripina.

–Sí. En palacio se dice que Agripina le ha dicho a Claudio que se librara de sus amantes. Él no está muy entusiasmado, naturalmente. Pero ésa es la menor de sus preocupaciones. ¿Recuerda al hijo de ella, Lucio Domicio? Está haciendo correr el rumor de que el chico va a ser adoptado por Claudio.

–Es lógico –repuso Balbo–. No tiene sentido hacer que el muchacho se sienta excluido.

Sinio lo miró con una sonrisa divertida.

–No sabe ni la mitad del asunto, señor. Agripina está presionando abiertamente a Claudio para que nombre al joven Lucio su heredero.

Balbo enarcó las cejas. Aquél era un acontecimiento peligroso; el emperador ya tenía un heredero legítimo, Británico, el hijo que tuvo con su primera esposa, Mesalina. Ahora habría un rival al trono. Balbo meneó la cabeza.

–¿Y por qué demonios iba a acceder a hacer eso el emperador?

–Quizá su mente se esté debilitando –sugirió Sinio–. Agripina afirma que lo único que ella quiere es que Británico tenga un protector, ¿y quién mejor para el trabajo que su nuevo hermano mayor? Alguien que cuide de sus intereses después de que Claudio haya estirado la pata. Y ese día no está muy lejos. Al viejo se le ve flaco como un palo, además de frágil. De modo que, cuando se vaya, parece ser que los pretorianos van a tener al joven Lucio Domicio como su nuevo jefe. Menuda sorpresa, ¿eh?

–Sí… –respondió Balbo.

Guardó silencio mientras consideraba las implicaciones de aquella astuta maniobra. El hijo del emperador, Británico, había sido popular entre la Guardia Pretoriana de niño; solía acompañar a su padre en sus visitas al campamento vestido con un pequeño conjunto de armadura propio, y se empeñaba en participar en la instrucción y los ejercicios con armas, para diversión de los soldados. Pero aquel niño era ahora un muchacho diligente, y atendía a sus estudios con devoción. Aun así, parecía que el joven Británico iba a tener que competir por el afecto de los pretorianos.

–Hay más, señor –dijo Sinio en voz baja al tiempo que miraba por encima del hombro, como para asegurarse de que sus hombres no le oían–. Si es que le interesa saberlo.

Balbo lo miró fijamente, preguntándose hasta qué punto podía confiar en el otro oficial. En los últimos años, había visto ejecutar a muchos por no vigilar la lengua, y no tenía ganas de unirse a ellos.

–¿Hay algún peligro en oír lo que tienes que decir?

Sinio se encogió de hombros.

–Eso depende de usted, señor. O, para ser más exactos, depende de dónde radique su primera lealtad.

–Mi primera y única lealtad radica en mi emperador. Como la tuya, y la de todos los hombres de la Guardia Pretoriana.

–¿En serio? –Sinio lo miró directamente y sonrió–. Hubiera pensado que un romano sería primero leal a Roma.

–Roma y el emperador son lo mismo –replicó Balbo secamente–. Nuestro juramento nos vincula por igual a ambos símbolos. Es peligroso decir otra cosa, y te aconsejaría que no volvieras a sacar el tema.

Sinio escudriñó al tribuno un momento, y luego apartó la mirada.

–No importa. Tiene razón, por supuesto, señor.

Sinio dejó que su montura se rezagara, hasta que estuvo detrás de su superior. El convoy llegó al extremo del pinar y salió a campo abierto. Balbo no se había cruzado con ningún otro viajero desde el amanecer, y no veía a nadie en la dirección de Piceno. Entonces recordó lo que Sinio había dicho sobre el festival. A una corta distancia más adelante, el camino descendía hacia un ligero pliegue en el paisaje, y Balbo se estiró en la silla al percibir movimiento entre unos arbustos enanos.

–Ahí delante hay algo –le dijo a Sinio. Alzó el brazo y señaló–. ¿Lo ves? A unos cuatrocientos metros al frente más o menos, allí donde desciende el camino.

Sinio miró en la dirección indicada, y negó con la cabeza.

–¿Es que estás ciego, hombre? Está claro que ahí hay algo que se mueve. Sí, ahora lo distingo. Unos cuantos carros pequeños y mulas entre los arbustos.

–Ah, ahora los veo, señor –Sinio se quedó mirando la depresión del terreno durante un momento, y continuó diciendo–: Tal vez sea un tren de comerciantes que ha acampado aquí…

–¿A esta hora del día? ¿Y a tan poca distancia de Piceno? –Balbo resopló–. No lo creo. Vamos, tenemos que echar un vistazo más de cerca.

Hizo avanzar a su montura, cuyos cascos golpetearon contra el camino en dirección a los arbustos que crecían al abrigo de la hondonada. Sinio hizo una seña a la sección de jinetes que iba en cabeza para que lo siguieran, y salió tras su superior. A medida que Balbo se iba acercando, se dio cuenta de que había varios carros más de los que había pensado en un principio, y entonces distinguió a unos cuantos hombres agachados entre los arbustos. La preocupación que había sentido poco antes volvió en forma de unos pinchazos como de agujas heladas en la parte posterior de la cabeza. Frenó el caballo a un centenar de pasos del más próximo de aquellos hombres y de sus carros, y aguardó a que los demás lo alcanzaran.

–Esto no me gusta. Esos sinvergüenzas no traman nada bueno, estoy seguro. Sinio, prepara a tus hombres.

–Sí, señor –respondió el centurión en tono apagado.

Balbo oyó el roce de una espada al ser desenvainada, y agarró las riendas con más firmeza mientras se preparaba para hacer avanzar a los guardias montados.

–Lo siento, señor –dijo Sinio en voz baja, al tiempo que hundía su espada en la espalda del tribuno, entre los omoplatos. La punta cortó la capa y la túnica, y atravesó la carne y el hueso penetrando hasta la espina dorsal. El impacto hizo que Balbo sacudiera bruscamente la cabeza hacia atrás, al tiempo que soltaba un fuerte grito ahogado y abría los dedos que, como garras que de pronto perdían fuerza, soltaron las riendas. Sinio retorció la hoja con fuerza y luego la arrancó de un tirón. El tribuno se desmoronó entre los pomos de la silla, con los brazos colgando sin fuerza a los flancos de su caballo. El animal se sobresaltó, y el movimiento desplazó al tribuno de la silla de montar. Cayó pesadamente al suelo y rodó hasta quedar tendido de espaldas. Miraba fijamente a lo alto con los ojos desmesuradamente abiertos, en tanto que su boca se movía levemente.

Sinio se volvió hacia sus hombres.

–Encargaos de los conductores de los carros, y luego traed los vehículos hasta las carretas –bajó la mirada al tribuno–. Lo siento, señor. Es un buen oficial y no se merece esto. Pero tengo instrucciones.

Balbo intentó hablar, aunque de sus labios no salió ni un solo sonido. Tenía frío y, por primera vez en años, miedo. Cuando empezó a nublársele la vista, supo que se estaba muriendo. Ya no tendría una vida tranquila en Pompeya, y lamentó no poder volver a ver a su hermano. La vida fue desvaneciéndose rápidamente de sus ojos, cuya mirada quedó clavada en lo alto, mientas él yacía inerte en el suelo. A cierta distancia camino abajo, se alzaron unos cuantos gritos de sorpresa, que fueron acallados enseguida cuando ejecutaron sin piedad a los conductores de los carros. Los carros y los hombres a caballo continuaron entonces hacia las carretas que aguardaban. Sinio se dirigió a un hombre robusto que estaba detrás de él, y señaló el cuerpo del tribuno.

–Cestio, ponlo a él y a los demás en uno de los carros. Quiero que dos hombres se adelanten y monten guardia. Que otros dos vayan al recodo del camino, para comprobar que esos auxiliares no hagan de las suyas y den media vuelta para tomarse un permiso extraoficial en Piceno.

Los hombres de las carretas salieron de entre los arbustos y formaron los vehículos en una línea junto al camino. Siguiendo las instrucciones de Sinio, los cofres se descargaron rápidamente de los carros para ser cargados en sus nuevos vehículos: un cofre por carreta. En cuanto estuvieron bien sujetos se cubrieron con balas de tela barata, sacos de grano o fardos de trapos viejos. Soltaron los tirantes de los tiros de mulas de los carros, y los animales se distribuyeron entre las carretas para arrastrar la carga adicional. Una vez vacíos, empujaron los carros hasta adentrarlos en la maleza, rompieron las tapas de los ejes y sacaron las ruedas, de manera que se vinieron abajo y quedaron fuera de la vista desde el camino. Llevaron los cuerpos a una zanja embarrada, oculta entre los matorrales, tras lo cual los cubrieron con broza cortada de los arbustos. Al final, los hombres se reunieron en torno a las carretas, mientras Sinio y unos cuantos más cortaban un poco más de maleza para cubrir los huecos entre los arbustos por los que habían pasado los carros, y barrer el rastro en la hierba. Gracias al hielo, no habían quedado rodadas reveladoras en el suelo.

–Con esto bastará –decidió Sinio, que tiró a un lado su manojo de ramas–. ¡Es hora de cambiarse de ropa, caballeros!

Se despojaron a toda prisa de sus capas y túnicas, y las cambiaron por toda una variedad de prendas de civil de estilos y colores diversos. En cuanto hubieron guardado bien los uniformes, enrollados detrás de las sillas de montar, Sinio echó un vistazo a los hombres. Asintió con la cabeza en señal de satisfacción; tenían un aspecto muy parecido al de los mercaderes y comerciantes que transitaban habitualmente por los caminos entre los pueblos y ciudades de Italia.

–Ya tenéis vuestras instrucciones. Partiremos desde aquí en grupos separados. En cuanto hayáis dejado atrás Piceno, tomad las rutas que os han dado hacia el almacén de Roma. Os veré allí. Vigilad bien las carretas. No quiero que ningún ladrón de poca monta encuentre por casualidad el contenido de estos cofres. Intentad pasar desapercibidos, representad bien vuestro papel y nadie sospechará de nosotros. ¿Ha quedado claro? –paseó la mirada por los hombres–. Bien. ¡Pues que se pongan en marcha las primeras carretas!

A lo largo de la hora siguiente, las carretas fueron abandonando la depresión del camino una a una, o en grupos de dos o tres a intervalos regulares, intercaladas con los jinetes. Algunas se dirigieron a Piceno, otras se desviaron en el cruce de caminos que había antes de llegar a la ciudad, fueron al oeste o al este, y siguieron una ruta indirecta hacia Roma. Aún quedaba el rastro que dejaron las carretas y los cascos de las mulas y caballos, pero Sinio dudaba que atrajeran la atención de los viajeros que iban y venían de Piceno.

El centurión asintió en señal de satisfacción, condujo su caballo hacia el camino y lo llevó al paso, montándolo sin prisa hacia la ciudad. Pagó el peaje a los guardias de la puerta de la población, y se detuvo en una taberna para tomar un cuenco de estofado y una taza de vino caliente antes de proseguir el viaje. Salió por la puerta sur de la ciudad, y tomó el camino hacia Roma.

Era media tarde cuando vio una pequeña columna de jinetes con capa blanca que se acercaban cabalgando desde el sur. Sinio se cubrió la cabeza con la capucha de su desgastada túnica marrón para ocultar su rostro, y alzó la mano a modo de saludo al pasar junto a los guardias pretorianos que se dirigían al encuentro del convoy de la Narbonense. El oficial que iba a la cabeza de la escolta ignoró altivamente el gesto, y Sinio sonrió al imaginar a aquel hombre explicando la desaparición de los carros y sus cofres de plata a sus superiores en Roma.

Capítulo II

Ostia, enero, 51 d.C.

El turbulento mar se mostraba gris, salvo allí donde la fuerte brisa levantaba halos de espuma blanca de las crestas de las olas que barrían la costa. Arriba, el cielo estaba cubierto por unas nubes bajas que se extendían ininterrumpidamente hacia el horizonte. Una ligera y fría llovizna se sumaba a la deprimente escena, y no tardó en empapar el cabello oscuro del centurión Macro, pegándoselo a la cabeza mientras contemplaba el puerto de Ostia. Aquel lugar situado en la desembocadura del Tíber había cambiado enormemente desde la última vez que había estado allí, hacía unos cuantos años, a su regreso de la campaña en Britania. Entonces el puerto había sido un desembarcadero expuesto para el trasbordo de cargamentos y pasajeros hacia y desde Roma, situada a unos treinta kilómetros tierra adentro desde el delta del río. Había unos cuantos muelles de madera que se proyectaban desde la costa para procurar la descarga de las importaciones provenientes de todo el Imperio. Un flujo un tanto menor de exportaciones salía de Italia, hacia las distantes provincias gobernadas por Roma.

En aquellos momentos, el puerto sufría un enorme proyecto de desarrollo bajo las órdenes del emperador como parte de su ambición de fomentar el comercio. A diferencia de su predecesor, Claudio prefería utilizar el dinero público para el bien común, antes que en lujos absurdos. Se estaban construyendo dos largos y colosales diques, que se extendían como brazos titánicos para abrazar las aguas del nuevo puerto. La obra continuaba sin descanso durante todas las estaciones del año, y la mirada de Macro se posó momentáneamente en las miserables cuadrillas de esclavos, que arrastraban bloques de piedra sobre rodillos de madera hacia el extremo de los espigones, donde eran arrojados al mar. Bloque tras bloque estaban construyendo un muro para proteger las embarcaciones del agua. Más lejos, más allá de los diques, se hallaba el rompeolas. El dueño de la posada en la que Macro se alojaba con su amigo, Cato, le había contado que cargaron de piedras uno de los barcos más grandes jamás construidos, y que le habían dado barreno para que proporcionara la base del rompeolas. Se habían arrojado más piedras sobre el casco hasta completar el rompeolas, y en aquel momento se estaban construyendo los niveles inferiores de un faro. Macro distinguía apenas las formas diminutas de los albañiles en los andamios, que trabajaban para completar otra hilada.

–Allá ellos –masculló Macro para sí mientras arrebujaba los hombros en la capa.

Durante los últimos dos meses, había dado aquel mismo paseo a lo largo de la costa todas las mañanas, y había seguido el avance de la construcción del puerto cada vez con menor interés. El puerto, al igual que tantos otros lugares de ese tipo, contaba con su complemento de mesones bulliciosos próximos a los muelles, que se aprovechaban de una clientela de marineros que acababan de cobrar al final de una travesía. La mayor parte del año habría allí muchos personajes interesantes con los que Macro podría disfrutar de un vaso de vino e intercambiar historias. Pero durante los meses de invierno, pocos barcos se hacían a la mar, de manera que el puerto estaba tranquilo y los mesones sólo eran frecuentados por unos cuantos personajes que necesitaban beber algo. Al principio, Cato se había mostrado muy dispuesto a compartir con él unas cuantas jarras de vino caliente, pero el joven había estado dando vueltas al hecho de que la mujer con la que tenía intención de casarse se encontraba a un día de marcha de distancia en Roma, aunque las órdenes que habían recibido del palacio imperial prohibían estrictamente a Cato que la viera, o que le hiciera saber siquiera que estaba en Ostia. Macro sintió lástima por su amigo. Había pasado casi un año desde la última vez que Cato había visto a Julia.

Antes de llegar al puerto, Macro y Cato habían estado sirviendo en Egipto, donde Cato se había visto obligado a asumir el mando de una fuerza improvisada de soldados para repeler a los invasores nubios. Había sido un asunto muy reñido, reflexionó Macro. Habían regresado a Italia con toda la esperanza de ser recompensados por sus esfuerzos. Cato se merecía que confirmaran su ascenso a prefecto, al igual que Macro merecía elegir la legión que quisiera. En vez de eso, después de rendir informe a Narciso, el secretario imperial, en la isla de Caprea, los habían enviado a Ostia a la espera de nuevas órdenes. Se había descubierto una reciente conspiración para deponer al emperador, y el secretario imperial necesitaba que Macro y Cato lo ayudaran a ocuparse de la amenaza. Narciso les había dado órdenes explícitas. Debían permanecer en Ostia, alojándose en la posada con nombres falsos, hasta que les dieran más instrucciones. El posadero era un liberto que había servido en el palacio del emperador en Roma, antes de ser recompensado con su libertad y una pequeña gratificación que le había bastado para montar un negocio en Ostia. El secretario imperial confiaba en él para que cuidara de los dos huéspedes sin hacer preguntas. Era imprescindible que su presencia se mantuviera en secreto para todo habitante de la ciudad. No había sido necesario que Narciso nombrara a Julia Sempronia. Cato había entendido perfectamente lo que quería decir, y contuvo su frustración durante los primeros días. Pero los días se fueron alargando hasta que pasó un mes, luego dos, y seguían sin saber nada de Narciso, por lo que el joven oficial estaba al límite de su paciencia.

La única información que Narciso les había dado era que, en el complot contra el emperador, se hallaba implicada una organización misteriosa de conspiradores que querían devolver el poder al Senado. Al mismo Senado que había sido responsable de llevar a la República a décadas de sangrienta guerra civil tras al asesinato de Julio César, pensó Macro con amargura. No se podía confiar el poder a los senadores. Eran demasiado propensos a jugar a la política, y prestaban escasa atención a las consecuencias de sus juegos. Había unas pocas excepciones honorables, por supuesto, continuó cavilando Macro. Hombres como el padre de Julia, Sempronio, y como Vespasiano, quien había estado al mando de la Segunda legión en la que Macro y Cato habían servido durante la campaña en Britania. Ambos eran buenos hombres.

Macro dirigió una última mirada a los esclavos que trabajaban en el rompeolas, y se puso la capucha de su capa militar. Dio media vuelta, y emprendió el regreso por el sendero costero hacia el puerto. Allí también había indicios de la remodelación de Ostia. Varios almacenes de grandes dimensiones habían aparecido detrás del nuevo muelle, y aún había más en construcción en la zona en que el antiguo barrio portuario había sido destruido para dejar paso a los nuevos proyectos de edificación. Macro se dio cuenta de que, cuando la obra estuviera acabada, sería un magnífico puerto moderno. Otra prueba más de la riqueza y el poder de Roma.

El sendero se unía al camino que llevaba al puerto, y los clavos de hierro de las suelas de las botas militares de Macro sonaron ruidosamente en la superficie pavimentada. Pasó por la puerta intercambiando un breve saludo con el centinela, que no era tan tonto como para pedirle el peaje de entrada a un legionario. Una de las ventajas de ser soldado era la exención de algunas de las normas triviales que gobernaban las vidas de los civiles. Y era lo más justo, pensó Macro, puesto que era el sacrificio de los soldados lo que hacía posible la paz y prosperidad del Imperio. Aparte de los mamones indolentes que tenían el chollo de un puesto de guarnición en algún lugar tranquilo y atrasado como Grecia, o de esos petimetres gilipollas de la Guardia Pretoriana. Macro frunció el ceño. Les pagaban la mitad más que a los hombres de las legiones, y lo único que tenían que hacer era vestirse de gala para alguna que otra ceremonia y encargarse de eliminar con eficiencia a los que eran señalados como enemigos del emperador. Tenían muy pocas posibilidades de entrar en servicio activo. Dicho lo cual, Macro los había visto en acción una vez, en Britania, durante el breve viaje que hizo el emperador para atribuirse el mérito del éxito de la campaña. Macro admitió a regañadientes que, en aquella ocasión, habían luchado muy bien.

La calle estaba bordeada por bloques de apartamentos, de unos tres o cuatro pisos de altura, que ocultaban la luz del día, ya pálida de por sí, e imponían una fría penumbra a lo largo de la ruta que conducía al corazón de la ciudad. Al llegar al cruce del que partían las calles hacia los otros barrios de Ostia, Macro torció a la derecha y tomó la larga vía pública que atravesaba el centro del puerto, donde los templos principales, los baños más lujosos y el Foro se apiñaban unos contra otros como si se empujaran para ser el establecimiento más prestigioso. Era día de mercado, y la calle principal estaba llena de movimiento, con los comerciantes y los funcionarios municipales apresurados en sus asuntos. Una fila de esclavos encadenados por el tobillo, de camino a los recintos de confinamiento o al mercado de esclavos, avanzaban arrastrando los pies por el borde de la calle, bajo la atenta mirada de unos cuantos guardias fornidos armados con garrotes. Macro cruzó el Foro, que se extendía a ambos lados de la vía, y luego se metió en una calle lateral en la que vio la imponente fachada con columnas de la Biblioteca de Menelao, donde había quedado en encontrarse con Cato. La biblioteca se la había regalado a Ostia un liberto griego que había hecho su fortuna importando aceite de oliva. Estaba bien abastecida, con una ecléctica variedad de libros dispuestos en los estantes de un modo igualmente ecléctico.

Macro se quitó la capucha al subir desde la calle por la corta escalera que conducía a la entrada de la biblioteca. Nada más entrar, había un funcionario sentado frente a una sencilla mesa de madera al calor de las llamas de un brasero. El hombre entrecerró los ojos con desconfianza al ver a un soldado.

–¿Puedo ayudarle en algo, señor?

Macro se enjugó el sudor de la frente y asintió.

–Estoy buscando a alguien. A un soldado, como yo.

–¿En serio? –el empleado enarcó una ceja–. ¿Está seguro de que es este el lugar, señor? Esto es una biblioteca.

Macro se lo quedó mirando fijamente.

–Ya lo sé.

–Si me permite la sugerencia, señor, tal vez tuviera más suerte buscando a su compañero en alguno de los mesones cercanos al Foro. Creo que ese tipo de establecimientos son más populares entre los soldados que esta biblioteca.

–Confía en mí, quedé con mi amigo en encontrarnos aquí.

–Bueno, no es aquí donde normalmente se encuentran los soldados, señor –insistió el funcionario con sequedad.

–Cierto, pero es que mi amigo no es el típico militar –dijo Macro con una sonrisa–. Así pues, ¿lo has visto? Limítate a responder a la pregunta, ¿vale? No es necesario que me mires por encima del hombro, al menos si te gusta tu cara tal como está.

El funcionario se dio cuenta de que aquel visitante fornido de semblante duro no iba a aceptar más evasivas. Carraspeó y alargó la mano para coger una tablilla encerada y un estilo, como para dar a entender que había sido interrumpido en el proceso de llevar a cabo alguna tarea burocrática compleja y vital.

–Entré de servicio hace muy poco, señor. Si su amigo está aquí ya debe de haber entrado, porque yo no lo he visto y no tengo ni idea de dónde podría estar. Sugiero que entre y lo compruebe usted mismo.

–Entiendo –contestó Macro sin alterarse. Permaneció un momento donde estaba y entonces se inclinó sobre la mesa y dejó que el borde de su capa cayera sobre la tablilla del empleado. El hombre se quedó inmóvil y alzó la mirada con preocupación.

–¿Señor?

–Un comentario de despedida –gruñó Macro–. No es necesaria esta hosquedad, muchacho. Vuelve a tratarme así, y puede que confunda tu bonita biblioteca con un mesón de mala muerte, no sé si me entiendes.

El funcionario tragó saliva.

–Sí, señor. Le pido disculpas. Por favor, siéntase con toda libertad de disfrutar a su antojo de las instalaciones de la biblioteca.

–¿Lo ves? Es igual de fácil ser educado que actuar como un completo hijo de puta, ¿eh?

El hombre echó un vistazo en derredor con nerviosismo para ver si alguno de sus colegas se encontraba por allí, pero estaba solo. Miró con cautela al soldado que tenía frente a su mesa.

–Sí, señor. Como usted diga.

Macro se apartó y se frotó las manos para calentárselas. Albergaba un odio perdurable por los insignificantes funcionarios del mundo, que no parecían servir a otro propósito más que al de estorbar a aquellos que sí tenían acciones útiles que llevar a cabo.

La biblioteca tenía un amplio vestíbulo de entrada, con dos puertas que comunicaban a cada lado y otra justo enfrente de la entrada. Tras una breve pausa, Macro tomó el camino de en medio, y sus pasos resonaron en las altas paredes. Entró en una sala alargada cubierta de estantes llenos de rollos. El techo, que se alzaba a unos nueve metros del suelo embaldosado, se había pintado con escenas náuticas que quedaban iluminadas por unas ventanas estrechas situadas en lo alto. Una fila de mesas y bancos recorría el centro de la sala principal de la biblioteca, y, puesto que aún era temprano, en una mañana fría como aquella sólo había tres hombres presentes, dos ancianos encorvados sobre un rollo que mantenían una discusión en tono apagado, y la inconfundible figura delgada de Cato con su capa militar. Estaba sentado en el extremo opuesto de la sala, donde un débil haz de luz proporcionaba una iluminación apenas adecuada para las anchas hojas de papiro que tenía frente a él.

El fuerte repiqueteo de las botas de Macro hizo que los dos ancianos interrumpieran su discusión y miraran con mala cara al recién llegado, que había perturbado la calma habitual de la biblioteca. Aunque Cato, que sin duda había oído el sonido de las botas de su amigo, siguió leyendo hasta que tuvo a Macro casi encima; entonces puso el dedo en el papiro para señalar por dónde iba, y levantó la vista. El joven oficial estaba pálido y parecía cansado, y observó a Macro sin el menor atisbo de expresión mientras éste tomaba asiento en el banco frente a él. Cato había recibido una herida grave en la cara cuando estuvieron en Egipto, y una línea blanca de tejido cicatrizado se extendía entonces desde su frente, cruzaba su entrecejo y le bajaba por la mejilla. Era una cicatriz bastante espectacular, pero de hecho no había desfigurado demasiado sus rasgos. Macro pensaba que era una marca de la que uno debía sentirse orgulloso. Algo que distinguiría a Cato de otros oficiales sin experiencia al servicio del emperador, y que lo destacaría como el veterano aguerrido en que se había convertido desde que se incorporó a la Segunda legión siendo un recluta enclenque, unos ocho años atrás.

–¿Encontraste lo que buscabas? –Macro señaló las hojas que Cato tenía enfrente, y luego hizo un gesto en dirección a los estantes abarrotados que cubrían las paredes–. Hay lectura más que suficiente para mantenerte ocupado, ¿eh? Debería ayudarte a olvidar tus penurias.

–Para qué, eso es lo que me pregunto –Cato alzó la mano libre y se frotó ligeramente la mejilla allí donde terminaba su cicatriz–. Ya casi llevamos dos meses sin saber nada de Narciso.